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Críticas ordenadas por utilidad
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6,3
20.313
7
26 de agosto de 2021
26 de agosto de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hacía muchísimo tiempo que no disfrutaba tanto con el visionado de una película, como lo hice, por allá la Semana Santa de este año, con “The Invitation”. Con esta coincidencia del calendario, no pude evitar que en mi mente concurriera un alud de simbolismos y referencias, sobretodo en el plano mitológico y religioso, que proyecté en esta cinta de la directora Karyn Kusama, para la que marcó un antes y un después en su carrera como realizadora. Desde el palmarés ganado meritoriamente en Sitges para “The Invitation” (2015), sus trabajos han experimentado un inusitado incremento de calidad artística y profesional, aunque sin marcarse demasiados tantos.
Después de una exigua relación de producciones, de las que la mayoría no trascendieron para nada al su currículum, “The Invitation” es un trabajo que, con diferencia sobrada, está llevado a cabo concienzudamente, y con la intención de construir un filme que, a todos los que lo hayamos visto, dejará una mella imborrable.
Lo primero que me vino a la mente es una referencia, con elementos invertidos (no pocos), al episodio bíblico-evangélico de la última cena de Jesucristo con sus apóstoles. En nuestras raíces culturales, las celebraciones a base de comidas/guateques/recepciones… que sirven como pretexto para el encuentro social con motivo de una celebración, es la base para el desarrollo de innumerables argumentos en el repertorio literario y cinematográfico. En el campo del séptimo arte, la que se me viene a la cabeza es la sublime “Cartas Sobre la Mesa”, de Agatha Christie, que en el segundo episodio de su décima temporada, adapta para la TV, la serie interpretada por el inmejorable David Suchet como Hércules Poirot, (2006).
El delirio intuitivo en “The Invitation”, es sólo comparable, y sólo superado, en “La Semilla del Diablo” (1968), de Roman Polanski, sólo para los que no saben, o muy poco, del argumento. En el caso de “Rosemary’s Baby”, por desgracia, es imposible, ya que traducido el título al español, por muy virgen que uno sea respecto a la trama, ya desvela el contenido, a modo de claro indicio, predisponiendo al espectador y despertando demasiado prematuramente en él, ese pavor que va royendo tan sutilmente en su versión original en inglés.
Kusama consigue exactamente este efecto, partiendo de una apartente frívola, tópica, cuotidiana y pueril percha, que es el reencuentro de unos amigos, en la casa de una de ellos.
La aparente trivialidad temática, no exenta del previo aviso de que uno de los invitados es el ex marido de la que actúa como anfitriona (ambos coincidirán con sus respectivas exparejas), derivará en un crescendo de misterio, inquietud, angustia y desesperación.
Todos los componentes de la cinta (técnicos, artísticos… ) están cuidadosamente planificados, organizados y puestos en acción para sumergir al espectador en lo más profundo del plano diegético, y participar del proceso de progresiva tensión en aumento. Como la resaca marina, basta adentrarse un poco para verse arrastrado por esa potente corriente que hace discurrir un guion, a pesar de sus debilidades y defectos, hilvanado a modo de tela de araña, para que todos nos sintamos atrapados en la historia, junto con los propios personajes, como si fuésemos uno más de la macabra reunión.
A menos que uno haga un esfuerzo considerable de abstracción, manteniendo la distancia operativa necesaria desde su butaca, cosa que es casi imposible solo en casa, y sobretodo en la quietud de la noche, inevitable es que nos encontremos imbuidos en la ficción, y no despertemos hasta la aparición de los títulos finales de crédito.
La fotografía de Bobby Shore, es de lo más estudiado y bien ejecutado que he podido apreciar, circunscrito casi exclusivamente en el espacio interior de la vivienda en la que el protagonista, Will (soberbiamente encarnado por Logan Marshal-Green), regresa para revivir unas vibras con potente solera emocional, pues es el crisol donde se gestan todos sus temores, miedos, (hasta la más extremada desconfianza, difícil de discernir durante un buen rato de metraje si está fundada o perniciosamente mancillada por una psicótica paranoia). A la descripción de este estado de ánimo de Will (y de su ex, Eden, así como del resto de personajes en menor medida), se alian las texturas, colores y secuencias de planos que va siguiendo la cámara.
La partirura de Theodore Shapiro es conceptualmente una fusión de banda sonora extradiegética con efectos, en su combinación de orquesta con los sintetizadores, en un todo que, desde plano de lo sonoro va bombeando, casi imperceptiblemente, un realce psicodramático; va alimentando la presión y congoja que se experimenta gradualmente.
Constante, sin sobresaltos, casi invariable en su concepción melódica, rítmica y harmónica, como el incesante tic-tac de un artefacto explosivo, que nuestra percepción emocional rastreará con el protagonista, en su incesante búsqueda de lo que está oculto debajo de tanto “buen rollo”, falso optimismo, risas forzadas… ese “happy flowers” que ya de buen principio huele a chamusquina, con las incomodidades que se van generando entre los personajes.
Apenas algunos destellos lúcidos en la música dan a entender como si Will hiciera, en unos momentos puntuales, el intento de volver a la cordura, dicéndose: “tranquilo, igual no pasa nada… “, para enseguida verse envuelto, y cada vez peor, en esa sensación de camino hacia la perdición, mientras unos flashbacks van perturbando en aras del recuerdo, su cada vez más oprimida y torturada mente, pensando en el hijo perdido, la tragedia que disolvió esa extraña hermandad, ahora reclutada para una cena, que augura en los silencios, y en el lánguido y lacónico andar de las relaciones, sobre ese colchón polifónico construido por Shapiro, un desastre de mayores proporciones.
Después de una exigua relación de producciones, de las que la mayoría no trascendieron para nada al su currículum, “The Invitation” es un trabajo que, con diferencia sobrada, está llevado a cabo concienzudamente, y con la intención de construir un filme que, a todos los que lo hayamos visto, dejará una mella imborrable.
Lo primero que me vino a la mente es una referencia, con elementos invertidos (no pocos), al episodio bíblico-evangélico de la última cena de Jesucristo con sus apóstoles. En nuestras raíces culturales, las celebraciones a base de comidas/guateques/recepciones… que sirven como pretexto para el encuentro social con motivo de una celebración, es la base para el desarrollo de innumerables argumentos en el repertorio literario y cinematográfico. En el campo del séptimo arte, la que se me viene a la cabeza es la sublime “Cartas Sobre la Mesa”, de Agatha Christie, que en el segundo episodio de su décima temporada, adapta para la TV, la serie interpretada por el inmejorable David Suchet como Hércules Poirot, (2006).
El delirio intuitivo en “The Invitation”, es sólo comparable, y sólo superado, en “La Semilla del Diablo” (1968), de Roman Polanski, sólo para los que no saben, o muy poco, del argumento. En el caso de “Rosemary’s Baby”, por desgracia, es imposible, ya que traducido el título al español, por muy virgen que uno sea respecto a la trama, ya desvela el contenido, a modo de claro indicio, predisponiendo al espectador y despertando demasiado prematuramente en él, ese pavor que va royendo tan sutilmente en su versión original en inglés.
Kusama consigue exactamente este efecto, partiendo de una apartente frívola, tópica, cuotidiana y pueril percha, que es el reencuentro de unos amigos, en la casa de una de ellos.
La aparente trivialidad temática, no exenta del previo aviso de que uno de los invitados es el ex marido de la que actúa como anfitriona (ambos coincidirán con sus respectivas exparejas), derivará en un crescendo de misterio, inquietud, angustia y desesperación.
Todos los componentes de la cinta (técnicos, artísticos… ) están cuidadosamente planificados, organizados y puestos en acción para sumergir al espectador en lo más profundo del plano diegético, y participar del proceso de progresiva tensión en aumento. Como la resaca marina, basta adentrarse un poco para verse arrastrado por esa potente corriente que hace discurrir un guion, a pesar de sus debilidades y defectos, hilvanado a modo de tela de araña, para que todos nos sintamos atrapados en la historia, junto con los propios personajes, como si fuésemos uno más de la macabra reunión.
A menos que uno haga un esfuerzo considerable de abstracción, manteniendo la distancia operativa necesaria desde su butaca, cosa que es casi imposible solo en casa, y sobretodo en la quietud de la noche, inevitable es que nos encontremos imbuidos en la ficción, y no despertemos hasta la aparición de los títulos finales de crédito.
La fotografía de Bobby Shore, es de lo más estudiado y bien ejecutado que he podido apreciar, circunscrito casi exclusivamente en el espacio interior de la vivienda en la que el protagonista, Will (soberbiamente encarnado por Logan Marshal-Green), regresa para revivir unas vibras con potente solera emocional, pues es el crisol donde se gestan todos sus temores, miedos, (hasta la más extremada desconfianza, difícil de discernir durante un buen rato de metraje si está fundada o perniciosamente mancillada por una psicótica paranoia). A la descripción de este estado de ánimo de Will (y de su ex, Eden, así como del resto de personajes en menor medida), se alian las texturas, colores y secuencias de planos que va siguiendo la cámara.
La partirura de Theodore Shapiro es conceptualmente una fusión de banda sonora extradiegética con efectos, en su combinación de orquesta con los sintetizadores, en un todo que, desde plano de lo sonoro va bombeando, casi imperceptiblemente, un realce psicodramático; va alimentando la presión y congoja que se experimenta gradualmente.
Constante, sin sobresaltos, casi invariable en su concepción melódica, rítmica y harmónica, como el incesante tic-tac de un artefacto explosivo, que nuestra percepción emocional rastreará con el protagonista, en su incesante búsqueda de lo que está oculto debajo de tanto “buen rollo”, falso optimismo, risas forzadas… ese “happy flowers” que ya de buen principio huele a chamusquina, con las incomodidades que se van generando entre los personajes.
Apenas algunos destellos lúcidos en la música dan a entender como si Will hiciera, en unos momentos puntuales, el intento de volver a la cordura, dicéndose: “tranquilo, igual no pasa nada… “, para enseguida verse envuelto, y cada vez peor, en esa sensación de camino hacia la perdición, mientras unos flashbacks van perturbando en aras del recuerdo, su cada vez más oprimida y torturada mente, pensando en el hijo perdido, la tragedia que disolvió esa extraña hermandad, ahora reclutada para una cena, que augura en los silencios, y en el lánguido y lacónico andar de las relaciones, sobre ese colchón polifónico construido por Shapiro, un desastre de mayores proporciones.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El personaje de Will es la puerta de entrada a la horrenda vorágine; se instituye como el “ojo” de la cámara que nos hace solidarios de su experiencia, al tiempo que nos sitúa con él a la latitud necesaria para abstraerse, e irse dando cuenta paulatinamente de lo que está en la sombra del jolgorio desenfadado entre compis.
El contrafuerte, el colchón y parapeto emocional del prota es su actual novia, Kira, quien por momentos le mantiene en el “principio de realidad”, interpretada por una infravalorada Emayatzy Corinealdi en el papel que lleva a cabo. Pero ella resultará ser, a fin de cuentas, quien mejor ayude a salir con vida de allí, a algunos; vamos, la auténtica heroína.
Los antagónicos, Eden (Tammy Blanchard) con su porte de felicidad postiza, David (Michael Huisman) tan siniestro como despiadado, y la lagarta Saddie (Lindsay Burdge), que en sus acercamientos para seducir sexualmente a Will, empujarle al “dejarse ir”, al “no pasa nada”, “sé feliz”, parece la mismísima figura del Diablo tentando a Cristo en el jardín (el Getsemaní de sus sufrimientos? no le faltan pintas a Logan Marshall-Green para parecerse al Nazareno en esta puesta en escena). Nada más verla al inicio, se nota que le falta más de un verano, a la tipa.
El resto de personajes, incluso el de Pruitt (interpretado por John Carroll Lynch, quizá el más conocido de los secundarios), se hallan ostensiblemente en bajo relieve, casi a guisa de figurantes, y es una lástima que en todo el proceso del metraje no se acabe de ahondar mejor psicológicamente en cada uno de ellos, para lograr un contenido más completo.
En la parte final de la escena de la cena, durante el ritual de las copas de vino, en mí cobró sentido la carga simbólica del asunto, de todo el tétrico ceremonial que representa la película; del mimso modo que cuenta el Evangelio, como Jesús les dice a sus discípulos: “tomad y bebed todos de Él”, los desquiciados David y Eden invitan a sus comensales al brindis letal. Pero así como detrás del precepto Cristiano está el significado de asumir la vida plenamente, implicando ello confrontar el dolor, el sufrimiento y la muerte, del mismo modo que Jesús lo hizo con su trágico destino, como ejemplo para todos, lo que el ideario sectario de los personajes del film aboga, durante todo el transcurso de la historia, es la huida de estas cosas, tan propias de nuestra condición, que no menoscaban nuestra dignidad a menos que sea por la forma de carearlas.
Así, se me antoja el mensaje de Kusama, como una severa crítica al individualismo que domina la sociedad actual, disfrazado de una hipócrita corrección política, que tacha de loco (u otra cosa que acaba en “-ista”) al primer díscolo que osa pronunciarse contra esta perversa dictadura del pensamiento.
No menos sugerente es la simbología del “sacrificio” en la primera escena en la que Will remata a un coyote después de atropellarlo, camino de la fiestuqui a la que han sido invitados él y Kira. Pero esta siniestra premonición, en vez de usar la imagen del inocente cordero, echa mano del coyote (que para los nativos americanos es el símbolo de la vida).
Así también, como el interesante elemento de planting que es el farolillo rojo (¿alegoría de la ponzoñosa copa de vino?) colgado en el jardín, cuyo pay-off se desvela al final: atónitos, Will y Kira contemplan el paisaje de infinidad de casas en los montes colindantes, donde está la misma señal, y desde donde llega el ruido de disparos, y de gritos de terror.
Recuerda la historia del Éxodo: los israelitas pintan los dinteles de sus puertas con la sangre del cordero, para que el ángel exterminador enviado por Dios a matar a los primogénitos de Egipto, pase de largo. Parecido aquí, pero con un significado totalmente invertido.
Un excelente trabajo, que esperemos, después de un tiempo en barrica, no como el vino envenenado de David, madure y se convierta en una ópera referencial, para gusto de los paladares que lo sepan apreciar.
El contrafuerte, el colchón y parapeto emocional del prota es su actual novia, Kira, quien por momentos le mantiene en el “principio de realidad”, interpretada por una infravalorada Emayatzy Corinealdi en el papel que lleva a cabo. Pero ella resultará ser, a fin de cuentas, quien mejor ayude a salir con vida de allí, a algunos; vamos, la auténtica heroína.
Los antagónicos, Eden (Tammy Blanchard) con su porte de felicidad postiza, David (Michael Huisman) tan siniestro como despiadado, y la lagarta Saddie (Lindsay Burdge), que en sus acercamientos para seducir sexualmente a Will, empujarle al “dejarse ir”, al “no pasa nada”, “sé feliz”, parece la mismísima figura del Diablo tentando a Cristo en el jardín (el Getsemaní de sus sufrimientos? no le faltan pintas a Logan Marshall-Green para parecerse al Nazareno en esta puesta en escena). Nada más verla al inicio, se nota que le falta más de un verano, a la tipa.
El resto de personajes, incluso el de Pruitt (interpretado por John Carroll Lynch, quizá el más conocido de los secundarios), se hallan ostensiblemente en bajo relieve, casi a guisa de figurantes, y es una lástima que en todo el proceso del metraje no se acabe de ahondar mejor psicológicamente en cada uno de ellos, para lograr un contenido más completo.
En la parte final de la escena de la cena, durante el ritual de las copas de vino, en mí cobró sentido la carga simbólica del asunto, de todo el tétrico ceremonial que representa la película; del mimso modo que cuenta el Evangelio, como Jesús les dice a sus discípulos: “tomad y bebed todos de Él”, los desquiciados David y Eden invitan a sus comensales al brindis letal. Pero así como detrás del precepto Cristiano está el significado de asumir la vida plenamente, implicando ello confrontar el dolor, el sufrimiento y la muerte, del mismo modo que Jesús lo hizo con su trágico destino, como ejemplo para todos, lo que el ideario sectario de los personajes del film aboga, durante todo el transcurso de la historia, es la huida de estas cosas, tan propias de nuestra condición, que no menoscaban nuestra dignidad a menos que sea por la forma de carearlas.
Así, se me antoja el mensaje de Kusama, como una severa crítica al individualismo que domina la sociedad actual, disfrazado de una hipócrita corrección política, que tacha de loco (u otra cosa que acaba en “-ista”) al primer díscolo que osa pronunciarse contra esta perversa dictadura del pensamiento.
No menos sugerente es la simbología del “sacrificio” en la primera escena en la que Will remata a un coyote después de atropellarlo, camino de la fiestuqui a la que han sido invitados él y Kira. Pero esta siniestra premonición, en vez de usar la imagen del inocente cordero, echa mano del coyote (que para los nativos americanos es el símbolo de la vida).
Así también, como el interesante elemento de planting que es el farolillo rojo (¿alegoría de la ponzoñosa copa de vino?) colgado en el jardín, cuyo pay-off se desvela al final: atónitos, Will y Kira contemplan el paisaje de infinidad de casas en los montes colindantes, donde está la misma señal, y desde donde llega el ruido de disparos, y de gritos de terror.
Recuerda la historia del Éxodo: los israelitas pintan los dinteles de sus puertas con la sangre del cordero, para que el ángel exterminador enviado por Dios a matar a los primogénitos de Egipto, pase de largo. Parecido aquí, pero con un significado totalmente invertido.
Un excelente trabajo, que esperemos, después de un tiempo en barrica, no como el vino envenenado de David, madure y se convierta en una ópera referencial, para gusto de los paladares que lo sepan apreciar.
3 de abril de 2021
3 de abril de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque, aparentemente, la temática vampírica pueda ser tratada en segundo plano, o, simplemente, como percha para el argumento de esta cinta de Martín Desalvo, los tópicos y los arquetipos de base sobre los que se fundamenta la novela original “Drácula”, de Bram Stoker, son los mismos. Así como otros muchos elementos del imaginario colectivo sobre estos seres sobrenaturales, y el simbolismo que contienen. No inventa, no crea... pero este tampoco es el cometido que hay que exigir, ni al director, ni a la guionista. Ni mucho menos lo que ellos podrían pretender.
Lo que nos presentan en esta película, con el trabajo de todo el equipo artístico y técnico de la producción, es una cuidadosa y bien lograda traducción de uno de los más fascinantes mitos de la milenaria tradición europea.
En ello, no hay ningún desmérito; sabe trasladar la esencia de este subgénero de terror a un lenguaje narrativo y estético, con el que lo ensambla perfectamente en un nuevo contexto, sin que su estructura y significados pierdan vigencia ni actualidad, especialmente en estos tiempos oscuros de pandemias, crisis a todos niveles, confusión generalizada, y pérdida a nivel global de la visión simbólica del mundo que nos rodea.
Por lo tanto, realizada ya hace seis años, además se le puede otorgar incluso un cierto valor premonitorio de lo que ahora mismo está sucediendo.
Desalvo extrae la médula del legendario de los vampiros, articulando su propia estructura con las piezas argumentales y narrativas que le interesa, despojándolas completamente, del canon barroco, gótico y sanguinolento al que estamos acostumbrados con las películas de la britànica “Hammer”, las más recientes versiones de la novela original (unas más fieles que otras), e infinidad de variantes que rozan más el cine fantástico, de ciencia ficción y/o de aventuras, que concebirse como de terror.
En esta cinta podemos apreciar apenas algunas referencias a toda esta literatura fílmica, pues se centra en los aspectos más humanos, ahondando en el sistema de significados de la personalidad de los papeles que interpretan los actores, y haciendo más un retrato de lo psicológico y lo social del mundo que recrea. Con todos estos ingredientes, y haciendo gala de un realismo estremecedor, nos acerca más al terror que alguna de las mejores interpretaciones del propio Cristopher Lee.
En vez de litros de hemoglobina, efectos especiales que inducen más al vómito que al espanto, sobresaltos y efectos orquestrales y de sonido propios de una ópera dramática (uno de los únicos recursos de antaño para describir lo tremendo e inefable), el director crea una atmósfera de lo más natural y cuotidiana posible, pero no por ello desprovista de poder atemorizante.
En este sentido, en especial los silencios de algunos momentos son lo suficientemente elocuentes como para realzar por sí mismos la intensidad dramática de la escena en la que se producen.
También juega, ahí, un papel crucial, la fotografía; con ella nos explica el contraste entre el mundo de lo consciente, lo racional; la franja del día que domina el sol, el YO, que cree llegar a todos los rincones de los páramos que ilumina. Pero que en la película no deja brillar en toda su plenitud, con atisbos de una ya incipiente debilidad, inseguridad. Y por otro lado, tenemos los planos, secuencias y escenas donde domina lo tenebroso, lo oscuro, lo siniestro, de lo que los personajes aparentan poder refugiarse en la luz artificial del interior de la casa. Ésta, como bello decorado interior que infunde acogimiento, confort y seguridad (y vista desde fuera), representa el parapeto que nos separa del salvaje, desconocido, infinito exterior, donde acechan todos los peligros.
Por lo tanto, paralelamente, las localizaciones, pocas pero perfectamente escogidas, funcionan también en este juego de contrastes, que nos habla desde la sobriedad de la composición de los encuadres, sin caer en una avara austeridad.
Hasta lo cutre que les pueda parecer a algunos la caravana abandonada, en vez de un ataúd, o del laberíntico castillo transilvánico con infinidad de interminables pasillos, puertas chirriantes, y negros y húmedos subterráneos, como nido del monstruo, puede resultar más como premeditada rúbrica del director para reafirmarse en el estilo que ha escogido.
Todos estos elementos se hacen encajar perfectamente en el lánguido y lacónico desarrollo del guión. Superficialmente lento, pero intensamente candente, como una brasa, va a su ritmo de cocción, igual como la carne en su propio cuero, tomándose su tiempo, como los argentinos saben hacer sus asados.
En un proceso de lenta digestión, el espectador va desvelando el contenido de la trama, como avanzando bajo la única lumbre de una vela. Paso a paso, se va dilucidando la verdadera identidad del mal que azota el lugar donde acontece todo. Y a la vez, esa oscuridad (ya lo dice el título), que va invadiendo el espacio, ganando terreno, desde que, a plena luz del día traen su semilla en forma de inocencia enferma y desmayada (Anabel).
Sin prisas, pero al tiempo casi sin darnos cuenta, como le pasa a la protagonista, la aparición de su prima va haciendo penetrar poco a poco ese estado cuasi hipnótico en el que el espectador participa con Virginia: esa immersión a lo desconocido, en las aguas del inconsciente donde bucean pasiones, deseos, miedos u otras experiencias que pueden ser las veces fuente de pánico, maldición o desgracia; o bién oportunidad de riqueza y conocimiento. Dependiendo de como cada cual lo gestione, y cuáles sean los condicionantes (ambientales, sociales, morales... ) que operen.
Lo que nos presentan en esta película, con el trabajo de todo el equipo artístico y técnico de la producción, es una cuidadosa y bien lograda traducción de uno de los más fascinantes mitos de la milenaria tradición europea.
En ello, no hay ningún desmérito; sabe trasladar la esencia de este subgénero de terror a un lenguaje narrativo y estético, con el que lo ensambla perfectamente en un nuevo contexto, sin que su estructura y significados pierdan vigencia ni actualidad, especialmente en estos tiempos oscuros de pandemias, crisis a todos niveles, confusión generalizada, y pérdida a nivel global de la visión simbólica del mundo que nos rodea.
Por lo tanto, realizada ya hace seis años, además se le puede otorgar incluso un cierto valor premonitorio de lo que ahora mismo está sucediendo.
Desalvo extrae la médula del legendario de los vampiros, articulando su propia estructura con las piezas argumentales y narrativas que le interesa, despojándolas completamente, del canon barroco, gótico y sanguinolento al que estamos acostumbrados con las películas de la britànica “Hammer”, las más recientes versiones de la novela original (unas más fieles que otras), e infinidad de variantes que rozan más el cine fantástico, de ciencia ficción y/o de aventuras, que concebirse como de terror.
En esta cinta podemos apreciar apenas algunas referencias a toda esta literatura fílmica, pues se centra en los aspectos más humanos, ahondando en el sistema de significados de la personalidad de los papeles que interpretan los actores, y haciendo más un retrato de lo psicológico y lo social del mundo que recrea. Con todos estos ingredientes, y haciendo gala de un realismo estremecedor, nos acerca más al terror que alguna de las mejores interpretaciones del propio Cristopher Lee.
En vez de litros de hemoglobina, efectos especiales que inducen más al vómito que al espanto, sobresaltos y efectos orquestrales y de sonido propios de una ópera dramática (uno de los únicos recursos de antaño para describir lo tremendo e inefable), el director crea una atmósfera de lo más natural y cuotidiana posible, pero no por ello desprovista de poder atemorizante.
En este sentido, en especial los silencios de algunos momentos son lo suficientemente elocuentes como para realzar por sí mismos la intensidad dramática de la escena en la que se producen.
También juega, ahí, un papel crucial, la fotografía; con ella nos explica el contraste entre el mundo de lo consciente, lo racional; la franja del día que domina el sol, el YO, que cree llegar a todos los rincones de los páramos que ilumina. Pero que en la película no deja brillar en toda su plenitud, con atisbos de una ya incipiente debilidad, inseguridad. Y por otro lado, tenemos los planos, secuencias y escenas donde domina lo tenebroso, lo oscuro, lo siniestro, de lo que los personajes aparentan poder refugiarse en la luz artificial del interior de la casa. Ésta, como bello decorado interior que infunde acogimiento, confort y seguridad (y vista desde fuera), representa el parapeto que nos separa del salvaje, desconocido, infinito exterior, donde acechan todos los peligros.
Por lo tanto, paralelamente, las localizaciones, pocas pero perfectamente escogidas, funcionan también en este juego de contrastes, que nos habla desde la sobriedad de la composición de los encuadres, sin caer en una avara austeridad.
Hasta lo cutre que les pueda parecer a algunos la caravana abandonada, en vez de un ataúd, o del laberíntico castillo transilvánico con infinidad de interminables pasillos, puertas chirriantes, y negros y húmedos subterráneos, como nido del monstruo, puede resultar más como premeditada rúbrica del director para reafirmarse en el estilo que ha escogido.
Todos estos elementos se hacen encajar perfectamente en el lánguido y lacónico desarrollo del guión. Superficialmente lento, pero intensamente candente, como una brasa, va a su ritmo de cocción, igual como la carne en su propio cuero, tomándose su tiempo, como los argentinos saben hacer sus asados.
En un proceso de lenta digestión, el espectador va desvelando el contenido de la trama, como avanzando bajo la única lumbre de una vela. Paso a paso, se va dilucidando la verdadera identidad del mal que azota el lugar donde acontece todo. Y a la vez, esa oscuridad (ya lo dice el título), que va invadiendo el espacio, ganando terreno, desde que, a plena luz del día traen su semilla en forma de inocencia enferma y desmayada (Anabel).
Sin prisas, pero al tiempo casi sin darnos cuenta, como le pasa a la protagonista, la aparición de su prima va haciendo penetrar poco a poco ese estado cuasi hipnótico en el que el espectador participa con Virginia: esa immersión a lo desconocido, en las aguas del inconsciente donde bucean pasiones, deseos, miedos u otras experiencias que pueden ser las veces fuente de pánico, maldición o desgracia; o bién oportunidad de riqueza y conocimiento. Dependiendo de como cada cual lo gestione, y cuáles sean los condicionantes (ambientales, sociales, morales... ) que operen.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En esta tesitura, se trata lo que, en mi opinión, es el núcleo central que se describe: ese amor, ese erotismo entre las dos primas, que a través del prisma de los usos, costumbres y moral tradicional será visto como algo monstruoso, maldito, inicuo... pecaminoso. En definitiva, un amor de por sí imposible (como ya es consabido en toda historia de vampiros, que beba del ideario de la obra de Stoker. Sin ir mas lejos, en “Entrevista con el Vampiro”, de descarado homoerotismo es el chupetón, más que mordisco, que le pega Tom Cruise a Brad Pitt, cuando le invita a convertirse en un ser de su naturaleza).
El tratamiento que se le dará a lo largo del metraje, como al resto de elementos narrativos, será tan sutil y elegante, como perturbador a medida que vayamos descubriendo que esa “rara enfermedad” que circula por los alrededores no es lo que ingenuamente podemos tener tendencia a pensar al empezar el film, sobre todo considerando lo que hemos vivido en nuestro mundo real, durante el último año y pico.
Lo que se figura como una desconocida plaga, más por lo que se explica en las sinopsis, que por lo que deja más o menos entrever la película en su presentación, a través del comportamiento de los personajes, y del relato establecido en el plano del montaje, va despertando una malsana inquietud, a la par que Virginia va siendo envuelta por esta nube de atracción fatal, posesiva, absorbente y anuladora de su ser, que no manifiesta claramente su identidad, hasta el último tramo de la historia.
Los que esperen una sucesión de mordiscos y sorbetes de sangre, van a salir mal parados. Desalvo nos va infundiendo el miedo a base de intuición, en un interminable crescendo, y sólo en el desenlace se permite el lujo de lo cruel y descarnado. Pero sin efectismos gratuïtos. De forma discreta y limpia, como en esas películas de espías de Michael Caine, donde se cargan al malo con el único tiro que se dispara en toda la película, directo al corazón.
Con suma sencillez, se resuelve la papeleta: ni crucifijos, ni agua bendita, ni estacas, ni balas de plata... una escopeta y la caravana ardiendo es la forma con la que se despacha el asunto.
Y no nos cabe ninguna duda de que, para los lugareños, dados a la cultura de criar ganado, que es con lo que se ganan la vida, estan resueltos a atajar la dolencia que les azota al precio que sea, aunque ello comporte sacrificar a las víctimas que la padecen, aunque éstas sean carne de su propia carne.
Si trasladamos esta metáfora al plano de lo psicológico, y también al de la moral y del juicio de valor, vemos el recurrente significado de las vicisitudes del yo, de la consciencia, del corpus normativo por el que nos regimos tanto individualmente como colectivamente, ante la descomunal fuerza invasora de lo desconocido, lo que se antoja como desordenado, caótico, y por ello vetado a lo que la racionalidad puede concebir.
El principio del orden, de la lucidez, que marca los límites, que pone las reglas, está perfectamente representado en los personajes del padre y el tío de Virginia, que con sus escopetas son los encargados de erradicar el mal, cercenando de cuajo los miembros contaminados por esa cangrena desconocida, para ellos maligna, que pone en serio peligro sus vidas y las coordenadas por las que éstas se rigen.
El que de ahí interpretemos un mensaje de denúncia, de un poder opresor que en su actuación castra la natural fuerza del ímpetu humano, aprisionándolo en su inconsciente; o que nos situemos en la onda del juicio que nos permite identificar y destruir lo maligno, es algo que, a mi modo de ver, la película nos deja con la puerta abierta. Hasta la posibilidad de integrar ambas cosas. Refugiarse sólo en la luz, es como estar en la oscuridad completa. La luz en su estado puro nos cegaría. Vemos el mundo que nos rodea gracias a la infinidad de combinaciones entre las luces de nuestra razón y las sombras de nuestras pasiones más ocultas.
El tratamiento que se le dará a lo largo del metraje, como al resto de elementos narrativos, será tan sutil y elegante, como perturbador a medida que vayamos descubriendo que esa “rara enfermedad” que circula por los alrededores no es lo que ingenuamente podemos tener tendencia a pensar al empezar el film, sobre todo considerando lo que hemos vivido en nuestro mundo real, durante el último año y pico.
Lo que se figura como una desconocida plaga, más por lo que se explica en las sinopsis, que por lo que deja más o menos entrever la película en su presentación, a través del comportamiento de los personajes, y del relato establecido en el plano del montaje, va despertando una malsana inquietud, a la par que Virginia va siendo envuelta por esta nube de atracción fatal, posesiva, absorbente y anuladora de su ser, que no manifiesta claramente su identidad, hasta el último tramo de la historia.
Los que esperen una sucesión de mordiscos y sorbetes de sangre, van a salir mal parados. Desalvo nos va infundiendo el miedo a base de intuición, en un interminable crescendo, y sólo en el desenlace se permite el lujo de lo cruel y descarnado. Pero sin efectismos gratuïtos. De forma discreta y limpia, como en esas películas de espías de Michael Caine, donde se cargan al malo con el único tiro que se dispara en toda la película, directo al corazón.
Con suma sencillez, se resuelve la papeleta: ni crucifijos, ni agua bendita, ni estacas, ni balas de plata... una escopeta y la caravana ardiendo es la forma con la que se despacha el asunto.
Y no nos cabe ninguna duda de que, para los lugareños, dados a la cultura de criar ganado, que es con lo que se ganan la vida, estan resueltos a atajar la dolencia que les azota al precio que sea, aunque ello comporte sacrificar a las víctimas que la padecen, aunque éstas sean carne de su propia carne.
Si trasladamos esta metáfora al plano de lo psicológico, y también al de la moral y del juicio de valor, vemos el recurrente significado de las vicisitudes del yo, de la consciencia, del corpus normativo por el que nos regimos tanto individualmente como colectivamente, ante la descomunal fuerza invasora de lo desconocido, lo que se antoja como desordenado, caótico, y por ello vetado a lo que la racionalidad puede concebir.
El principio del orden, de la lucidez, que marca los límites, que pone las reglas, está perfectamente representado en los personajes del padre y el tío de Virginia, que con sus escopetas son los encargados de erradicar el mal, cercenando de cuajo los miembros contaminados por esa cangrena desconocida, para ellos maligna, que pone en serio peligro sus vidas y las coordenadas por las que éstas se rigen.
El que de ahí interpretemos un mensaje de denúncia, de un poder opresor que en su actuación castra la natural fuerza del ímpetu humano, aprisionándolo en su inconsciente; o que nos situemos en la onda del juicio que nos permite identificar y destruir lo maligno, es algo que, a mi modo de ver, la película nos deja con la puerta abierta. Hasta la posibilidad de integrar ambas cosas. Refugiarse sólo en la luz, es como estar en la oscuridad completa. La luz en su estado puro nos cegaría. Vemos el mundo que nos rodea gracias a la infinidad de combinaciones entre las luces de nuestra razón y las sombras de nuestras pasiones más ocultas.

4,7
93
6
12 de enero de 2021
12 de enero de 2021
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin más, Chris Eigeman aborda una temática muy interesante, con la que enseguida podemos evocar la película "Freqüency", de Gregory Hoblit, con Jim Caviezel y Dennis Quaid (por la relación padre-hijo), o la saga de "Regreso al Futuro", de Robert Zemeckis, con Michael J. Fox y el mítico Christopher Lloyd, de quien me atrevería a decir que el joven protagonista de "Seven in Heaven", Travis Tope, tiene un parecido en su fisionomía (¿curioso, no?).
Con estas analogías, pero sin hacer más compleja la historia con la variable del tiempo, se nos presenta un argumento "fácil" de conceptualizar (relativamente), y sin demasiadas pretensiones en el desarrollo de su trama.
El director, que también guionista, parece querer asegurarse de que, por un lado, podrá resolver el hilo sin atropellos finales, y que, por otra, queda claro lo que quiere contar y como hacerlo. Tanto, quizás, que puede saber a poco y quedarse en la superficie de algo que podría haber exprimido un poco con alguna sub trama, por ejemplo, o involucrando más a otros personajes, e incluso introduciendo más elementos narrativos.
No parece querer arriesgarse, y da la impresión pues, como ya he leído en alguna otra crítica, que es una película de adolescentes, hecha para adolescentes... y "por" un adolescente; no quiero sugerir que Eigeman, con sus 55 tacos sea adolescente (todos conservamos algo de ello a lo largo de nuestra vida hasta la senectud), sino que se pone en su piel, tanto para contar lo que sucede, como a la hora de tener claro cuál es el perfil de espectador al que va prioritariamente destinada la cinta; seguramente por exigencias de los que van a vender el producto: digerible, sin confusiones, ni dar a pie a demasiadas interpretaciones abiertas.
Con esta simplicidad, por la que se resiste a sacar más miga al asunto, sale un rodillo bien estructurado i comprensible; atractivo a sus potenciales consumidores.
Pero lo que por una parte puede ser un punto fuerte de la película, de otro lado la hace demasiado convencional, y en algún momento algo insulsa. A pesar de ello, consigue mantener la atención sin que se antoje un bostezo, o las ganas de apretar el "pause" para ir a echarse un pitillo.
La interpretación de los actores es algo menos que decentilla en su mayor parte, y lo que ayuda al protagonista es su fisionomía, con esa mirada algo saltona y un atractivo natural que a su edad no hace demasiada diferencia entre feos y guapos. Al igual con las chicas, y el resto del elenco. A Gary Cole se le ve un poco más de garbo, más por su veteranía que por el esmero que pueda poner en el papel.
Aparte de los planos con iluminación diurna, que sólo aparecen (intencionadamente o no), al principio y al final, la trama se desenvuelve en escenarios nocturnos, o con iluminación artificial dentro de la casa donde se celebra la "party" de "teens", del amigo que los invita a todos. En esa tesitura tenebrosa, difícil está darle matices y vidilla a la fotografía, que se resuelve muy bien con la diferencia de tonalidades para cada una de las "realidades" diferentes en que se hallan los personajes (más roja en el "mundo paralelo"), y dotarlos así de su propia atmósfera.
La banda sonora no pasa de ese chumba-chumba machacón que acaba con la paciencia de cualquiera (por eso se quejan los vecinos, seguramente). Y ya si por falta de presupuesto, o de conocimientos en el área, se nos priva de una buena partitura orquestal, que un Mikós Rózsa en su tiempo habría dotado a la historia de esa salsa metalingüística que ha sazonado muchos filmes de estas características, e incluso los ha salvado cuando parecían perdidos en taquilla sin solfa alguna.
El contexto ambiental, sólo con la oscuridad y esos efectos lumínicos, sin vestuarios estrafalarios, ni decorados recargados, consigue encajar con una sobriedad ejemplar, permitiendo al espectador centrarse en la interpretación, y en el devenir de los acontecimientos.
Los diálogos no es que brillen por su elaboración, pero van a la tónica de la simplicidad del guión, y de la claridad que aparentemente quiere mantener el montaje.
Interesante, pues, sin querer bucear demasiado para no perderse en la oscuridad del fondo.
Con estas analogías, pero sin hacer más compleja la historia con la variable del tiempo, se nos presenta un argumento "fácil" de conceptualizar (relativamente), y sin demasiadas pretensiones en el desarrollo de su trama.
El director, que también guionista, parece querer asegurarse de que, por un lado, podrá resolver el hilo sin atropellos finales, y que, por otra, queda claro lo que quiere contar y como hacerlo. Tanto, quizás, que puede saber a poco y quedarse en la superficie de algo que podría haber exprimido un poco con alguna sub trama, por ejemplo, o involucrando más a otros personajes, e incluso introduciendo más elementos narrativos.
No parece querer arriesgarse, y da la impresión pues, como ya he leído en alguna otra crítica, que es una película de adolescentes, hecha para adolescentes... y "por" un adolescente; no quiero sugerir que Eigeman, con sus 55 tacos sea adolescente (todos conservamos algo de ello a lo largo de nuestra vida hasta la senectud), sino que se pone en su piel, tanto para contar lo que sucede, como a la hora de tener claro cuál es el perfil de espectador al que va prioritariamente destinada la cinta; seguramente por exigencias de los que van a vender el producto: digerible, sin confusiones, ni dar a pie a demasiadas interpretaciones abiertas.
Con esta simplicidad, por la que se resiste a sacar más miga al asunto, sale un rodillo bien estructurado i comprensible; atractivo a sus potenciales consumidores.
Pero lo que por una parte puede ser un punto fuerte de la película, de otro lado la hace demasiado convencional, y en algún momento algo insulsa. A pesar de ello, consigue mantener la atención sin que se antoje un bostezo, o las ganas de apretar el "pause" para ir a echarse un pitillo.
La interpretación de los actores es algo menos que decentilla en su mayor parte, y lo que ayuda al protagonista es su fisionomía, con esa mirada algo saltona y un atractivo natural que a su edad no hace demasiada diferencia entre feos y guapos. Al igual con las chicas, y el resto del elenco. A Gary Cole se le ve un poco más de garbo, más por su veteranía que por el esmero que pueda poner en el papel.
Aparte de los planos con iluminación diurna, que sólo aparecen (intencionadamente o no), al principio y al final, la trama se desenvuelve en escenarios nocturnos, o con iluminación artificial dentro de la casa donde se celebra la "party" de "teens", del amigo que los invita a todos. En esa tesitura tenebrosa, difícil está darle matices y vidilla a la fotografía, que se resuelve muy bien con la diferencia de tonalidades para cada una de las "realidades" diferentes en que se hallan los personajes (más roja en el "mundo paralelo"), y dotarlos así de su propia atmósfera.
La banda sonora no pasa de ese chumba-chumba machacón que acaba con la paciencia de cualquiera (por eso se quejan los vecinos, seguramente). Y ya si por falta de presupuesto, o de conocimientos en el área, se nos priva de una buena partitura orquestal, que un Mikós Rózsa en su tiempo habría dotado a la historia de esa salsa metalingüística que ha sazonado muchos filmes de estas características, e incluso los ha salvado cuando parecían perdidos en taquilla sin solfa alguna.
El contexto ambiental, sólo con la oscuridad y esos efectos lumínicos, sin vestuarios estrafalarios, ni decorados recargados, consigue encajar con una sobriedad ejemplar, permitiendo al espectador centrarse en la interpretación, y en el devenir de los acontecimientos.
Los diálogos no es que brillen por su elaboración, pero van a la tónica de la simplicidad del guión, y de la claridad que aparentemente quiere mantener el montaje.
Interesante, pues, sin querer bucear demasiado para no perderse en la oscuridad del fondo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La película maneja relativamente bién la mayoría de elementos simbólicos y narrativos, en una típica estructura de presentación, nudo y desenlace, que va en línea recta, a pesar de haber podido dar algunos rodeos interesantes.
Utiliza como percha el juego de "Seven in Heaven", típico (por lo que he leído) de las fiestas colegiales con música enlatada, alcohol y ligoteos. Y es la puerta de entrada a este mundo paralelo al que ya se hace sucinta referencia en la clase del principio con el profe sustituto, a la que Jude se resiste a ir porque tiene que acabar un trabajo: con esa teoría de las bolas que explica, y que luego dice que se inventa para salvar su falta aparente de atención. Es como si quisiera ser la justificación de lo que sucederá después.
El segundo plano existencial al que se ven abocados Jude y June (enfatizado por la luz roja), representa aquello que les da más miedo: lo que en principio rechazan de si mismos, lo que no quieren ser: cuando Jude ve su "otra" habitación, percibe algo diametralmente opuesto a lo que representa de él... más bien sería la habitación de Derek. Allí, todo está invertido... incluso la preferencia final de Jude por June, dejado de lado a la que parece su novia "de facto" en el "otro lado". Y en el armario, entre los dos mundos, en la lucha entre consciente y el inconsciente no deseado, es donde se consuma lo que reza el dicho: "el roce hace el cariño".
El lápiz roto, la herida que con él se hace Jude al entrar en el armario, y la inicial resistencia a tomar a June, son aparentes indicios de la represión de sus malvados deseos.
La carta con la imagen de la madre vestida de cabaretera, quiere ser la llave que une ambas realidades... la seña a la que no acabo de ver, más allá de esto, un significado claro. Simplemente, la explicación que le hace al final la mamá a Jude, sobre un antojo gracioso como origen de la baraja, lo percibo como advertencia del director a navegantes psicoanalistas, de que con el rojo y la foto no se les vaya la pinza a hacer interpretaciones edípicas.
Más claramente guías del seguro retorno a la realidad son: la figura del padre de Jude (un fantasma o una figura proyectada que se hace él mismo en esta especie de dimensión onírica), que le da la "fórmula mágica" final (aunque de forma atropellada y confusa), para salir del apuro (ahí veo algo chapucilla que se improvise la entrada a una habitación, quedando June fuera chillando, mientras los persiguen todos los "anti" personajes, como una manada de zombies hambrientos).
Y el personaje de Gary Cole, el profesor, que actúa como centinela de ese oscuro páramo. Por una parte, encaja perfectamente su actuación ahí, con lo que le dice al principio a Jude: que es "el responsable de guiarle y orientarle".
El profesor el único que no cambia en el proceso de transición de un lado a otro. Aunque chirría un poco esa extraña influencia que tiene para que los policías y los que están en la casa dejen paso franco a la pareja. En este punto, transmite la sensación de no querer alargar más, de toque de silbato: ya es hora de que la historia termine.
Finalmente, otro aspecto que no acaba de encajar es el significado de que Derek decida encerrarse en el armario: ¿curiosidad del chico para saber lo que hay a ese otro lado, con pie a una secuela? ¿o la consciente voluntad de ir a donde será como Jude, ya que allí todo se invierte? Sin la ayuda con la que ha contado Jude, le será difícil "salir de este armario".
Utiliza como percha el juego de "Seven in Heaven", típico (por lo que he leído) de las fiestas colegiales con música enlatada, alcohol y ligoteos. Y es la puerta de entrada a este mundo paralelo al que ya se hace sucinta referencia en la clase del principio con el profe sustituto, a la que Jude se resiste a ir porque tiene que acabar un trabajo: con esa teoría de las bolas que explica, y que luego dice que se inventa para salvar su falta aparente de atención. Es como si quisiera ser la justificación de lo que sucederá después.
El segundo plano existencial al que se ven abocados Jude y June (enfatizado por la luz roja), representa aquello que les da más miedo: lo que en principio rechazan de si mismos, lo que no quieren ser: cuando Jude ve su "otra" habitación, percibe algo diametralmente opuesto a lo que representa de él... más bien sería la habitación de Derek. Allí, todo está invertido... incluso la preferencia final de Jude por June, dejado de lado a la que parece su novia "de facto" en el "otro lado". Y en el armario, entre los dos mundos, en la lucha entre consciente y el inconsciente no deseado, es donde se consuma lo que reza el dicho: "el roce hace el cariño".
El lápiz roto, la herida que con él se hace Jude al entrar en el armario, y la inicial resistencia a tomar a June, son aparentes indicios de la represión de sus malvados deseos.
La carta con la imagen de la madre vestida de cabaretera, quiere ser la llave que une ambas realidades... la seña a la que no acabo de ver, más allá de esto, un significado claro. Simplemente, la explicación que le hace al final la mamá a Jude, sobre un antojo gracioso como origen de la baraja, lo percibo como advertencia del director a navegantes psicoanalistas, de que con el rojo y la foto no se les vaya la pinza a hacer interpretaciones edípicas.
Más claramente guías del seguro retorno a la realidad son: la figura del padre de Jude (un fantasma o una figura proyectada que se hace él mismo en esta especie de dimensión onírica), que le da la "fórmula mágica" final (aunque de forma atropellada y confusa), para salir del apuro (ahí veo algo chapucilla que se improvise la entrada a una habitación, quedando June fuera chillando, mientras los persiguen todos los "anti" personajes, como una manada de zombies hambrientos).
Y el personaje de Gary Cole, el profesor, que actúa como centinela de ese oscuro páramo. Por una parte, encaja perfectamente su actuación ahí, con lo que le dice al principio a Jude: que es "el responsable de guiarle y orientarle".
El profesor el único que no cambia en el proceso de transición de un lado a otro. Aunque chirría un poco esa extraña influencia que tiene para que los policías y los que están en la casa dejen paso franco a la pareja. En este punto, transmite la sensación de no querer alargar más, de toque de silbato: ya es hora de que la historia termine.
Finalmente, otro aspecto que no acaba de encajar es el significado de que Derek decida encerrarse en el armario: ¿curiosidad del chico para saber lo que hay a ese otro lado, con pie a una secuela? ¿o la consciente voluntad de ir a donde será como Jude, ya que allí todo se invierte? Sin la ayuda con la que ha contado Jude, le será difícil "salir de este armario".
17 de abril de 2021
17 de abril de 2021
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película se desarrolla en dos encuadres. Uno, el interior de una cabaña, donde se refugian del que parece un entorno post apocalíptico, una família compuesta por un padre sobreprotector (Brontis Jodorowsky) y sus tres hijos: el mayor (Fernando Álvarez) ya casi un hombre; el mediano (Aliocha Sotnikoff), en plena edad de descubrir las maravillas, los misterios y las pesadillas de la vida; y la menor, que representa la imagen de lo más frágil, enfermizo, efímero... (Camila Robertson Glennie).
En esta cabaña, el epicentro de la acción: una habitación en la que apenas entra la luz a través de los mugrientos cristales de la única ventana que tiene, una mesa, una cocina con apenas el ajuar básico. Dos puertas: una de acceso a la casa, y otra, la de la habitación del padre. La puerta que no se debe franquear. La que da a la habitación en la que está prohibido entrar. Debajo de esta casi desnuda estancia, un sótano donde duermen y se refugian de los peligros del exerior.
El entorno immediato de la casa, el que seria el segundo encuadre, un bosque que se dibuja muerto, sin vida, donde flota constantemente una difuminada neblina, y al que sale Gustavo con su hijo mayor, con su escopeta de caza, para proveerles a todos de los víveres para subsistir.
De forma alternada, pero en su mayoría dentro del austero habitaje, se contraponen como lo que serán las dos únicas macroescenas de todo el metraje. Cada una de ellas, respectivamente, imprime una experiencia contradictoria: la casa, por una parte, la seguridad, el escondite donde protegerse de los peligros y los monstruos del bosque.Pero a la par, el asfixiante efecto de angustia del obligado confinamiento al que se ven sometidos sus habitantes.
Y el exterior, que representa la inseguridad, el miedo, al que hay que salir con máscaras de gas para evitar respirar la toxicidad de su aire. Pero en cambio, el que supone la esperanza de subsistir, porque es el lugar de donde se obtiene la comida, y es el espacio al que acudir a esa “llamada de la selva” que está alimentando la necesidad de conocer, aprender y descubrir (proceso natural en el crecimiento y maduración de todo ser humano), y por lo tanto, de salir de esa matriz que le ha cobijado mientras era débil e indefenso.
Al tiempo, en su conjunto, se crea una atmósfera doblemente claustrofóbica: el angustiante aprisionamiento en la casa, y un alrededor hostil, hecho de miedos y de incertidumbres, que lejos de verse como una escapatoria alternativa, mas bién se antoja como un muro imposible de franquear.
Así es el ambiente creado por Daniel Castro Zimbrón, un envoltorio que no pretende causar acelerones en las pulsaciones cardíacas del espectador, sinó plantar una difusa semilla de agonía que, a su lento pero constante ritmo, nos va atrapando en un suave y lánguido suspense.
La fría y sombría luz de la fotografía, y una ténue partitura de Carlos Ayhllón hacen de envoltorio del aura de este contexto, sin que sean necesarios más efectos especiales y de sonido, que el que anuncia la presencia del monstruo que vive a fuera, y que extingue toda posibilidad de aventurarse lejos de aquél paraje.
Buen trabajo de dirección e interpretación de los personajes. De un alto nivel de exigencia en una historia que se centra en su actuación. En ésta se sostiene, durante todo el metraje, el ritmo narrativo.
El guión, sin giros bruscos, va despertando la tensión, buscando nuestra identificación en el personaje de Argel, el hijo mediano. Y resuelve la historia repartiendo de manera muy dosificada los puntos álgidos en los que podemos dividir las diferentes secciones del arco argumental.
En un primer tramo de la historia, se nos presenta la situación de los cuatro protagonistas, que mantienen entre sí una encadenada relación de protección según su orden de edad. El instinto que induce a este comportamiento es como si se transmitiera por un hilo conductor desde Gustavo a Marcos, de éste a Argel, y de Argel a la hermana pequeña. En este contínuo podemos ver representados diferentes estadios de la realidad psicosocial de la persona en su evolución vital.
La desaparición de Marcos, primer punto de inflexión, durante una salida con su padre para ir a cazar, altera el orden de las cosas. La vuelta de Gustavo a casa sin su hijo mayor, nos deja con un nudo en la garganta, y crece el aura de misterio alrededor de los temores que van germinando en Argel, sobre todo porque justo aquella misma mañana, la llamada del padre interrumpe algo muy importante que Marcos iba a contar a su hermano.
Así, en la parte central vivimos con el casi adolescente muchacho, su inquietud, su necesidad de hallar la verdad de lo que hay fuera de la burbuja en la que su progenitor les tiene encerrados a todos.
En esta cabaña, el epicentro de la acción: una habitación en la que apenas entra la luz a través de los mugrientos cristales de la única ventana que tiene, una mesa, una cocina con apenas el ajuar básico. Dos puertas: una de acceso a la casa, y otra, la de la habitación del padre. La puerta que no se debe franquear. La que da a la habitación en la que está prohibido entrar. Debajo de esta casi desnuda estancia, un sótano donde duermen y se refugian de los peligros del exerior.
El entorno immediato de la casa, el que seria el segundo encuadre, un bosque que se dibuja muerto, sin vida, donde flota constantemente una difuminada neblina, y al que sale Gustavo con su hijo mayor, con su escopeta de caza, para proveerles a todos de los víveres para subsistir.
De forma alternada, pero en su mayoría dentro del austero habitaje, se contraponen como lo que serán las dos únicas macroescenas de todo el metraje. Cada una de ellas, respectivamente, imprime una experiencia contradictoria: la casa, por una parte, la seguridad, el escondite donde protegerse de los peligros y los monstruos del bosque.Pero a la par, el asfixiante efecto de angustia del obligado confinamiento al que se ven sometidos sus habitantes.
Y el exterior, que representa la inseguridad, el miedo, al que hay que salir con máscaras de gas para evitar respirar la toxicidad de su aire. Pero en cambio, el que supone la esperanza de subsistir, porque es el lugar de donde se obtiene la comida, y es el espacio al que acudir a esa “llamada de la selva” que está alimentando la necesidad de conocer, aprender y descubrir (proceso natural en el crecimiento y maduración de todo ser humano), y por lo tanto, de salir de esa matriz que le ha cobijado mientras era débil e indefenso.
Al tiempo, en su conjunto, se crea una atmósfera doblemente claustrofóbica: el angustiante aprisionamiento en la casa, y un alrededor hostil, hecho de miedos y de incertidumbres, que lejos de verse como una escapatoria alternativa, mas bién se antoja como un muro imposible de franquear.
Así es el ambiente creado por Daniel Castro Zimbrón, un envoltorio que no pretende causar acelerones en las pulsaciones cardíacas del espectador, sinó plantar una difusa semilla de agonía que, a su lento pero constante ritmo, nos va atrapando en un suave y lánguido suspense.
La fría y sombría luz de la fotografía, y una ténue partitura de Carlos Ayhllón hacen de envoltorio del aura de este contexto, sin que sean necesarios más efectos especiales y de sonido, que el que anuncia la presencia del monstruo que vive a fuera, y que extingue toda posibilidad de aventurarse lejos de aquél paraje.
Buen trabajo de dirección e interpretación de los personajes. De un alto nivel de exigencia en una historia que se centra en su actuación. En ésta se sostiene, durante todo el metraje, el ritmo narrativo.
El guión, sin giros bruscos, va despertando la tensión, buscando nuestra identificación en el personaje de Argel, el hijo mediano. Y resuelve la historia repartiendo de manera muy dosificada los puntos álgidos en los que podemos dividir las diferentes secciones del arco argumental.
En un primer tramo de la historia, se nos presenta la situación de los cuatro protagonistas, que mantienen entre sí una encadenada relación de protección según su orden de edad. El instinto que induce a este comportamiento es como si se transmitiera por un hilo conductor desde Gustavo a Marcos, de éste a Argel, y de Argel a la hermana pequeña. En este contínuo podemos ver representados diferentes estadios de la realidad psicosocial de la persona en su evolución vital.
La desaparición de Marcos, primer punto de inflexión, durante una salida con su padre para ir a cazar, altera el orden de las cosas. La vuelta de Gustavo a casa sin su hijo mayor, nos deja con un nudo en la garganta, y crece el aura de misterio alrededor de los temores que van germinando en Argel, sobre todo porque justo aquella misma mañana, la llamada del padre interrumpe algo muy importante que Marcos iba a contar a su hermano.
Así, en la parte central vivimos con el casi adolescente muchacho, su inquietud, su necesidad de hallar la verdad de lo que hay fuera de la burbuja en la que su progenitor les tiene encerrados a todos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Hasta que un día se aventura, se lanza al exterior, y el encuentro con los dos extraños (el viejo y el niño), a los que trae a su morada a pesar de las reticencias de su padre, acelera el paso al amargo desenlace. La aparición de estos dos personajes, que puede parecer forzada, pero necesaria para cerrar la trama, supone el principio del proceso de revelación de la terrible verdad que encontrará Argel: “quítate la máscara; no la necesitas”, le espeta el viejo (mi frase favorita, sobretodo en los tiempos en los que nos encontramos ahora mismo, de p(l)andemia).
Estos dos personajes, a modo de monje y aprendiz, del anciano pícaro y el zagal que le hace de acompañante (como si se tratara del Lazarillo de Tormes y su ciego mentor), de la misma manera que suponen un atisbo de esperanza para que Argel, son para el padre un serio peligro para el status quo que mantiene impuesto.
Gustavo encuentra la manera de quitárselos de encima; y ahí el guión parece patinar, ya que la reacción del viejo que sirve de pretexto para que se lo carguen de un escopetazo, y que el chico que lo acompaña acabe atado fuera, a un árbol, es algo que rezuma a puesto con calzador, para forzar la recta final del rodaje.
Argel acaba por descubrir el perverso engaño que ha montado su padre: el taller de marionetas lo lleva a desvelar el ingenio diseñado para hacerles creer la realidad que se habían construído del mundo que les rodeaba. Y aquí se manifiesta claramente el significado del simbolismo del títere manejado con hilos (si ustedes quieren, también, una alegoría profética de lo que socialmente acontece, no sólo actualmente, sinó en constante devenir, en las estructuras en las que se construye la sociedad.
Como queriéndose librar de estos hilos, Argel se las campa para escaparse con su hermana, encerrando a su padre en el sótano (¿acaso una metáfora de como encerramos en el inconsciente la introyectada figura castradora del principio de autoridad paterna?). Así también suelta de sus ligaduras al otro niño, del árbol.
El padre no se da por vencido y va tras ellos, tal obtusamente la represión persigue al que corre desesperado hacia su anhelo de libertad.
Gustavo acaba con un trompazo que le deja fuera de combate: parece que se han zafado definitivamente de él. Pero esta promesa de final feliz ahí se queda; lejos de conseguir salir del bosque, de aquel opresor páramo, el estruendo que anuncia a lo lejos la presencia del “monstruo” creado profiere su estremecedor ruído, como si cantara victoria.
Y como víctimas de un síndrome de indefensión aprendida, ahí se quedan, sin poder dar ese último paso.
Si la desaparición de Marcos acaba siendo un total misterio, y la aparición del viejo y el niño un desconcertante catalizador de la resolución, tan enigmático como absurdo se presenta el fin.
No será extraño que muchos espectadores lo encuentren inexplicable. Pero este vacío es el del que habla Friedrich Nietzsche, cuando en su obra nos plantea ese “¿y ahora qué?”; esos “hombres que vagan con los cuchillos ensangrentados” después de matar al Dios que, según ellos, les oprimía. Un Dios que les exige sacrificar a sus primogénitos? (para el que crea que el padre asesina a Marcos, siendo ésta, la verdad de su desaparición, para que no desvele su secreto, tenemos una magnífica referencia al episodio bíblico del sacrificio de Isaac).
Un final tan carente de sentido, como la “nada” a la que se enfrentan “esos hombres”, que son incapaces de trascender el deicidio que cometieron. Mataron a Dios, y se cirnieron las tinieblas sobre la Tierra.
Estos dos personajes, a modo de monje y aprendiz, del anciano pícaro y el zagal que le hace de acompañante (como si se tratara del Lazarillo de Tormes y su ciego mentor), de la misma manera que suponen un atisbo de esperanza para que Argel, son para el padre un serio peligro para el status quo que mantiene impuesto.
Gustavo encuentra la manera de quitárselos de encima; y ahí el guión parece patinar, ya que la reacción del viejo que sirve de pretexto para que se lo carguen de un escopetazo, y que el chico que lo acompaña acabe atado fuera, a un árbol, es algo que rezuma a puesto con calzador, para forzar la recta final del rodaje.
Argel acaba por descubrir el perverso engaño que ha montado su padre: el taller de marionetas lo lleva a desvelar el ingenio diseñado para hacerles creer la realidad que se habían construído del mundo que les rodeaba. Y aquí se manifiesta claramente el significado del simbolismo del títere manejado con hilos (si ustedes quieren, también, una alegoría profética de lo que socialmente acontece, no sólo actualmente, sinó en constante devenir, en las estructuras en las que se construye la sociedad.
Como queriéndose librar de estos hilos, Argel se las campa para escaparse con su hermana, encerrando a su padre en el sótano (¿acaso una metáfora de como encerramos en el inconsciente la introyectada figura castradora del principio de autoridad paterna?). Así también suelta de sus ligaduras al otro niño, del árbol.
El padre no se da por vencido y va tras ellos, tal obtusamente la represión persigue al que corre desesperado hacia su anhelo de libertad.
Gustavo acaba con un trompazo que le deja fuera de combate: parece que se han zafado definitivamente de él. Pero esta promesa de final feliz ahí se queda; lejos de conseguir salir del bosque, de aquel opresor páramo, el estruendo que anuncia a lo lejos la presencia del “monstruo” creado profiere su estremecedor ruído, como si cantara victoria.
Y como víctimas de un síndrome de indefensión aprendida, ahí se quedan, sin poder dar ese último paso.
Si la desaparición de Marcos acaba siendo un total misterio, y la aparición del viejo y el niño un desconcertante catalizador de la resolución, tan enigmático como absurdo se presenta el fin.
No será extraño que muchos espectadores lo encuentren inexplicable. Pero este vacío es el del que habla Friedrich Nietzsche, cuando en su obra nos plantea ese “¿y ahora qué?”; esos “hombres que vagan con los cuchillos ensangrentados” después de matar al Dios que, según ellos, les oprimía. Un Dios que les exige sacrificar a sus primogénitos? (para el que crea que el padre asesina a Marcos, siendo ésta, la verdad de su desaparición, para que no desvele su secreto, tenemos una magnífica referencia al episodio bíblico del sacrificio de Isaac).
Un final tan carente de sentido, como la “nada” a la que se enfrentan “esos hombres”, que son incapaces de trascender el deicidio que cometieron. Mataron a Dios, y se cirnieron las tinieblas sobre la Tierra.
6
21 de febrero de 2021
21 de febrero de 2021
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque la mayoría de críticas coinciden en el tópico de que Ragsdale no aporta nada nuevo, cabe decir que es una cinta nada menospreciable, que algún que otro elogio se merece, y que algunos le habrían dado si la pareja protagonista hubiese sido interpretada (por ejemplo) por Hugh Jackman y cualquiera de las actuales actrices del escaparate de Hollywood..., aunque imagino esto habría disparado el presupuesto desmesuradamente.
Ciertamente tenemos una amalgama de eso a lo que llaman "clichés", que mezclan el estilo de cuento de brujas anglosajón y los mitos orientales (me confieso profano en leyendas tailandesas). Así mismo, también se nos sirve una mezcla de estlos, entre lo que sería estrictamente terror sobrenatural e historia fanástica de aventuras.
Los que esperan una secuencia de sustos y sobresaltos propios de la escuela que hizo famosas al "Sexto Sentido" y a "Los Otros", evidentemente colgarán el Sanbenito de "rollazo" o cualquier otra etiqueta por el estilo a un metraje que, sin pretender ser nada del otro mundo, por lo menos entretiene, y mantiene un mínimo interés que hace la película más que aceptable.
A parte de la torpe figura de Reno, que recuerda al simpático y rudo barbudo de Harry Potter, y del personaje del 'donaire' Gogo (que a pesar de ser guapete y enrollado, no acaba de convencer), propia del género de la tragedia, el trabajo de los personajes de Scout Taylor-Compton y de James Landry, está, a mi modo de ver, bastante logrado, pero forzado el de ella en algún pasaje.
Así pues, aunque coja de prestado la estética de espíritus malvados de "El Grito", y de otras de posesiones y exorcismos (en las que no puede faltar el demonio pasearse por la pared como una cucaracha), y siga bastante el patrón narrativo clásico europeo de una blancanieves salvada por su príncipe, el guión se resuelve sin filigranas, bien sazonado por una banda sonora sinfónica como Dios manda, y por un muy buen juego de fotografía. Bello contraste entre las escenas de paisajes de exterior, y el ambiente nocturno de Bangkock, que se agradece dibujado sin sobrecarga: lo justo para contextualizar la acción de la película; lo suficientemente sobrio para no diluir la dosis de lo siniestro a lo que debe atenerse la temática (por cierto, que no he acertado a ver esos escorpiones fritos de los que se habla en alguna crítica que he leído por ahí).
Sin montar montañas rusas, el director deja paciente que el espectador se vaya envolviendo por la atmósfera que va creando, y si bién es cierto que la tensión tiende a flojear, consigue mantener la llama en sus momentos.
Ciertamente tenemos una amalgama de eso a lo que llaman "clichés", que mezclan el estilo de cuento de brujas anglosajón y los mitos orientales (me confieso profano en leyendas tailandesas). Así mismo, también se nos sirve una mezcla de estlos, entre lo que sería estrictamente terror sobrenatural e historia fanástica de aventuras.
Los que esperan una secuencia de sustos y sobresaltos propios de la escuela que hizo famosas al "Sexto Sentido" y a "Los Otros", evidentemente colgarán el Sanbenito de "rollazo" o cualquier otra etiqueta por el estilo a un metraje que, sin pretender ser nada del otro mundo, por lo menos entretiene, y mantiene un mínimo interés que hace la película más que aceptable.
A parte de la torpe figura de Reno, que recuerda al simpático y rudo barbudo de Harry Potter, y del personaje del 'donaire' Gogo (que a pesar de ser guapete y enrollado, no acaba de convencer), propia del género de la tragedia, el trabajo de los personajes de Scout Taylor-Compton y de James Landry, está, a mi modo de ver, bastante logrado, pero forzado el de ella en algún pasaje.
Así pues, aunque coja de prestado la estética de espíritus malvados de "El Grito", y de otras de posesiones y exorcismos (en las que no puede faltar el demonio pasearse por la pared como una cucaracha), y siga bastante el patrón narrativo clásico europeo de una blancanieves salvada por su príncipe, el guión se resuelve sin filigranas, bien sazonado por una banda sonora sinfónica como Dios manda, y por un muy buen juego de fotografía. Bello contraste entre las escenas de paisajes de exterior, y el ambiente nocturno de Bangkock, que se agradece dibujado sin sobrecarga: lo justo para contextualizar la acción de la película; lo suficientemente sobrio para no diluir la dosis de lo siniestro a lo que debe atenerse la temática (por cierto, que no he acertado a ver esos escorpiones fritos de los que se habla en alguna crítica que he leído por ahí).
Sin montar montañas rusas, el director deja paciente que el espectador se vaya envolviendo por la atmósfera que va creando, y si bién es cierto que la tensión tiende a flojear, consigue mantener la llama en sus momentos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El preámbulo resulta algo cutre, con el tópico ya muy sobado de la víctima femenina huyendo de un fantasma de movimientos acartonados, pretendiendo causar "miedo" (o como quieran llamarlo), con unos feos y monstruosos dedos metiéndose en la boca de la desdichada.
Para mi gusto, la visualización explícita del "coco" no consigue causar el terror, que más efectivo resulta en los planos de las "casas fantasma", donde lo "que no se ve" en la oscuridad del interior, y la imaginación delirante del espectador pueden dar más el pego que un ojo que aparece ahí dentro de repente.
La primera escena, con los turistas ingleses que aparentan más que nada gastar una broma a sus primos yankies, abandonándolos en el cementerio, resulta bastante desconcertante. Y uno lo asocia a una torpe y forzada transición del guión para ubicar a los protagonistas en el inicio de su odisea de terror, hasta que la recepcionista del Hotel le chiva a Jim que había una chica con ellos; entonces se atan cabos, y con ello se consigue dar un leve acelerón al ritmo narrativo.
El posterior periplo de Jim, adentrándose en el tugurio de luz roja con Gogo, para descubrir como salvar a su novia posesa, al estilo de Maciste descendiendo a los infiernos, y la resolución con un exorcismo un tanto subidito de tono (en el que sólo faltaba Chuck Norris dando patadas), fuerza un final feliz, que por serlo no desmejora la cinta, pero sí que acaba de convertirla, más que en una historia de terror, en un cuento o historia fantástica de aventuras.
No podía faltar, claro, para una posible secuela, la escena de la pareja a la que finalmente Jim no decide tender la misma trampa que los ingleses les han tendido a ellos, en la que la mujer quiere comprar una "casa de fantasmas", en una tienda de souvenirs.
Y para terminar, no puedo resistirme a hacer referencia a la cita que (consciente o inconscientemente) hace el guión a la película "El Yakuza" (1974), de Sidney Pollack, en la que, igual que tiene que hacer Jim como precio para salvar a su querida Julie, Robert Mitchum se corta el dedo y lo ofrece a su amigo japonés para redimirse de un agravio. Lógica analogía, teniendo en cuenta que el malvado fantasma de nuestra historia, es de una señora japonesa.
Para mi gusto, la visualización explícita del "coco" no consigue causar el terror, que más efectivo resulta en los planos de las "casas fantasma", donde lo "que no se ve" en la oscuridad del interior, y la imaginación delirante del espectador pueden dar más el pego que un ojo que aparece ahí dentro de repente.
La primera escena, con los turistas ingleses que aparentan más que nada gastar una broma a sus primos yankies, abandonándolos en el cementerio, resulta bastante desconcertante. Y uno lo asocia a una torpe y forzada transición del guión para ubicar a los protagonistas en el inicio de su odisea de terror, hasta que la recepcionista del Hotel le chiva a Jim que había una chica con ellos; entonces se atan cabos, y con ello se consigue dar un leve acelerón al ritmo narrativo.
El posterior periplo de Jim, adentrándose en el tugurio de luz roja con Gogo, para descubrir como salvar a su novia posesa, al estilo de Maciste descendiendo a los infiernos, y la resolución con un exorcismo un tanto subidito de tono (en el que sólo faltaba Chuck Norris dando patadas), fuerza un final feliz, que por serlo no desmejora la cinta, pero sí que acaba de convertirla, más que en una historia de terror, en un cuento o historia fantástica de aventuras.
No podía faltar, claro, para una posible secuela, la escena de la pareja a la que finalmente Jim no decide tender la misma trampa que los ingleses les han tendido a ellos, en la que la mujer quiere comprar una "casa de fantasmas", en una tienda de souvenirs.
Y para terminar, no puedo resistirme a hacer referencia a la cita que (consciente o inconscientemente) hace el guión a la película "El Yakuza" (1974), de Sidney Pollack, en la que, igual que tiene que hacer Jim como precio para salvar a su querida Julie, Robert Mitchum se corta el dedo y lo ofrece a su amigo japonés para redimirse de un agravio. Lógica analogía, teniendo en cuenta que el malvado fantasma de nuestra historia, es de una señora japonesa.
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