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Críticas ordenadas por utilidad
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9
25 de febrero de 2023
25 de febrero de 2023
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que no parecen de ayer sino de un mañana necesario. En Charles, vivo o muerto (Charles, mort ou vif, 1969), opera prima de Alain Tanner, Charles (Francois Simon), dueño de una compañía relojera, habla a las cámaras de televisión o al espejo, según esté muerto o vivo, aunque le cueste definirse. Porque si su abuelo era un relojero, su padre un hombre de negocios y un relojero, y su hijo un hombre de negocios él es algo que no quería ser, y por eso le cuesta definirse, porque su vida ha sido definida por otros, como quien se ajusta a unas pautas o un guion preestablecido. Cuando tenía veinte años, como acaba reconociendo ante las cámaras, cuando ya habla ante ellas como si fuera ante el espejo de su soledad, no sabía lo que le gustaba pero sí lo que no le gustaba, ese mundo definido, ese mundo que le imponía su padre, ese mundo en el que sentía que no respiraba porque las relaciones humanas le parecían dominadas por el dinero, el conformismo, las convenciones y los prejuicios. Pero no supo enfrentarse a sus circunstancias, a la voluntad de su padre, aceptó su lugar en el mundo, en la cumbre heredada. Pensó que quizá desde esa posición algo se podría realizar para conseguir algunas transformaciones en el mundo. Pero se convirtió en un hombre muerto, en un hombre preocupado por su sustento, con su vida diagramada, como usaba unas gafas que realmente no necesitaba.
Su vida era un escenario, ya bien definido en los primeros planos: Francois ocupa el espacio vacío del encuadre; parece que un trabajador está dedicándole unas palabras de homenaje, pero la naturalidad de la circunstancia queda en evidencia cuando la cámara retrocede y muestra cómo lo está leyendo ante las cámaras de quienes realizan el documental. Su soledad, sus frases ante el espejo, es su camerino, aquello que permanece mudo, porque su vida es presentar una imagen conveniente que procure beneficios. Hasta que el espejo de soledad empieza a temblar con voz cada vez más resonante, y Francois decide despertar, rebelarse, decir lo inconveniente, y desaparecer, en los márgenes, entre las sábanas de la cama de una habitación de hotel de la que ya no desea levantarse. Despierta, negándose a ser un engranaje, a ser una función en un sistema, para postrarse. Se desconecta de esa inercial vida ritualizada que le había enajenado. Rompe con una vida organizada, estructurada, que le asfixia, como el marinero de En la ciudad blanca (1983) que trabaja entre maquinas en un barco, y decide ir a la deriva entre las calles de Lisboa con su cámara de vídeo como si su mirada despertara y empezara a observar con detenimiento, dotando de singularidad todo aquello que compone, genera, los encuadres de la vida, como si no la hubiera mirado hasta entonces. Y el tiempo es fluir, el cuerpo de una mujer que es olas del mar y cortinas meciéndose por el viento. El tiempo se despliega y estira, no es producción.
No son los únicos personajes en el cine de Alain Tanner que deciden buscar otra dirección, de modo premeditado o de modo impulsivo, que optan por otro planteamiento de vida o que rompen con una dinámica de vida, desmarcándose del tráfico impuesto, cuestionando los instituidos códigos de circulación por la vida, como el que encarna Trevor Howard en A años luz (1981) decidido a volar como los pájaros, o las chicas de Messidor (1979) convertidas en prófugas. La libertad tiene también sus abismos, sus trampas, sus callejones sin salida. La negación tiene que convertirse en construcción, en opción, sino se aboca a la deriva, a la colisión o al extravío ¿Es factible sembrar una alternativa forma de vida, materializarla y hacerla duración, una actitud que supere el mero gesto disidente y se arraigue? Charles parece encontrar esa opción en Paul (Marcel Roberts) y Adeline (Marie Claire Dufour), una pareja, cual bohemios anarquistas rurales, que vive en una granja, separados del mundanal ruido, y que no parecen necesitar lo que se supone que hay que necesitar (¿por qué no arrojar el coche por un terraplén, para qué sirve algo que parece más bien el emblema de nuestra degradación, si, como apunta Francois, propicia la obesidad por la postura que hay que llevar al volante, es semillero de muertes por los recurrentes accidentes, no propicia el intercambio comunicativo, a no ser la grosería, incentiva el aislamiento, la fragmentación social, cada uno en su cajita o cápsula, y por añadidura las empresas de petroleo y fabricantes de aceite y chapa han conseguido que se gasten fortunas en la construcción de carreteras y además envenenan el mundo, y encima todavía las personas piensan que eso es la felicidad?).
Su vida era un escenario, ya bien definido en los primeros planos: Francois ocupa el espacio vacío del encuadre; parece que un trabajador está dedicándole unas palabras de homenaje, pero la naturalidad de la circunstancia queda en evidencia cuando la cámara retrocede y muestra cómo lo está leyendo ante las cámaras de quienes realizan el documental. Su soledad, sus frases ante el espejo, es su camerino, aquello que permanece mudo, porque su vida es presentar una imagen conveniente que procure beneficios. Hasta que el espejo de soledad empieza a temblar con voz cada vez más resonante, y Francois decide despertar, rebelarse, decir lo inconveniente, y desaparecer, en los márgenes, entre las sábanas de la cama de una habitación de hotel de la que ya no desea levantarse. Despierta, negándose a ser un engranaje, a ser una función en un sistema, para postrarse. Se desconecta de esa inercial vida ritualizada que le había enajenado. Rompe con una vida organizada, estructurada, que le asfixia, como el marinero de En la ciudad blanca (1983) que trabaja entre maquinas en un barco, y decide ir a la deriva entre las calles de Lisboa con su cámara de vídeo como si su mirada despertara y empezara a observar con detenimiento, dotando de singularidad todo aquello que compone, genera, los encuadres de la vida, como si no la hubiera mirado hasta entonces. Y el tiempo es fluir, el cuerpo de una mujer que es olas del mar y cortinas meciéndose por el viento. El tiempo se despliega y estira, no es producción.
No son los únicos personajes en el cine de Alain Tanner que deciden buscar otra dirección, de modo premeditado o de modo impulsivo, que optan por otro planteamiento de vida o que rompen con una dinámica de vida, desmarcándose del tráfico impuesto, cuestionando los instituidos códigos de circulación por la vida, como el que encarna Trevor Howard en A años luz (1981) decidido a volar como los pájaros, o las chicas de Messidor (1979) convertidas en prófugas. La libertad tiene también sus abismos, sus trampas, sus callejones sin salida. La negación tiene que convertirse en construcción, en opción, sino se aboca a la deriva, a la colisión o al extravío ¿Es factible sembrar una alternativa forma de vida, materializarla y hacerla duración, una actitud que supere el mero gesto disidente y se arraigue? Charles parece encontrar esa opción en Paul (Marcel Roberts) y Adeline (Marie Claire Dufour), una pareja, cual bohemios anarquistas rurales, que vive en una granja, separados del mundanal ruido, y que no parecen necesitar lo que se supone que hay que necesitar (¿por qué no arrojar el coche por un terraplén, para qué sirve algo que parece más bien el emblema de nuestra degradación, si, como apunta Francois, propicia la obesidad por la postura que hay que llevar al volante, es semillero de muertes por los recurrentes accidentes, no propicia el intercambio comunicativo, a no ser la grosería, incentiva el aislamiento, la fragmentación social, cada uno en su cajita o cápsula, y por añadidura las empresas de petroleo y fabricantes de aceite y chapa han conseguido que se gasten fortunas en la construcción de carreteras y además envenenan el mundo, y encima todavía las personas piensan que eso es la felicidad?).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Paul es alguien que siempre tiene alguna cita para desplegar, como la de Walter Benjamin, La esperanza se puede encontrar en aquel que no espera nada. Eso implica habitar la duración del momento, no preocuparse de inversiones ni de beneficios ni de qué coche posees. Y habitar la duración del momento no es fácil, hay sombras que pueden pesar, sean las de un pasado que se desperdició en callejones sin salida, o un futuro que asemeja a la intemperie de un territorio desconocido que parece difícil forjar y hacer habitable, y entumecerse es una tentación, el dulce olvido, la mera fuga que se dispara sin dirección definida. Tanner no dejó de preguntarse sobre esas direcciones, y cómo hacerlas duraderas, cómo el impulso convertirlo en constancia. Quizá, en primer lugar, era necesario saber viajar en el centro, en el corazón, en las emociones, donde quema. Porque con ellas nos desplazamos en el tiempo, en la duración del momento, algo de lo que no nos percatamos, o no nos perturba, cuando nos dejamos llevar por la inercia del engranaje del que somos parte. Salirse del engranaje puede no resultar fácil, aunque aún más encontrar el lugar propio, la forma de habitar propia, fuera del engranaje, en primer lugar porque quizá consideren que sufres algún tipo de trastorno (una avería en el engranaje), pero quién sabe, quizás no a la primera, pero si se insiste se podrá comprobar que quien ríe último ríe mejor. Y Charles no dejará de intentarlo tras por fin cruzar el espejo y salir al mundo real, porque sabe que no hay tal cosa como el destino, sino actuar de acuerdo a cómo te sientes, y si te sientes desgraciado resulta necesario la modificación de tu modo de (relacionarte con la) vida.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com

7,6
3.865
9
15 de enero de 2023
15 de enero de 2023
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta difícil pensar en un film noir más febril, tortuoso y desabrido, de tumescente nocturnidad, que Noche en la ciudad (Night and the city, 1950), de Jules Dassin, para la que Joe Eisinger adapta la novela de Gerald Kersch. La urgencia, como llameante desesperación, palpita, sin resquicio de respiro, desde su formidable introducción, la persecución en la noche que sufre el protagonista, Harry Fabian (Richard Widmark). La crispación de los encuadres, el desasosiego que transpiran unas edificaciones y calles que parecen cernirse y ahogar al personaje en su huida, como si estuviera atrapado en un laberinto del que no fuera posible encontrar la salida, porque realmente está solo. De hecho, en el primer encuadre es una figura mínima en ese espacio nocturno desacogedor, en la que las únicas presencias humanas son perseguidor y perseguido. Quizá estas sensaciones, de indefensión, no se hubieran logrado plasmar si Dassin no hubiera empezado a sufrir la persecución del Comité de Actividades antiamericanas (HUAC) que determinía su exilio en 1952. Darryl Zanuck, jefe de del Estudio de la Fox, le indicó, en 1949, que probablemente fuera incluido en la lista negra de Hollywood, ya que su nombre había sido mencionado por algunos de los que ya habían declarado ante el Comité, y se le relacionaba con tres organizaciones con vínculos o afinidades comunistas. Aún así le comentó que aún podría disponer de tiempo para dirigir otra producción para la Fox por lo que le propuso que dirigiera, en Londres, Noche en la ciudad. Ya durante el rodaje sería incluído en la lista negra, por lo que ya no le sería permitido el acceso al Estudio para participar en el montaje o supervisar la banda sonora. De todas maneras, Zanuck aún le propondría dirigir otra producción, la comedia Half Angel, con Loretta Young, pero las presiones políticas determinaron que fuera reemplazado por Richard Sale. Durante 1951 otros directores, Frank Tuttle, Michael Gordon y Edward Dmytryk, le mencionarían, como a ellos mismos, como uno de los siete directores comunistas que formaban parte de la Asociación de directores (junto a Bernard Vohaus, Herbert Biberman y John Berry). En1952, Bette Davis le propondría dirigir la obra de teatro que ella protagonizaba, Two's company, pero tras cancelarse por la indisposición de la actriz, Dassin optaría por exiliarse antes de que fuera citado por el Comité de Actividades Antiamericanas.
Queda patente en esa primera secuencia que Fabian es alguien que huye aunque, como quedará también manifiesto en la posterior secuencia, a la vez sea alguien que persigue, obstinadamente, algo. Su persecución obcecada le convierte, paradójicamente, en perseguido. En la siguiente secuencia, en la casa en la que se refugia, el hogar de su novia, Mary (Gene Tierney), se nos revela la posibilidad de otra elección que quizá esté desperdiciando por su empecinamiento en ser algo más en la vida, en ser, como él mismo expresa con desesperación sombría, alguien, algo más que un mero delincuente de poca monta que busca clientes para un garito nocturno. Mary, una vez más, tiene que prestarle dinero no solo para que pueda salir del paso (por la deuda con su perseguidor) sino para su nuevo proyecto o sueño de consecución de riqueza (relacionado con las apuestas). La fotografía en la que se les ve a ambos en Venecia es la imagen de esa realidad que pudieran materializar si Fabian no ambicionara ser alguien importante en un universo regido por la codicia y la traición. El vecino de Mary, un constructor de juguetes, Adam (Hugh Marlowe) le define como un artista sin arte, lo que le aboca a ese extravío, como quien no sabe dónde encauzar sus inquietudes. Otro espejismo surge cuando cree que podría controlar el negocio de la lucha libre, aprovechándose de la integridad de un afamado viejo luchador, Gregorius (Stanislaus Zybszko), que desprecia las malas artes de los que rigen ese negocio y de los que luchan, como es el caso de su mismo hijo, Kristo (Herbert Lom), a quien cuestiona que haya convertido tal deporte en un mero circo con payasos, con su luchador El estrangulador (Mike Mazurki).
Queda patente en esa primera secuencia que Fabian es alguien que huye aunque, como quedará también manifiesto en la posterior secuencia, a la vez sea alguien que persigue, obstinadamente, algo. Su persecución obcecada le convierte, paradójicamente, en perseguido. En la siguiente secuencia, en la casa en la que se refugia, el hogar de su novia, Mary (Gene Tierney), se nos revela la posibilidad de otra elección que quizá esté desperdiciando por su empecinamiento en ser algo más en la vida, en ser, como él mismo expresa con desesperación sombría, alguien, algo más que un mero delincuente de poca monta que busca clientes para un garito nocturno. Mary, una vez más, tiene que prestarle dinero no solo para que pueda salir del paso (por la deuda con su perseguidor) sino para su nuevo proyecto o sueño de consecución de riqueza (relacionado con las apuestas). La fotografía en la que se les ve a ambos en Venecia es la imagen de esa realidad que pudieran materializar si Fabian no ambicionara ser alguien importante en un universo regido por la codicia y la traición. El vecino de Mary, un constructor de juguetes, Adam (Hugh Marlowe) le define como un artista sin arte, lo que le aboca a ese extravío, como quien no sabe dónde encauzar sus inquietudes. Otro espejismo surge cuando cree que podría controlar el negocio de la lucha libre, aprovechándose de la integridad de un afamado viejo luchador, Gregorius (Stanislaus Zybszko), que desprecia las malas artes de los que rigen ese negocio y de los que luchan, como es el caso de su mismo hijo, Kristo (Herbert Lom), a quien cuestiona que haya convertido tal deporte en un mero circo con payasos, con su luchador El estrangulador (Mike Mazurki).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Malas artes e integridad, es la cuerda en la que oscila el combate interno que bulle en las entrañas de esta hermosa obra. La cuerda que ahogará a Fabian, porque intenta competir con los que dominan la noche de la ciudad, para quienes la integridad es algo ajeno, sea Kristo, quien domina ese negocio, sea Nosseros (Francis L. Sullivan), el dueño del garito nocturno en el que trabaja, sea la esposa de éste, Helen (Googie Withers), quien aspira a montar su propio negocio, a espaldas de su marido (y buscando la alianza conveniente con Fabian) o los pequeños delincuentes a los que Fabian pide que le presten dinero para poder realizar la inversión, alguno de los cuáles no tendrá reparos en traicionarle, por su propia conveniencia, cuando, posteriormente, Fabian sea un estigmatizado o condenado (a muerte). La relación marital de Nosseros y Helen es una relación sostenida por el desprecio callado (de ella) y la traición. Helen utiliza a Fabian, o su sueño, para poder afianzar el propio, pero no cuenta con que Fabian utilice las estratagemas oportunas para aprovecharse de ella para apuntalar el suyo. Y a su vez Nosseros, no dudará, al ser consciente de esa alianza, en traicionar a Fabian, para sabotear su sueño, al plantearle una condición que complicará fatalmente su consecución. Fabian, en su afán desesperado por crear su propio espacio, que implica recurrir a cualquier estratagema o mala arte para conseguirlo (incluso, en una terrible y descarnada secuencia, robar el dinero de su novia pese a la desolación de ésta), comete el error de entrometerse en otros cuadriláteros afectivos, por un lado, el de Nosseros y su esposa, y por otro, el de Kristo con su padre, de los cuales sólo puede salir escaldado. Se convertirá en lo que ya se anunciaba en la secuencia inicial, una rata perseguida en un turbio laberinto de calles y muelles, espacios abandonados o arrumbados. Su gesto final, en su última carrera en un amanecer de desacogedora luz, resulta un último vano intento de redención.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
12 de abril de 2021
12 de abril de 2021
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Leon Morin, sacerdote (Leon Morin, pretre, 1961), de Jean Pierre Melville, adaptación de la novela Corazón apasionado, de Béatrix Beck, premio Goncourt 1952, comparte con su opera prima, El silencio del mar (1949), circunstancia, la ocupación de Francia durante la II guerra mundial, y la oposición o pulso entre aparentes contrarios, entre quienes se afirman, y encierran en el inmovilismo, y quienes intentan abrir brecha y generar diálogo y conciliación armónica, que en el segundo caso no es solo de ideaso representaciones, sino de índole amorosa. En la primera, quienes se amurallaban en el silencio, pese a los denodados intentos del oficial alemán por generar conversación, como protesta contra una ocupación que, en su caso concreto, se explicitaba en la resignada aceptación de alojarle como inquilino, se transmutaba en receptiva empatía cuando comprendían que su intransigencia era excesivamente inflexible ya que el oficial alemán no es lo que representa, su uniforme, sino una singularidad que, de hecho, no comparte la actitud de sus compañeros oficiales. Para él la ocupación no es sinónimo de anulación sino de mutuo enriquecimiento. Leon Morin, padre, es el relato de una doble ocupación que concluye con la negación de la conciliación armónica plena, el diálogo amoroso pese a que el diálogo dialéctico se haya establecido como apariencia de comunicación, aunque más bien derive en ocupación y sumisión, porque hay quien se mantiene firme, de modo inflexible, en su posición de luz dogmática, como si su particular uniforme, su sotana, fuera una coraza y un vallado, y quien, a la inversa, expuesta a la fragilidad de su falta emocional se pliega y somete, lo que determina que, ante la falta de receptividad, quede sumida en el temblor de la intemperie.
Barny, encarnada por una excepcional Emmanuelle Riva, que combina la fragilidad herida de sus memorables personajes de Hiroshima, mon amour (1959) y la posterior Relato íntimo (1962), la obra maestra de Georges Franju, y el talante sublevado de esta, es una viuda comunista y atea, con una hija, que vive en un pueblo de los Alpes franceses, secretaria en un colegio, en el que admira, sobremanera, a su jefa, Sabine (Nicole Mirel). No sólo la admira sino que se siente atraída por ella, como si percibiera en ella, en esa mujer deslumbrante, una imponente virilidad. Una atracción que define su apertura de mente, su sublevación a los contornos de los límites, y también su necesidad afectiva, su sensibilidad a flor de piel y su necesidad, sin retraimientos, de sensualidad y piel. Su reemplazo será un hombre que tampoco es un hombre aunque biológicamente lo sea, y que porta también falda, su sotana, un cura que no ejerce de cuerpo de hombre, sino que es su uniforme, su dogma. En principio, es una imagen, sin fisuras, una figura a la que Barny pretende desestabilizar, y desmontar sus presunciones, con su espontanea expresividad, incluidas alusiones a sus actividades masturbatorias. Pero se encuentra con quien, como su jefa, transmite firmeza, y sobre todo resiste sus embates cuestionadores, o provocadores, con templanza. Se convierte en un desafío, un roca en la que encontrar su fisura. La atracción se entremezcla, enmaraña, con ese propósito o reto, como por otra parte, en la atracción amorosa, en ocasiones, cuando no se advierte la fragilidad o vulnerabilidad en quien se ama, la constatación de su correspondencia, se le pone a prueba. Pero en este caso, Leon se mantiene tras las barreras de su sotana y convicciones religiosas que desenfunda con rotunda determinación. El deseo de Barny queda explicitado en un sueño en el que el sacerdote la besa (aunque fuera un sueño, fue suficientemente motivo para sulfurar a las instancias religiosas, y para que no fuera estrenado en algunos países, como España).
Barny, encarnada por una excepcional Emmanuelle Riva, que combina la fragilidad herida de sus memorables personajes de Hiroshima, mon amour (1959) y la posterior Relato íntimo (1962), la obra maestra de Georges Franju, y el talante sublevado de esta, es una viuda comunista y atea, con una hija, que vive en un pueblo de los Alpes franceses, secretaria en un colegio, en el que admira, sobremanera, a su jefa, Sabine (Nicole Mirel). No sólo la admira sino que se siente atraída por ella, como si percibiera en ella, en esa mujer deslumbrante, una imponente virilidad. Una atracción que define su apertura de mente, su sublevación a los contornos de los límites, y también su necesidad afectiva, su sensibilidad a flor de piel y su necesidad, sin retraimientos, de sensualidad y piel. Su reemplazo será un hombre que tampoco es un hombre aunque biológicamente lo sea, y que porta también falda, su sotana, un cura que no ejerce de cuerpo de hombre, sino que es su uniforme, su dogma. En principio, es una imagen, sin fisuras, una figura a la que Barny pretende desestabilizar, y desmontar sus presunciones, con su espontanea expresividad, incluidas alusiones a sus actividades masturbatorias. Pero se encuentra con quien, como su jefa, transmite firmeza, y sobre todo resiste sus embates cuestionadores, o provocadores, con templanza. Se convierte en un desafío, un roca en la que encontrar su fisura. La atracción se entremezcla, enmaraña, con ese propósito o reto, como por otra parte, en la atracción amorosa, en ocasiones, cuando no se advierte la fragilidad o vulnerabilidad en quien se ama, la constatación de su correspondencia, se le pone a prueba. Pero en este caso, Leon se mantiene tras las barreras de su sotana y convicciones religiosas que desenfunda con rotunda determinación. El deseo de Barny queda explicitado en un sueño en el que el sacerdote la besa (aunque fuera un sueño, fue suficientemente motivo para sulfurar a las instancias religiosas, y para que no fuera estrenado en algunos países, como España).
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Dos ocupaciones progresan en paralelo. Cuando los alemanes ocupan el pueblo, Barny teme por su hija, porque su marido era judío. Incluso, decide que sea bautizada, como maniobra protectora. También, en paralelo, la firmeza de Sabine se descascarilla, y su expresión se torna desolación, tras que su hermano haya sido confinado en un campo de concentración. Barny ya no desafía a Leon sino que cede. Como quien pierde pie en la intemperie (un soldado estadounidense se excederá en su insistencia en que ella complazca su deseo sexual, incluso delante de su hija), accede a convertirse al catolicismo, cual ilusión de refugio. Ya que Leon no se manifiesta como cuerpo, deseo y sentimiento, ella se deja ocupar por sus convicciones religiosas. Se entrega a sus ideas, porque no consigue que lo haga su cuerpo. El espacio vacío de las estancias de Leon se convierte en reflejo de su negación a dotarse de presencia. La conclusión es la demoledora constatación de una derrota, la del cuerpo y el sentimiento. Mientras, tras su último encuentro, ya que él se traslada a otra parroquia, Barny se aleja tambaleándose, en la noche, por las calles, como un tembloroso cuerpo abocado a la intemperie vital, él permanece inmóvil en el umbral de su piso. Un plano general remarca el vacío, aunque esté presente su cuerpo. Pero realmente no lo está. La luz de la bombilla sobre su figura inmóvil evidencia cómo ha optado por ocultarse como una sombra en el fulgor de la falaz luz de sus convicciones religiosas. Su dogma y su uniforme se han impuesto, y por tanto la negación a la afirmación de vida.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
Alexander Zárate
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8
23 de julio de 2022
23 de julio de 2022
20 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Men (2022), como la excepcional Annihiliation (2018) está protagonizadas por mujeres dañadas emocionalmente. En ambos casos, una relación sentimental también está dañada. Annihilation parte de esa circunstancia de desconcierto y perplejidad en la que te preguntas quién es la persona a la que presuntamente amabas y con la que llevabas años conviviendo. ¿Es la misma que creías que era?¿En algún momento la percibiste como era o más bien era según la idea que te habías hecho? En Men, el daño es irremisible, porque parte de un ruptura, o abandono, ya que Harper (Jessie Buckley) quiere que concluya la relación, que se tornará muerte literal, cuando James (Paapa Essiedu) se precipite en el vacío Entre la ruptura y la caída, la incapacidad de asunción de una conclusión. Él no acepta que pueda terminar esa relación. Él no sabe encajar que la relación se precipite de modo ineluctable en el vacío. Su necesidad, su deseo de que la realidad se ajuste a su voluntad, protesta porque no acepta que la realidad no sea como quiere que sea. Su negación se tornará agresión (una bofetada), y obcecado asedio que no es sino reflejo de un desquiciamiento. No se preocupa de entender las razones de ella (o más bien no quiere) sino de demandar que la película (de la relación) no termine (como si no pudiera terminar). Su atolondramiento, cuando intenta acceder por la ventana desde un piso superior, determina su precipitación en el vacío. En ambas películas, la acción transcurre en un espacio que difumina las fronteras entre lo real o familiar y lo imaginario o insólito. La narración, acompasada, de nuevo, a la cautivadora textura de la magnífica banda sonora de Ben Salisbury y Geoff Barrow, se corporeiza como un desplazamiento inmersivo, definido por la extrañación, en las sombras enturbiadas de los recovecos emocionales de Harper, en su herida emocional. La narración es un proceso de recuperación como una muda emocional. La narración es un prodigio de tránsito sensorial, emocional, en forma de enrarecimiento que deriva en catarsis. La ofuscación se tornará sonrisa.
La narración comienza con una imagen de un exterior (urbano) a la vez velada la mitad de la misma por las cortinas, en correspondencia con la mirada de Harper, cuya nariz sangra. Cuando se aproxima a la ventana, tras ella, en primer término, se entrevé difusa, en segundo término, la caída del cuerpo de James. Ofuscación, herida y caída. Un estado emocional antes de que se precise la cadena de hechos. La narración se corresponderá con el desprendimiento de ese velo que ofusca su percepción, dada su emoción dañada por el impacto de ser testigo de la muerte de su marido, pero también por la perplejidad de un desencuentro enturbiado por un sentimiento de culpabilidad (ya que su ruptura derivó en la muerte de él) y por la incomprensión (su diálogo carecía de componente dialéctico: era un callejón sin salida de dos enunciados intentando que se comprendiera, en el caso de ella, o imperara, en el caso de él, su relato) que generó incluso la agresividad de él. ¿Cómo concluye una relación cuando solo es uno quien desea que termine?¿Cómo lo encaja el otro si siente que varía la narración o relato de su vida, si concibe la circunstancia como un fracaso o una humillación? La reclamación de seguir siendo amado es quizá sinónimo de complacencia de un ego o vanidad. El sentimiento parece quedar en segundo plano porque parece primar la necesidad de que la realidad se ajuste al relato de cómo se quiere que sea la realidad, como si una realidad fuera una inversión emocional inicial que no puede transformarse (degradarse) en números rojos. A esas primeras imágenes iniciales siguen la imagen de un diente de león que se desmenuza y la imagen distante de una casa en ruinas entre un bosque y un prado. A una casa rural, precisamente, se traslada de modo provisional Harper, como si ejerciera de cámara de descompresión de su tránsito emocional traumático.
La narración comienza con una imagen de un exterior (urbano) a la vez velada la mitad de la misma por las cortinas, en correspondencia con la mirada de Harper, cuya nariz sangra. Cuando se aproxima a la ventana, tras ella, en primer término, se entrevé difusa, en segundo término, la caída del cuerpo de James. Ofuscación, herida y caída. Un estado emocional antes de que se precise la cadena de hechos. La narración se corresponderá con el desprendimiento de ese velo que ofusca su percepción, dada su emoción dañada por el impacto de ser testigo de la muerte de su marido, pero también por la perplejidad de un desencuentro enturbiado por un sentimiento de culpabilidad (ya que su ruptura derivó en la muerte de él) y por la incomprensión (su diálogo carecía de componente dialéctico: era un callejón sin salida de dos enunciados intentando que se comprendiera, en el caso de ella, o imperara, en el caso de él, su relato) que generó incluso la agresividad de él. ¿Cómo concluye una relación cuando solo es uno quien desea que termine?¿Cómo lo encaja el otro si siente que varía la narración o relato de su vida, si concibe la circunstancia como un fracaso o una humillación? La reclamación de seguir siendo amado es quizá sinónimo de complacencia de un ego o vanidad. El sentimiento parece quedar en segundo plano porque parece primar la necesidad de que la realidad se ajuste al relato de cómo se quiere que sea la realidad, como si una realidad fuera una inversión emocional inicial que no puede transformarse (degradarse) en números rojos. A esas primeras imágenes iniciales siguen la imagen de un diente de león que se desmenuza y la imagen distante de una casa en ruinas entre un bosque y un prado. A una casa rural, precisamente, se traslada de modo provisional Harper, como si ejerciera de cámara de descompresión de su tránsito emocional traumático.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En uno de sus desplazamientos por el bosque Harper se topa con un túnel. En el fondo del encuadre, en el otro extremo del túnel, una sombra parece cobrar vida y dirigirse hacia ella, con un grito desasosegante. En su huida se encuentra con esa casa en ruinas, en cuyo exterior avista a un hombre desnudo. Sombras y cuerpo desnudo, vulnerabilidad e indefinición. Dos imágenes entrevistas en la distancia, la perturbación que abre la fisura. La nota discordante que evidencia la mancha de un desajuste emocional. La insinuación en la distancia se torna fuera de campo que asedia, como el tumor emocional de un trauma que se extiende. Ese cuerpo desnudo, como una emoción en estado bruto, asediará la casa en la que está alojada. En principio, es un cuerpo que no advierte tras de sí, tras el cristal que les separa. Progresiva y gradualmente la realidad se despedaza, como el diente de león, y de la misma manera que en la planta cada fruto, la cipsela, es igual, todos los hombres parecen iguales (encarnados por Rory Kinnear), como si fueran el mismo con diferentes caracterízaciones (en cuanto peinado o aspecto). Los dientes de león son considerados maleza por los jardineros, y así parecen ser estos hombres que actúan, con alguna excepción, de modo hostil, como si fueran el reflejo siniestro de la infección del sentimiento de culpabilidad que la acosa interiormente. Como si la asediara, en forma de otros hombres, la acusación de que la responsable de la muerte de Jason fue ella, no el propio desquiciamiento de él. Cualquier otro hombre se torna en representación velada de Jason, de ahí que la última muda corpórea, tras una serie de mudas cual regurgitaciones, revele el cuerpo de Jason y su demanda de seguir siendo amado. El núcleo del tumor emocional. Ella dejó de ser la réplica en el guion de su (ficción de) vida cuando decidió salir de escena con su ruptura. El agraviado sentimiento de rechazo fue la génesis de su virulenta reacción. Jason representa esa tendencia emocional tan recurrente en el comportamiento sentimental, y en particular en circunstancias de ruptura, definida por el Quiero que mi (película de) realidad sea como quiero que sea, no importa la voluntad de los otros. La resistencia de Harper a esa impositiva demanda, como cautiva de la ficción que él necesitaba que siguiera imperando, fructifica, en el plano final, en la sonrisa de quien se ha liberado de esa dictadura emocional que ejercen los que en el territorio sentimental quieren que seas un personaje que responde de modo complaciente a la urdimbre de su ficción.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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8
6 de enero de 2024
6 de enero de 2024
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Robert Parrish leyó la novela The wonderful country y preguntó a su autor, Tom Lea, si podría dirigirla. Lea aceptó, asumiendo que solo cobraría por una breve aparición, en un plano, como barbero. Robert Ardray se encargaría de realizar la adaptación, con sustanciales variaciones. Parrish propuso el papel protagonista a Henry Fonda y luego a Gregory Peck, que lo rechazaron. Quien acabó interpretándolo fue Robert Mitchum, quien había mostrado tanto interés en que así fuera que se decidió a llevarla a cabo con su productora, D.R.M Productions. Brady (Robert Mitchum), el protagonista de Más allá de Rio Grande (The wonderful country, 1959), es un hombre que fluctúa entre dos orillas, no sólo entre las físicas de México y Estados Unidos, sino entre las de las sombras de su pasado y un presente incierto, entre sentirse estadounidense y su rechazo a los hombres blancos. Su identidad es la de un extraño renegado, la del que en sus entrañas late el lamento por un desarraigo. Hay quien le grita que no pertenece a ningún lado. Sus señas, de las que no se desembaraza, son un sombrero mejicano y su caballo de pura raza andaluza, de nombre Lágrimas. En la secuencia inicial Brady cruza la orilla del río hacia Estados Unidos, como pistolero a sueldo de caciques mejicanos, transportando mercancía, léase monedas camufladas, para cambiarla por armas. Es una identidad alquilada. En la secuencia final la vuelve a cruzar, tras haber lidiado a ambas orillas, sin su sombrero y sin su caballo (e incluso sin armas): Como si fuera un espacio en blanco.
En la primera secuencia resalta uno de los secuaces que le recibe, de torva mirada, con una cicatriz que surca su rostro. Con este personaje, en sus fugaces encuentros siempre hay un siniestro intercambio de miradas, y es con quien se enfrenta en la secuencia final, como si fuera el símbolo de su propio desencuentro, de su descreimiento que es extravío por la perdida de raíces (detalle: no vemos sus ojos cuando encuadra su cadáver). En un hombre que tiene un pie en cada orilla resulta irónico que en su llegada inicial al pueblo caiga de su caballo y se rompa una pierna, lo que implicará dos meses de recuperación. De repente, se encuentra en la tesitura de establecer relaciones. A este respecto hay que señalar la presencia de un personaje, inmigrante, Ludwig (Max Sleten), cuya candidez será decisiva para que vaya aligerándose de su coraza defensiva, como no deja de tener gracia que cuando el doctor Stovall (Charles McGraw) le compre ropa nueva, él se afirme manteniendo su sombrero mejicano. Incluso se sentirá atraído por una mujer, Ellen (Julie London), esposa del oficial al mando de las tropas, Colton (Gary Merrill), con quien existe una notoria distancia. A Ellen, de modo directo, que colinda con la rudeza, expone, para remarcar que no quiere complicarse con ella la vida, que ambos, como se han expresado a través de sus miradas, son conscientes de que se atraen, maneras que suscitan la perplejidad e indignación de ella. Brady no sabe de filtros ni de vaselinas. Más aún, la reacción de Ellen es más airada porque sufre las maledicencias por su pasado, por sus relaciones extramatrimoniales en otras ciudades, que reconoce ciertas.
En la primera secuencia resalta uno de los secuaces que le recibe, de torva mirada, con una cicatriz que surca su rostro. Con este personaje, en sus fugaces encuentros siempre hay un siniestro intercambio de miradas, y es con quien se enfrenta en la secuencia final, como si fuera el símbolo de su propio desencuentro, de su descreimiento que es extravío por la perdida de raíces (detalle: no vemos sus ojos cuando encuadra su cadáver). En un hombre que tiene un pie en cada orilla resulta irónico que en su llegada inicial al pueblo caiga de su caballo y se rompa una pierna, lo que implicará dos meses de recuperación. De repente, se encuentra en la tesitura de establecer relaciones. A este respecto hay que señalar la presencia de un personaje, inmigrante, Ludwig (Max Sleten), cuya candidez será decisiva para que vaya aligerándose de su coraza defensiva, como no deja de tener gracia que cuando el doctor Stovall (Charles McGraw) le compre ropa nueva, él se afirme manteniendo su sombrero mejicano. Incluso se sentirá atraído por una mujer, Ellen (Julie London), esposa del oficial al mando de las tropas, Colton (Gary Merrill), con quien existe una notoria distancia. A Ellen, de modo directo, que colinda con la rudeza, expone, para remarcar que no quiere complicarse con ella la vida, que ambos, como se han expresado a través de sus miradas, son conscientes de que se atraen, maneras que suscitan la perplejidad e indignación de ella. Brady no sabe de filtros ni de vaselinas. Más aún, la reacción de Ellen es más airada porque sufre las maledicencias por su pasado, por sus relaciones extramatrimoniales en otras ciudades, que reconoce ciertas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El capitán de los rangers, Rucker (Albert Dekker) intuirá que Brady tuvo que ver con la muerte de quien asesinó al padre de Brady ( y razón de su exilio y descreimiento). La agitación de su rostro lo delata, como será elocuente el impetuoso travelling hacia su rostro, en otro vitriólico giro del destino o azar, cuando dispare contra el hombre que tanto ponía en entredicho el pasado de Ellen como había golpeado, mortalmente, a Ludwig. Brady no espera que le comprendan, y vuelve a huir, como hizo en el pasado, a tierras mejicanas. Si en las norteamericanas hay otras orillas, como las que hay entre Ellen y Colton, en Méjico las hay entre los dos hermanos que intentan dominar el país, Cipriano (Pedro Armendariz) y el general (Victor Manuel Mendoza), para los que trabaja Brady, pero que están enfrentados entre ellos. Sea cual sea la orilla está rebosante de orillas interiores que separan a sus habitantes por un motivo u otro. Convengamos en que el hecho de que el título original sea The wonderful country (El maravilloso país) posee más bien unas cáusticas implicaciones en este melancólico y bello western que no se suele citar en las antologías del western, pero bien merece ser considerado entre los grandes de la década prodigiosa del género. Un viaje interior, narrado con un sutil poso melancólico, de un personaje que ha perdido sus raíces y las encuentra tras sumergirse en el corazón de las tinieblas que está en ambas orillas.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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