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Críticas ordenadas por utilidad
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4,3
369
3
23 de marzo de 2025
23 de marzo de 2025
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Si hay algo que "Private Resort" demuestra con claridad es que no hay carrera cinematográfica sin sus traspiés. Un año antes, Johnny Depp había debutado con mucha frescura en el cine de la mano de Wes Craven en la épica "A Nightmare on Elm Street", donde tuvo el honor de ser devorado por una cama poseída, en una escena mítica. Aquí, en cambio, se conforma con deambular por un resort ochentoso durante ochenta minutos, intentando explotar su carisma y atractivo juvenil con algo de picardía y poco más.
Todo sucede allí, en un despliegue interminable de habitaciones, pasillos, piscinas, bares y vestuarios, como si los productores hubieran encontrado un buen paquete turístico y hubieran decidido filmar hasta el último rincón del hotel para amortizarlo.
Depp y su compañero de correrías, Rob Morrow, interpretan a dos jóvenes cuya única meta en la vida es seducir mujeres y esquivar las consecuencias de sus actos. En el camino, se cruzan con un ladrón de joyas (Héctor Elizondo, que seguro todavía se pregunta qué hacía ahí) y un puñado de personajes secundarios que deambulan entre lo grotesco y lo olvidable. En el medio, hay situaciones de vodevil barato, enredos forzados y, para colmo, intentos de imitar a Los Tres Chiflados en algunos sketchs sueltos que, sin su timing ni su talento físico, resultan más incómodos que graciosos.
A diferencia de otras comedias juveniles de los ochenta, "Private Resort" no tiene ni siquiera algo del ingenio de "Revenge of the Nerds". El film es una especie de zoológico ochentoso: bikinis, hormonas en ebullición, chistes que parecen escritos por un grupo de adolescentes en plena pubertad y situaciones de enredos que, para el ojo argentino, podrían recordar las comedias de Alberto Olmedo y Jorge Porcel. Solo que, a diferencia de aquellas, aquí la picardía es menos efectiva, el humor más torpe y la gracia más accidental. En las películas de Olmedo y Porcel, al menos había un talento probado para el sketch y un ritmo que –nos guste o no– funcionaba. En "Private Resort", en cambio, la sensación es que todo está en piloto automático, como si el director hubiera dado la indicación de "¡hagan lo que quieran!" y la cámara simplemente estuviera ahí para registrar el desastre.
En definitiva, esta película de George Bowers es una cápsula del tiempo de lo peor de las comedias adolescentes de los ochenta: pueril, predecible y con un guion que parece escrito a desgano en una servilleta de bar. Sin embargo, si se ve con la expectativa adecuada –es decir, ninguna–, puede funcionar como un entretenimiento inofensivo y nostálgico, de esos que se consumen más por inercia que por mérito propio. O, en el peor de los casos, como un recordatorio de que hasta las carreras más ilustres tuvieron comienzos cuestionables. Por fortuna, Johnny luego conoció a Tim Burton.
Todo sucede allí, en un despliegue interminable de habitaciones, pasillos, piscinas, bares y vestuarios, como si los productores hubieran encontrado un buen paquete turístico y hubieran decidido filmar hasta el último rincón del hotel para amortizarlo.
Depp y su compañero de correrías, Rob Morrow, interpretan a dos jóvenes cuya única meta en la vida es seducir mujeres y esquivar las consecuencias de sus actos. En el camino, se cruzan con un ladrón de joyas (Héctor Elizondo, que seguro todavía se pregunta qué hacía ahí) y un puñado de personajes secundarios que deambulan entre lo grotesco y lo olvidable. En el medio, hay situaciones de vodevil barato, enredos forzados y, para colmo, intentos de imitar a Los Tres Chiflados en algunos sketchs sueltos que, sin su timing ni su talento físico, resultan más incómodos que graciosos.
A diferencia de otras comedias juveniles de los ochenta, "Private Resort" no tiene ni siquiera algo del ingenio de "Revenge of the Nerds". El film es una especie de zoológico ochentoso: bikinis, hormonas en ebullición, chistes que parecen escritos por un grupo de adolescentes en plena pubertad y situaciones de enredos que, para el ojo argentino, podrían recordar las comedias de Alberto Olmedo y Jorge Porcel. Solo que, a diferencia de aquellas, aquí la picardía es menos efectiva, el humor más torpe y la gracia más accidental. En las películas de Olmedo y Porcel, al menos había un talento probado para el sketch y un ritmo que –nos guste o no– funcionaba. En "Private Resort", en cambio, la sensación es que todo está en piloto automático, como si el director hubiera dado la indicación de "¡hagan lo que quieran!" y la cámara simplemente estuviera ahí para registrar el desastre.
En definitiva, esta película de George Bowers es una cápsula del tiempo de lo peor de las comedias adolescentes de los ochenta: pueril, predecible y con un guion que parece escrito a desgano en una servilleta de bar. Sin embargo, si se ve con la expectativa adecuada –es decir, ninguna–, puede funcionar como un entretenimiento inofensivo y nostálgico, de esos que se consumen más por inercia que por mérito propio. O, en el peor de los casos, como un recordatorio de que hasta las carreras más ilustres tuvieron comienzos cuestionables. Por fortuna, Johnny luego conoció a Tim Burton.
6
2 de enero de 2025
2 de enero de 2025
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La película "Diarios de motocicleta" es una auténtica joya del cine latinoamericano. Sin embargo, es importante señalar que el documental realizado por Gianni Minà no se centra tanto en los escritos del "Che" que inspiraron la película de Walter Salles, sino más bien en el proceso de rodaje de este film. Dicho esto, tampoco puede catalogarse como un ejercicio de "cine dentro del cine" ni como un diario exhaustivo de la filmación: es una búsqueda que queda en un intermedio.
De hecho, los testimonios del director brasileño, de Gael García Bernal y de Rodrigo De la Serna son relativamente breves, lo cual resulta un tanto decepcionante, sobre todo considerando el compromiso que demuestran los tres con la historia y con sus personajes. En contraste, la figura entrañable de Alberto Granado ocupa un lugar central a lo largo del metraje. Su regreso a los mismos lugares que recorrió junto al "Che", cincuenta años después, se convierte en el mayor atractivo de esta producción italiana, que encuentra su verdadero valor en ese registro nostálgico y humano.
Hay que decir que el guión se apoya en gran medida en el carisma de Granado, cuya narrativa oral llena los vacíos visuales con anécdotas y reflexiones. No obstante, el ritmo puede sentirse desigual, con segmentos que se extienden más allá de su impacto dramático.
La dirección de Minà se caracteriza por su enfoque humanista, privilegiando el testimonio oral y los paisajes como elementos narrativos centrales. Opta por una línea narrativa lineal, sin explorar posibilidades más complejas como el montaje no lineal o el uso simbólico del encuadre para generar una mayor profundidad psicológica. Por su parte, la fotografía, a cargo de Vincenzo Varinelli, busca capturar la vastedad de los paisajes latinoamericanos, desde la cordillera andina hasta las zonas rurales marginalizadas. Sin embargo, el enfoque carece de la simetría y la composición meticulosa que se esperaría de un trabajo que aspire a la excelencia estética.
La banda sonora, que combina música folclórica latinoamericana con una partitura original, logra ambientar de manera algo efectiva los escenarios. No obstante, la falta de experimentación con el sonido diegético y los silencios limita el impacto emocional, como así también se vuelve muy retiterativo el uso abusivo del tango "Volver", cantado por Carlos Gardel.
La película, a pesar de su ambición narrativa, no logra radiografiar al 100% ni capturar el espíritu de las ciudades por las que transcurre el trayecto de Guevara y Granado. Los escenarios, aunque visualmente atractivos, carecen de una profundidad que permita comprender el contexto sociocultural de los lugares visitados. Asimismo, los testimonios de los lugareños resultan superficiales, relegando la riqueza de las historias locales a un segundo plano. Aunque se destacan las experiencias de algunas personas enfermas de lepra en el viejo leprosorio de San Pablo, donde las virtudes del "Che" adquieren protagonismo, estas escenas no compensan la ausencia de una mirada más incisiva y transformadora en el relato.
En resumen, "De viaje con el Che Guevara" es un documental emotivo y accesible que intenta capturar el espíritu de un viaje icónico. No obstante, desde un enfoque técnico y conceptual, carece de la profundidad estética, el rigor narrativo y la audacia visual que podrían haber elevado esta propuesta bienintencionada. Aunque logra entrelazar el rodaje de un gran film, el regreso de uno de sus protagonistas reales a los escenarios originales y el despertar de la conciencia de un mito mundial, la obra se queda a medio camino, dejando la sensación de un potencial desaprovechado.
De hecho, los testimonios del director brasileño, de Gael García Bernal y de Rodrigo De la Serna son relativamente breves, lo cual resulta un tanto decepcionante, sobre todo considerando el compromiso que demuestran los tres con la historia y con sus personajes. En contraste, la figura entrañable de Alberto Granado ocupa un lugar central a lo largo del metraje. Su regreso a los mismos lugares que recorrió junto al "Che", cincuenta años después, se convierte en el mayor atractivo de esta producción italiana, que encuentra su verdadero valor en ese registro nostálgico y humano.
Hay que decir que el guión se apoya en gran medida en el carisma de Granado, cuya narrativa oral llena los vacíos visuales con anécdotas y reflexiones. No obstante, el ritmo puede sentirse desigual, con segmentos que se extienden más allá de su impacto dramático.
La dirección de Minà se caracteriza por su enfoque humanista, privilegiando el testimonio oral y los paisajes como elementos narrativos centrales. Opta por una línea narrativa lineal, sin explorar posibilidades más complejas como el montaje no lineal o el uso simbólico del encuadre para generar una mayor profundidad psicológica. Por su parte, la fotografía, a cargo de Vincenzo Varinelli, busca capturar la vastedad de los paisajes latinoamericanos, desde la cordillera andina hasta las zonas rurales marginalizadas. Sin embargo, el enfoque carece de la simetría y la composición meticulosa que se esperaría de un trabajo que aspire a la excelencia estética.
La banda sonora, que combina música folclórica latinoamericana con una partitura original, logra ambientar de manera algo efectiva los escenarios. No obstante, la falta de experimentación con el sonido diegético y los silencios limita el impacto emocional, como así también se vuelve muy retiterativo el uso abusivo del tango "Volver", cantado por Carlos Gardel.
La película, a pesar de su ambición narrativa, no logra radiografiar al 100% ni capturar el espíritu de las ciudades por las que transcurre el trayecto de Guevara y Granado. Los escenarios, aunque visualmente atractivos, carecen de una profundidad que permita comprender el contexto sociocultural de los lugares visitados. Asimismo, los testimonios de los lugareños resultan superficiales, relegando la riqueza de las historias locales a un segundo plano. Aunque se destacan las experiencias de algunas personas enfermas de lepra en el viejo leprosorio de San Pablo, donde las virtudes del "Che" adquieren protagonismo, estas escenas no compensan la ausencia de una mirada más incisiva y transformadora en el relato.
En resumen, "De viaje con el Che Guevara" es un documental emotivo y accesible que intenta capturar el espíritu de un viaje icónico. No obstante, desde un enfoque técnico y conceptual, carece de la profundidad estética, el rigor narrativo y la audacia visual que podrían haber elevado esta propuesta bienintencionada. Aunque logra entrelazar el rodaje de un gran film, el regreso de uno de sus protagonistas reales a los escenarios originales y el despertar de la conciencia de un mito mundial, la obra se queda a medio camino, dejando la sensación de un potencial desaprovechado.
7
13 de diciembre de 2024
13 de diciembre de 2024
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"Enemies of the People" es un documental profundamente perturbador y esencial, que aborda los crímenes del régimen de los Jemeres Rojos en Camboya desde una perspectiva íntima y reveladora. Dirigido en tándem por Thet Sambath, un periodista que perdió a su familia durante el genocidio, y Rob Lemkin, el filme trasciende el mero recuento histórico para explorar las tensiones éticas y emocionales que surgen al confrontar a los perpetradores.
El trabajo de Sambath no es solo periodístico, sino también un ejercicio de paciencia sobrehumana. Durante años, construye pacientemente una relación de confianza con genocidas de todos los niveles, incluyendo a Nuon Chea, el "Hermano Número Dos", segundo de Pol Pot. Es Nuon Chea quien, en una de las entrevistas más desgarradoras, emite la frase que da título al documental: “enemies of the people”: estas palabras justifican, desde su perspectiva, el genocidio como un acto necesario para proteger al régimen, revelando con escalofriante claridad la lógica ideológica que sustentó la barbarie.
El documental se diferencia por su negativa a caer en maniqueísmos: en lugar de pintar a los responsables únicamente como monstruos, revela las complejas dinámicas de obediencia, ideología y miedo que condujeron a las atrocidades. Sin embargo, esta aparente humanización no diluye el horror de los actos cometidos, sino que lo amplifica, mostrando cómo la banalidad del mal se convierte en una maquinaria genocida.
En cuanto a su aspecto formal, "Enemies of the People" destaca por su austeridad visual y narrativa, lo que potencia el impacto emocional del contenido. El uso predominante de primeros planos y planos fijos durante las entrevistas permite que las palabras y los gestos de los interlocutores ocupen el centro de la escena, sin distracciones innecesarias. La edición es meticulosa y respeta el ritmo pausado del diálogo, creando un clima de intimidad y tensión que atrapa al espectador. Esta simplicidad formal, casi ascética, refuerza la naturaleza cruda de la historia, dejando que los testimonios hablen por sí mismos sin mediaciones. La música, casi ausente, es sustituida por los silencios y las pausas cargadas de significado, subrayando la crudeza de los relatos. Este enfoque no solo es coherente con el tono del documental, sino que también refleja la ética del director, quien evita cualquier artificio que pueda distorsionar la verdad que busca exponer.
Por otra parte, como argentino me es imposible no realizar un paralelismo: el proceso de memoria y verdad en Camboya, tal como se plasma en "Enemies of the People", contrasta marcadamente con la experiencia argentina durante y después de la última dictadura militar (1976-1983). Ambos casos reflejan horrores comparables en términos de brutalidad, pero las dinámicas de responsabilidad y el acceso a la verdad divergen profundamente. En Argentina, el terrorismo de Estado desapareció a unas 30.000 personas en un acto deliberado de eliminación física y simbólica. Mientras que en Camboya algunos perpetradores, aunque sea tardíamente, admitieron sus crímenes y ofrecieron sus versiones de los hechos, los responsables argentinos adoptaron un pacto de silencio que se ha mantenido incluso décadas después de la restauración democrática. Esta negativa a confesar, a revelar el paradero de los desaparecidos o a asumir plena responsabilidad histórica, ha configurado un proceso de duelo inacabado y un vacío moral que sigue dividiendo a la sociedad.
El trabajo de Sambath no es solo periodístico, sino también un ejercicio de paciencia sobrehumana. Durante años, construye pacientemente una relación de confianza con genocidas de todos los niveles, incluyendo a Nuon Chea, el "Hermano Número Dos", segundo de Pol Pot. Es Nuon Chea quien, en una de las entrevistas más desgarradoras, emite la frase que da título al documental: “enemies of the people”: estas palabras justifican, desde su perspectiva, el genocidio como un acto necesario para proteger al régimen, revelando con escalofriante claridad la lógica ideológica que sustentó la barbarie.
El documental se diferencia por su negativa a caer en maniqueísmos: en lugar de pintar a los responsables únicamente como monstruos, revela las complejas dinámicas de obediencia, ideología y miedo que condujeron a las atrocidades. Sin embargo, esta aparente humanización no diluye el horror de los actos cometidos, sino que lo amplifica, mostrando cómo la banalidad del mal se convierte en una maquinaria genocida.
En cuanto a su aspecto formal, "Enemies of the People" destaca por su austeridad visual y narrativa, lo que potencia el impacto emocional del contenido. El uso predominante de primeros planos y planos fijos durante las entrevistas permite que las palabras y los gestos de los interlocutores ocupen el centro de la escena, sin distracciones innecesarias. La edición es meticulosa y respeta el ritmo pausado del diálogo, creando un clima de intimidad y tensión que atrapa al espectador. Esta simplicidad formal, casi ascética, refuerza la naturaleza cruda de la historia, dejando que los testimonios hablen por sí mismos sin mediaciones. La música, casi ausente, es sustituida por los silencios y las pausas cargadas de significado, subrayando la crudeza de los relatos. Este enfoque no solo es coherente con el tono del documental, sino que también refleja la ética del director, quien evita cualquier artificio que pueda distorsionar la verdad que busca exponer.
Por otra parte, como argentino me es imposible no realizar un paralelismo: el proceso de memoria y verdad en Camboya, tal como se plasma en "Enemies of the People", contrasta marcadamente con la experiencia argentina durante y después de la última dictadura militar (1976-1983). Ambos casos reflejan horrores comparables en términos de brutalidad, pero las dinámicas de responsabilidad y el acceso a la verdad divergen profundamente. En Argentina, el terrorismo de Estado desapareció a unas 30.000 personas en un acto deliberado de eliminación física y simbólica. Mientras que en Camboya algunos perpetradores, aunque sea tardíamente, admitieron sus crímenes y ofrecieron sus versiones de los hechos, los responsables argentinos adoptaron un pacto de silencio que se ha mantenido incluso décadas después de la restauración democrática. Esta negativa a confesar, a revelar el paradero de los desaparecidos o a asumir plena responsabilidad histórica, ha configurado un proceso de duelo inacabado y un vacío moral que sigue dividiendo a la sociedad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Un aspecto que verdaderamente eleva este documental a un nivel de complejidad e intensidad únicas es la integridad y el control emocional de Sambath. Es solo hacia el final, después de días, meses y años de entrevistas con Nuon Chea, cuando Sambath decide revelarle que sus padres y su hermano fueron asesinados por los Jemeres Rojos. Este momento, cargado de una tensión casi insoportable, no solo muestra la fortaleza del director, sino que también confronta al perpetrador con el rostro humano de las consecuencias de sus actos.
La revelación es un punto culminante de una intensidad impresionante. La cámara capta la incomodidad de Nuon Chea, quien, al ser confrontado con el sufrimiento personal de Sambath, parece por primera vez vacilar. La escena es un recordatorio devastador de que detrás de los números y las estadísticas del genocidio hay historias individuales de pérdida y dolor, historias que, por un breve instante, incluso el "Hermano Número Dos" no puede ignorar.
Al finalizar el film, cuando Chea es llevado en helicóptero para ser juzgado por sus crímenes, el director Thet Sambath confiesa sentir un dejo de piedad y tristeza por el anciano que, ahora frágil y derrotado, enfrenta el peso de sus actos. Este instante encapsula la complejidad de las relaciones humanas que el documental explora: la capacidad de sentir empatía, incluso por alguien responsable de un sufrimiento inimaginable, es un recordatorio de la profundidad moral y emocional que define al ser humano.
La revelación es un punto culminante de una intensidad impresionante. La cámara capta la incomodidad de Nuon Chea, quien, al ser confrontado con el sufrimiento personal de Sambath, parece por primera vez vacilar. La escena es un recordatorio devastador de que detrás de los números y las estadísticas del genocidio hay historias individuales de pérdida y dolor, historias que, por un breve instante, incluso el "Hermano Número Dos" no puede ignorar.
Al finalizar el film, cuando Chea es llevado en helicóptero para ser juzgado por sus crímenes, el director Thet Sambath confiesa sentir un dejo de piedad y tristeza por el anciano que, ahora frágil y derrotado, enfrenta el peso de sus actos. Este instante encapsula la complejidad de las relaciones humanas que el documental explora: la capacidad de sentir empatía, incluso por alguien responsable de un sufrimiento inimaginable, es un recordatorio de la profundidad moral y emocional que define al ser humano.

7,7
2.923
8
15 de septiembre de 2024
15 de septiembre de 2024
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En "Europa ’51" (con guión de Fellini y un notable papel secundario de Giulietta Masina) Ingrid Bergman es una caprichosa aristócrata romana que vive sumida en la frivolidad, aislada en un mundo de naderías, hasta que su pequeño hijo, repleto de impotencia y dolor frente a la desatención materna, decide arrojarse por las escaleras, buscando acaso llamar la atención de una madre ausente que sólo tiene tiempo para cócteles y reuniones sociales (quienes hayan leído "Por la parte de Swann", de Proust, notarán que esos acontecimientos iniciales guardan una cierta similitud con algunos de los recuerdos de la infancia en Combray del narrador). El desenlace de lo que inicialmente se presupone un accidente y no un acto voluntario del niño, termina por cobrar un cariz trágico, instantes después de que Irene Girard –tal es el nombre de la mujer interpretada por la musa inspiradora de Rossellini–, en una escena memorable y desconsoladora, le dice a su marido: “tenemos que cambiar nuestra manera de vivir”.
Empero, sólo será Irene quien decide dar otro sentido a su existencia, primero guiada por su primo comunista, y más adelante por su propia intuición y afán de redención. A medida que se sumerge en los bajo fondos, en las barriadas romanas, en el lodoso terreno de los pobres, se aleja cada vez más del universo de lujos que la rodeaba y le confería rasgos identitarios y de pertenencia; sobre todo, se aparta de su familia conservadora y reaccionaria, incapaz de comprender el irremediable sentimiento de culpa que anida en el corazón de una madre que perdió, por negligencia o falta de amor, al fruto de sus entrañas. Irene descubre los meandros de un mundo desconocido para ella, un mundo en el que un niño igual al suyo puede morir, no por desatención, sino por falta de cobertura médica. En un excelente artículo, Ángel Faretta escribe: "Así Irene Girard visita una villa miseria, conoce a las gentes que allí habitan y comienza a practicar con ellos una caridad que luego se convierte en una entrega total".
Cuando la cámara de Rossellini se detiene en el rostro de la Bergman, el sufrimiento, la culpa y la angustia se corporizan ad æternum. Estamos hablando de una mujer destrozada que se purifica con cada acción bondadosa, y que incluso llega a rozar el delito, poniendo su propia humanidad en peligro, en el momento que protege a un delincuente marginal acechado por la policía. Su abnegación llega al extremo de reemplazar en su trabajo en una fábrica a una obrera con la que traba amistad. Apunta Faretta al respecto: "Esta sola secuencia, con la entrada al establecimiento, la descripción minuciosa del trabajo en cadena, las filas de obreras, las sirenas marcando las entradas y salidas, todo magistralmente realizado con rigurosidad absoluta por Rossellini, prácticamente incita al espectador a regresar a la producción artesanal". No es la única, pero quizás si la más notoria analogía con la vida de Simone Weil, lúcida filósofa francesa que se brindó por completo a los más desfavorecidos. De hecho, según el propio director del filme, el personaje principal tenía como punto de partida algunos detalles biográficos de la mujer fallecida tempranamente en 1943.
Por ende, la asociación no resulta novedosa ni mucho menos. En cambio, sí encuentro bastante original la interpretación que efectúa Faretta a posteriori: al lleva parte de la vida de Simone Weil al cine, Rossellini también estaba apuntalando –sospechándolo o no– el mito de Eva Perón, cuyo corazón dejaría de latir precisamente en 1952. "A dos años de su periplo europeo, y en donde por cierto en Italia visitó la propia Roma –así como Milán y el Vaticano–, allí como en otros lugares su figura era ya por entonces algo incomprensible. Sobre todo por la imposibilidad de ser –como la mujer del filme– ubicada en un casillero fijo de aquellos que se exigían por aquel tiempo".
Si "Europa ’51" es una metáfora aplicable mucho más allá de las fronteras italianas, aun a miles de kilómetros de distancia de la Europa de posguerra, el personaje de Ingrid Bergman se transforma –con su cabello dorado y algunas similitudes físicas a cuestas– curiosamente, en el retrato cinematográfico más fidedigno y trascendente que se haya realizado de la “abanderada de los humildes”, muy lejos ética y estéticamente de aquel injuriante pastiche hollywoodense pergeñado por Alan Parker y protagonizado por Madonna. ¡Cuánto más cercana la figura de Evita a esa sufriente Irene Girard que al final es internada por su propia familia en una institución psiquiátrica! Ciertamente, no son pocos los paralelismos que se me vienen a la cabeza: la escena en que los pobres, congregados en el jardín del psiquiátrico, reclaman la presencia de aquella a la que llaman “una santa” guarda parecido con las imágenes de la primera dama argentina, ya consumida por la enfermedad y dejando jirones de su vida, al saludar a sus descamisados prácticamente en estado de trance. El misticismo subyace en ambos planos. Volviendo a la película, sobre el cierre, la colosal actriz sueca se asoma por la ventana y también saluda a los únicos que no la consideran una loca.
De este modo, Rossellini no sólo concibió una joya a menudo pasada por alto a la hora de apreciar su obra, sino que afianzó el ingreso de Eva Perón a la inmortalidad, "seguramente en forma mucho más efectiva que la manera en que lo vienen haciendo, desde hace ya tantos años, tantos supuestos seguidores que sólo quieren que tenga y mantenga una eternidad de afiche y cartón". Será cierto pues lo que dice un personaje en el largometraje de Bertolucci "Prima della rivoluzione": ¡no se puede vivir sin Rossellini!
Empero, sólo será Irene quien decide dar otro sentido a su existencia, primero guiada por su primo comunista, y más adelante por su propia intuición y afán de redención. A medida que se sumerge en los bajo fondos, en las barriadas romanas, en el lodoso terreno de los pobres, se aleja cada vez más del universo de lujos que la rodeaba y le confería rasgos identitarios y de pertenencia; sobre todo, se aparta de su familia conservadora y reaccionaria, incapaz de comprender el irremediable sentimiento de culpa que anida en el corazón de una madre que perdió, por negligencia o falta de amor, al fruto de sus entrañas. Irene descubre los meandros de un mundo desconocido para ella, un mundo en el que un niño igual al suyo puede morir, no por desatención, sino por falta de cobertura médica. En un excelente artículo, Ángel Faretta escribe: "Así Irene Girard visita una villa miseria, conoce a las gentes que allí habitan y comienza a practicar con ellos una caridad que luego se convierte en una entrega total".
Cuando la cámara de Rossellini se detiene en el rostro de la Bergman, el sufrimiento, la culpa y la angustia se corporizan ad æternum. Estamos hablando de una mujer destrozada que se purifica con cada acción bondadosa, y que incluso llega a rozar el delito, poniendo su propia humanidad en peligro, en el momento que protege a un delincuente marginal acechado por la policía. Su abnegación llega al extremo de reemplazar en su trabajo en una fábrica a una obrera con la que traba amistad. Apunta Faretta al respecto: "Esta sola secuencia, con la entrada al establecimiento, la descripción minuciosa del trabajo en cadena, las filas de obreras, las sirenas marcando las entradas y salidas, todo magistralmente realizado con rigurosidad absoluta por Rossellini, prácticamente incita al espectador a regresar a la producción artesanal". No es la única, pero quizás si la más notoria analogía con la vida de Simone Weil, lúcida filósofa francesa que se brindó por completo a los más desfavorecidos. De hecho, según el propio director del filme, el personaje principal tenía como punto de partida algunos detalles biográficos de la mujer fallecida tempranamente en 1943.
Por ende, la asociación no resulta novedosa ni mucho menos. En cambio, sí encuentro bastante original la interpretación que efectúa Faretta a posteriori: al lleva parte de la vida de Simone Weil al cine, Rossellini también estaba apuntalando –sospechándolo o no– el mito de Eva Perón, cuyo corazón dejaría de latir precisamente en 1952. "A dos años de su periplo europeo, y en donde por cierto en Italia visitó la propia Roma –así como Milán y el Vaticano–, allí como en otros lugares su figura era ya por entonces algo incomprensible. Sobre todo por la imposibilidad de ser –como la mujer del filme– ubicada en un casillero fijo de aquellos que se exigían por aquel tiempo".
Si "Europa ’51" es una metáfora aplicable mucho más allá de las fronteras italianas, aun a miles de kilómetros de distancia de la Europa de posguerra, el personaje de Ingrid Bergman se transforma –con su cabello dorado y algunas similitudes físicas a cuestas– curiosamente, en el retrato cinematográfico más fidedigno y trascendente que se haya realizado de la “abanderada de los humildes”, muy lejos ética y estéticamente de aquel injuriante pastiche hollywoodense pergeñado por Alan Parker y protagonizado por Madonna. ¡Cuánto más cercana la figura de Evita a esa sufriente Irene Girard que al final es internada por su propia familia en una institución psiquiátrica! Ciertamente, no son pocos los paralelismos que se me vienen a la cabeza: la escena en que los pobres, congregados en el jardín del psiquiátrico, reclaman la presencia de aquella a la que llaman “una santa” guarda parecido con las imágenes de la primera dama argentina, ya consumida por la enfermedad y dejando jirones de su vida, al saludar a sus descamisados prácticamente en estado de trance. El misticismo subyace en ambos planos. Volviendo a la película, sobre el cierre, la colosal actriz sueca se asoma por la ventana y también saluda a los únicos que no la consideran una loca.
De este modo, Rossellini no sólo concibió una joya a menudo pasada por alto a la hora de apreciar su obra, sino que afianzó el ingreso de Eva Perón a la inmortalidad, "seguramente en forma mucho más efectiva que la manera en que lo vienen haciendo, desde hace ya tantos años, tantos supuestos seguidores que sólo quieren que tenga y mantenga una eternidad de afiche y cartón". Será cierto pues lo que dice un personaje en el largometraje de Bertolucci "Prima della rivoluzione": ¡no se puede vivir sin Rossellini!

4,6
12.697
4
12 de marzo de 2011
12 de marzo de 2011
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Desde antes de verla, y con Michael Bay de por medio, pocas esperanzas tenía ya con respecto a la nueva versión de "A Nightmare on Elm Street". Es cierto que me he encontrado con más de un remake de terror francamente superior a su original (sin ir más lejos, "The Hills Have Eyes" bajo el prisma de Alexandre Aja me resultó más satisfactoria que la del amigo Wes Craven). Pero tratándose de una de las cintas de terror a todas luces más icónicas de varias generaciones, aunque innegablemente asociada con la entrañable década de los ochenta, resultaba bastante obvio que el debutante Samuel Bayer –dejando a salvo el costado económico, claro está– tenía más para perder que para ganar desempolvando por enésima vez a nuestro querido y nunca olvidado Freddy Krueger.
Cuando Wes Craven inventó al psycho killer de rostro carbonizado supo combinar el tratamiento de algunos de los temores adolescentes en boga por aquellos años insuflados de puritanismo made in Reagan, con una saludable veta palomitera que se iría profundizando a medida que las entregas de la saga, que él ya no dirigiría, regaban las pantallas del mundo con más y más sangre joven. No es casualidad que su personaje haya logrado empatizar mejor que ningún otro con los desbarajustes hormonales teenagers, pues con sus enfermizas dosis de humor negro, Freddy Krueger absorbió en su cuerpo saturado de inocentes niños esas complejas vicisitudes existenciales propias del universo adolescente (recordar, por ejemplo, la tortuosa relación entre Nancy y su madre alcohólica, o las alusiones hacia la anorexia).
Tal vez uno de los mayores errores conceptuales que se les puede achacar al director Samuel Bayer y a los guionistas de esta nueva versión, es que la misma hace agua al pretender, por un lado, conformar a los viejos espectadores de la saga (y por eso se comete el error garrafal de repetir escenas literalmente calcadas del film original, evidenciando además una falta de creatividad pasmosa), y asimismo introducir modificaciones sustanciales, entre las cuales el cambio de los rasgos psicológicos del personaje central me parece el más desacertado. Freddy Krueger se transformó en un villano ícono debido a su personalidad entre desquiciada y sarcástica, a su propensión a corretear y juguetear con sus ocasionales víctimas, así como a soltar frases ingeniosas, antes que las vísceras se esparcieran por los aires; sin embargo, en esta producción de Michael Bay el carácter lúdico y libidinoso del hombre de las cuchillas es reemplazado por una espantosa voz de ultratumba que sólo consigue que añoremos a Robert Englund a más no poder, pese a que el trabajo de Jackie Earle Haley es aceptable en comparación con el catastrófico casting de adolescentes que no aportan ni siquiera una pizca de carisma o expresividad a unos personajes de por sí completamente vacíos.
Cuando Wes Craven inventó al psycho killer de rostro carbonizado supo combinar el tratamiento de algunos de los temores adolescentes en boga por aquellos años insuflados de puritanismo made in Reagan, con una saludable veta palomitera que se iría profundizando a medida que las entregas de la saga, que él ya no dirigiría, regaban las pantallas del mundo con más y más sangre joven. No es casualidad que su personaje haya logrado empatizar mejor que ningún otro con los desbarajustes hormonales teenagers, pues con sus enfermizas dosis de humor negro, Freddy Krueger absorbió en su cuerpo saturado de inocentes niños esas complejas vicisitudes existenciales propias del universo adolescente (recordar, por ejemplo, la tortuosa relación entre Nancy y su madre alcohólica, o las alusiones hacia la anorexia).
Tal vez uno de los mayores errores conceptuales que se les puede achacar al director Samuel Bayer y a los guionistas de esta nueva versión, es que la misma hace agua al pretender, por un lado, conformar a los viejos espectadores de la saga (y por eso se comete el error garrafal de repetir escenas literalmente calcadas del film original, evidenciando además una falta de creatividad pasmosa), y asimismo introducir modificaciones sustanciales, entre las cuales el cambio de los rasgos psicológicos del personaje central me parece el más desacertado. Freddy Krueger se transformó en un villano ícono debido a su personalidad entre desquiciada y sarcástica, a su propensión a corretear y juguetear con sus ocasionales víctimas, así como a soltar frases ingeniosas, antes que las vísceras se esparcieran por los aires; sin embargo, en esta producción de Michael Bay el carácter lúdico y libidinoso del hombre de las cuchillas es reemplazado por una espantosa voz de ultratumba que sólo consigue que añoremos a Robert Englund a más no poder, pese a que el trabajo de Jackie Earle Haley es aceptable en comparación con el catastrófico casting de adolescentes que no aportan ni siquiera una pizca de carisma o expresividad a unos personajes de por sí completamente vacíos.
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spoiler:
Desde el punto de vista técnico, casi todo el metraje ostenta una estética propia de un video-clip extendido, con planos en absoluto arriesgados que tampoco ayudan demasiado. Los intervalos de los sueños, que particularmente en el largometraje de 1984 y en la tercera entrega estaban muy logrados (desarrollados en un ambiente onírico y en atmósferas asfixiantes que se grababan a fuego en la memoria visual del espectador, simbolizando con nitidez los entresijos de la realidad y la tenue línea que separa la vigilia del sueño), aquí no destacan en lo más mínimo, limitándose a recaer en el redundante escenario de la sala de calderas. A eso, una vez más, hay que agregarle que las escenas de susto o sangre más convincentes y “originales” son aquellas tomadas del filme de Wes Craven (por caso, el guante de garras emergiendo entre las piernas de la chica en la bañera).
En rigor, "A Nightmare on Elm Street" 2010 es una película a mitad de camino entre un remake y una precuela (algunos le llaman reboot), pues únicamente toma ciertos aspectos específicos de la historia tal como se dio a conocer en 1984, reemplazando los demás por una suerte de nuevo canon, y ensayando a su vez una explicación sobre sucesos cronológicamente anteriores a la muerte de Frederick Charles Krueger que Wes Craven tan sólo insinuaba. Quizás la justificación de esta desventura cinematográfica radique en esa explicitación de lo que siempre permaneció más o menos velado, en esa escena donde vemos al villano sin el guante de cuchillas ni el rostro desfigurado. Otra excusa para la existencia de este film, a los efectos del aporte a la saga, con sinceridad, no se me ocurre.
En rigor, "A Nightmare on Elm Street" 2010 es una película a mitad de camino entre un remake y una precuela (algunos le llaman reboot), pues únicamente toma ciertos aspectos específicos de la historia tal como se dio a conocer en 1984, reemplazando los demás por una suerte de nuevo canon, y ensayando a su vez una explicación sobre sucesos cronológicamente anteriores a la muerte de Frederick Charles Krueger que Wes Craven tan sólo insinuaba. Quizás la justificación de esta desventura cinematográfica radique en esa explicitación de lo que siempre permaneció más o menos velado, en esa escena donde vemos al villano sin el guante de cuchillas ni el rostro desfigurado. Otra excusa para la existencia de este film, a los efectos del aporte a la saga, con sinceridad, no se me ocurre.
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