Asusta ver un mundo en el que las masas pueden ser manipuladas por falsas noticias e imágenes diseñadas para mostrar una realidad que no existe. Tampoco alienta el saber que podemos encaminarnos hacia un mundo que se crea y se destruye con manejar o entrar en un programa de ordenador por muy sofisticado que sea y por muy protegido que esté. A la mente nos viene el Brexit y otros movimientos nacionalistas creados y apoyados por tuiteros que pueden ser personas reales o falsas identidades robóticas para agrandar números. El mensaje llega, a pesar de que la forma es un tanto infantil. Es verdad que los jóvenes de hoy, nativos digitales, están más capacitados para crear y detectar este tipo de cosas. Pero de ahí a que dos niñatos puedan solucionar el problema, es exagerar un poco.

No funciona. La película es un souflé que se viene abajo a pesar de tener buenos ingredientes en lo que se refiere a una localización maravillosa y grandes actores veteranos, pero ahí termina todo lo bueno. El argumento es manido, la historia no atrapa, el final es previsible y los diálogos son poco interesantes. Por si fuera poco, las situaciones supuestamente cómicas no resultan serlo y las reflexiones supuestamente profundas tampoco lo son. Mientras se desarrolla la trama, aunque intuímos su final, mantenemos la esperanza de que se arregle, de que los minutos siguientes aportarán interés. Esperamos que Clooney y Roberts logren un minuto mágico que nos compense tantos minutos de aburrimiento. Desafortunadamente, no ocurre.

Malkovitch hace un buen Poirot, diferente al que la televisión nos tiene acostumbrados. También vemos una Christie diferente, más oscura, lejos de los asesinatos limpios de salón y té a las cinco. Con un sospechoso muy bien logrado, que roza lo terrorífico, la historia resulta renovada y perturbadora.

Otra serie policiaca cuyo protagonista es un detective oscuro y atormentado por traumas infantiles y adicciones. Nada que ver con la frialdad lógica y equilibrada de Holmes o Poirot. La serie innova poco con respecto a otras en las que un asesino en serie pone en jaque a la policía a través del tiempo. Largas escenas con primeros planos para reflejar los pensamientos, no mucha acción, y alguna otra historia entretejida para conseguir llenar seis episodios. Poco más.

Dos horas y media son demasiados minutos para reflejar una añoranza. Esa que todos tenemos de recrear el mundo de nuestra infancia y volver a ese lugar donde siempre es ayer y donde siempre somos niños. Si Kenneth Branagh lo logró con Belfast, Spielberg aburre con su autocomplacencia de niño rico, judío, listo y privilegiado. Tiene un padre triunfador, una madre excéntrica maravillosa aunque depresiva y una cámara donde muestra que ya de niño era un genio. Si nos vimos reflejados en la película de Branagh, tal vez por ser europea y por esa visión del mundo a través de los ojos de un niño normal en una familia normal, no ocurre lo mismo en este caso. Los Fabelmans nos son tan ajenos como E.T. y estamos deseando que acabe la película para volver a la normalidad.