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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
Una verdad incómoda
Documental
Estados Unidos2006
6,8
30.828
Documental, Intervenciones de: Al Gore
3
3 de enero de 2008
46 de 64 usuarios han encontrado esta crítica útil
El Progreso nos da a elegir ahora entre dos catástrofes distintas: que el planeta colapse definitivamente o que sobreviva con nosotros en él. ¿Cuál es peor de las dos? ¿Hacemos el imbécil un poco menos para poder seguir haciéndolo más tiempo o pisamos a fondo el acelerador para reventar lo antes posible, confiando en el «borrón y cuenta nueva»?

Antes de ponerse a predicar que hay que ser civilizados, los ecologistas deberían preguntarse por el sentido de nuestra civilización (que, hay que recordarlo, no es LA civilización, sino sólo una más entre las muchas que se han sucedido a lo largo de la historia). Antes de pregonar el reciclaje, por ejemplo, deberían pensar qué diablos es lo que se recicla, no sea que se estén perpetuando y legitimando cosas que jamás debieron haber alcanzado el umbral de la existencia.

A mí, la verdad, del cambio climático lo que más me preocupa es que la temperatura pueda no subir lo suficiente para derretir todo el cemento con que hemos forrado el globo. Aparte de eso, no estoy tan convencido de que nuestro comportamiento sea el principal responsable de que el termómetro suba, por más que, desde la revolución industrial para acá, el salvajismo y la barbarie sofisticada de los «civilizados» haya alcanzado cotas antes impensables; pero ése es otro problema.

El énfasis con que casi todos hablan del asunto me resulta sospechoso: jamás una verdad fue patrimonio de tanta gente, así que no puedo evitar que la cosa me huela a chamusquina y me recuerde a esos criminales dementes que se atribuyen más asesinatos de los cometidos para ocupar mayor espacio en los periódicos. En nuestra egolatría y arrogancia sin límites, los occidentales modernos, aspirantes crónicos al apocalipsis, llegaremos a creernos que podemos acabar con el universo entero si es preciso, con tal de darnos importancia. Me permito, pues, recordar algo obvio, aun a riesgo de hacer de agua-catástrofes («aguafiestas» sonaría tal vez un poco fuerte) y dejar frustrado a más de uno: aunque el planeta reventase —lo que, ciertamente, no es descartable— el universo prácticamente no se iba a enterar: somos una mota de polvo en la infinitud del cosmos. No somos prácticamente nada. ¡Qué le vamos a hacer!...

En todo caso, peor que cargarnos la Tierra es quizá lo que hacemos con nosotros mismos, pero de eso Al Gore no dice ni pío. A mí me da que la humanidad se parece cada vez más a un monstruoso zombi colectivo, un ser amorfo, anómico e indefinible que ni Lovecraft pudo llegar a vislumbrar en sus peores pesadillas. Y eso sí puede ser peligroso para el cosmos: las influencias psíquicas llegan mucho más lejos que las físicas… De ahí mi duda inicial…

En fin, por cambiar de tema y hablar algo de cine: esto no pasa de ser, yo creo, un documental mediocre, ramplón y vulgar, carente de cualquier interés cinematográfico, pero que demuestra —hay que reconocerlo— el finísimo olfato comercial de su ínclito promotor.
10 Skies
Documental
Estados Unidos2004
5,8
176
Documental
1
7 de febrero de 2011
38 de 48 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una buena parte del arte contemporáneo es, en mi opinión, un invento de la crítica, lo que es tanto como decir que, paradójicamente, la plástica es un producto del discurso o, en términos más vulgares, que para ser un artista plástico lo esencial es tener facilidad de palabra. Probablemente Benning trataría de convencernos de que él es un “artista” y de que lo que hace es “cine”. Pero yo no me creo ni lo uno ni lo otro, lo cual, apresurémonos a matizar, no significa que las “cosas” que hace carezcan necesariamente de todo interés.

“Diez cielos” consiste en diez planos fijos, de unos diez minutos cada uno, de otros tantos cielos (no particularmente bellos, sino más bien comunes), en los que no ocurre “nada” salvo el paso tenue de unas nubes, unos sutiles cambios de luz, etc. La banda sonora recoge el sonido ambiente. Ni palabras, ni actores; nada que no sean los diez cielos del título.

“Tomadura de pelo”, dirán algunos. Yo no diría tanto. Creo que hemos olvidado que nuestra visión de la realidad es un fruto de la rutina; que son pocos los que hoy piensan el cine como arte y que, entre esos pocos, hay mucho concepto anquilosado de la obra de arte que trata de reducirla a un objeto decorativo más o menos estereotipado. ¿Qué es el cine? ¿Qué es el arte? ¿Cuál es su sentido en la actualidad? ¿Cuál es, o puede ser, la relación del espectador con la obra?... Preguntas a las que no parece posible responder en 3.000 caracteres.

No estoy en contra del ARTE experimental (en el que el arte es lo sustantivo), pero creo que no debe ser confundido con el EXPERIMENTO artístico. Y aquí, en el experimento —que no en el arte— es donde se sitúan las “cosas” de Benning. Y en un experimento, además, tan minimalista que linda prácticamente con la nada. La nada es interesantísima: se han escrito discursos filosóficos de profundidad insondable y hasta muy aceptables novelas en torno al tema. Pero eso no convierte en obra de arte a una hoja en blanco o a su equivalente cinematográfico: por ejemplo, el resultado de colocar una cámara mirando al cielo.

Las “cosas” de Benning podrían dar lugar a prolijos y fecundos debates sobre una serie de preguntas esenciales, de esas que apenas se formulan hoy en día porque todo se da ya por supuesto, porque nunca se cuestiona nada esencial; pero eso no basta para justificarlas como arte, del mismo modo que yo no puedo cargarme a mi vecina alegando que luego puede servir de base a un nuevo “Crimen y castigo”.

Cuando Marcel Duchamp colocó su famoso urinario en aquella exposición de Nueva York a principios del pasado siglo, trataba de escandalizar, de hacer una provocación, no de hacer arte. Fueron los críticos los que luego metieron el chisme en cuestión en los libros de arte, y ahí empezó una confusión que no ha dejado de crecer hasta nuestros días.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Puede parecer una broma utilizar el spoiler en este caso, pero es que no me cabe el final: imposible calificar esta presunta película, por la sencilla razón de que, como ya he dicho, no me parece tal. Si le pongo una estrella no es porque me parezca "muy mala", sino simplemente porque FA no me permite dejarla sin calificar.
25 de octubre de 2017
28 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Cómo presentar la violencia y la guerra en el cine? Conocemos formas diversas de cómo no debería hacerse; son esas precisamente las más cultivadas ahora, con el único fin de complacer al público: pornografía pirotécnica que incluye supuestas «grandes películas» que aprovechan y cultivan el voyeurismo mórbido de los espectadores. La violencia fascina, misterio rastreramente aprovechado por aquella que, entre las artes, es la más predispuesta a enfangarse en todas las ciénagas: espectacularización de la violencia, practicada por directores «de prestigio», incluso venerados por los cinéfilos, con la paupérrima excusa, en ciertos casos, de pretender denunciarla; o de «reflejar la realidad», en otros; o sin ninguna, la mayor parte de las veces.

Que el cine genere violencia o la sublime puede ser discutible. Pero el problema básico está en otro plano: en qué medida y de qué forma su contemplación en la pantalla modifica la conciencia individual, antes de que esta se proyecte hacia el mundo como acción. Pues puede ser que, sin exteriorizarse en actos violentos, tenga efectos interiormente devastadores. Se puede estar psicológicamente tarado y no ser socialmente peligroso. Mi impresión es que la forma habitual de representar la violencia en el cine —hiperrealismo que aspira a impactar con la mayor intensidad posible en la conciencia del espectador— produce, a nivel social, embrutecimiento colectivo y pérdida generalizada de la sensibilidad.


«Los rojos y los blancos» forma, con «Los desesperados» y «Silencio y grito», la llamada «trilogía histórica» de Jancsó, denominación que no debe inducir a engaño, pues no se pretende ahí proporcionar información ninguna acerca de la historia de Hungría, sino desarrollar una reflexión sobre la violencia y, en particular, sobre la guerra. La historia es solo el fondo sobre el que se desarrolla lo que se ha llamado una «metafísica del caos».

Militante comunista en su juventud, Jancsó, sin dejar de ser de izquierdas, se había alejado del Partido tras los sucesos de 1956. No obstante, las autoridades soviéticas le encargaron esta película para conmemorar el cincuentenario de la revolución de octubre. Cabe imaginar su perplejidad al ver los resultados: en lugar de la glorificación patriótica y la exaltación romántica que los burócratas estatales esperaban, se encontraron con lo que parecía ser un críptico alegato antibelicista, en el que nada se entendía muy bien, y que contravenía todas las directrices estéticas del régimen.

«Los rojos y los blancos» (que trata de la incorporación de voluntarios húngaros a las filas bolcheviques en la guerra civil que siguió a la revolución), no pretende contarnos una historia al modo convencional. En realidad, ni siquiera pretende contarnos una historia. En lugar de una sucesión de hechos hilvanados, coherentes, ordenados para configurar una trama, encontramos una serie de secuencias, sin un verdadero hilo narrativo, consistentes en una larga retahíla de persecuciones, arrestos y ejecuciones. El relato no parece avanzar hacia ninguna parte. No hay un protagonista central y los personajes, carentes de identidad y de nombre, aparecen y desaparecen, tal vez para reaparecer más tarde, tal vez no. No llegaremos a conocer mínimamente a ninguno, no podremos intuir quién tendrá un papel más importante que otro, y a veces solo con dificultad sabremos de qué bando forman parte, pues una deliberada confusión sugiere que eso no importa demasiado. La sensación de caos se acrecienta, pues el poder cambia constantemente de manos y los perseguidores de hace un momento pasan a ser perseguidos y viceversa, pero los hechos que provocan tales vaivenes quedan fuera de pantalla. Y los acontecimientos que vemos, tomados en sí mismos, carecen de toda lógica, pues los motivos que rigen la acción de unos y de otros resultan incomprensibles: las ejecuciones no parecen determinadas por ningún criterio, tan pronto los húngaros prisioneros son fusilados por su origen, como dejados en libertad por eso mismo.

La violencia se presenta de forma fría y distante. Se mata como se realiza cualquier acto cotidiano y banal. Excluida toda emotividad, no hay rostros retorcidos por el dolor, ni sangre manando de las heridas en este film profundamente antiheroico acerca de la confusión, la locura y el absurdo de la guerra. Y en ese caos, los rojos no salen mucho mejor parados que los blancos, pues la ausencia de unas «reglas del juego» y la deshumanización burocrática que la guerra genera parece alcanzar a todos. Nadie se lamenta, ni llora, ni se angustia por su destino, ni siquiera ante la certeza de una muerte inminente. Se muere con la misma indiferencia con que se mata. El militar que va a ser fusilado por los suyos tiene ante el pelotón de ejecución la misma actitud que si le fueran a sacar una foto. Se diría que no son hombres, sino máquinas, máquinas de matar y de morir. El desprecio por la vida alcanza a la vida propia.

Se suele asociar el cine de Jancsó con una reflexión sobre el poder. Asociación dudosa, a mi entender, en lo que atañe a esta obra, si se piensa en el poder político-institucional, y solo aceptable si se remite al poder personal, en definitiva a la libertad de cada uno cuando se enfrenta a una situación límite como es la guerra. Pues no parece sensato atribuir al «poder político» la responsabilidad de actos tan contingentes como ir acabando uno por uno con una serie de heridos tendidos en el suelo. En cada ocasión, son seres humanos concretos y no «el poder» quien aprieta el gatillo. Seres humanos que, en definitiva, tienen la capacidad de actuar o no de ese modo, algo que Jancsó deja claro desde el principio, cuando un militar blanco, al que su superior ha ordenado disparar sobre un prisionero, lo hace descuidadamente con la obvia intención de no alcanzarlo. Sean cuales sean las circunstancias, no es obligado convertirse en asesino.
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En tal sentido, la propuesta de Jancsó tiene —al menos en esta película— mucho más de existencial que de política. El discurso político queda explícitamente denunciado como retórica propagandística en la arenga vacía que, al principio de la película, un militar vocifera desde un coche. Pero en ningún momento vemos a nadie esgrimir un ideal o expresar con cierta convicción algo parecido a una razón para luchar. La perspectiva política se excluye, pues la crueldad, la brutalidad, antes de estar presente en las estructuras sociales, se encuentra en los individuos; pero aunque pueda estarlo mayoritariamente, no lo está necesariamente. Y ahí radica la dificultad en aprehender de modo intelectual una situación que un cómodo universalismo quisiera esquivar con sus generalizaciones. Más allá de las estructuras políticas, están los individuos concretos que, en última instancia, las hacen operativas. Por eso podría decirse que la película no es exactamente antibelicista; no, por supuesto, porque apoye la guerra, sino porque, contra toda apariencia, no la sitúa en el foco del problema; la guerra no es una entidad con voluntad propia, una especie de idea platónica encarnada que se imponga a unos humanos impotentes, sino una situación generada por los hombres. Y es la actitud de los hombres lo que denuncia Jancsó. Que no sea fácil distinguir entre rojos y blancos, que los comportamientos de unos y otros apenas difieran, señala que el director —se esté o no de acuerdo con él— no sitúa el problema en el ámbito de lo político.

La trama, de manera en apariencia sorprendente, se cierra con un acto de heroísmo colectivo, si así puede ser considerado el suicidio de un pequeño grupo de combatientes rojos lanzándose en campo abierto y a pecho descubierto contra el ejército de los blancos: heroísmo en su forma supuestamente suprema por cuanto completamente inútil, no exento, a mi entender, de un patetismo buscadamente teatral. ¿Cómo interpretar ese apasionado final tras haber negado de forma sistemática todo atisbo de romanticismo a lo largo del film? En mi opinión, es quizá un sarcástico mensaje dirigido a las autoridades. Como si Jancsó les dijera: «La realidad es lo que acabáis de ver, pero si lo que queréis son héroes, aquí los tenéis». Otros podrán ver ahí, tal vez, un último resquicio de esperanza en la condición humana, acaso refrendado por ese plano final —no menos llamativo— del joven combatiente húngaro que sostiene la espada levantada ante su rostro en homenaje a los caídos.

Una «no-historia» filmada en coherencia con el contenido; es mediante la falta de referencias, de puntos de apoyo, como el director plantea su obra, rechazando el realismo de la narratividad convencional y optando por una estructura más bien poética. Escasez de primeros planos, abundancia de planos generales, abiertos, en esa pantalla ancha que Miklós Jancsó elige siempre para mostrar la inmensidad, metafísica —se diría— más que física, de la gran llanura húngara y, en este caso, de la estepa rusa; Jancsó muestra sin dirigir ni condicionar la mirada, sin efectismos destinados a impresionar ni a suscitar reacciones de angustia, miedo o tensión. No hay música —salvo la diegética—, las palabras son escasas. «Lo que me interesa es la forma, y busco la mayor sobriedad formal para eliminar el romanticismo sentimental del que tanto se ha abusado»: palabras de Jancsó, que ha pasado a la historia del cine como uno de los grandes maestros del plano secuencia. Estos se suceden sabiamente orquestados y coreografiados, con sinuosos y acompasados movimientos de cámara. Su utilización dista de ser caprichosa o de perseguir objetivos meramente esteticistas. El director magiar añadía: «El plano secuencia deja pensar. Hoy puede parecer lento. Pero en la época, gracias al plano secuencia, se dejaba reflexionar al espectador durante la visión del film. El montaje no era agresivo, a diferencia del que ahora es habitual».

Dejar pensar: algo que ahora se lleva poco en el cine.
12 de marzo de 2017
32 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas películas, si es que hay alguna, habrán sido objeto de más intentos de interpretación que «El año pasado en Marienbad» [abrevio en lo sucesivo: «Marienbad»]. Las teorías sobre su posible significado son múltiples e incluso se dice que sus creadores la construyeron consciente y voluntariamente de modo que satisficiera una pluralidad de interpretaciones. Se dice también que el director, Alain Resnais, y el guionista, Alain Robbe-Grillet, que asumió casi el papel de codirector, tenían una visión distinta de la historia: mientras que, para Resnais, el protagonista decía la verdad y, en consecuencia, la película trataría de la memoria y el olvido, para Robbe-Grillet, por el contrario, el protagonista mentía y, en consecuencia, el tema de la película sería más bien la persuasión.

Susan Sontag, por su parte, alude a este film en su ensayo «Contra la interpretación», donde afirma que «habría que resistirse a la tentación de interpretar “Marienbad”». Sontag basa su propuesta en la idea de que toda interpretación altera la naturaleza real de la obra interpretada, al sustituir sus elementos fundamentales, destinados a ser sensorial y emocionalmente percibidos, por conceptos elaborados por la mente razonadora (A significa esto; B significa aquello; C, aquello otro, etc.). Sontag parece partir del hecho de que la razón necesariamente se erige de forma dictatorial en la única facultad supuestamente fiable de conocimiento, que pretende atribuirse siempre la última palabra. Independientemente de que esa sustitución esté o no presidida por una adecuación o correspondencia fiel del discurso verbal, es decir, de la interpretación, con el objeto interpretado, la gravedad de la mutilación reside en la conceptualización misma, en la creencia más o menos inconsciente de que la obra de arte puede reducirse a discurso.

Ahora bien, que la interpretación se realice con frecuencia sobre la base de esta creencia subyacente no quiere decir que así deba ser por necesidad. Pues la conceptualización que la interpretación implica puede ser consciente de su carácter parcial, y por tanto secundario, con respecto a la apropiación de la naturaleza esencial de la obra; esta, por otra parte, ni mucho menos tiene por qué estar cerrada a una razón que no deja de ser un aspecto, limitado pero fundamental, de la inteligencia humana. En consecuencia, la interpretación puede reconocer la limitación de su status y, en lugar de aspirar a suplantar a la obra, colocarse a su servicio, aceptando su relatividad, lo que podrá redundar en enriquecimiento y no en tergiversación. Pues lo que no se puede olvidar es que aunque toda superficie revela, también oculta; hay una profundidad más o menos insondable en todas las cosas, y reflexionar y elaborar un discurso sobre un objeto artístico, incluso interpretarlo, para tratar de ver y hablar del sentido que pueda haber por detrás de su epidermis no es forzosamente deformar o mutilar, sino que puede también aproximar a su realidad originaria, ayudando a transformar su opacidad en transparencia.

En todo caso, creo que Sontag tiene una parte de razón, y una parte importante, en la medida en que el racionalismo de nuestra cultura nos impide ver las obras de arte (al menos de ciertas artes y quizá en particular del cine) por lo que realmente son en sí mismas, de modo que, mediante la interpretación, ignoramos o, peor, sofocamos y suprimimos todo lo que en ellas se sustrae al discurso, que puede ser precisamente lo esencial.

Por otra parte, no todas las obras de arte —más específicamente, no todas las obras cinematográficas— están construidas de forma semejante y no todas han sido concebidas para ser recibidas de manera similar. Hay películas más próximas, desde su concepción, a una obra musical y otras al ensayo filosófico, por ejemplo, y, obviamente, el papel que pueda y deba desempeñar la razón —y, por tanto, la interpretación— en la recepción de unas y otras será muy distinto.

Aunque pueda sonar a provocación, «Marienbad» me parece una película con un elevado grado de transparencia en lo que tiene de esencial; también, y quizá por eso mismo, con un elevado grado de opacidad en lo que tiene de accidental. En «Marienbad» casi todo lo que tiene que estar claro lo está hasta la evidencia; si parece lo contrario es sencillamente porque no se atiende a lo que la película pretende mostrar —y muestra—, y se busca soluciones a problemas inexistentes o, en todo caso, comparativamente irrelevantes; en definitiva, porque no se mira donde se debe mirar. Buscar significados a «Marienbad» puede añadirle más opacidad que transparencia. Abordar el film con la actitud detectivesca de quien pretende resolver un enigma sería, como dice el cuento sufí, buscar fuera de casa lo que se ha perdido dentro, sobre la base de que fuera hay más luz.

No se encontrarán muchas películas que vehiculen con tal intensidad, con tal eficacia, una realidad (no una idea-acerca-de-la-realidad) que, ciertamente, es refractaria a la lectura convencionalmente conceptual, pero inmediatamente asimilable desde otra forma de recepción. Lo importante en «Marienbad» es percibir esa realidad, que precisa ser acogida de forma diferente, desde la única perspectiva que la hace accesible: la perspectiva «poética», entendiendo la «poesía» —como decía Tarkovski— no como género literario, sino como forma de abordar la existencia, como aprehensión globalizante de una mirada no literalista que utiliza la razón en lugar de ser utilizada por ella. «Marienbad» es, desde tal perspectiva, una invitación a percibir lo real y, por tanto, a situarse ante lo real —o, mejor, en lo real—, de forma distinta a la que dicta la experiencia común.
[Acabo en el spoiler.]
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En definitiva, «Marienbad» no es la heterónoma traducción en imágenes de un sentido extrínseco, no propone ideas acerca de una alteridad posible, sino que la pone directamente ahí, para ser inmediatamente aprehendida, sin necesidad de ser interpretada; una alteridad que, sin entrar en consideraciones sobre su naturaleza, puede, al menos, liberarnos del prejuicio de que el mundo es tal como lo experimentamos de ordinario, y que nos enfrenta vivencial e íntegramente, y no solo racionalmente, a la existencia de una realidad plurívoca, lejos de la pretendida univocidad de la visión racionalista común.

Hay otras formas de enfrentarse a lo real, sencillamente porque hay otras realidades distintas a la comúnmente percibida, y «Marienbad» no solo nos habla de eso, sino que se nos ofrece como objeto en la que percibirlo de manera directa, en tanto que entidad irreductible. Otra cosa es que toda una vida de acomodación a unos determinados esquemas mentales y el persistente hábito de las lecturas literales, lineales, de cuanto nos rodea, hagan que esa experiencia, siendo esencialmente simple, no sea precisamente sencilla.

Si se percibe la densidad metafísica que destilan los jardines, o los pasillos, o los salones, de Marienbad, o de Fredericksbad, o de como quiera que se llame el escenario donde se desarrolla la acción, ¿qué nos importa que X y A coincidieran o no el año pasado en un sitio o en otro?, ¿qué nos importa que finalmente se vayan o no juntos del hotel? Y, si no se percibe, ¿qué nos importa, de todos modos? Las imágenes de «Marienbad» penetran hondo, muy hondo en el alma, a condición, claro está, de que se las deje entrar. «Marienbad» plantea al espectador una ingente tarea de transformación interior, la tarea de dejar de ver con los ojos «de carne» para empezar a ver con los ojos «de fuego». Tarea que se puede aceptar o no; quien no la quiera asumir puede dedicarse a denostar la película como incomprensible, aburrida, etc., o sencillamente a elaborar interpretaciones más o menos pertinentes.

En cualquier caso, «Marienbad» no necesita un análisis crítico: la belleza limpia, impecable, del film, con sus travellings lentos y precisos —se diría que la cámara flota, más que desplazarse sobre el suelo— trasciende el alcance de todas las interpretaciones. Su sentido se transmite por impregnación, no por descomposición analítica; por comprensión global, no por explicación progresiva. Pensar que encontrarle un significado nos puede aproximar a su verdad es un ingenuo y falseador reduccionismo; la búsqueda de explicación extrínseca desprecia o ignora su aspiración más radical: despertar en el espectador una manera distinta de mirar, una mirada no literalizante, basada en la descronologización de la mente y los sentimientos. En la contemplación de «Marienbad» lo que cuenta es el viaje interior de cada cual, la re-creación personal, el abandono al espectáculo mágico que se desarrolla en la pantalla y que, con su misterio, puede inundar y teñir para siempre la mirada. La película puede operar así como un hechizo, o, mejor, un contra-hechizo, capaz de liberar, en una u otra medida, de los sueños y ficciones con que cotidianamente nos envuelven y adormecen los mecanismos de las estructuras sociales.
24 de febrero de 2011
32 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cine sobre el cine, sobre la capacidad de la imagen para mantener latente el pasado; cine, por tanto, sobre el tiempo y la memoria. (1) [notas en el spoiler]

En la primera parte se nos presentan los restos de las antiguas filmaciones familiares de Fleury (rodadas, por supuesto, por Guerin). Dice Guerin que, a esas “películas de jardín”, «por banales y bobas que sean, el paso del tiempo les da una dimensión fuerte, y aparece el cine por encima de los intereses de quien filmó eso» (DVD, extras). Es decir, el tiempo no necesariamente quita realidad a lo que fue —como se piensa en nuestros días— sino que se la puede dar. (2) Y la memoria es su instrumento operativo en el ser humano. Es toda una metafísica del tiempo y la memoria lo que subyace en “Tren de sombras”.

Y Guerin “inventa” esas falsas “películas de jardín”, con idéntica pero intensificada fuerza a la que podía haber tenido una película “realmente antigua”, conservando su ingenuidad, pero añadiéndole su maestría. (3)

La segunda parte pretende redescubrir en el presente las huellas latentes de aquella realidad filmada. Nos vamos acercando a la casa; una vía de ferrocarril abandonada, semioculta por la hierba, habla del paso del tiempo. Nos introducimos en la casa vacía para vivir no tanto su presente cuanto la densidad del tiempo transcurrido desde que la habitaron los Fleury hasta hoy. Relojes, espejos, puertas entreabiertas, ventanas, sombras de los visillos en las paredes, viejas fotografías, antiguos retratos, más relojes, más espejos, más sombras... Presencia densa de unos elementos que parecen haber atrapado el tiempo, congelándolo, inmovilizándolo. Como fondo, la persistencia del paisaje. Los objetos son soporte y receptáculo de una presencia que puede ser reactualizada (4); pues la sombras pueden devolver la vida a aquello de lo que son sombras.

A partir de este conocimiento vivencial, la tercera parte sugiere la posibilidad de “revisionar” conscientemente el pasado filmado, de volver a él una y otra vez y, así, ir cargándolo de sentido, haciéndolo presente, devolviéndole la vida. Es la reversibilidad del tiempo que la memoria hace posible. Pero ese pasado —es decir, lo real, pues el futuro no es y el presente es inaprehensible como tal— no es unívoco sino multívoco y por ello mismo equívoco. Todo hecho se presta siempre a una pluralidad de lecturas.

En la cuarta parte se consuma la revivificación de ese polisémico pasado, un pasado reconstruido no como dato histórico, sino como objeto de experiencia, vivenciable, arrancado a la cronología y revivido e integrado en un presente continuo (5). Y ahí puede surgir lo inesperado, lo imprevisible de todo proceso vivo (6). Estamos en “el tiempo en el que los tiempos se reúnen”, el momento de la “resurrección de los muertos” —como nos dice la religión en términos simbólicos—, en el que aquellas imágenes en blanco y negro recuperan su plenitud y todo el color de su presencia, de su ser/estar eternamente presentes. (7)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
1) Y cine, tal vez, difícil. Dificultad debida, sobre todo, a que la película hace desaparecer los límites con los que habitualmente dividimos la realidad para hacerla manejable: límites entre los seres (muertos, vivos, personas, personajes, actores...) límites en el tiempo (pasado, presente...), límites en los géneros (documental, ficción, poema, retrato...), el límite, en última instancia, entre la película y la realidad.

2) “El pasado no está muerto; en realidad, ni siquiera está pasado” (Faulkner).

3) En realidad, ésa es la función del arte: construir una realidad más real que la propia realidad, por decirlo así. Curiosamente, cuando el arte ya no siente la necesidad de conservar la imagen visual de la realidad humana (puesto que renuncia a todo lo que pueda sonar a representación), surge de forma paradójica la que por naturaleza es la más “realista” de las artes: el cine (y la fotografía), que nos da la imagen más exacta posible de lo que se ofrece a la mirada física. Y, especialmente en esas imágenes planas en blanco y negro (acaso por aquello de la inocencia de los orígenes), hay todavía un margen para la abstracción que permite la acción de la imaginación creadora: lo que quizá no ocurre en la misma medida con la imagen en color (Tarkovsky lo sabía, pero no le hizo mucho caso; Béla Tarr lo sabe y lo practica), y quizás aún menos con la alta definición, por no hablar de la gilipollez del 3D.

4) No me resisto a pasar por alto aquí, la similar maestría de Sokurov y Guerin (p. ej., la magnífica “Elegía de un viaje”, próxima en ciertos aspectos a “Tren de sombras”) a la hora de mostrar la “vivencialidad” de lo supuestamente inerte.

5) No se trata de desembalsamar un cadáver (como en ese ejercicio de necrofilia que es la actual y generalizada obsesión por la historia o, mejor, por el dato histórico), sino de devolverle la vida mediante una verdadera “alquimia de resurrección”. En eso consiste la anamnesis platónica, ese ejercicio de un “recordar” que, para Platón es “conocer”.

6) Imprevisibilidad fundamentada en ese carácter equívoco de la realidad (tema esencial también en “En la ciudad de Sylvia”), plasmado aquí en esas veladas sugerencias sobre la sospecha de una relación tío-sobrina, bruscamente desmontadas por la aparición de las pruebas sobre una relación entre el tío y la criada. ¿Tema banal y un tanto sainetero? En realidad, un tema muy típico de la época, que sirve a su propósito tan válidamente como cualquier otro.

7) Mi interpretación es, claro está, sólo una más entre otras posibles. El film de Guerin, como todas las grandes obras, está abierto a una pluralidad de lecturas, como posibilidades particulares que surgen de manera natural cuando se ha alcanzado el núcleo de lo universal. No tengo espacio para comentar algunas interesantes sugerencias planteadas por otras críticas en FA.
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