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7,5
37.823
7
24 de abril de 2017
24 de abril de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La única pega que se le puede poner al legado literario de Dashiell Hammet y Raymond Chandler, y por extensión, a su herencia en el séptimo arte, es ese regusto romántico con el que impregnaron (o impregnamos sus lectores y espectadores) el ambiente del hampa y los bajos fondos. Por eso, para continuar en nuestro Cinefórum con un hito del policiaco como El sueño eterno, no se me ocurre nada mejor que desidealizar esa visión edulcorada del gangsterismo con un puñetazo de realismo y contemporaneidad. Y ahí es donde nuestra atención recae en el cineasta brasileño José Padilha.
En un mundo como el actual, en el que las series de televisión son el medio más potente para crear referentes culturales, Wagner Moura es y será para siempre Pablo Escobar. Ya se sabe, hijueputa, cabrón, plata o plomo, malparío. No obstante, para unos cuantos privilegiados, Moura era ya antes que el narco de Medellín, Roberto Nascimento, el implacable capitán del BOPE (Batallón de Operaciones Especiales de la Policía Militar) que, al frente del cuerpo de élite de la policía de Río de Janeiro, tiene que lidiar con demonios externos e internos en la impactante Tropa de élite (2007) de José Padilha. Que Moura sea el protagonista de Narcos (Neftlix), y Padilha su productor y showrunner, no deja de demostrar que ambos proyectos son dos caras de una misma moneda, la de uno de nuestros grandes conflictos contemporáneos: la guerra contra la droga.
Si Ciudad de Dios (2002) de Fernando Meirelles nos contaba la vida de una favela carioca desde su origen, Tropa de élite se acerca al mismo tema desde el punto de vista contrario: el de las fuerzas del orden que deben pacificarla. Por eso el protagonismo de la cinta recae en el capitán del BOPE, quien con una omnipresente voz en off hilvana el discurso imperante en este tipo de cuerpos, el cual además de estar presente en buena parte de la historia cinematografía del género policíaco, nos interpela a un debate ideológico ancestral en el ser humano: el de si el fin justifica los medios. Obviamente, no faltarán los que quieran ver en esta propuesta una defensa de dicho discurso, pero el director dota al film de una perspectiva realista (a lo que ayuda una estética cercana al documental) que lo aleja de maniqueísmos panfletarios. Es más, parece difícil ver indicios de aquiescencia con la brutalidad policial en un Jose Padilha que se estrenó precisamente criticándola con su primer largometraje, Omnibus 174 (2001), y al que además se le encargaría años después (en 2014) la revisión de un clásico de tesis semejante como Robocop (1987; Paul Verhoeven).
Tropa de élite toma como punto de partida la visita del Papa Juan Pablo II a Río de Janeiro en 1997 y la consiguiente operación cosmética que las autoridades brasileñas pusieron en marcha. Pero la película, como hemos podido comprobar en los telediarios durante años, podría haberse firmado perfectamente dos décadas más tarde, cuando ante la celebración del Mundial de fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016), desde las altas instancias del país se intentó barrer debajo de sus felpudos, de forma precipitada e inhumana, la basura de una sociedad que había sido ignorada hasta entonces y que en ese momento amenazaba con quedar a la vista de todos. Junto a las acciones del BOPE, nos encontramos con un Roberto Nascimento que, dado el inminente nacimiento de su primer hijo, se ve sumido en una crisis personal que le hará abandonar su puesto de trabajo no sin antes encontrar a un sustituto adecuado. Y también hay hueco para contemplar la peligrosa tesitura de las ONGs en las favelas, las cuales se debaten entre la sincera voluntad de ayuda de algunos de sus miembros y el irresponsable espíritu del buen samaritano aburguesado de otros.
Padhila demuestra un pulso narrativo arrollador y una potencia visual que convierten la película en un thriller de ritmo trepidante y de temática brutal. No hay respiro para el espectador, como tampoco parece haberlo para nadie que se vea salpicado por la violencia intrínseca a una favela. Sin embargo, Tropa de élite va mucho más allá de ser una notable película de género: se trata de una invitación sin cortapisas a abrir los ojos ante una realidad que existe, pero a la que no nos gusta mirar; una realidad que nos afecta a todos y ante la que tenemos que posicionarnos si realmente queremos cambiarla.
En un mundo como el actual, en el que las series de televisión son el medio más potente para crear referentes culturales, Wagner Moura es y será para siempre Pablo Escobar. Ya se sabe, hijueputa, cabrón, plata o plomo, malparío. No obstante, para unos cuantos privilegiados, Moura era ya antes que el narco de Medellín, Roberto Nascimento, el implacable capitán del BOPE (Batallón de Operaciones Especiales de la Policía Militar) que, al frente del cuerpo de élite de la policía de Río de Janeiro, tiene que lidiar con demonios externos e internos en la impactante Tropa de élite (2007) de José Padilha. Que Moura sea el protagonista de Narcos (Neftlix), y Padilha su productor y showrunner, no deja de demostrar que ambos proyectos son dos caras de una misma moneda, la de uno de nuestros grandes conflictos contemporáneos: la guerra contra la droga.
Si Ciudad de Dios (2002) de Fernando Meirelles nos contaba la vida de una favela carioca desde su origen, Tropa de élite se acerca al mismo tema desde el punto de vista contrario: el de las fuerzas del orden que deben pacificarla. Por eso el protagonismo de la cinta recae en el capitán del BOPE, quien con una omnipresente voz en off hilvana el discurso imperante en este tipo de cuerpos, el cual además de estar presente en buena parte de la historia cinematografía del género policíaco, nos interpela a un debate ideológico ancestral en el ser humano: el de si el fin justifica los medios. Obviamente, no faltarán los que quieran ver en esta propuesta una defensa de dicho discurso, pero el director dota al film de una perspectiva realista (a lo que ayuda una estética cercana al documental) que lo aleja de maniqueísmos panfletarios. Es más, parece difícil ver indicios de aquiescencia con la brutalidad policial en un Jose Padilha que se estrenó precisamente criticándola con su primer largometraje, Omnibus 174 (2001), y al que además se le encargaría años después (en 2014) la revisión de un clásico de tesis semejante como Robocop (1987; Paul Verhoeven).
Tropa de élite toma como punto de partida la visita del Papa Juan Pablo II a Río de Janeiro en 1997 y la consiguiente operación cosmética que las autoridades brasileñas pusieron en marcha. Pero la película, como hemos podido comprobar en los telediarios durante años, podría haberse firmado perfectamente dos décadas más tarde, cuando ante la celebración del Mundial de fútbol (2014) y los Juegos Olímpicos (2016), desde las altas instancias del país se intentó barrer debajo de sus felpudos, de forma precipitada e inhumana, la basura de una sociedad que había sido ignorada hasta entonces y que en ese momento amenazaba con quedar a la vista de todos. Junto a las acciones del BOPE, nos encontramos con un Roberto Nascimento que, dado el inminente nacimiento de su primer hijo, se ve sumido en una crisis personal que le hará abandonar su puesto de trabajo no sin antes encontrar a un sustituto adecuado. Y también hay hueco para contemplar la peligrosa tesitura de las ONGs en las favelas, las cuales se debaten entre la sincera voluntad de ayuda de algunos de sus miembros y el irresponsable espíritu del buen samaritano aburguesado de otros.
Padhila demuestra un pulso narrativo arrollador y una potencia visual que convierten la película en un thriller de ritmo trepidante y de temática brutal. No hay respiro para el espectador, como tampoco parece haberlo para nadie que se vea salpicado por la violencia intrínseca a una favela. Sin embargo, Tropa de élite va mucho más allá de ser una notable película de género: se trata de una invitación sin cortapisas a abrir los ojos ante una realidad que existe, pero a la que no nos gusta mirar; una realidad que nos afecta a todos y ante la que tenemos que posicionarnos si realmente queremos cambiarla.

7,1
42.890
8
13 de abril de 2017
13 de abril de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Allá por el cambio de siglo (y de milenio, que siempre suena más impactante), hizo su debut en el cine Spike Jonze (Her, Donde viven los monstruos), director llamado a convertirse ya desde su inclasificable ópera prima, Cómo ser John Malkovich (1999), en referente del gafapastismo más sesudo. Sí, hablamos de aquella película en la que un fulano, como Alicia persiguiendo al conejito, abría una puerta que le introducía en la mente del célebre actor que daba título a la cinta. La delirante paranoia venía firmada por Charlie Kaufman, guionista que acabaría conquistando el Oscar por otra película de indudable estatus posmoderno dentro del cine reciente, ¡Olvídate de mi! (2004). Además, junto a Jonze, este irrumpiría por la puerta grande de Hollywood formando una dupla que, pese a que hoy por hoy parece extinta, nos ha legado dos de los referentes actuales más interesantes del medio.
Jonze, fotógrafo y publicista, había hecho sus pinitos en el mundo del cortometraje con anterioridad, aunque donde había obtenido cierta notoriedad era en el ámbito del videoclip poniendo en imágenes la música de gente de la entidad de Beaste Boys, Sonic Youth, R.E.M., Björk o Daft Punk. Así que su calibre cultureta estaba legitimado cuando se decidió a dar el salto a la gran pantalla. Pero sería su segundo film, Adaptation, (El ladrón de orquídeas, 2002), el que confirmase que su vanguardista concepción cinematográfica no era un simple manierismo intelectual. De nuevo junto a Kaufman, Spike Jonze daría un paso adelante en la propuesta de un cine que ponía al mismo nivel a creador y espectador, y en el que jugaba a bordear esa delgada línea entre ficción y realidad.
Intentar resumir la trama de Adaptation es una tarea tan ardua como la de su protagonista, el propio Charlie Kaufman, que metamorfoseado en un por entonces solvente Nicolas Cage (eran los tiempos anteriores a protagonizar canciones pop y convertirse en carne de cañón paródica de memes) se partía la crisma por escribir un guion cinematográfico de una novela inadaptable: El ladrón de orquídeas. Así, frente al bloqueo pesimista y esquizoide del creador, Kaufman se desdobla a su vez en un entrañable hermano gemelo de nombre Donald (también interpretado por Cage) que funciona como su reservo luminoso, mediocre pero optimista, ejerciendo de némesis y acicate a partes iguales. A su vez, las vicisitudes existenciales de los gemelos guionistas se mezclarán con la vida del protagonista de la novela, John Laroge (Chris Cooper), un personaje extraordinario, obsesionado con la búsqueda de orquídeas; y con la de la autora de la misma, Susan Orlean (Meryl Streep), una aburguesada periodista ávida secretamente de recuperar la pasión por la vida que emana Laroge.
Adaptation es una deslumbrante metáfora sobre la creación artística, una reflexión metanarrativa (el libreto viene firmado por Charlie y su hermano ficticio), cómica y surreal a partes iguales, que propone una apuesta cinematográfica fuera de lo común con un resultado sobresaliente.
Jonze, fotógrafo y publicista, había hecho sus pinitos en el mundo del cortometraje con anterioridad, aunque donde había obtenido cierta notoriedad era en el ámbito del videoclip poniendo en imágenes la música de gente de la entidad de Beaste Boys, Sonic Youth, R.E.M., Björk o Daft Punk. Así que su calibre cultureta estaba legitimado cuando se decidió a dar el salto a la gran pantalla. Pero sería su segundo film, Adaptation, (El ladrón de orquídeas, 2002), el que confirmase que su vanguardista concepción cinematográfica no era un simple manierismo intelectual. De nuevo junto a Kaufman, Spike Jonze daría un paso adelante en la propuesta de un cine que ponía al mismo nivel a creador y espectador, y en el que jugaba a bordear esa delgada línea entre ficción y realidad.
Intentar resumir la trama de Adaptation es una tarea tan ardua como la de su protagonista, el propio Charlie Kaufman, que metamorfoseado en un por entonces solvente Nicolas Cage (eran los tiempos anteriores a protagonizar canciones pop y convertirse en carne de cañón paródica de memes) se partía la crisma por escribir un guion cinematográfico de una novela inadaptable: El ladrón de orquídeas. Así, frente al bloqueo pesimista y esquizoide del creador, Kaufman se desdobla a su vez en un entrañable hermano gemelo de nombre Donald (también interpretado por Cage) que funciona como su reservo luminoso, mediocre pero optimista, ejerciendo de némesis y acicate a partes iguales. A su vez, las vicisitudes existenciales de los gemelos guionistas se mezclarán con la vida del protagonista de la novela, John Laroge (Chris Cooper), un personaje extraordinario, obsesionado con la búsqueda de orquídeas; y con la de la autora de la misma, Susan Orlean (Meryl Streep), una aburguesada periodista ávida secretamente de recuperar la pasión por la vida que emana Laroge.
Adaptation es una deslumbrante metáfora sobre la creación artística, una reflexión metanarrativa (el libreto viene firmado por Charlie y su hermano ficticio), cómica y surreal a partes iguales, que propone una apuesta cinematográfica fuera de lo común con un resultado sobresaliente.

7,9
8.221
7
18 de mayo de 2017
18 de mayo de 2017
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Seguirle el paso a Plácido no es nada sencillo. Un clásico de la filmografía de su país, una crítica a la sociedad que le tocó vivir a sus creadores y una visión de Europa que entronca también con la anterior Rufufú. Por eso, ante la clara dificultad de mantener el nivel, nos vamos a uno de los clásicos absolutos del cine de más allá de los Pirineos: La regla del juego de Jean Renoir.
Decía Robert Altman (que de eso de hacer cine sabía bastante), que la película de Renoir le había enseñado las reglas del juego del cine, valga la redundancia. Lo indudable es que el director francés construyó una cinta que es cine en estado puro, donde al final la trama deja de tener verdadera importancia mientras disfrutamos de la manera en la que se nos cuentan las cosas y se deja ver la estructura que se esconde bajo lo narrado. La anécdota le sirve al director francés para adentrarse en la esencia de un tiempo cuyo futuro parece ser capaz de divisar.
El film se estrenó en Francia en julio de 1939 y fue un fracaso de público. Era la cinta más cara de la historia de su país y, sin embargo, todo el mundo la atacaba. La extrema derecha criticaba el que apareciese un marqués judío y organizó manifestaciones allí donde se proyectaba la película. Finalmente, en octubre de ese año, La regla del juego fue prohibida en Francia por ser «depresiva, mórbida, inmoral y tener una influencia perniciosa sobre la juventud». Leyendo esto, parecería que estamos ante una bacanal constante de muertes gráficas y casquería, pero lo cierto es que esta definición no podría ser más errónea.
La historia del amorío entre un heroico aviador y una marquesa, de su repercusión sobre la clase aristocrática francesa y las relaciones de esta con sus sirvientes, condensada en una estancia en la casa de campo del Marqués de la Chesnaye, escondía en su corazón una visión descarnada y preclara de la sociedad del momento. Fueron los que se vieron representados en esa banda de amorales sin escrúpulos los que tuvieron que contener la sonrisa y ofenderse al descubrir que Renoir les había visto tal y como eran. Enfrentados al espejo del cine, hicieron todo lo posible por hacer desaparecer La regla del juego, pero no lo consiguieron. Poco después estallaría la Segunda Guerra Mundial y los que protestaban ante los cines resultaron ser los mismos que apoyarían al régimen de Vichy. Jean Renoir, seguramente sin saberlo, había conseguido descubrir la podredumbre en el corazón de la república.
Decía Robert Altman (que de eso de hacer cine sabía bastante), que la película de Renoir le había enseñado las reglas del juego del cine, valga la redundancia. Lo indudable es que el director francés construyó una cinta que es cine en estado puro, donde al final la trama deja de tener verdadera importancia mientras disfrutamos de la manera en la que se nos cuentan las cosas y se deja ver la estructura que se esconde bajo lo narrado. La anécdota le sirve al director francés para adentrarse en la esencia de un tiempo cuyo futuro parece ser capaz de divisar.
El film se estrenó en Francia en julio de 1939 y fue un fracaso de público. Era la cinta más cara de la historia de su país y, sin embargo, todo el mundo la atacaba. La extrema derecha criticaba el que apareciese un marqués judío y organizó manifestaciones allí donde se proyectaba la película. Finalmente, en octubre de ese año, La regla del juego fue prohibida en Francia por ser «depresiva, mórbida, inmoral y tener una influencia perniciosa sobre la juventud». Leyendo esto, parecería que estamos ante una bacanal constante de muertes gráficas y casquería, pero lo cierto es que esta definición no podría ser más errónea.
La historia del amorío entre un heroico aviador y una marquesa, de su repercusión sobre la clase aristocrática francesa y las relaciones de esta con sus sirvientes, condensada en una estancia en la casa de campo del Marqués de la Chesnaye, escondía en su corazón una visión descarnada y preclara de la sociedad del momento. Fueron los que se vieron representados en esa banda de amorales sin escrúpulos los que tuvieron que contener la sonrisa y ofenderse al descubrir que Renoir les había visto tal y como eran. Enfrentados al espejo del cine, hicieron todo lo posible por hacer desaparecer La regla del juego, pero no lo consiguieron. Poco después estallaría la Segunda Guerra Mundial y los que protestaban ante los cines resultaron ser los mismos que apoyarían al régimen de Vichy. Jean Renoir, seguramente sin saberlo, había conseguido descubrir la podredumbre en el corazón de la república.

6,0
2.027
7
26 de mayo de 2017
26 de mayo de 2017
Sé el primero en valorar esta crítica
Después de Grupo salvaje uno creería que no quedaba casi nada que decir en el mundo del western. La película de Sam Peckinpah serviría perfectamente como último paso del antiguo género rey del cine, una oda a un tiempo pasado que ya no puede volver y cuya épica se ha convertido en un río de sangre. Pero por suerte todavía quedaba gente dispuesta a decir algo diferente, aunque a ratos pareciese que ni ellos mismos sabían el qué. Uno de ellos decidió mostrárnoslo en Mi nombre es Ninguno.
Si uno escucha que el director de una película es un tal Tonino Valerii, lo normal es que se quede igual que estaba; pero si le comentan que el productor, y hasta director de tapadillo de algunas escenas, era el mismísimo Sergio Leone, la cosa cambia. El director transalpino pasa por ser el auténtico maestro del western europeo y para los años setenta ya estaba un poco de vuelta del tema. En 1968 ya había rodado el que quedaría como su último western: Hasta que llegó su hora. Ahora trabajaba como productor y seguramente ya preparaba su monumental Érase una vez en América. Pero todavía le picaba el gusanillo de ponerse detrás de las cámaras para contarnos una última historia de las llanuras americanas.
Mi nombre es Ninguno nos cuenta la historia de la relación entre un legendario pistolero llamado Jack Beauregard y un admirador cuyo único fin en la vida parece ser que su adorado modelo consiga abandonar el oeste convertido en una auténtica leyenda. Ambos personajes no pueden ser más diferentes ni hablar tanto del estado del cine del oeste en aquel entonces. Henry Fonda pone rostro a un Beauregard que se construye como un personaje de John Ford visto por Sam Peckinpah, mientras que Terence Hill sigue siendo en el fondo el sempitermo Trinidad que le llevaría al estrellato del cine de género europeo.
Escondida entre una serie de sketches más o menos logrados, algunos descacharrantes y otros que es mejor olvidar, se nos va contando una historia sobre la muerte del oeste, el recuerdo, la dignidad y el saber irse. Pocas veces en la historia del cine se ha ocultado tan bien un mensaje profundo bajo una gruesa capa de comedia de trazo grueso. Esa disparidad tonal hace que uno se pregunte en ocasiones qué es lo que está viendo. ¿Estamos ante una bufonada que casualmente tuvo un momento de lucidez o es que realmente Leone entendía a estas alturas que solamente podía llegar a su público siguiendo los cánones recientemente establecidos en un género que ya no era el mismo que él dignificara en la década anterior?
Sea como sea, lo cierto es que Mi nombre es Ninguno se destaca entre el grueso de películas ambientadas en el oeste americano por su carácter casi único. Una comedia italiana que sigue la estela de Le llamaban Trinidad, pero que conjuga la socarronería llena de humor bufo del original con la trascendencia y la seriedad del mejor Leone mientras referencia a Grupo salvaje. Al final Beauregard es lo que queda de los héroes del oeste, un hombre cansado cuyo único sueño es viajar a morir a una Europa donde nadie le conozca ni quiera hacerse un nombre disparándole en un duelo. El oeste se había acabado, sus héroes se iban, solamente quedaba lugar en América para Terence Hill, para un Ninguno, que no es más que una parodia del original. Vista así la película, no es extraño que Leone se hubiese borrado del western; parece claro que se había dado cuenta de su muerte mucho antes que sus contemporáneos.
Si uno escucha que el director de una película es un tal Tonino Valerii, lo normal es que se quede igual que estaba; pero si le comentan que el productor, y hasta director de tapadillo de algunas escenas, era el mismísimo Sergio Leone, la cosa cambia. El director transalpino pasa por ser el auténtico maestro del western europeo y para los años setenta ya estaba un poco de vuelta del tema. En 1968 ya había rodado el que quedaría como su último western: Hasta que llegó su hora. Ahora trabajaba como productor y seguramente ya preparaba su monumental Érase una vez en América. Pero todavía le picaba el gusanillo de ponerse detrás de las cámaras para contarnos una última historia de las llanuras americanas.
Mi nombre es Ninguno nos cuenta la historia de la relación entre un legendario pistolero llamado Jack Beauregard y un admirador cuyo único fin en la vida parece ser que su adorado modelo consiga abandonar el oeste convertido en una auténtica leyenda. Ambos personajes no pueden ser más diferentes ni hablar tanto del estado del cine del oeste en aquel entonces. Henry Fonda pone rostro a un Beauregard que se construye como un personaje de John Ford visto por Sam Peckinpah, mientras que Terence Hill sigue siendo en el fondo el sempitermo Trinidad que le llevaría al estrellato del cine de género europeo.
Escondida entre una serie de sketches más o menos logrados, algunos descacharrantes y otros que es mejor olvidar, se nos va contando una historia sobre la muerte del oeste, el recuerdo, la dignidad y el saber irse. Pocas veces en la historia del cine se ha ocultado tan bien un mensaje profundo bajo una gruesa capa de comedia de trazo grueso. Esa disparidad tonal hace que uno se pregunte en ocasiones qué es lo que está viendo. ¿Estamos ante una bufonada que casualmente tuvo un momento de lucidez o es que realmente Leone entendía a estas alturas que solamente podía llegar a su público siguiendo los cánones recientemente establecidos en un género que ya no era el mismo que él dignificara en la década anterior?
Sea como sea, lo cierto es que Mi nombre es Ninguno se destaca entre el grueso de películas ambientadas en el oeste americano por su carácter casi único. Una comedia italiana que sigue la estela de Le llamaban Trinidad, pero que conjuga la socarronería llena de humor bufo del original con la trascendencia y la seriedad del mejor Leone mientras referencia a Grupo salvaje. Al final Beauregard es lo que queda de los héroes del oeste, un hombre cansado cuyo único sueño es viajar a morir a una Europa donde nadie le conozca ni quiera hacerse un nombre disparándole en un duelo. El oeste se había acabado, sus héroes se iban, solamente quedaba lugar en América para Terence Hill, para un Ninguno, que no es más que una parodia del original. Vista así la película, no es extraño que Leone se hubiese borrado del western; parece claro que se había dado cuenta de su muerte mucho antes que sus contemporáneos.

7,6
5.602
7
22 de mayo de 2017
22 de mayo de 2017
Sé el primero en valorar esta crítica
Una semana más nos hemos visto atrapados por el hipnótico cine nipón con una película que, aun siendo del 2002, trata una temática ampliamente abordada en el pasado, el mundo samurái, con una maestría y un preciosismo propio de quien ha sabido heredar en su forma de trabajar todo el acervo estético de sus grandes predecesores.
El ocaso del samurái forma parte de una trilogía de películas en la que tres cintas independientes en cuanto a la trama, las épocas y los actores; todas comparten entre otras cosas rasgos estéticos y plásticos como el uso del color y la configuración de los planos, así como factores ya típicos en este tipo de películas como la rectitud de la vida samurái, los conflictos interiores de los personajes, el enfrentamiento de esta civilización con el paso del tiempo, el avance de la tecnología y el contacto con el exterior.
Seibei Iguchi (Hiroyuki Sanada) es un samurái de bajo rango, viudo, que se dedica a labores burocráticas y lleva una vida austera orientada por entero a cuidar de su madre ya senil y de sus dos hijas pequeñas. La aparición de Tomoe (Rie Miyazawa), una antigua amiga de la infancia que viene de una penosa separación, enciende en Seibei las esperanzas de un nuevo amor y felicidad; sin embargo, las vicisitudes en el pueblo en que viven, así como las convulsiones del país. llevarán a Seibei a tener que enfrentarse a su condición de sirviente, guerrero y héroe.
Yoji Yamada nos transporta a un Japón decimonónico donde se solapan tradiciones ancestrales con la llegada de nuevas armas y tecnologías; una época que termina y otra que empieza, donde la vida doméstica tradicional permanece igual que hace siglos. Con un bello y pulcro realismo y una fotografía magistral vemos planos que podrían ser bodegones vivientes que se mueven con ritmo pausado y elegancia entre los personajes, convirtiéndose la intención estética en una protagonista indispensable de la película.
Si de algo podemos sospechar, es de cierto anacronismo en la mentalidad de los dos protagonistas, particularmente de Seibei, que acepta lo que le mandan supeditado a no mancillar el honor de su familia y de sus hijas, aun siendo consciente del sinsentido de la violencia y de la banalidad y frivolidad que acompañan a la gloria, la fama, la promoción social y el reconocimiento de sus superiores.
El ocaso del samurái es una película que, a pesar de haber sido ampliamente premiada por la academia del cine nipón y haber sido nominada a los Oscar como mejor película extranjera en 2003, no ha llegado al gran público ni a las grandes salas. Pasa a través del tiempo, como su personaje principal, discreta y contenidamente, siendo consciente de todo el poder que lleva dentro, pero sin hacer alarde de él.
El ocaso del samurái forma parte de una trilogía de películas en la que tres cintas independientes en cuanto a la trama, las épocas y los actores; todas comparten entre otras cosas rasgos estéticos y plásticos como el uso del color y la configuración de los planos, así como factores ya típicos en este tipo de películas como la rectitud de la vida samurái, los conflictos interiores de los personajes, el enfrentamiento de esta civilización con el paso del tiempo, el avance de la tecnología y el contacto con el exterior.
Seibei Iguchi (Hiroyuki Sanada) es un samurái de bajo rango, viudo, que se dedica a labores burocráticas y lleva una vida austera orientada por entero a cuidar de su madre ya senil y de sus dos hijas pequeñas. La aparición de Tomoe (Rie Miyazawa), una antigua amiga de la infancia que viene de una penosa separación, enciende en Seibei las esperanzas de un nuevo amor y felicidad; sin embargo, las vicisitudes en el pueblo en que viven, así como las convulsiones del país. llevarán a Seibei a tener que enfrentarse a su condición de sirviente, guerrero y héroe.
Yoji Yamada nos transporta a un Japón decimonónico donde se solapan tradiciones ancestrales con la llegada de nuevas armas y tecnologías; una época que termina y otra que empieza, donde la vida doméstica tradicional permanece igual que hace siglos. Con un bello y pulcro realismo y una fotografía magistral vemos planos que podrían ser bodegones vivientes que se mueven con ritmo pausado y elegancia entre los personajes, convirtiéndose la intención estética en una protagonista indispensable de la película.
Si de algo podemos sospechar, es de cierto anacronismo en la mentalidad de los dos protagonistas, particularmente de Seibei, que acepta lo que le mandan supeditado a no mancillar el honor de su familia y de sus hijas, aun siendo consciente del sinsentido de la violencia y de la banalidad y frivolidad que acompañan a la gloria, la fama, la promoción social y el reconocimiento de sus superiores.
El ocaso del samurái es una película que, a pesar de haber sido ampliamente premiada por la academia del cine nipón y haber sido nominada a los Oscar como mejor película extranjera en 2003, no ha llegado al gran público ni a las grandes salas. Pasa a través del tiempo, como su personaje principal, discreta y contenidamente, siendo consciente de todo el poder que lleva dentro, pero sin hacer alarde de él.
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