Hace poco más de 30 años, Robert Zemeckis adaptaba en "Forrest Gump" una delirante novela para invitarnos a acompañar a su protagonista a lo largo de unas tres décadas de historia estadounidense. Ahora se basa en una novela gráfica para subir la apuesta y nos muestra, a través de un único plano, estático durante casi todo el film, todo lo que ha sucedido en unos pocos metros cuadrados de suelo estadounidense desde el amanecer de los tiempos. Gracias a las posibilidades de la técnica digital, el escenario va cambiando (a veces con transiciones en recuadros dentro del propio plano principal) para hacernos saltar hacia delante y hacia atrás, en una travesía que nos muestra la vida de varias personas, casi siempre en el ambiente doméstico de la casa que a principios del siglo XX se construyó en el lugar.
Sin embargo, con estos mimbres, Zemeckis ha tejido un cesto irregular, en mi opinión: son tantos los personajes y, sobre todo, los cambios de escena son tan continuados, que la película más parece un producto destinado a los consumidores de los breves vídeos que pululan por las redes sociales, que una invitación a reflexionar sobre lo que hacemos con nuestro tiempo en este mundo, que es lo que me parece que pretende ser.

A mi parecer, Alexander Payne suele mezclar con sabia medida comedia y drama, envolviendo vidas problemáticas en vistoso papel de regalo. En esta película lo logra de nuevo, ofreciéndonos la historia de unas persoans que se sienten solas, sin reconocerlo, y que consiguen encontrar puntos de conexión sin por ello sacrificar su individualismo. Interpretaciones, ambientación y montaje, además, van afinadas en el mismo tono dentro de una pieza que se ve y asimila con mucha suavidad.

Cuenta Platón que hace muchísimo tiempo los humanos éramos de naturaleza dual, pues en nuestro cuerpo convivían la condición masculina y la femenina. Pero llegó un momento en el que las dos mitades se separaron, y cada una de ellas comenzó un camino de búsqueda de la otra. En "Vidas pasadas", Celine Song parte de una idea, semejante a esta y presente en los sistemas de creencias orientales, así como de una experiencia autobiográfica. Con estos elementos, la directora ha compuesto una película reflexiva y de ritmo pausado pero constante, consecuencia de una firme planificación y una inteligente dirección de actores.
Todo gira, en última instancia, alrededor del libre albedrío, de la capacidad que -felizmente, creo yo- tenemos de tomar nuestras propias decisiones y asumir las consecuencias que de ellas se derivan.

De vez en cuando –y según confesión propia-, Steven Spielberg ajusta cuentas con su pasado. Lo hizo, por ejemplo, con “La lista de Schindler” (“Schindler’s List”, 1993), en relación con su condición de judío; y también con “Salvar al soldado Ryan” (“Saving Private Ryan”, 1998), pues desde su adolescencia había sentido una fuerte atracción hacia el género bélico, en particular el relacionado con la II Guerra Mundial.
Con “Los Fabelman” (“The Fabelmans”, 2022), Spielberg hurga en la herida que para él supuso el divorcio de sus padres, dos personas muy distintas la una de la otra a las que amaba y admiraba. A mí casi siempre me gustan las películas de Spielberg, pero confieso que las llamadas “intimistas” –y esta es una de ellas- me han resultado, en general, demasiado cargadas de emotividad, rasgo que con los años el director ha ido suavizando hasta encajar, por lo menos, con mis gustos.
Bien dirigida, bien montada, bien interpretada -sobre todo por Michelle Williams-, “Los Fabelman” camina con paso firme y medido hacia un final en el que se escenifica una anécdota mil veces contada por el cineasta, pero que no por ello resulta menos fascinante.

He apreciado en este film una disección acre –por momentos muy “punk”- del género humano. Casi desde el primer minuto se formó en mi rostro una sonrisa sarcástica. Nada se salva: ni ricos, ni pobres, ni capitalismo/liberalismo, ni socialismo/comunismo. Si no fuese por su altísimo nivel de pesimismo, sería una celebración de las contradicciones que encerramos como especie.