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Críticas 32
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
14 de enero de 2008
16 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el fondo de la chistera de un buen mago, para que pueda leerla a modo de recordatorio mientras lleva a cabo el clásico truco del conejo, hay colocada una nota que dice: “¡Eres muy feo!”. El artista reconoce la advertencia esbozando levemente una sonrisa, mirando humildemente al suelo y, ¡tachán!, el manido conejito surge del vacío sombrero. El público se asombra, el truco acaba funcionando y todo gracias al oportunismo del recordatorio en la chistera. Y es que, gracias a éste, el mago consigue sortear el mayor escollo que plantea su oficio: incurrir en la ostentación, caer en el vacuo alarde. Estando sobre el escenario, ya sea cuando parte por la mitad a su bella ayudante dentro de la caja mágica o cuando la hace desaparecer sin que veamos una posible escapatoria para ésta, el mago plantea una maravilla, la refutación de las leyes naturales, de los muros de piedra. Consciente de la labilidad de la reacción del espectador ante lo que ve (escepticismo y fascinación casi unidos en un mismo sentimiento), el mago se prohíbe estrictamente acentuar el efecto maravilloso de sus simples juegos de manos, de sus burdos engaños entre bastidores: para el mago la maravilla es natural, se extraña ante las reacciones de asombro y, por supuesto, no se muestra ávido por conseguirlas. Es por esta razón por la que el mago se pone recordatorios en la chistera, por la que muestra una aparente displicencia hacia el espectador, para no sucumbir a la tentación de intentar seducirlo y desviar su atención, para no restarle eficiencia a la ilusión que nos plantea. El mago, en realidad, es un ser taciturno, consciente del frágil equilibrio sobre el que se sostiene su oficio y de la laboriosidad que supone introducir la ilusión en este mundo. Sabiendo esto, podemos entender, entonces, porqué David Copperfield era un mago tan pésimo (lo único que le interesaba era seducir a alguien como la Schiffer), porqué los magos de Cuatro Televisión son tan irritantes (llevan gomina y son impúdicamente jóvenes y atractivos, no se parecen para nada a Tamariz, y sacan la magia a la calle, a la vista de todo el mundo, pregonando a viva voz unicornios, intermitentes palomas e inquietos naipes).

(Sigue a continuación por problemas de espacio).
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spoiler:
Esta película nos muestra la rivalidad de dos magos empeñados en realizar el mejor truco. El oficio del mago nos es presentado con honestidad y sutilidad (las innumerables jaulas de pájaros, el mago chino que sacrifica toda su vida, Michael Caine con una hacha junto al tanque de agua), sin insistir en la desmitificación pero dejando claro que todo tiene una explicación. Todo ello narrado con mucho brío, con constantes giros argumentales que le dan un buen ritmo al film. Así, nos vamos adentrando en la película muchas veces con recelo, no creyendo todo lo que nos están explicando, otras con natural aceptación, pero siempre sabiendo que hay gato encerrado. Es por esta razón que uno de los golpes finales (tras el ‘Abracadabra’) se ve venir, el pulso que nos ha echado el Sr. Nolan desde el inicio del metraje en busca de nuestra sorpresa nos ha puesto en alerta, es decir, su error ha consistido en basar la trama en la creación de una expectativa (el prestigio), en jugarse el partido en un último tiro

Ahora bien, hay algo que distingue a un buen mago del simple petimetre engominado. En todo número el mago solicita un voluntario para que sea testigo de la legitimidad de su proceder. Una vez efectuado el truco este voluntario suele quedarse aferrado a un naipe burlón (normalmente suele ser el cuatro de diamantes) y riendo, una risa que delata su incredulidad (“¿¿cómo puede ser??”), mientras el mago muestra el as tránsfuga a la audiencia y también ríe, pero con una risa irónica entre dientes que responde a la de su víctima: “¿pero qué te creías?”. Y es que tan importante como marcar la distancia con respecto a la exageración de lo asombroso es hacerlo también con respecto de la incredulidad. La clave está, como hemos visto antes, en la discreción de la forma: un mago de Cuatro Televisión cede a la petición del espectador de repetir su truco (le puede la vanidad transigiendo así con la incredulidad) o lo reitera en la transmisión televisiva. Por su parte, el Sr. Nolan, tras el último truco de la película lanza el fundido en negro dejando en la incertidumbre al espectador (reconozco que yo al menos esperaba una respuesta), incertidumbre que ha hecho que muchos acaben calificando la película como de ciencia-ficción. Y mientras tanto, la mueca de sonrisa irónica del Sr. Nolan, mientras desfilan los créditos, nos responde: “¿pero qué os creíais?”.
9 de septiembre de 2012
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ya en una cinta anterior Makoto Shinkai trataba la cuestión del lugar de lo posible, o dicho con la expresión de Javier Marías, “del tiempo de lo que no tiene tiempo”, pero en esa otra película se partía de una premisa de ciencia-ficción, y el lugar del que hablamos estaba representado por una lejana e inmensa torre. La obsesión sigue siendo la misma en la cinta que nos ocupa, pero en este caso se evita darle presencia a esa lejanía irreducible. Es un signo de maduración cinematográfica.

¿Qué es lo que la diferencia de muchas otras cintas similares de amores juveniles? Para evitar que un espectador más maduro acabe tachándola de historia de amores imposibles y platónicos propongo verla como una película que no es una historia de amor. En la parte que sigue abajo detallo una serie de puntos que podrían sostener dicha interpretación.
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spoiler:
(1) En sendos momentos culminantes de cada capítulo ambas voces narradoras confiesan una suerte de aprendizaje súbito. Es el esplendor de lo nunca vivido. Shinkai ha creado ambos capítulos en base a esos dos momentos, los trata con mimo y lo arriesga todo en ellos. Toda esa ternura y tristeza, así como la revelación de la que hablan los personajes, son producto de una influencia de la misma índole que aquella que hacía resurgir Combray en el sabor de una magdalena.

(2) Mientras vuelven a sus casas de noche los chicos deben aguardar el lento paso del convoy que transporta el cohete. Un comentario de ella sobresalta al chico con el relámpago de la memoria involuntaria. Pero el plano no se queda con él, cambia rápidamente al asfalto, al brillo reflejado de las luces de los camiones sobre las motocicletas. Es un recurso que se emplea recurrentemente en la cinta, una firma estilística si se quiere, pero que apunta a algo que va más allá de lo meramente formal: es la mirada del cine, que no tiene tanto que ver con los sentimientos y afecciones humanas sino más bien con ese movimiento de acercamiento -por llamarlo de alguna manera- a la lejanía de la que venimos hablando.

(3) Antes del beso bajo el cerezo desaparecen los rasgos faciales de los personajes. No se trata tanto de universalizar la escena -dos jóvenes enamorados, o, el amor en general-, como de despersonalizarla: lo que importa no es tanto la historia de amor, como la mirada sobre ella, el resurgir esplendoroso -la imagen digamos que irresistible que lo inspira- que fuerza a Shinkai a crear su película y que es de una naturaleza diferente a la de los recuerdos de sus amores juveniles.

(4) Tras el beso bajo el cerezo, un plano de las pisadas dejadas por los chicos en la nieve. Los chicos han llegado hasta allí.

En la última escena del capítulo final, ambas voces cuentan un sueño en el que vuelven a tener trece años y están de nuevo bajo el cerezo pero no han llegado hasta allí, no dejan marcas sobre la nieve.

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“Combray no resurge ni del modo en que fue presente ni como podría serlo, sino en un esplendor que nunca ha sido vivido, como un pasado puro que revela en suma su doble irreductibilidad, al presente que fue y también al presente actual que podría ser hoy, y ello a favor de un acoplamiento entre ambos”.

Proust y los signos, Deleuze

“Parece que el problema es cómo podría yo, que estoy aquí y estoy ahora, trasladarme al antes, es decir, al yo cuando estaba entonces-allí, que he olvidado. No podría a menos que hubiera un puente entre esos dos tiempos parecidos, un puente que por su propia naturaleza no puede pertenecer ni al yo aquí-ahora ni al yo entonces-allí. Pues el pasado puro es ése puente. Quiero decir, no es lo que está al otro lado del puente, es el puente”.

El cuerpo sin órganos, José Luis Pardo

El cine -la ficción en general- sería también ese puente que no une dos orillas.
6 de septiembre de 2008
21 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Despistado en el metro siento un cosquilleo en la nuca. Recuerdo entonces a aquellos que defienden la estrecha relación entre los sentidos del tacto y la vista. Trato de no girarme.
Esperando mi turno en la cola del pan echo un vistazo por el amplio ventanal. Una chica cruza en esos momentos, larga melena, piel morena. Observándola, calibro hasta dónde la vista llega a ser la prolongación del tacto. Matemático.

Ante la pantalla el ojo se siente omnipotente y campa con voracidad. No sabe que es esclavo. Poco importa eso cuando aparece la Stone. Basta con que se demore un plano en su rostro siempre despejado o en la silueta que trasluce un vestido demasiado ceñido para que la mirada los acaricie voluptuosamente.
Un simple cruce de piernas, de ser cierta la teoría apuntada más arriba, urge a la promulgación de una ley que sancione este tipo de miramientos.

Ahora bien, rápidamente recuerdo la otra acepción de la palabra (“respeto, atención y circunspección que se guardan a una persona”), que en todo mirar hay un juicio implícito que suele restar inarticulado: de forma espontánea el reportero de los deportes nos parece un mameluco; la hija de la presentadora del programa de las mañanas, una arribista de ambiciosos labios pintados. Todo ello así de arbitrario –y de cierto.
Es por eso que los más relamidos no tienen excusa posible. Su mirada de contención felina, el esbozo constante de sonrisa que borra sus palabras [Have you ever fucked on cocaine, Nick?], delatan qué esconde bajo su almohadón.

¿Cuál de los dos instintos –querer o saber mirar- se revela como básico?

[Tomo prestados el título y la idea de Javier Marías, ojo cinéfilo y agudísimo].
5 de noviembre de 2008
15 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Llegar a descifrar el origen de la inspiración artística es una de las cuestiones más peliagudas en el análisis de todo proceso creativo. Escapa incluso al autor mismo, quien conoce las intimidades de la gestación de su obra pero no las confunde con su esencia. Siente que algo de lo que hace no le pertenece y que sólo puede ser custodio de ello.

Hablo en especial de la aportación de Anthony Quinn a esta cinta. Bien podría haberse hundido en lecturas de la biografía de Gauguin, empapado de la esencia de sus cuadros con tahitianas, o haber ensayado hasta la extenuación –ante el espejo, en el reducto de su imaginación- cada uno de los gestos que deberá interpretar que lo que acaba manifestándose en su actuación es una suplantación, la interferencia de los ecos de Almotásim –personaje desconocido y perseguido del cuento ‘Acercamiento a Almotásim’, cuyos rasgos se reflejan en los hombres que va encontrando en su búsqueda.

Una risa suena igual que la de algún mayor de nuestra infancia, la mirada de uno de los parientes de nuestra compañera -en una fotografía tomada durante unas vacaciones- destila la melancolía del retrato de un oficial de la Wehrmacht. En los ocho minutos en los que aparece en pantalla vislumbro a aquellos desconocidos que inspiraron al mejicano. Más decisivo aún es que, en esta suerte de juego de espejos cuyo resultado final se da en pantalla, tenga la sensación de estar ante un momento de verdad –ver al pintor francés a través de otros-, ante la revelación del mundo como caja de resonancias.

Aunque indescifrable y absurdo se nos antoja el sentido de nuestro paso por el mundo, como una nota que suena lejanísima aunque reconocible, el simple esfuerzo de tratar de concebirlo hace plausible que alguien, algún día, llegue siquiera a tocarla.

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“Tampoco olvidaré el soliloquio “Rosencrantz habla con el Ángel”, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock.”

“Deutsches Requiem”, Borges.

“Si he sido duro es porque tenía que serlo. No era tanto el mal que inflingía como el bien que podía suscitar: la atenuación de toda urgencia para los más desesperados, la atemperación de los impulsos más codiciosos. […]
No insistas, no recuerdo al muchacho del que me hablas, para mí eran todos iguales. Cuando me venían a ver con sus rostros blanquecinos y venosos marcados por la culebra de la inquietud, me aferraba con fuerza al bastón. Cada vez que lo rompía, subía los intereses. […]
¡Y me llamaron avaro! ¡Un mundo menos tumultuoso es lo que se ha conseguido gracias a mí!”

“Rosencrantz habla con el Ángel”, David Jerusalem.
20 de diciembre de 2007
14 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todo aquel que se adentra en el oficio de payaso acaba aprendiendo y asumiendo, ya sea después de dominar la broma de la flor que echa agua, estando apretujado por los otros compañeros payasos mientras ensaya el truco del seiscientos atestado o mientras descifra el ‘tempo’ del truco del beso a la escurridiza nutria Daría, una regla de oro que jura no violar nunca: no actuar, jamás, ante conocidos. Y no se debe esta imposición a un posible avergonzamiento de su oficio sino a una razón meramente de eficiencia. En algún momento de su aprendizaje el payaso ha tomado consciencia de una peculiaridad de la percepción humana: aquellos que le conocen son incapaces de percibirle como payaso, sólo ven a Mariano horrendamente maquillado, con zapatones y haciendo malabares. Mientras el espectador corriente toma parte del juego que le plantea ese ser a veces estruendoso a veces melancólico, algo obstruye la percepción normal del cuñado de Mariano, incapaz de participar del contexto de sentido que significa la irrupción del payaso. Así pues, el payaso, consciente de la precariedad de su sortilegio, se guarda muy mucho de revelar su oficio a nadie (normalmente se hacen pasar por directores de hotel) ya que, a pesar de su nariz roja y de su flor mustia en el ojal, son seres muy orgullosos, y una carcajada, una lágrima, les parecen valiosísimas.

Un personaje de ficción es, en este sentido, igual que un payaso. Cuando vemos una película sabemos que el protagonista, por mucho que le aceche el peligro, no se va a morir de verdad, sólo en un sentido figurado, que por mucha hambre que pase, le darán después un bocadillo, en su ‘jacuzzi’ y rodeado de mujeres. Es por esta razón que cuando se firmó el contrato entre el espectador y el cineasta la primera cláusula que se redactó fue la llamada de la suspensión de la realidad, es decir, que el espectador se comprometía a hacer un acto de credulidad y el cineasta, por su parte, se comprometía a reforzarlo y nunca a sabotearlo.
Me dijeron que en esta película salía el capitán Alatriste. No lo vi por ningún lado. Lo que vi fue a un caballero muy apuesto que se manejaba muy bien con la espada, una sucesión de cuadros muy bonitos y la lista de los actores nacionales más populares.

(Sigue abajo por problemas de espacio).
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spoiler:
El capitán Alatriste, capitán jamás nombrado, condescendiente con su semejante, el hombre que ha querido matarle, caído en desgracia pero amante de la misma mujer que el Rey, no aparece en la película no por una mala interpretación del actor sino porque no se ha tratado de explicar o mostrar el sentido de todas esas escenas que definen al personaje, se ha dado por supuesto y se ha aprovechado esa omisión para hartar de peripecias a la trama, muchas de ellas planteadas de forma apresurada, abrupta e inconexa. En medio de todo ese guirigay las escenas, muchas de ella planteadas de forma efectista (la capitulación ante las lanza, el tajo en el cuello en la taberna) son incapaces de conformar una historia, unidad que se hubiese conseguido de haber concretado el tiro.
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