"La llegada" es la primera película que veo del canadiense Denis Villenuve, director del que tenía buenas referencias, pero debía de percibir en mi propia piel cómo este creador expresa en la gran pantalla su puesta en escena, su universo fílmico, su lenguaje cinematográfico... y ciertamente, me ha desconcertado, puesto que presenta un discurso narrativo a modo de criptograma, de jeroglífico enigmático, entre la frontero de lo "lyncheano" y lo "kubrickiano"...
"La llegada" está repleta de bellas y poéticas metáforas cinéfilas en clave de filosofía existencial, hablando de extraterrestres para en el fondo pretender hablar de humanos, de lo trascendentalmente humano, de lo intrínsecamente ontológico, que me hacen reflexionar sobre ese proverbio machadiano que rezaba "Nuestras horas son minutos cuando pretendemos saber y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender"... y ¿por qué? Pues porque ese proverbio me recuerda al desasosegante esfuerzo de la protagonista por descifrar el lenguaje de signos de los allegados.... y de que la comunicación es una poderosa arma que todavía los seres humanos desconocemos, teniendo que ser unos alienígenas los que nos muestren su poder, su fuerza descomunal... pues la mayoría de nuestras lacras y desventuras vitales se deben a nuestra profunda incomunicación, abocando esa incomunicación en la incomprensión entre las almas, en una suerte de desazón y vacío existencial... ya que en el camino que media entre emisor y receptor, el mensaje no llega a transmitirse con la transparencia que debería... de tal forma que la interacción humana no llega a ser plena, careciendo de esa armonía entre semejantes que es el poder de la comunicación y que nos hace vagar por la inhóspita languidez vital... Por ello, y recordando al poeta Blas de Otero, hemos de reivindicar la palabra, porque aunque al poeta le despojaran de todo, todavía le quedaba la palabra, la palabra como valor más preciado de la expresión humana.

Ver esta película me ha supuesto rememorar a los grandes autores del neorrealismo italiano: De Sica, el primer Fellini, el gran Pietro Germi, el inconmensurable Roberto Rossellini... (No en balde decía Godard: «todos venimos de Roma, ciudad abierta») y al mismo tiempo, es vislumbrar la odisea de una paria de la tierra suplicando la clemencia de sus iguales para que renuncien a su paga extra a fin de que pueda salvar su trabajo. Esto nos hace retroceder al principio hobbesiano de que «el hombre es un lobo para el hombre», enfrentándonos de tal manera a la dicotomía: supervivencia o justicia, en un mundo mezquino y deleznable en el que únicamente rige la Ley de la Selva o el «sálvese, quien pueda», un mundo en el que subyacen y pululan todas las miserias humanas cuando la necesidad se cierne sobre la famélica legión.
Pero hete aquí que nuestra amazona—obrera resuelve la diatriba en un alarde de integridad y de dignidad con su conciencia que sólo los hijos de la desdicha pueden grabar a fuego incandescente en su alma... y hacen bueno el proverbio del ínclito Don Quijote: «Cada uno, amigo Sancho, es hijo de sus obras», ya lo creo, querido Hidalgo, ya lo creo... Y de cómo esta heroína del proletariado es el más claro ejemplo de la resistencia hasta el fin de los humildes, de los que no se dejan dominar, de los que se yerguen altivos cuando el sufrimiento es más amargo... siendo éste su último bastión, su último estandarte, y que tan bien simboliza ese toro del poema de Miguel Hernández:
«Como el toro me crezco en el castigo,
La lengua en corazón tengo bañada,
Y al cuello llevo un vendaval sonoro».

Tom Doniphon es un hombre abnegadamente altruista, en un primer momento, este personaje nos puede recordar a un John Wayne interpretando a John Wayne, es decir, a un vaquero rudo, tosco, y que interactúa a golpe de revolver, pero en realidad esto sólo es apariencia. Doniphon reconoce como nadie el don innato de la gente y en su cerebro existe una estructura moral en la que considera que cada persona tiene en un fin en esta vida y que se encuentra condicionado por su idiosincrasia. Tom es sabedor que no es acreedor del arte de la oratoria, que no podría dirigir políticamente una ciudad, que no tiene aptitudes para ser sheriff, y que no puede enseñar a leer y escribir como el licenciado en leyes interpretado por James Stewart, pero sí que sabe que su mejor aliado es el revolver, y que, por ende, cada uno debe desempeñar la función en este mundo que tiene encomendada. Por ello, renuncia a todo, huyendo de la gloria y del amor que podía haber conseguido, porque su fuero interno le dice que eso no es para él.

Sin ser una de las cumbres fílmicas del neoyorkino, ni de llegar a la altura, en mi modesta opinión de su "Cafe Society", " Wonder wheel" me recuerda, con todos los paroxismos amorosos típicos de su filmografía, una especie de revisitación del Otello shakespeariano en versión femenina, donde los celos arrebatadores del personaje interpretado por Kate Winslet hacen bueno ese dicho popular que reza "Ni contigo ni sin tí" y que en tantas ocasiones se dan en cuantiosas relaciones, en las que se confunde el amor con la obsesión o con la dominación sobre la persona, sobre el presunto ser amado, y digo dominación porque amar no es adueñarse de alguien, sino que amar es dejar ir.

Después de "Whiplash", película que disfruté enormemente, sólo puedo decir que a pesar de no ser un amante de los musicales, esta película que rezuma "allenismo" por los cuatro costados, me ha maravillado... Con una historia de amor real como la vida misma, entre dos seres que se forjaron el uno al otro en su mutua admiración, se amaron por lo que intrínsecamente fueron, y se decepcionaron cuando abandonaron su esencia, lo que con peor o mejor fortuna los hizo únicos, renunciando a su idiosincrasia. Uno soñaba con las notas de jazz que fluían de su piano y otra en vivir en la piel de la Ingrid Bergman de "Casablanca".