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España España · Miranda de Ebro
Críticas de Cocalisa
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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
7
11 de marzo de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Referencias evidentes a relatos universales -Caperucita Roja, La Bella Durmiente, La Cenicienta…-, entremezcladas con fragmentos de una realidad más disparatada, si cabe, que aquellos, habitan el más reciente título de Jaoui, Un cuento francés, distinguido con el Premio al Mejor Guión en la Seminci de Valladolid 2013.

El tandem formado por Agnès Jaoui y su esposo Jean-Pierre Bacri (coguionista y coprotagonista en todos los largometrajes dirigidos por ella, entre los que ya disfrutamos en la programación de “Cine a la Carta” de Para todos los gustos) viene a recordar, de algún modo, a otra pareja también francesa, Robert Guédiguian y Ariane Ascaride, artífices, en una sostenida labor “a cuatro manos”, de un cine tan personal como el de los primeros. Claro que las similitudes se limitan a esa vocación de “trabajo en familia” y a la originalidad característica de la filmografía de todos ellos, porque la perspectiva expresamente política de Guédiguian/Ascaride dista de la mirada tierna y al tiempo burlona que Jaoui/Bacri reservan a sus personajes.

¡Y qué personajes!: una Marianne (interpretada por la cineasta), especie de hada madrina tan bondadosa como torpe; un Pierre (el papel de Bacri), ogro deprimido y crecientemente ofuscado por la fecha maldita que una estrambótica vidente predijo para su fallecimiento; Laura, una princesa insegura y atolondrada, sumida en el sueño no por el pinchazo de un huso de hilado, sino por la ingesta de alcohol y estupefacientes; Sandro, un caballero andante tartamudo y de economía precaria que perderá su zapato al abandonar precipitadamente el baile en que conoce a Laura; Fanfan, una madrastra, como quiere la tradición, celosa y obsesionada por una belleza sostenida no con sortilegios o pócimas, sino a base de recurrentes operaciones de cirugía estética; Maxime Wolff, un estirado lobo seductor de caperucitas; toda una colección de criaturas (perros, sapos, ardillas, buhos, setas, flores, una bruja con vocación de árbol, un príncipe azul renuente a besar a su enamorada…) embarcadas en la representación teatral… de un cuento. Y, sobrellevando mal que bien tan perturbadora compañía, otras figuras más ancladas en lo cotidiano: Eléonore, Julien, Clémence, Eric, Nina… Componiendo, entre unos y otros, historias cruzadas, situaciones ácidamente divertidas, diálogos empapados de un humor sutil… Un retrato, en suma, más acorde con el que acostumbra a regalarnos en el mejor de los casos la vida que con el que despliegan las comedias románticas al uso.
Disfrutemos, en fin, de este romance al estilo Jaoui/Bacri, en el que, a falta de Príncipes, podremos optar por emparejarnos con los sapos. Aunque la conclusión de nuestro idilio resulte ser como la de Un cuento…: “Y vivieron felices… y se engañaron a menudo”.
Cocalisa
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8
17 de abril de 2013
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al contrario de lo observado en la vida pública española, en la mafia norteamericana quien la hace la paga. O, al menos, eso se intenta. El último trabajo de Andrew Dominik -basado en la novela "Cogan´s Trade", de George V. Higgins- parece apuntar que esa reflexión doméstica podría igualmente aplicarse al universo político-financiero estadounidense.
Contextualizado en las elecciones presidenciales de 2008, el relato negro de un ejemplar arreglo de cuentas (y entiéndaseme: ejemplar en cuanto destinado a servir de ejemplo, no a servir de ejemplo a la hora de planificar su desarrollo, harto chapucero a ratos) nos asoma a la lógica de un sicario, Jackie Cogan, magníficamente interpretado por Brad Pitt. En sus encuentros, ocasionalmente letales, con el resto de protagonistas (¡qué inmensos James Gandolfini, Richard Jenkins o Ray Liotta, qué fabulosos Scoot McNairy, Ben Mendelsohn o Vincent Curatola, qué lujazo de reparto, qué dirección de actores!), Pitt, eje de Mátalos suavemente, desnuda las reglas del juego: quien la hace, ha de pagarla. Y si no conocemos al responsable, deberemos encontrar un pagano creíble para que las piezas vuelvan a encajar, para que no cunda la sensación (y vuelvo aquí inevitablemente al escenario patrio) de que la impunidad es regla.
¿Es la mía una interpretación excesivamente politizada de esta notable película?. Oigamos a su director, el australiano de adopción Dominik -autor también de Chopper (2000) y El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007), embarcado ahora en la producción Blonde-: "El personaje de Brad es un sicario que tiene que darle un impulso a la economía matando a los tíos que la llevaron a la quiebra. Parecía que era un reflejo de lo que está pasando en el mundo... Siempre me ha parecido que la razón de la atracción por las películas de asesinos es que tratan sobre el capitalismo. Capitalismo en su forma más directa y expuesta".
¿No es, después de todo, su labor harto similar a la de esos plenamente actuales "hombres de negro", encargados de disciplinar nuestras economías prestando mayor atención a restablecer resultados que a identificar la autoría real de los estropicios?.
Mátalos suavemente ofrece, de otro lado, mucho más que una descarnada crítica al estado de las cosas (aunque el contrapunto frecuente de los discursos del candidato Barack Obama parezca inducir lo contrario): permite disfrutar de interpretaciones espléndidas, de escenas de acción construidas con un talento netamente original, de episodios de alta tensión entreverados con otros de una comicidad presuntamente zafia, de diálogos demenciales de corte tarantiniano que contrastan con las apreciaciones netas de nuestro sicario: "América no es un país, sólo es un negocio. Así que paga, hijo de p...".
Cocalisa
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9
1 de agosto de 2018
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dudo que nadie pueda seguir las aventuras -desventuras, para ser más preciso- del joven Bosco, protagonista espléndido de Selfie, sin verse asaltado una y otra vez por el recuerdo de los pícaros eternos de nuestra literatura. Como ellos -como Guzmán, como Pablos, como, notoriamente, Lázaro de Tormes- desnuda Bosco su trayectoria desvergonzada y, al hacerlo, muestra también las desvergüenzas de un país y un paisanaje similares en exceso a los descritos cuatro siglos atrás.
Hoy, como entonces, asistimos de forma cotidiana a las trapacerías de quienes, al tiempo, no dudan en sermonearnos con prédicas sobre honradez, laboriosidad y compromiso patrio. La concatenación interminable de latrocinios multimillonarios, cinismo estratosférico, componendas y silencios culpables protagonizados en las últimas décadas por políticos, banqueros, empresarios modelo y supuestos sindicalistas ha asolado demasiadas esperanzas colectivas, ha teñido de escepticismo el ánimo de una porción alarmante de la ciudadanía y ha devastado el valor de ideas y palabras.
¡Qué oportuno, qué impagable -por tanto- el acierto de Víctor García León al construir (con el magro presupuesto de 10.000 euros y la colaboración generosísima de unos estupendos intérpretes y unos técnicos resolutivos) Selfie, un falso documental que -permítame tirar de un lugar común quien esto lee- debería ser de visionado obligatorio! Colmado de humor, inteligencia y abundante mala leche, este tercer largometraje de García León (tras Más pena que Gloria y Vete de mí) nos invita a acompañar a Bosco (inmenso Santiago Alverú en su representación de este antihéroe apijotado) en su ejemplar descenso a los infiernos. Penoso itinerario que arranca en La Moraleja, urbanización de lujo en la que nuestro personaje parasitaba sostenido por un padre ministro pepero -detenido de súbito bajo la recurrente acusación de delincuencia económica- para concluir en el barrio de Lavapiés, territorio que siente erizado de peligros.
Clasista, xenófobo, racista, chaquetero y desconsiderado hasta la náusea, mostrará Bosco una obligada aptitud para la supervivencia. Aunque para lograrla haya de unir su destino a una podemita invidente (trasunto del ciego a quien servía y del que se sirvió el Lazarillo salmantino), mendigar favores en mítines de toda laya, o intentar aprovecharse de algunos deficientes. ¿Cómo explicarse que, adornado con semejantes hábitos, no podamos sentir desprecio, sino lástima y aún a ratos cariño, hacia este gandul desterrado? Tal vez por su ingenuidad aparatosa -que le lleva a imaginar su nueva vida, antes de iniciarla, como “el camino del samuray”- o por esa sinceridad desprejuiciada en la que adivinamos un riesgo menor que el que encierran los poderosos de nuestro tiempo. Tal vez, más probablemente, por la soterrada complicidad que director y protagonista consiguen establecer con los espectadores: escrutad, parecen sugerirnos, nuestras andanzas y recordad la naturaleza de vuestros días.
Invitación a la consciencia como último bastión de rebeldía personal ante tanto esperpento. No en vano cierra su realizador esta estupenda película con la observación de Bosco -“Oye, huele un poco a pis”- a la enajenada esperanza de su deslumbrada compañera: “nosotros por lo menos tenemos un futuro por delante”.
Cocalisa
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7
18 de noviembre de 2019
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un pastor ciego, trasunto del legendario Homero, canturrea un jayeechi, esa ancestral tonada que narra la vida cotidiana, las historias de amor y de odio, de riqueza y de ruina de la comunidad wayúu, habitante inmemorial del desierto de La Guajira, en el extremo norte colombiano. Su melodía monocorde nos conduce en un viaje hipnótico a esa etnia aferrada durante siglos a ritos y convicciones -el valor de la palabra, la familia y el clan como compromisos supremos, la autoridad nuclear de la mujer, el carácter premonitorio de los sueños…- puestos del revés por su contacto con otros principios extraños. Con la cultura de los alijunas, ese término con que los wayúu designaban a los conquistadores españoles y ha servido después para referirse a lo “no indígena”.
Reforzando ese paralelismo con el universo del deslumbrado griego, Pájaros de verano se articula en sucesivos Cantos -Hierba salvaje, Las tumbas, El limbo…- con los que Ciro Guerra y Cristina Gallego construyen su relato épico de la “Bonanza marimbera”, ese breve periodo en el que La Guajira se convirtió en centro de producción y tráfico de una marihuana de óptima calidad para el mercado estadounidense. Un tiempo en que las sacas de dólares habían de calibrarse a peso, tal era su abundancia, inundando un territorio secularmente estrangulado por la pobreza y sostenido apenas por un contrabando tradicional de bienes de primera necesidad. Un paréntesis de desmesura que derivaría pronto en ambiciones encontradas, en una corrupción generalizada y en una violencia que aún hoy persiste.
Asistiremos los otrosojeros a un relato personalísimo, de apariencia a ratos mítica pero sólidamente anclado en los aconteceres guajiros: en sucesos bien recientes, como la guerra entre las familias de los Cárdenas y los Valdeblanquez -de arranque impreciso, tal vez un recurrente lío de faldas- que produjo doscientos muertos y forzó a la alcaldesa de Santa Marta, Ana Sánchez Dávila, a expulsar a ambos clanes de la ciudad. O como las interminables parrandas de los narcos marimberos, habituados a improvisar la compra de viviendas próximas al punto en que festejaban sus jolgorios a ritmo de vallenato para albergar puntualmente a sus convidados, o a abandonar vehículos de lujo en las cunetas de aquellos parajes desolados en caso de avería, sustituyéndolos por otros nuevos para evitar la molestia de una reparación.
Pero Pájaros… transciende la mera acumulación de anécdotas disparatadas: Guerra y Gallego han sabido sumar a su apariencia de Ilíada caribeña una voluntad de aproximación etnográfica a ceremonias y costumbres sorprendentes: encierros prolongados para superar la niñez, bailes bellísimos para celebrar el paso de la pubertad a la adolescencia, papel angular de los palabreros, portavoces de cada familia cargados con la pesada responsabilidad de abogar por los intereses de ésta y de resolver las disputas entre clanes sin otro instrumento que su discurso y su capacidad de garantizar el cumplimiento de lo pactado…
Permanece así la fascinación de los coautores -que venían colaborando en trabajos anteriores dirigidos por Ciro Guerra en los que Cristina Gallego intervino como productora- por el espíritu tribal, por un alma milenaria que alienta la actuación de muchos de los protagonistas de sus largometrajes: el chamán de El abrazo de la serpiente, el juglar de Los viajes del viento, la matriarca de Pájaros de verano… Seres que parecen suspendidos entre la actividad inmediata y un espacio atemporal, despertando en el espectador un sentimiento de extrañeza, esa sensación de irrealidad presente en tantos de nuestros sueños.
Cocalisa
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9
30 de abril de 2017
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Alabama, 1950. Paupérrimos, dos mocosos fantasean sintiéndose músicos de blues. En torno, campos de algodón, reclutas y temporeros, un racismo a ratos sutil pero siempre presente, beatas y gospel… En fin: la vida que pasa, húmeda y cadenciosa, en Harmony, un pueblo de nombre engañoso.

El universo descrito por John Sayles sobre la sólida arquitectura de uno de sus relatos, “Keeping time”. Poblado de personajes tan variopintos como creíbles: un sheriff íntegramente desprovisto de integridad, un chulo enamorado de su anciana protectora, braceros bien templados y matones dicharacheros, un juez corrupto hasta la médula, un guitarrista ciego que posee la capacidad de escrutar el interior de los hombres…

El estrecho, complejo ámbito en el que Tyrone Purvis intenta salvar su viejo local, el Honeydrípper, jugando sus muy escasas cartas, apenas ocultas en la manga. Deudas, presiones y, por si no bastara con todo ello, la competencia del “As de Picas”, un local vecino en el que el señor Toussaint ha instalado una gramola.

Claro que “Ty” Purvis, pianista de tormentoso pasado además de tabernero en dificultades, cuenta con un plan providencial: la actuación, exactamente a las 8 de la tarde del sábado 14 de octubre, de “Guitar Sam”, la figura del momento, número 1 en Nueva Orleans y estrella de la radio. Cómo reunir fondos para satisfacer su contrato, aprovisionarse de whisky para la gran noche, mantener a raya a cobradores escasamente comprensivos, retener a una esposa inclinada a la rectitud y un largo etcétera son las pruebas a las que habrá de enfrentarse nuestro hombre, incondicionalmente apoyado por su colega Maceo.

¡Qué gran actuación del prolífico Danny Glover dotando de matices a su agobiado personaje!, ¡qué potente la música de Mason Daring, autor de las bandas sonoras de la práctica totalidad de la filmografía de Sayles!, ¡qué efectiva manera, la del realizador, de apuntar la deuda del naciente rock con el viejo blues rural!, ¡qué hermosa forma de cerrar el círculo de esta ejemplar historia la elegida por su guionista, director y montador: los golfillos de la primera escena enfrascados ahora en imitar los movimientos sincopados del nuevo ritmo!



Apunte de John Sayles: “¿Por qué escogí Harmony como nombre del pueblo de Honeydrípper?. En parte porque es una película sobre la música, y en parte porque es una película sobre la falta de armonía y sobre alguien que intenta conciliar las diversas piezas que forman parte de su vida. Hasta cierto punto es una ironía. Como dice el personaje de Daryl Edwards en una escena: “La única vez que estuve en prisión fue en un pueblo llamado Libertad”.
Cocalisa
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