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Críticas ordenadas por utilidad
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6,8
1.907
10
9 de agosto de 2016
9 de agosto de 2016
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Decía R.D. Laing: “ El individuo puede experimentar su propio ser como real, vivo, entero; como diferenciado del resto del mundo, en circunstancias ordinarias, tan claramente que su identidad y su autonomía no se pongan nunca en tela de juicio (…) Sin embargo, puede no ser éste el caso. El individuo, en las circunstancias ordinarias del vivir, puede sentirse más irreal que real; en sentido literal, más muerto que vivo…”
Avanzamos los pilotos anónimos por caminos yermos y estériles, en perpetuo movimiento, tratando de no ser reales, de no mantenernos vivos. La carrera absurda mitigará nuestra desesperación, ese terror y ese tedio que sentimos. En un lugar de nadie nos veremos pasar enjaulados. Como brasas intermitentes apagaremos las ultimas luces de la bonanza y la validez. Nos fundiremos sobre el celuloide sin aquellos sonidos comunicantes que nos daban categoría de acontecimiento y nos incendiaremos bajo el tedio de ese sol extranjero que ya no nos pertenece. Transitando la infinita celda de lo extemporáneo, la carretera de Moebius verá como crecemos sin padres, sin hogar, sin esposa, sin banderas, sin hijos, sin entrega y sin apetitos.
“No me interesa lo que tengas para decirme, no es mi problema y jamás lo será”.
Viajamos solos.
"Carretera asfaltada en dos direcciones" de Monte Hellman es una inmensa película que se imprime como marca indeleble, que disecciona el espíritu del hombre moderno y arroja los dados de la pregunta existencial que nos interroga sobre la identidad evidente, sobre la cruzada diaria que iniciamos para asegurarnos la permanencia de las cosas, la sustancialidad de los otros y las eternas certezas.
Vuelvo a escuchar el eco sordo de la pregunta de Beckett que rebota, imperecedera, en el vacío:
“¿Siempre encontramos algo, verdad, que nos deje la impresión de que existimos?”
Avanzamos los pilotos anónimos por caminos yermos y estériles, en perpetuo movimiento, tratando de no ser reales, de no mantenernos vivos. La carrera absurda mitigará nuestra desesperación, ese terror y ese tedio que sentimos. En un lugar de nadie nos veremos pasar enjaulados. Como brasas intermitentes apagaremos las ultimas luces de la bonanza y la validez. Nos fundiremos sobre el celuloide sin aquellos sonidos comunicantes que nos daban categoría de acontecimiento y nos incendiaremos bajo el tedio de ese sol extranjero que ya no nos pertenece. Transitando la infinita celda de lo extemporáneo, la carretera de Moebius verá como crecemos sin padres, sin hogar, sin esposa, sin banderas, sin hijos, sin entrega y sin apetitos.
“No me interesa lo que tengas para decirme, no es mi problema y jamás lo será”.
Viajamos solos.
"Carretera asfaltada en dos direcciones" de Monte Hellman es una inmensa película que se imprime como marca indeleble, que disecciona el espíritu del hombre moderno y arroja los dados de la pregunta existencial que nos interroga sobre la identidad evidente, sobre la cruzada diaria que iniciamos para asegurarnos la permanencia de las cosas, la sustancialidad de los otros y las eternas certezas.
Vuelvo a escuchar el eco sordo de la pregunta de Beckett que rebota, imperecedera, en el vacío:
“¿Siempre encontramos algo, verdad, que nos deje la impresión de que existimos?”
8
20 de mayo de 2019
20 de mayo de 2019
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Raymond Benson resumió: "El American Film Theatre quizás no era un producto perfecto, pero era audaz y fascinante. Es el tipo de proyecto que nos recuerda cuán temerariamente valientes, y con frecuencia, artísticamente brillantes podían ser los cineastas en los años setenta”.
En 1973, Tony Richardson, un audaz retratista de la condición humana y una de las mayores figuras del Free Cinema ingles, se atrevió con este sobresaliente texto de Edward Albee y convocó a los oscarizados Katherine Hepburn y Paul Scofield para darle marcha a un proyecto que intentó hacer accesible al gran público destacadas piezas del teatro moderno.
A Delicate Balance es una terrorífica vivisección de la vida familiar y un cruel mosaico de las relaciones humanas, escrita por uno de los grandes dramaturgos que dio el siglo XX.
Un gran escritor argentino, advertía:
“Temprano siento que la mente está muy clara. Me levanto y hablo en mí con las personas que quiero. Me imagino lo que me responden, pero después las encuentro y me dicen otras cosas y empiezo a cargarme con las ideas de otros, con las fricciones, con la trituración de la jornada. (…) Durante el ejercicio de la trituración somos máscara, falsedad, simulación. ¡Demonios!, todo lo que tenemos que inventar para que los demás sean y nosotros seamos”.
Es que es esto, lo que de algún modo, nos quiere decir Edward Albee en su obra: estamos expuestos a una constante moledura cotidiana, vivimos próximos al aplastamiento, al desmenuzamiento comunal. Somos cómplices del mismo proceso. La molienda es un acto compartido. Un pacto. Generalmente, no advertimos el peligro ni oímos el ruido de los martillos, pero sabemos que está ahí. Desesperados, nos asimos los unos a los otros sin coherencia ni consonancia. Somos multitud entreverada y confusa, atadura sin ligazón. En el mundo social, la correspondencia es la excepción, no estamos implicados de igual modo en el proceso activo de relacionarnos. La interacción es equivoca, la organización infructuosa, las pautas no son tan predecibles como nos hicieron creer. Somos la fina urdimbre de sentimientos, a veces un nexo. Vivimos suspendidos sobre un abismo, en delicado equilibrio sobre la cuerda floja
A Delicate Balance expone con maestría esa distancia, aquella improbabilidad del encuentro, esa escalofriante interrupción en el espacio y el tiempo que son los vínculos humanos.
Después, mas tarde, seguiremos observándonos. Ajenos, atrapados en cuerpos parlantes, huecos, deshabitados.
Obra a reivindicar.
En 1973, Tony Richardson, un audaz retratista de la condición humana y una de las mayores figuras del Free Cinema ingles, se atrevió con este sobresaliente texto de Edward Albee y convocó a los oscarizados Katherine Hepburn y Paul Scofield para darle marcha a un proyecto que intentó hacer accesible al gran público destacadas piezas del teatro moderno.
A Delicate Balance es una terrorífica vivisección de la vida familiar y un cruel mosaico de las relaciones humanas, escrita por uno de los grandes dramaturgos que dio el siglo XX.
Un gran escritor argentino, advertía:
“Temprano siento que la mente está muy clara. Me levanto y hablo en mí con las personas que quiero. Me imagino lo que me responden, pero después las encuentro y me dicen otras cosas y empiezo a cargarme con las ideas de otros, con las fricciones, con la trituración de la jornada. (…) Durante el ejercicio de la trituración somos máscara, falsedad, simulación. ¡Demonios!, todo lo que tenemos que inventar para que los demás sean y nosotros seamos”.
Es que es esto, lo que de algún modo, nos quiere decir Edward Albee en su obra: estamos expuestos a una constante moledura cotidiana, vivimos próximos al aplastamiento, al desmenuzamiento comunal. Somos cómplices del mismo proceso. La molienda es un acto compartido. Un pacto. Generalmente, no advertimos el peligro ni oímos el ruido de los martillos, pero sabemos que está ahí. Desesperados, nos asimos los unos a los otros sin coherencia ni consonancia. Somos multitud entreverada y confusa, atadura sin ligazón. En el mundo social, la correspondencia es la excepción, no estamos implicados de igual modo en el proceso activo de relacionarnos. La interacción es equivoca, la organización infructuosa, las pautas no son tan predecibles como nos hicieron creer. Somos la fina urdimbre de sentimientos, a veces un nexo. Vivimos suspendidos sobre un abismo, en delicado equilibrio sobre la cuerda floja
A Delicate Balance expone con maestría esa distancia, aquella improbabilidad del encuentro, esa escalofriante interrupción en el espacio y el tiempo que son los vínculos humanos.
Después, mas tarde, seguiremos observándonos. Ajenos, atrapados en cuerpos parlantes, huecos, deshabitados.
Obra a reivindicar.

7,4
6.374
9
22 de octubre de 2016
22 de octubre de 2016
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dijo Luis Buñuel que si se le permitiera, el cine sería el ojo de la libertad. Pero nos tranquilizó diciéndonos que podíamos dormir tranquilos, que la mirada del cine estaba dosificada por el conformismo del público y por los intereses comerciales de los productores. Pero que el día en que el ojo viera y nos permitiera ver, el mundo estallaría en llamas.
Hubo un periodo donde el cine vio, donde el cine-quimera nos brindó el privilegio de la visión: Las décadas del 60 y del 70. Fue el esplendor de asistir al nacimiento del cine como instrumento activo de la verdad poética, del lirismo furioso, combativo y descarnado. Fue la desesperación asumida. El cántaro se había desbordado: Florecieron las vanguardias, recrudeció el cine político y militante, el código de la censura norteamericana comenzó a relajar las mordazas, se flexibilizó el canon industrial del tanque hollywoodense y se resintieron las rancias letanías conservadoras; las cosas comenzaron a llamarse por su nombre: se dijo genocidio y racismo, descontento social y violencia institucionalizada. El sexo en todas sus variantes se plasmó en rutilante tecnicolor y los héroes se cansaron de serlo. No hubo final feliz. Ni tampoco principio.
El sueño del cine siempre había estado vedado y resguardado por los centinelas de la moral imperante, cancerberos reaccionarios que operaron siempre mediante la omisión, la modificación, el reagrupamiento de los materiales y la siempre efectiva prohibición. Los censores del sueño fílmico son y han sido siempre los causantes de la desfiguración. Pero en este período, el cine se volvió un juego peligroso para los estándares, un material inflamable de rigor expresivo y densidad ideológica. Comenzó una guerra de luz y de sombras que subvirtió la realidad material y la devolvió al mundo de los sueños prohibidos y los deseos ocultos. La fuerza impulsora de la época nos recondujo al sustrato de lo vivo, de lo embrionario, de lo primigenio, al origen de nuestra dinámica más profunda. El ansia visionaria de estos creadores fue como una tinta invisible que brotó del alma desnuda, un punto de fuga que apuntó hacia el infinito. Nunca más el cine nos bendijo con un periodo tan lúcido de estridencia y arrebato creativo. Ni antes ni después alcanzó esas cimas.
Es por eso que…urgente reivindicación para:
LA NOCHE DE LA IGUANA
¿Por qué volver sobre ella?
Por Richard Burton, su demonio vestido de azul, los vidrios rotos y los pies sangrantes. Por Deborah Kerr, ángel peregrino y amante pasajera de los caídos en desgracia. Por Ava Gardner y su luna de papel furtiva, su piel de iguana y sus oscuros mancebos. Porque todo lo que nos acerca Tennessee Williams siempre tardará años en cicatrizarnos:
“Con que calma la rama del olivo
observa como el cielo palidece.
Sin llanto, sin plegaria, sin traicionar su desespero.
Una crónica que ha perdido su brillo, un pacto con nieblas doradas.
Y al final, el tallo partido…”
Una de las mejores películas sobre la obra de Williams y una de las más grandes de su director, John Huston.
Hubo un periodo donde el cine vio, donde el cine-quimera nos brindó el privilegio de la visión: Las décadas del 60 y del 70. Fue el esplendor de asistir al nacimiento del cine como instrumento activo de la verdad poética, del lirismo furioso, combativo y descarnado. Fue la desesperación asumida. El cántaro se había desbordado: Florecieron las vanguardias, recrudeció el cine político y militante, el código de la censura norteamericana comenzó a relajar las mordazas, se flexibilizó el canon industrial del tanque hollywoodense y se resintieron las rancias letanías conservadoras; las cosas comenzaron a llamarse por su nombre: se dijo genocidio y racismo, descontento social y violencia institucionalizada. El sexo en todas sus variantes se plasmó en rutilante tecnicolor y los héroes se cansaron de serlo. No hubo final feliz. Ni tampoco principio.
El sueño del cine siempre había estado vedado y resguardado por los centinelas de la moral imperante, cancerberos reaccionarios que operaron siempre mediante la omisión, la modificación, el reagrupamiento de los materiales y la siempre efectiva prohibición. Los censores del sueño fílmico son y han sido siempre los causantes de la desfiguración. Pero en este período, el cine se volvió un juego peligroso para los estándares, un material inflamable de rigor expresivo y densidad ideológica. Comenzó una guerra de luz y de sombras que subvirtió la realidad material y la devolvió al mundo de los sueños prohibidos y los deseos ocultos. La fuerza impulsora de la época nos recondujo al sustrato de lo vivo, de lo embrionario, de lo primigenio, al origen de nuestra dinámica más profunda. El ansia visionaria de estos creadores fue como una tinta invisible que brotó del alma desnuda, un punto de fuga que apuntó hacia el infinito. Nunca más el cine nos bendijo con un periodo tan lúcido de estridencia y arrebato creativo. Ni antes ni después alcanzó esas cimas.
Es por eso que…urgente reivindicación para:
LA NOCHE DE LA IGUANA
¿Por qué volver sobre ella?
Por Richard Burton, su demonio vestido de azul, los vidrios rotos y los pies sangrantes. Por Deborah Kerr, ángel peregrino y amante pasajera de los caídos en desgracia. Por Ava Gardner y su luna de papel furtiva, su piel de iguana y sus oscuros mancebos. Porque todo lo que nos acerca Tennessee Williams siempre tardará años en cicatrizarnos:
“Con que calma la rama del olivo
observa como el cielo palidece.
Sin llanto, sin plegaria, sin traicionar su desespero.
Una crónica que ha perdido su brillo, un pacto con nieblas doradas.
Y al final, el tallo partido…”
Una de las mejores películas sobre la obra de Williams y una de las más grandes de su director, John Huston.

7,3
589
9
3 de noviembre de 2016
3 de noviembre de 2016
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pequeña huella en el sendero del tiempo es San Miguel Canoa, muñoncito de tierra que dormita bajo las faldas del Volcán Malintzin. Esta localidad es tristemente célebre por un hecho ocurrido el 14 de septiembre de 1968, cuando cinco jóvenes trabajadores que intentaban una excursión para escalar el Volcán Malintzin se refugiaron en el pueblo para pasar la noche. Una vez allí, el párroco del pueblo acusó sin fundamento a los trabajadores de ser militantes comunistas. Ante esto, los pobladores, obedientes feligreses, resolvieron linchar a los trabajadores.
Este momento amerita una digresión, un corte abrupto sobre el sentido anterior del discurso que me lleva a considerar lo siguiente:
Que esta obra es una de las películas más singulares y extrañas en el universo del cine latinoamericano todo. "Canoa" es un raro trabajo ficcionado sobre un motivo real que se nos advierte más absurdo que la ficción misma, un intento testimonial que aspira a ser denuncia pero que se desvía improbable hacia los registros de lo fantástico (nos recuerda los derroteros que trasunta el Rulfo más pesimista) y navega silenciosa sus inquietantes aguas. La película, que supone la fiel crónica de una aberración colectiva, sorprendentemente muta en cabal ejemplo de cine de género, en compendio de maestría narrativa y suspenso psicológico.
Hoy, a 41 años de su estreno, aun levita como nube negra que presagia la peor de las tormentas. Es que Canoa es terror en estado puro… demasiado cercano, demasiado real.
Gran película.
Este momento amerita una digresión, un corte abrupto sobre el sentido anterior del discurso que me lleva a considerar lo siguiente:
Que esta obra es una de las películas más singulares y extrañas en el universo del cine latinoamericano todo. "Canoa" es un raro trabajo ficcionado sobre un motivo real que se nos advierte más absurdo que la ficción misma, un intento testimonial que aspira a ser denuncia pero que se desvía improbable hacia los registros de lo fantástico (nos recuerda los derroteros que trasunta el Rulfo más pesimista) y navega silenciosa sus inquietantes aguas. La película, que supone la fiel crónica de una aberración colectiva, sorprendentemente muta en cabal ejemplo de cine de género, en compendio de maestría narrativa y suspenso psicológico.
Hoy, a 41 años de su estreno, aun levita como nube negra que presagia la peor de las tormentas. Es que Canoa es terror en estado puro… demasiado cercano, demasiado real.
Gran película.

6,7
1.040
9
8 de agosto de 2016
8 de agosto de 2016
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Buscando al Sr. Goodbar es una obra de importancia capital.
Se ha hablado de esta película como una sórdida incursión en lo que fueron las facetas más tristes de la contracultura, una radiografía descarnada de aquellas tendencias revolucionarias que signaron un camino nuevo y que catapultaron a la conciencia colectiva hacia un nuevo horizonte que nunca llegó a amanecer.
Es una película sobre la guerra que perdimos:
Las décadas del 60 y 70 fueron momentos críticos, que marcaron hitos sociales y culturales sin precedentes en la historia occidental. Fue el momento del estallido y el cambio. Las empalizadas del sistema saltaron en pedazos y las astillas laceraron los ojos ortodoxos y pusilánimes. El telón de los Estados se hizo a un lado y las bambalinas quedaron al desnudo revelando la evidencia, antes apenas intuida. La mirada audaz atisbó el engaño pergeñado, oculto tras un velo transparente, apenas hilvanado; las políticas paternalistas dejaron de ser útiles porque su pueblo-niño ya no vestía la ignorancia ni la deshonra. Todo o casi todo, salió a la luz, y fue esa luz fulgurante de la lucidez la que derritió la escarcha de los fríos valores enquistados.
La generación moderna se dio cuenta que la tierra prometida por sus padres era un valle estéril donde ya nada podía sembrarse, y decidió despertar. Abrió bien los ojos a la injusticia, y desempolvo las motas de pasividad de sus vestiduras para caminar con mayor soltura…
generación beat
contracultura
Morrison
mayo francés
revolución sexual
Joplin
liberación femenina
Vietnam
Hendrix
Lennon…
Esta lista interminable, que nunca va a ser exhaustiva, y los miles de anónimos que también la nutrieron, fue lo que permitió el intento y la posibilidad.
Pero perdimos una guerra visible, una guerra cruel, donde se polarizaron las partes y donde muchas veces combatimos contra nosotros mismos. La actitud contestataria fue una estocada eficaz, que desestabilizó los cimientos del status quo y la conformidad de los poderosos, pero también nos sumió en una contienda inmadura donde nos rebelamos para llamar la atención, actitud que encubrió nuestra secreta necesidad infantil de sentirnos reconocidos, por esos, a los que paradójicamente combatíamos. Esto nos paralizó y nos endureció, se fragmentó eso que siempre creímos iba a ser homogéneo, se eligió el exceso como forma, y la desintegración fue una cualidad distintiva de la época (la desintegración social, ideológica, filosófica, política, partidista). La contienda no pudo poner fin al desacuerdo: el orden soñado nunca llegó y la esperanza se extinguió junto con el último rayo de luz del día. La conciencia ensanchó sus horizontes, pero termino siendo constreñida por la violencia, la uniformidad y el desencanto.
Eso es Buscando al Sr. Goodbar.
Un doloroso recuerdo y un grito sordo en la oscuridad.
Se ha hablado de esta película como una sórdida incursión en lo que fueron las facetas más tristes de la contracultura, una radiografía descarnada de aquellas tendencias revolucionarias que signaron un camino nuevo y que catapultaron a la conciencia colectiva hacia un nuevo horizonte que nunca llegó a amanecer.
Es una película sobre la guerra que perdimos:
Las décadas del 60 y 70 fueron momentos críticos, que marcaron hitos sociales y culturales sin precedentes en la historia occidental. Fue el momento del estallido y el cambio. Las empalizadas del sistema saltaron en pedazos y las astillas laceraron los ojos ortodoxos y pusilánimes. El telón de los Estados se hizo a un lado y las bambalinas quedaron al desnudo revelando la evidencia, antes apenas intuida. La mirada audaz atisbó el engaño pergeñado, oculto tras un velo transparente, apenas hilvanado; las políticas paternalistas dejaron de ser útiles porque su pueblo-niño ya no vestía la ignorancia ni la deshonra. Todo o casi todo, salió a la luz, y fue esa luz fulgurante de la lucidez la que derritió la escarcha de los fríos valores enquistados.
La generación moderna se dio cuenta que la tierra prometida por sus padres era un valle estéril donde ya nada podía sembrarse, y decidió despertar. Abrió bien los ojos a la injusticia, y desempolvo las motas de pasividad de sus vestiduras para caminar con mayor soltura…
generación beat
contracultura
Morrison
mayo francés
revolución sexual
Joplin
liberación femenina
Vietnam
Hendrix
Lennon…
Esta lista interminable, que nunca va a ser exhaustiva, y los miles de anónimos que también la nutrieron, fue lo que permitió el intento y la posibilidad.
Pero perdimos una guerra visible, una guerra cruel, donde se polarizaron las partes y donde muchas veces combatimos contra nosotros mismos. La actitud contestataria fue una estocada eficaz, que desestabilizó los cimientos del status quo y la conformidad de los poderosos, pero también nos sumió en una contienda inmadura donde nos rebelamos para llamar la atención, actitud que encubrió nuestra secreta necesidad infantil de sentirnos reconocidos, por esos, a los que paradójicamente combatíamos. Esto nos paralizó y nos endureció, se fragmentó eso que siempre creímos iba a ser homogéneo, se eligió el exceso como forma, y la desintegración fue una cualidad distintiva de la época (la desintegración social, ideológica, filosófica, política, partidista). La contienda no pudo poner fin al desacuerdo: el orden soñado nunca llegó y la esperanza se extinguió junto con el último rayo de luz del día. La conciencia ensanchó sus horizontes, pero termino siendo constreñida por la violencia, la uniformidad y el desencanto.
Eso es Buscando al Sr. Goodbar.
Un doloroso recuerdo y un grito sordo en la oscuridad.
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