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Críticas ordenadas por utilidad
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7,9
67.809
10
23 de marzo de 2020
23 de marzo de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El oro de los Oscar puede convertirse en lastre para algunas películas. Son esos títulos circunstanciales, con el lustre de lo obvio, que año tras año destacan durante la ceremonia para luego terminar convirtiéndose en recuerdos mortecinos, filmes muertos, zombificados por las estadísticas. En el caso de “Parásitos”, los Oscar apenas son una capa, valga la redundancia, de polvo dorado. Puede incluso permitirse el lujo de sacudírselo de encima como quien se quita una pelusilla del hombro. Su compacta belleza y sus logros ya estaban allí antes de que una industria habitualmente necia se fijara en ella. No nació con los galardones en mente, sino como cine en estado puro. Una “rara avis” que permanecerá incólume y certera incluso en la memoria del espectador más despistado.
No se puede negar interés a la filmografía previa de nuestro amigo coreano, pero los logros de su última película cortan el aliento. Disfrutándola, uno piensa en armonía, arquitectura, contenido delirio. Todo ello trazado con un tiralíneas cinematográfico de una precisión astronómica. Cada plano, cada movimiento de cámara, cada gesto de unos actores encuadrados sabiamente, tienen una razón de ser que suma y nunca resta. Bebe de varios géneros en su anécdota –un guion elaborado capa a capa, como un hojaldre de sensaciones y acontecimientos encadenados-, pero siempre los trasciende en pos de un ideal fílmico. Pertenece a esa clase de películas excepcionales en las que sus elementos se ensamblan como la delicada maquinaria de un reloj. Todo funciona. No vemos siquiera la rugosidad de una soldadura perfecta, sino un total. Un filme metálico, inexpugnable en su triste belleza. Es imposible soslayar, al respecto, que todas esas virtudes están al servicio de una historia, un contenido humano: esa lucha de clases que empieza cómica, maliciosa, deviene enseguida en texturas más misteriosas y policiales y termina por convertirse en parte de un mito común a todos los mortales. Miseria contra hedonismo. Mugre contra lujo. La imposibilidad de dejar de ser lo que somos. La traición final e inapelable de nuestras propias fantasías.
Bong Joon-ho afina sus armas con inteligencia, perseverancia y trabajo. Quizás el carácter de su país de origen haya hecho de él un alumno tan aplicado. Scorsese, Lang o el Chabrol más caustico conforman parte de su ideario. No estamos ante una película bendecida por los dioses, sino ante el esfuerzo fílmico, musical, literario, poético y humanista de un artista absoluto. Un objeto precioso, macizo, que nos hace cavilar, que traspasa hábilmente la decadencia geográfica de las fronteras para universalizar nuestra mirada y hacernos ver lo que realmente somos: seres humanos con nuestras desdichas y anhelos esparcidos por un mundo que no siempre nos comprende.
No se puede negar interés a la filmografía previa de nuestro amigo coreano, pero los logros de su última película cortan el aliento. Disfrutándola, uno piensa en armonía, arquitectura, contenido delirio. Todo ello trazado con un tiralíneas cinematográfico de una precisión astronómica. Cada plano, cada movimiento de cámara, cada gesto de unos actores encuadrados sabiamente, tienen una razón de ser que suma y nunca resta. Bebe de varios géneros en su anécdota –un guion elaborado capa a capa, como un hojaldre de sensaciones y acontecimientos encadenados-, pero siempre los trasciende en pos de un ideal fílmico. Pertenece a esa clase de películas excepcionales en las que sus elementos se ensamblan como la delicada maquinaria de un reloj. Todo funciona. No vemos siquiera la rugosidad de una soldadura perfecta, sino un total. Un filme metálico, inexpugnable en su triste belleza. Es imposible soslayar, al respecto, que todas esas virtudes están al servicio de una historia, un contenido humano: esa lucha de clases que empieza cómica, maliciosa, deviene enseguida en texturas más misteriosas y policiales y termina por convertirse en parte de un mito común a todos los mortales. Miseria contra hedonismo. Mugre contra lujo. La imposibilidad de dejar de ser lo que somos. La traición final e inapelable de nuestras propias fantasías.
Bong Joon-ho afina sus armas con inteligencia, perseverancia y trabajo. Quizás el carácter de su país de origen haya hecho de él un alumno tan aplicado. Scorsese, Lang o el Chabrol más caustico conforman parte de su ideario. No estamos ante una película bendecida por los dioses, sino ante el esfuerzo fílmico, musical, literario, poético y humanista de un artista absoluto. Un objeto precioso, macizo, que nos hace cavilar, que traspasa hábilmente la decadencia geográfica de las fronteras para universalizar nuestra mirada y hacernos ver lo que realmente somos: seres humanos con nuestras desdichas y anhelos esparcidos por un mundo que no siempre nos comprende.

5,5
14.570
8
6 de abril de 2014
6 de abril de 2014
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un filme circular en el sentido más noble del término: nuestro cazador, el jefe de esa otra manada que vive del dinero de las petroleras, termina su gris odisea en el mismo lugar del que trata de escapar a lo largo de todo el metraje: una madriguera de lobos trocada en el corazón primitivo de nuestro mundo. Allí, de igual a igual, en una escena sostenida por una música acertadamente ajena, con los copos de nieve marcando el ritmo y sin más épica que la de la aceptación, arma sus manos con unas toscas garras que le sitúan a la altura de su enemigo: ese lobo jefe que es su reflejo. No hay escapatoria para ninguno de los dos. El destino puede parecernos manipulable a través de la entereza y el sacrificio, pero llegar al punto de partida sólo es cuestión de tiempo.
Juzgar “The Grey” a partir de precedentes más o menos interesantes, ya sean meros films de supervivencia sobre ficciones o hechos documentales (no voy a citar títulos porque eso sería entrar en el juego de los parecidos), empobrece las reflexiones y es disparar hacia otra parte. “The Grey”, en realidad, tiene más que ver con la reciente “All is lost” que con otros títulos sobre grupos de humanos acusados por la naturaleza y el espécimen de turno. Me da igual la tundra que el fondo del mar o el espacio. Curiosamente, su raíz es más literaria que cinematográfica. Viéndola se me han venido a la cabeza algunos relatos del Klondike de London, sobre todo “Hacer un fuego”. Su tosquedad, el hecho reflexivo en sí y el peso determinante del paisaje y sus circunstancias, encuentran en esta película una trasposición cuando menos interesante. Ayuda, como no, la presencia de Neeson, un actor “moral”, al estilo clásico, dotado para la fisicidad más extrema, alguien capaz de hablar con unas manos sucias y castigadas.
Puede que haya momentos rutinarios u obviedades en los flashbacks, pero contiene momento de cruda belleza (la muerte frente al paisaje nevado del superviviente camorrista, elíptica, integrándose en el mundo que va a matarle) o detalles como el cabello de una de las azafatas retratando la muerte. También todo lo referente a la agonía, esas respiraciones de humanos y animales que nos transfieren una sensación de abandono, de resignación, que conmueve y se repite, tras los créditos finales. El viento helado de un paisaje, en suma, inmisericorde con sus criaturas.
Juzgar “The Grey” a partir de precedentes más o menos interesantes, ya sean meros films de supervivencia sobre ficciones o hechos documentales (no voy a citar títulos porque eso sería entrar en el juego de los parecidos), empobrece las reflexiones y es disparar hacia otra parte. “The Grey”, en realidad, tiene más que ver con la reciente “All is lost” que con otros títulos sobre grupos de humanos acusados por la naturaleza y el espécimen de turno. Me da igual la tundra que el fondo del mar o el espacio. Curiosamente, su raíz es más literaria que cinematográfica. Viéndola se me han venido a la cabeza algunos relatos del Klondike de London, sobre todo “Hacer un fuego”. Su tosquedad, el hecho reflexivo en sí y el peso determinante del paisaje y sus circunstancias, encuentran en esta película una trasposición cuando menos interesante. Ayuda, como no, la presencia de Neeson, un actor “moral”, al estilo clásico, dotado para la fisicidad más extrema, alguien capaz de hablar con unas manos sucias y castigadas.
Puede que haya momentos rutinarios u obviedades en los flashbacks, pero contiene momento de cruda belleza (la muerte frente al paisaje nevado del superviviente camorrista, elíptica, integrándose en el mundo que va a matarle) o detalles como el cabello de una de las azafatas retratando la muerte. También todo lo referente a la agonía, esas respiraciones de humanos y animales que nos transfieren una sensación de abandono, de resignación, que conmueve y se repite, tras los créditos finales. El viento helado de un paisaje, en suma, inmisericorde con sus criaturas.

6,2
11.063
8
30 de diciembre de 2020
30 de diciembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
A priori, “Definitivamente, quizás” reúne papeletas de sobra para resultar, cuando menos, blanda. Por no decir ñoña. Una de esas películas producto de la repostería más elaborada. Incluso hay una niña que hace de puente entre lo narrado y el frágil presente. La guinda del pastel. No falta el encadenado de novias, forzando el itinerario de un protagonista masculino eternamente enamorado. Alguien que sufre los altibajos del corazón sin rechistar, a la espera de un desenlace feliz. Su sufrimiento podría parecernos tan pegajoso como el almíbar. Sin embargo, “Definitivamente, quizás” acaba siendo un filme sincero. Es más, interesa. Nos cautiva porque parte de materiales de desecho para iluminar, sin solemnidad ni trucos, los recovecos del amor. Narra con enjundia lo que son las relaciones, la turbiedad de las promesas. Disfrutándola, deja de importar esa improbable confesión de un padre a su hija acerca de una madre atascada en los recuerdos.
Su tono es, a pesar de la juventud de sus protagonistas, otoñal. Surge de un fracaso, un divorcio que se consuma con la naturalidad de un cambio de estación. Puede que el orden de la vida esté equivocado y exista una primavera después de los cuarenta. El humor nunca ofende y predominan los diálogos inteligentes que van puntuando la decepción sentimental y laboral de nuestro protagonista. No es un perdedor, pero ese amor mayúsculo que busca le resulta esquivo. A veces, engañándose, se conforma con la amistad porque la realidad es tozuda y se llama Kevin, como en la escena de la fallida entrega del libro. Ese recurso a la cita escrita por un padre en un ejemplar perdido de Jane Eyre es muy hermoso. Añade valor a un film que sin dejar de buscar un público amplio, descansa sobre los tropiezos que conducen al marasmo del mundo adulto.
Para conseguir este equilibrio, su director reivindica las herramientas más básicas. Unos actores naturales y comprometidos, una dirección que no se nota y un guión amable que nunca disimula la fastidiosa verdad de la vida: nos equivocamos, erramos de continuo y solo descubrimos el origen del desliz cuando el tiempo ha pasado y las heridas no sangran. La felicidad siempre va a ser pasajera. Comprenderlo aparca el sufrimiento. Se puede vivir con las reliquias del pasado y desenvolver los viejos regalos como si fuesen nuevos. “Definitivamente, quizás”, descifra el amor y sus consecuencias. No es efímera, sino que busca perdurar. Lo merece. La recordaremos con media sonrisa. De películas pretenciosas y perecederas, para qué vamos a engañarnos, están llenas las salas.
Su tono es, a pesar de la juventud de sus protagonistas, otoñal. Surge de un fracaso, un divorcio que se consuma con la naturalidad de un cambio de estación. Puede que el orden de la vida esté equivocado y exista una primavera después de los cuarenta. El humor nunca ofende y predominan los diálogos inteligentes que van puntuando la decepción sentimental y laboral de nuestro protagonista. No es un perdedor, pero ese amor mayúsculo que busca le resulta esquivo. A veces, engañándose, se conforma con la amistad porque la realidad es tozuda y se llama Kevin, como en la escena de la fallida entrega del libro. Ese recurso a la cita escrita por un padre en un ejemplar perdido de Jane Eyre es muy hermoso. Añade valor a un film que sin dejar de buscar un público amplio, descansa sobre los tropiezos que conducen al marasmo del mundo adulto.
Para conseguir este equilibrio, su director reivindica las herramientas más básicas. Unos actores naturales y comprometidos, una dirección que no se nota y un guión amable que nunca disimula la fastidiosa verdad de la vida: nos equivocamos, erramos de continuo y solo descubrimos el origen del desliz cuando el tiempo ha pasado y las heridas no sangran. La felicidad siempre va a ser pasajera. Comprenderlo aparca el sufrimiento. Se puede vivir con las reliquias del pasado y desenvolver los viejos regalos como si fuesen nuevos. “Definitivamente, quizás”, descifra el amor y sus consecuencias. No es efímera, sino que busca perdurar. Lo merece. La recordaremos con media sonrisa. De películas pretenciosas y perecederas, para qué vamos a engañarnos, están llenas las salas.

7,0
68.448
5
22 de noviembre de 2020
22 de noviembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin “Blade runner” ni “Alien” en el retrovisor, “The martian” sería mejor película. No hay nada intrínsecamente malo en su metraje, pero la carencia de gravedad espacial impregna el filme y le roba sustancia. No tener los pies en el suelo cuando se rueda conlleva resultados variopintos. A ratos parece un largometraje desleído, lavado. Una de esas películas sin polémica ni fondo, pulcras hasta el bostezo, que apuesta por no ofender. La ausencia de épica lastra esta odisea marciana sin poesía alguna que –Bradbury lo hizo mucho mejor en sus cuentos- contemplamos como turistas: un vacío, algo por rellenar. Un problema de guion, probablemente. También de asunción de riesgos. Scott se conforma con lo que tiene y apenas se compromete. La desgana se hace comedia demasiadas veces. Su náufrago interestelar parece tropezarse con las soluciones por arte de birlibirloque más que por indagación. Un MacGyver mudado a un planeta que aquí pierde su impronta, su misterio.
Sólo unos pocos apuntes formales en el arranque redimen las desventuras de nuestro cosmonauta perdido. Pasada la tormenta y sus inmediatas consecuencias, el resto es reluciente quincalla espacial. ¿Cómo hubiera sido el filme con un poco más de aliento? Es difícil saberlo. Incluso funcionando –la maquinaria de la producción apenas tiene fisuras-, el ligero tono narrativo acaba por consumir al espectador. Nada incomoda porque los peligros no son palpables y la resolución se adivina limpia, sin más sutura que las grapas del principio en el vientre de Matt Damon. Las salidas de tono se hacen reiterativas y el humor lo condiciona todo. Casi se espera el próximo chiste como si fuese oxígeno. A la coyuntura a lo Howard Hawks de la nave espacial -ese grupo bien avenido en el que los sexos no rivalizan-, le falta mordiente. Escasean las colisiones entre los diferentes caracteres porque estos son anodinos. Todos obedecen sumisos. Sucede igual en esa Nasa de aficionados que dirige el cotarro. Los conflictos no llegan a brotar. Las dificultades técnicas se soslayan mediante inspiración divina. Todo se cuenta, nada se descubre. La cadena de mando va de un lado a otro de la mano de unos buenos actores hoy de paseo. No hay ni crítica ni asunción de responsabilidades porque todo semeja un juego amable. Por ahí se pierde “The martian”.
La universalización de su mensaje viene de la mano de China. Sus dos representantes parecen figurantes sacados de otra narrativa. La bondad de todos es meliflua. Un filme decididamente naif, atolondrado. De buen rollo permanente. Hasta la barba de nuestro astronauta resulta postiza, pura impostura. Incluso llega un momento en su epílogo en el que el metraje parece una serie de descartes, tomas falsas que menoscaban un todo demasiado frágil. Celuloide de los cincuenta rodado en un siglo que era el futuro hacia el que miraban aquellos cineastas de entonces. No hay horrores marcianos en él, pero sí desdén por lo adulto. Un género ya maduro que en este título, por mucho que nos duela, deja de serlo. En busca de jardineros espaciales, prefiero al Bruce Dern de “Naves misteriosas”. Su locura y su soledad botánica trascendían. “The martian”, en cambio, acaba siendo tan estéril como su escenario.
Sólo unos pocos apuntes formales en el arranque redimen las desventuras de nuestro cosmonauta perdido. Pasada la tormenta y sus inmediatas consecuencias, el resto es reluciente quincalla espacial. ¿Cómo hubiera sido el filme con un poco más de aliento? Es difícil saberlo. Incluso funcionando –la maquinaria de la producción apenas tiene fisuras-, el ligero tono narrativo acaba por consumir al espectador. Nada incomoda porque los peligros no son palpables y la resolución se adivina limpia, sin más sutura que las grapas del principio en el vientre de Matt Damon. Las salidas de tono se hacen reiterativas y el humor lo condiciona todo. Casi se espera el próximo chiste como si fuese oxígeno. A la coyuntura a lo Howard Hawks de la nave espacial -ese grupo bien avenido en el que los sexos no rivalizan-, le falta mordiente. Escasean las colisiones entre los diferentes caracteres porque estos son anodinos. Todos obedecen sumisos. Sucede igual en esa Nasa de aficionados que dirige el cotarro. Los conflictos no llegan a brotar. Las dificultades técnicas se soslayan mediante inspiración divina. Todo se cuenta, nada se descubre. La cadena de mando va de un lado a otro de la mano de unos buenos actores hoy de paseo. No hay ni crítica ni asunción de responsabilidades porque todo semeja un juego amable. Por ahí se pierde “The martian”.
La universalización de su mensaje viene de la mano de China. Sus dos representantes parecen figurantes sacados de otra narrativa. La bondad de todos es meliflua. Un filme decididamente naif, atolondrado. De buen rollo permanente. Hasta la barba de nuestro astronauta resulta postiza, pura impostura. Incluso llega un momento en su epílogo en el que el metraje parece una serie de descartes, tomas falsas que menoscaban un todo demasiado frágil. Celuloide de los cincuenta rodado en un siglo que era el futuro hacia el que miraban aquellos cineastas de entonces. No hay horrores marcianos en él, pero sí desdén por lo adulto. Un género ya maduro que en este título, por mucho que nos duela, deja de serlo. En busca de jardineros espaciales, prefiero al Bruce Dern de “Naves misteriosas”. Su locura y su soledad botánica trascendían. “The martian”, en cambio, acaba siendo tan estéril como su escenario.
10 de mayo de 2020
10 de mayo de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las historias de amor escasean en el cine contemporáneo. O son a quemarropa o aburren. Las más adultas suelen estar construidas con el mimbre de sus actores, una falta de aditamentos que contradice a la taquilla. Lo meramente actoral no se lleva. Es un cine que languidece con elegancia. Y es precisamente distinción lo que le sobra a “El tiempo de los amantes”. Un esfuerzo fílmico considerable a pesar de algunos titubeos que, con todo, no pueden con la hermosa carnalidad de una Emmanuel Devos que no oculta ojeras. Un Gabriel Byrne en tránsito le da la réplica con la serenidad de la experiencia. Ninguno de los dos disimula la edad, puesto que es el otoño del amor lo que interpretan. La francesa rondaba los cincuenta y el inglés pasaba de los sesenta cuando se miraron por primera vez en un vagón de tren.
El tren, como comienzo y final, es ya una melancólica declaración de principios. Una apuesta por un clasicismo romántico que deriva a lo largo del metraje en metáfora. Porque “El tiempo de los amantes”, además de narrar con cuerpos veteranos una pasión adolescente reencontrada, apunta a la reflexión. Nos conduce sin dilación –apenas retrata unas horas en la vida de los protagonistas- a un existencialismo contenido en una habitación de hotel y cuatro calles. No hay más interrupciones que el alocado devenir de nuestra aprendiz de actriz. Se agradece la desnudez de la puesta en escena, el acercamiento a rostros y cuerpos, los diálogos a veces banales, otras perdurables. La vida es así, un atasco sentimental, un nudo de emociones que casi siempre resulta difícil gestionar.
Emmanuel Devos, nuestra Alix, da rienda suelta a su comedida bohemia moviéndose como una bola de billar en el tapete. Busca ser querida, pero es incapaz de asumir la constancia del amor. Encuentra en Doug –ese profesor de literatura extraviado en París- un desencadenante. Las escenas de intimidad entre ambos, hechas de miradas –increíble la de la francesa- y susurros, aportan una lentitud al conjunto que es un elogio de la profundidad. La sustancia del amor sin añadidos. Redundando en cierto pesimismo, el final abierto queda en manos de una dirección -una carta en todo caso-, que deja en el aire un próximo encuentro, un amor epistolar o, por qué no, la nada de un recuerdo. Un estremecimiento que probablemente recorra a nuestros protagonistas cuando, en sus respectivas vidas, rememoren lo que en tan poco tiempo representaron el uno para el otro.
El tren, como comienzo y final, es ya una melancólica declaración de principios. Una apuesta por un clasicismo romántico que deriva a lo largo del metraje en metáfora. Porque “El tiempo de los amantes”, además de narrar con cuerpos veteranos una pasión adolescente reencontrada, apunta a la reflexión. Nos conduce sin dilación –apenas retrata unas horas en la vida de los protagonistas- a un existencialismo contenido en una habitación de hotel y cuatro calles. No hay más interrupciones que el alocado devenir de nuestra aprendiz de actriz. Se agradece la desnudez de la puesta en escena, el acercamiento a rostros y cuerpos, los diálogos a veces banales, otras perdurables. La vida es así, un atasco sentimental, un nudo de emociones que casi siempre resulta difícil gestionar.
Emmanuel Devos, nuestra Alix, da rienda suelta a su comedida bohemia moviéndose como una bola de billar en el tapete. Busca ser querida, pero es incapaz de asumir la constancia del amor. Encuentra en Doug –ese profesor de literatura extraviado en París- un desencadenante. Las escenas de intimidad entre ambos, hechas de miradas –increíble la de la francesa- y susurros, aportan una lentitud al conjunto que es un elogio de la profundidad. La sustancia del amor sin añadidos. Redundando en cierto pesimismo, el final abierto queda en manos de una dirección -una carta en todo caso-, que deja en el aire un próximo encuentro, un amor epistolar o, por qué no, la nada de un recuerdo. Un estremecimiento que probablemente recorra a nuestros protagonistas cuando, en sus respectivas vidas, rememoren lo que en tan poco tiempo representaron el uno para el otro.
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