Las onduladas líneas de la sospecha culebrean por la pantalla y se instalan allí para proporcionar tensión, inquietud y una notable dosis de dramatismo.
Z. Korda cuenta con la colaboración de A. Huxley como guionista y autor del relato. Entre ambos forman un estupendo equipo para jugar la baza de la seducción argumental y seguirla hasta sus últimas consecuencias.
Por eso las sombras se enroscan sobre los personajes, se retuercen como un manojo de sarmientos, derraman insidias, aducen pruebas y dictan sentencia.

Curiosa experiencia en el ámbito de la narrativa cinematográfica que ofrece una historia intrínsecamente válida cuyo mérito se acrecienta por su sentido de la originalidad y por la destreza en la utilización de los recursos.
Se trata de una propuesta arriesgada pero lúcida que, a partir de un brillante guión, encuentra claves para compartir en pantalla un producto de calidad.
Su argumento intimista se desarrolla en el contexto de una estructura sólida que, gracias a su sorprendente capacidad de fabulación, convierte la película en un ejercicio de notable creatividad formal y de diseño innovador.

Debe añadirse la sobresaliente interpretación de los protagonistas, la ambientación sugerente, el cautivador ritmo, la complicidad de la banda sonora y la magia de lo elaborado que parece espontáneo.
Todos los resortes se activan en la misma dirección hasta conseguir un largometraje seductor e inesperado.

Rotunda como una provocación, atolondrada como un disparate y variopinta para no pasar desapercibida, la película que dirige D. Monzón oscila entre la promesa de despegar en la siguiente escena y la realidad de una velocidad de crucero renqueante.
Ofrece frescura narrativa, una línea argumental sin complejos y una interpretación correcta de sus protagonistas pero el guión le conduce por un camino de premiosidad que resta intensidad a la historia.
Sólo consigue su propósito a medias.
Atrevida, desenfadada y con un sentido del humor que por momentos resulta agradable pero que cae en su propia trampa de la reiteración o el abuso.

Sencilla, intrascendente y facilona comedia de corte romántico para lucimiento de un sexagenario C. Grant que seguramente había firmado pacto con el demonio y por eso mantenía ese porte gallardo y magnífica apostura.

La película resulta anodina, los gags apenas despiertan una sonrisa de vez en cuando y se puede considerar que las hojas del calendario han herido más al celuloide que al protagonista.

El todo mejor que las partes.
Es lo que suele suceder cuando el guión no está a la altura del relato y da la impresión de que se ensamblan las escenas con tejido conjuntivo escaso, falta homogeneidad narrativa y un cierto aspecto deslavazado preside la proyección.

Cuesta admitir que este tipo de películas representaban hace menos de un siglo uno de los paradigmas del humor cinematográfico en medio mundo.
Y aún cuesta más admitir que durante todos los años cincuenta continuaron oyéndose sonoras risotadas en las salas de proyección de España cuando Oliver y Hardy convertían la pantalla blanca en su lugar de aventuras.
Cuesta admitirlo y no produce ningún placer escribirlo.

Siempre merecen el máximo respeto los pioneros pero ya se sabe que en la industria no importa lo que haces sino lo que vendes.
Y no cabe duda de que el público se divertía viendo mil veces la misma película con títulos diferentes.