Eloy de la Iglesia se cubre de gloria (de esa gloria efímera y agria que a la postre pesa como una tonelada de basura) con esta peliculita ochentera de equívoca lectura. Plantea una vida de delincuencia emocionante y divertida que para nada casa con la realidad. Se empeña en mostrarnos un Jaro "robinjudesco" y no le tiembla el pulso a la hora de imaginar escenas (con toda seguridad falsas) que lo colocan en una posición moralmente loable.
El plano técnico es desastroso: las escenas se suceden con el ritmo de una máquina desacompasada, traqueteando y renqueando a cada fotograma. Los actores, de un amateurismo lamentable, transforman la cinta en un carrusel de vocabulario desfasado y risible. La música va saltando entre el vals, el rock y la rumba con la gracia de un cólico nefrítico. En definitiva, un desatino supino que nunca debió ver la luz.

Película absurda donde las haya que suple su falta de originalidad con litros y litros de sangre. El guión no hay por donde cogerlo; asusta de tonto y ridículo. Parece surgido de una borrachera de sake o de una intoxicación de anisakis por comer sushi en mal estado. No es que me moleste la violencia en sí misma: si está justificada en el guión puede tener un pase, lo que me molesta es la violencia absurda y desaforada de este tipo de películas. Regodearse en la sangre, las vísceras y el sufrimiento gratuito sin más, por mucho que seas consciente que lo que ves es un engaño, me parece de todo menos sano, y no olvidemos que de aberraciones y atrocidades varias los japoneses saben un rato. Hay multitud de ejemplos de cine "extremo" que usa la violencia como medio para lograr un fin. En Tokyo Gore Police el medio y el fin se convierten en lo mismo, se vuelven tan indistinguibles que no sabes cuando el uno da paso al otro, a no ser que el fin sea lograr un aburrimiento mortal; si es ese el caso, lo logra con creces.