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Críticas ordenadas por utilidad
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7,2
60.706
8
4 de enero de 2015
4 de enero de 2015
101 de 114 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas personas más interesantes, relevantes e injustamente desconocidas que el británico Alan Turing (1912-1954), matemático de inusitado talento, visionario de la inteligencia artificial y padre putativo de los modernos ordenadores que pueblan nuestra cotidianeidad. Héroe silenciado y oculto de la II Guerra Mundial, villano según la legislación británica del momento que lo sometió a una aberrante castración química, desfigurándole por completo y haciéndole físicamente imposible cualquier trabajo intelectual por la inyección de estrógenos que arruinaron su brillante mente y le incapacitaron para la vida. Una añeja leyenda urbana no verificada – pero verosímil – es que el famoso logo de Apple de Steve Jobs es un sutil y discreto tributo a Alan Turing, quien se suicidó tomando unos bocados de una manzana impregnada de cianuro… ¿Y cuál fue su supuesta abominación? Ser homosexual.
A veces la timidez enfermiza y la torpeza para relacionarse socialmente suele tomarse como orgullo, arrogancia, vanidad o altanería, cuando en verdad se trata de una viscosa, compacta y compleja capa de protección que personas demasiado vulnerables y sensibles se construyen, muy a su pesar, para protegerse de las brusquedades, zafiedades y atropellos de sus (supuestos) semejantes. Poner distancia en el trato para sentirse seguro en su mundo de delicados matices y diferencias que los demás no saben, no quieren o no pueden apreciar, ni valorar, ni entender. Poner distancia entre uno mismo y los demás para no quemarse y para no sucumbir al doloroso calvario de creerse diferente y socialmente inadecuado, para no tener que dar datos personales (proporcionar información es dar potenciales armas letales al enemigo) que exhiban su vulnerabilidad y expongan su extremada fragilidad.
Esta es una muy honesta y primorosa película sobre la tortura de saberse diferente (y señalado por el dedo acusador) por los motivos equivocados y sobre la imposibilidad de salvarse buscando en la inteligencia y altanería intelectual la tabla salvífica que nos redima de nuestros pecados, que nos limpie o exonere de nuestra mancha original, como si tuviéramos que purgar o expiar una profunda culpa que permanece acechante como una espada de Damocles sobre nuestras atribuladas cabezas heridas. Y nunca hay suficiente esfuerzo ni sacrificio que nos permita alcanzar la meta anhelada: la paz interior, la tranquilidad, la reconciliación con la sociedad, la relajación emocional. Por ello el interminable juego lacerante del disimulo, de la mentira, de la ocultación.
Brillante, sorprendente y reconfortante película británica, dirigida por un noruego talentoso que acierta en el tono, en la recreación de un momento histórico y en el reflejo de un sufrimiento íntimo y que sabe dotar de luminosa claridad expositiva la contribución indeleble de Alan Turing a la historia contemporánea. Muy necesaria y recomendable.
A veces la timidez enfermiza y la torpeza para relacionarse socialmente suele tomarse como orgullo, arrogancia, vanidad o altanería, cuando en verdad se trata de una viscosa, compacta y compleja capa de protección que personas demasiado vulnerables y sensibles se construyen, muy a su pesar, para protegerse de las brusquedades, zafiedades y atropellos de sus (supuestos) semejantes. Poner distancia en el trato para sentirse seguro en su mundo de delicados matices y diferencias que los demás no saben, no quieren o no pueden apreciar, ni valorar, ni entender. Poner distancia entre uno mismo y los demás para no quemarse y para no sucumbir al doloroso calvario de creerse diferente y socialmente inadecuado, para no tener que dar datos personales (proporcionar información es dar potenciales armas letales al enemigo) que exhiban su vulnerabilidad y expongan su extremada fragilidad.
Esta es una muy honesta y primorosa película sobre la tortura de saberse diferente (y señalado por el dedo acusador) por los motivos equivocados y sobre la imposibilidad de salvarse buscando en la inteligencia y altanería intelectual la tabla salvífica que nos redima de nuestros pecados, que nos limpie o exonere de nuestra mancha original, como si tuviéramos que purgar o expiar una profunda culpa que permanece acechante como una espada de Damocles sobre nuestras atribuladas cabezas heridas. Y nunca hay suficiente esfuerzo ni sacrificio que nos permita alcanzar la meta anhelada: la paz interior, la tranquilidad, la reconciliación con la sociedad, la relajación emocional. Por ello el interminable juego lacerante del disimulo, de la mentira, de la ocultación.
Brillante, sorprendente y reconfortante película británica, dirigida por un noruego talentoso que acierta en el tono, en la recreación de un momento histórico y en el reflejo de un sufrimiento íntimo y que sabe dotar de luminosa claridad expositiva la contribución indeleble de Alan Turing a la historia contemporánea. Muy necesaria y recomendable.

6,8
11.382
7
11 de septiembre de 2018
11 de septiembre de 2018
96 de 109 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces el cine español da en la diana cuando uno menos se lo espera. Temía encontrarme con una cinta saturada de tópicos, buenas intenciones y costumbrismo rancio… y para mi sorpresa descubrí un filme lleno de sensibilidad, desgarro, algarabía y fraternidad, que, si bien resulta poco imaginativo en su desarrollo, acierta a retratar con respeto, calidez y veracidad un mundo tan próximo como desconocido, tan ensombrecido por los prejuicios, tan rechazado por una indeleble mala fama ancestral, tan vituperado como ignorado como son los gitanos. Y además se atreve – con descaro y habilidad – a centrarse en un amor adolescente entre dos mujeres, enfrentándolas al imperante machismo intransigente de sus hombres y al pánico turbador del qué dirán de sus mujeres.
Por lo tanto, aborda con insospechado éxito dos asuntos tenazmente inexplorados (como si fueran invisibles o inexistentes): el lesbianismo y el mundo calé. Y creo que el mayor acierto – entre los muchos que pueden destacarse – estriba en un juicioso y sólido guion que sabe dar vida a unos personajes creíbles, creando situaciones cotidianas llenas de colorido y sinceridad, que rezuman frescura y atención, que hacen avanzar el dramatismo de la trama sin fastidiosos énfasis ni subrayados, que enmarca con destreza y mimo lo asfixiante de una realidad que engulle al individuo hasta convertirlo en prisionero de los arcaicos mandatos de su comunidad. Y lo logra mostrando siempre una legítima ternura y empatía hacia cada una de las reacciones y motivaciones de todos los implicados, sin forzar la emoción, sin impostar el tono, sin negar la congoja y sin menospreciar a nadie.
Quizás la dirección de este primer largometraje de Arantxa Echevarria (así mismo responsable del guion y de la producción) sea lo menos brillante del conjunto, aunque sí consigue acoger y dar prestancia tanto a la atormentada odisea juvenil como a las pinceladas localistas llenas de textura, embrujo y fragancia que permiten apreciar mejor el retrato claustrofóbico y obsesivo donde se encuadran los hechos. La abigarrada coctelera en la que se agitan y hierven costumbres, hablas, comportamientos e idiosincrasias resulta tan deslumbrante como verosímil, configurando un retablo cautivador que seduce y engancha desde el inicio. También la excelente elección y aplomo de un compacto elenco de actores – en su mayoría primerizos – añade un toque encomiable de naturalidad y hondura a sus cometidos.
Se agradece tanto el toque de atrevimiento y hedonismo que preside la obra como el clamor irrenunciable hacia un mundo más libre, acogedor y comprensivo, donde la diferencia, del tipo que sea, forme parte innata de la vida. Además, nos regala con una secuencia estremecedora entre una madre y su hija, donde se entrecruzan el amor, la incomprensión, el desconsuelo y la angustia. Memorable.
Por lo tanto, aborda con insospechado éxito dos asuntos tenazmente inexplorados (como si fueran invisibles o inexistentes): el lesbianismo y el mundo calé. Y creo que el mayor acierto – entre los muchos que pueden destacarse – estriba en un juicioso y sólido guion que sabe dar vida a unos personajes creíbles, creando situaciones cotidianas llenas de colorido y sinceridad, que rezuman frescura y atención, que hacen avanzar el dramatismo de la trama sin fastidiosos énfasis ni subrayados, que enmarca con destreza y mimo lo asfixiante de una realidad que engulle al individuo hasta convertirlo en prisionero de los arcaicos mandatos de su comunidad. Y lo logra mostrando siempre una legítima ternura y empatía hacia cada una de las reacciones y motivaciones de todos los implicados, sin forzar la emoción, sin impostar el tono, sin negar la congoja y sin menospreciar a nadie.
Quizás la dirección de este primer largometraje de Arantxa Echevarria (así mismo responsable del guion y de la producción) sea lo menos brillante del conjunto, aunque sí consigue acoger y dar prestancia tanto a la atormentada odisea juvenil como a las pinceladas localistas llenas de textura, embrujo y fragancia que permiten apreciar mejor el retrato claustrofóbico y obsesivo donde se encuadran los hechos. La abigarrada coctelera en la que se agitan y hierven costumbres, hablas, comportamientos e idiosincrasias resulta tan deslumbrante como verosímil, configurando un retablo cautivador que seduce y engancha desde el inicio. También la excelente elección y aplomo de un compacto elenco de actores – en su mayoría primerizos – añade un toque encomiable de naturalidad y hondura a sus cometidos.
Se agradece tanto el toque de atrevimiento y hedonismo que preside la obra como el clamor irrenunciable hacia un mundo más libre, acogedor y comprensivo, donde la diferencia, del tipo que sea, forme parte innata de la vida. Además, nos regala con una secuencia estremecedora entre una madre y su hija, donde se entrecruzan el amor, la incomprensión, el desconsuelo y la angustia. Memorable.

6,7
6.171
7
26 de septiembre de 2018
26 de septiembre de 2018
89 de 95 usuarios han encontrado esta crítica útil
El inagotable – aunque a ratos se nos antoje extenuado o repetitivo – filón de la II Guerra Mundial nos depara, de vez en cuando, alguna sorpresa perturbadora como la presente obra teutona… Pareciera que ya todo está explorado, inventariado y dicho, pero siempre nos queda el estupor fortuito de encontrar un enfoque novedoso e inquietante que nos permite bucear en los recovecos más oscuros y lacerantes del alma, así como en la locura individual y colectiva que favoreció aquella contagiosa masacre de los fundamentos básicos de la convivencia, de la educación, de la cultura y de la bondad humanas. Todos podemos llegar a perder la cordura, pero el contexto bélico y las circunstancias brutales favorecen la explosión de bellaquerías y vilezas que se nos presenta aquí con destreza y amargura.
Los últimos días o semanas de la contienda debieron de ser un carrusel infame de disparates o un aquelarre abyecto de matanzas que a buen seguro favorecieron los ajustes de cuenta, las revanchas y los linchamientos más atroces entre los aterrorizados alemanes que estaban perdiendo una guerra truculenta y sin piedad que habían iniciado con altivez bajo el patrocinio de un canalla carismático, inculto, rencoroso y vengativo como lo fue el infausto necio de Adolf Hitler. Cuando la vida pierde todo su valor, cuando se rompen los diques de la sensatez y la justicia, cuando la única posesión que nos queda es nuestra propia vida y nuestra palabra, nos refugiamos en la impostura y tratamos de obtener un beneficio, aunque sea fugaz y sin futuro. Nos volvemos en la peor versión de nosotros mismos – tal y como habíamos sido testigos que triunfaban antaño los jefes supremos de nuestros abortados designios.
Quizás sea cierto que se basa en hechos reales, aunque en todo momento uno tiene la necesidad de creer que está asistiendo a una ficción desenfrenada, casi inverosímil de puro extrema, porque se nos antoja inconcebible que todo eso pudiera haber pasado en realidad, aunque fuera en un momento en que todos habían entrado en una atroz psicosis colectiva del terror al tener que enfrentarse a la inminente y total derrota final. Pero que sea cierto lo que vemos – o que la anécdota que da pie a la trama se base en una peripecia verídica – no cambia en nada la apreciación sobre lo que estamos viendo: el repugnante y sanguinario contagio de la demencia cuando se ha perdido cualquier contacto con nuestra compasión y sensibilidad.
Las imágenes mudas sobre las que se proyectan los títulos de crédito de cierre pueden parecernos una excentricidad o un sinsentido, pero nos muestran que aquello puede repetirse ahora y que conviene estar alerta para impedir que de nuevo se instale entre nosotros la barbarie.
Los últimos días o semanas de la contienda debieron de ser un carrusel infame de disparates o un aquelarre abyecto de matanzas que a buen seguro favorecieron los ajustes de cuenta, las revanchas y los linchamientos más atroces entre los aterrorizados alemanes que estaban perdiendo una guerra truculenta y sin piedad que habían iniciado con altivez bajo el patrocinio de un canalla carismático, inculto, rencoroso y vengativo como lo fue el infausto necio de Adolf Hitler. Cuando la vida pierde todo su valor, cuando se rompen los diques de la sensatez y la justicia, cuando la única posesión que nos queda es nuestra propia vida y nuestra palabra, nos refugiamos en la impostura y tratamos de obtener un beneficio, aunque sea fugaz y sin futuro. Nos volvemos en la peor versión de nosotros mismos – tal y como habíamos sido testigos que triunfaban antaño los jefes supremos de nuestros abortados designios.
Quizás sea cierto que se basa en hechos reales, aunque en todo momento uno tiene la necesidad de creer que está asistiendo a una ficción desenfrenada, casi inverosímil de puro extrema, porque se nos antoja inconcebible que todo eso pudiera haber pasado en realidad, aunque fuera en un momento en que todos habían entrado en una atroz psicosis colectiva del terror al tener que enfrentarse a la inminente y total derrota final. Pero que sea cierto lo que vemos – o que la anécdota que da pie a la trama se base en una peripecia verídica – no cambia en nada la apreciación sobre lo que estamos viendo: el repugnante y sanguinario contagio de la demencia cuando se ha perdido cualquier contacto con nuestra compasión y sensibilidad.
Las imágenes mudas sobre las que se proyectan los títulos de crédito de cierre pueden parecernos una excentricidad o un sinsentido, pero nos muestran que aquello puede repetirse ahora y que conviene estar alerta para impedir que de nuevo se instale entre nosotros la barbarie.

7,0
5.019
7
24 de junio de 2017
24 de junio de 2017
84 de 85 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pero ¿quién fue Maud Lewis (1903-1970)? Estamos ante una biografía – suavizada y azucarada, se supone – de una mujer muy pobre e impedida desde su juventud por a una artritis reumatoide. Su mísera y aislada vida, como la de tantas mujeres desfavorecidas de aquella época, fue una sucesión de abusos, manipulaciones y desengaños, pero que encontró en la pintura naif o folk su forma de canalizar sus innatas dotes creativas que la sirvieron de válvula de escape de su esquinada existencia pueblerina y mutilada. Cuando parecía que estaba predestinada a acabar como solterona baldada y pertinaz, se casó con un rudo y hosco pescador (educado en un hospicio de huérfanos), tan pobre como ella, en cuya minúscula casa fue a hacer labores de sirvienta para poder así soltar amarras de una familia que la maltrató con su desconsideración y desprecio.
Tampoco ese matrimonio fue un camino de rosas, ya que la tosquedad y aspereza del marido no dejaba demasiado margen para la ternura ni el respeto. Pero alguna llama debió de prender entre esas dos almas en pena, retraídas y quejumbrosas, porque supieron acompañarse en su dolor y soledad, dejando cierto margen para que ella, además de las labores del hogar y pese a su progresiva discapacidad, pudiera dar cabida a su necesidad de pintar – de forma del todo autodidacta y primitiva – pequeñas estampitas bucólicas con las que se sacaba unos mínimos céntimos primero, unos pocos dólares después que ayudaban a mitigar sus estrecheces económicas. No es una película romántica al uso, ni un canto a la diferencia, sino el retrato de una mujer sensible y vapuleada que encauzó sus dificultades gracias a una expresividad artística sin ínfulas ni grandilocuencias hacia la sencillez más inmediata que la rodeaba.
En este caso, es absurdo y estéril tratar de separar realidad y ficción. Pero sin ser una experiencia gozosa, la cinta nos ofrece un atisbo de la cotidianeidad más prosaica e insulsa de dos personas casi marginales que supieron acompañarse durante unas fértiles décadas de cariño y compenetración. Su ritmo moroso y manso no hace sino reflejar la sucesión de unos días frugales y unas jornadas sin sobresaltos que ensalzan la dignidad intrínseca de todo ser humano, más allá de su pobreza o riqueza, reivindicando la compasión fundamental hacia todos tus semejantes. Somos únicos y dignos de respeto, con independencia de nuestros atributos o fortuna. El sino de la vida es el gozo cristalino del momento presente.
Es de justicia alabar la portentosa interpretación de Sally Hawkins, que hace una creación memorable, bordeando el patetismo sin caer en él, sorteando el tono sensiblero gracias a su tenacidad y empaque que compagina, a un tiempo, fuerza y fragilidad. Arrolladora.
Tampoco ese matrimonio fue un camino de rosas, ya que la tosquedad y aspereza del marido no dejaba demasiado margen para la ternura ni el respeto. Pero alguna llama debió de prender entre esas dos almas en pena, retraídas y quejumbrosas, porque supieron acompañarse en su dolor y soledad, dejando cierto margen para que ella, además de las labores del hogar y pese a su progresiva discapacidad, pudiera dar cabida a su necesidad de pintar – de forma del todo autodidacta y primitiva – pequeñas estampitas bucólicas con las que se sacaba unos mínimos céntimos primero, unos pocos dólares después que ayudaban a mitigar sus estrecheces económicas. No es una película romántica al uso, ni un canto a la diferencia, sino el retrato de una mujer sensible y vapuleada que encauzó sus dificultades gracias a una expresividad artística sin ínfulas ni grandilocuencias hacia la sencillez más inmediata que la rodeaba.
En este caso, es absurdo y estéril tratar de separar realidad y ficción. Pero sin ser una experiencia gozosa, la cinta nos ofrece un atisbo de la cotidianeidad más prosaica e insulsa de dos personas casi marginales que supieron acompañarse durante unas fértiles décadas de cariño y compenetración. Su ritmo moroso y manso no hace sino reflejar la sucesión de unos días frugales y unas jornadas sin sobresaltos que ensalzan la dignidad intrínseca de todo ser humano, más allá de su pobreza o riqueza, reivindicando la compasión fundamental hacia todos tus semejantes. Somos únicos y dignos de respeto, con independencia de nuestros atributos o fortuna. El sino de la vida es el gozo cristalino del momento presente.
Es de justicia alabar la portentosa interpretación de Sally Hawkins, que hace una creación memorable, bordeando el patetismo sin caer en él, sorteando el tono sensiblero gracias a su tenacidad y empaque que compagina, a un tiempo, fuerza y fragilidad. Arrolladora.

6,4
17.072
7
30 de septiembre de 2014
30 de septiembre de 2014
91 de 102 usuarios han encontrado esta crítica útil
Estamos ante un estudio caracterológico de cierto comportamiento humano – digamos que extremo o psicopático – dentro de un ambiente marginal y pre-mafioso o abiertamente delictivo. En una comunidad de los arrabales portuarios de Brooklyn, impregnado de crimen organizado, extorsión y poco respeto por la integridad física o material, cada gesto está encaminado a demostrar quién es el amo del cotarro y quién debe de seguir las órdenes del capo de turno. Aquellos que se salen del guión preestablecido corren el riesgo de sucumbir a un ajuste de cuentas o a tener que justificarse con dinero, dolor o aniquilación. Es la ley del más fuerte, del más diestro en el manejo de las armas, el expolio y la venganza.
La sabiduría popular lo afirma: ‘perro ladrador, poco mordedor’. Porque no se trata de alzar la voz o de parlotear de más o de meter bulla y llamar la atención. Sólo se requiere un objetivo claro, voluntad de alcanzarlo, determinación en conseguirlo, contundencia al llevarlo a cabo – y pasar página. Porque la vida no es bravuconada palabrera, sino acción. Quien sólo amaga está condenado al fracaso. Limitarse a ejercer la violencia con la novia o con el cachorro ocasional, tiene una espada de Damocles rondándole el pescuezo. Este es el marco en el que se desenvuelve este thriller del hampa de barriada, donde las pequeñas metas son premonición de la tumba que nos estamos o nos están cavando, sin remisión.
La puesta en escena es sobria, casi espartana, y el espectador deberá hilar los cabos de una tenue trama de gestos, insinuaciones, sobreentendidos y chanchullos que parecen abocados al fracaso o la parodia, pero que va muy en serio. El que se mueve o desentone o llame la atención no sale en la foto. Por ello es importante saber quién es quién y conocer sus historias, porque atar cabos, sacar conclusiones certeras, es parte de la supervivencia cotidiana cuando no hay policía que te proteja ni familiar que te ampare. El vaivén cotidiano parece nublarnos las entendederas cuando no somos capaces de entresacar lo relevante y descartar la artimaña zalamera. Sobrevivir es ser minucioso y paciente.
No es una película de acción trepidante, ni de persecuciones, ni de escenas de impacto. Pero es un soberbio thriller que en su atmosférico guión minimalista (de Dennis Lehane) ofrece un afilado retrato del crimen barriobajero, cortante y sibilino, tajante y letal. Excelente obra que presenta a un Tom Hardy pletórico y despide a un añorado James Gandolfini.
La sabiduría popular lo afirma: ‘perro ladrador, poco mordedor’. Porque no se trata de alzar la voz o de parlotear de más o de meter bulla y llamar la atención. Sólo se requiere un objetivo claro, voluntad de alcanzarlo, determinación en conseguirlo, contundencia al llevarlo a cabo – y pasar página. Porque la vida no es bravuconada palabrera, sino acción. Quien sólo amaga está condenado al fracaso. Limitarse a ejercer la violencia con la novia o con el cachorro ocasional, tiene una espada de Damocles rondándole el pescuezo. Este es el marco en el que se desenvuelve este thriller del hampa de barriada, donde las pequeñas metas son premonición de la tumba que nos estamos o nos están cavando, sin remisión.
La puesta en escena es sobria, casi espartana, y el espectador deberá hilar los cabos de una tenue trama de gestos, insinuaciones, sobreentendidos y chanchullos que parecen abocados al fracaso o la parodia, pero que va muy en serio. El que se mueve o desentone o llame la atención no sale en la foto. Por ello es importante saber quién es quién y conocer sus historias, porque atar cabos, sacar conclusiones certeras, es parte de la supervivencia cotidiana cuando no hay policía que te proteja ni familiar que te ampare. El vaivén cotidiano parece nublarnos las entendederas cuando no somos capaces de entresacar lo relevante y descartar la artimaña zalamera. Sobrevivir es ser minucioso y paciente.
No es una película de acción trepidante, ni de persecuciones, ni de escenas de impacto. Pero es un soberbio thriller que en su atmosférico guión minimalista (de Dennis Lehane) ofrece un afilado retrato del crimen barriobajero, cortante y sibilino, tajante y letal. Excelente obra que presenta a un Tom Hardy pletórico y despide a un añorado James Gandolfini.
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