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6
8 de septiembre de 2012
8 de septiembre de 2012
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Truffaut vuelve a asumir el protagonismo tal y como lo hiciera en El pequeño salvaje y La noche americana. Aquí encarna al redactor de un pequeño diario de provincias especializado en necrológicas cuya pasión por la muerte va mucho más allá de lo profesional: Julien Davenne vive atado a sus muertos, desde sus compañeros de armas caídos en la Gran Guerra a su difunta esposa. El protagonista descubrirá alguien afín a sus inquietudes en Cecilia, una Nathalie Baye convertida ya en musa del director. Encontramos aquí a un alter ego de Truffaut misteriosamente pesimista, atrapado por la devoción a sus muertos, los muertos de los demás, el altar en que se conjugan las presencias de amigos y desconocidos admirados. A sus 46 años el director había perdido a mucha gente pero también era consciente de que el que camina entre espíritus se condena a vivir como uno de ellos.
A la hora de escribir el guión de esta película sobre la obsesión de la memoria Truffaut se basó libremente en varios relatos del escritor Henry James. El resultado es uno de los trabajos más extraños de su filmografía. Aparecen aquí importantes ecos a Robert Bresson, pero también una atmósfera opresiva y desasosegante propia de la novela gótica de Poe, la de la poética más enfermiza del amor que lleva a la muerte y el destino trágico. A esta particular atmosfera contribuye la música del también fallecido prematuramente Maurice Jaubert, pero sobre todo la lúgubre fotografía de Néstor Almendros en uno de sus mejores trabajos para el francés. Como ese mar de velas crepitantes, el viaje de Truffaut por la memoria de la muerte no tiene un final definido. Su película es un letárgico caminar hacia ningún sitio, lo que la convierte en un film tan difícil como personal. No es de extrañar que fracasara estrepitosamente en taquilla, forzando al director a volver sobre la pista del más amable Antoine Doinel.
A la hora de escribir el guión de esta película sobre la obsesión de la memoria Truffaut se basó libremente en varios relatos del escritor Henry James. El resultado es uno de los trabajos más extraños de su filmografía. Aparecen aquí importantes ecos a Robert Bresson, pero también una atmósfera opresiva y desasosegante propia de la novela gótica de Poe, la de la poética más enfermiza del amor que lleva a la muerte y el destino trágico. A esta particular atmosfera contribuye la música del también fallecido prematuramente Maurice Jaubert, pero sobre todo la lúgubre fotografía de Néstor Almendros en uno de sus mejores trabajos para el francés. Como ese mar de velas crepitantes, el viaje de Truffaut por la memoria de la muerte no tiene un final definido. Su película es un letárgico caminar hacia ningún sitio, lo que la convierte en un film tan difícil como personal. No es de extrañar que fracasara estrepitosamente en taquilla, forzando al director a volver sobre la pista del más amable Antoine Doinel.
8 de septiembre de 2012
8 de septiembre de 2012
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mientras Truffaut realizaba un viaje en avión cayó en sus manos una novela de Henry Farrell titulada A Gorgeus Kid Like Me. Nada más leerla el director compró los derechos para llevarla a la gran pantalla. El protagonista es Stanislav Previne, un joven sociólogo que prepara un libro acerca de la criminalidad femenina. Su sujeto de estudio es Camille Bliss, de la que iremos conociendo el pasado en forma de flashbacks. Con esta inusual incursión en la comedia negra Truffaut se aleja en gran medida de sus géneros predilectos pero no por ello renuncia al personaje de la mujer fatal, un ser amoral, libertino y egoísta que acaba por destruir todo lo que toca. Su particular visión del feminismo expresada a través de la ironía y la frivolidad es la del hombre indefenso ante las armas implacables del supuesto sexo débil. Una vez más, el amor convierte al amante en un ser ingenuo y carente de orgullo.
Lo mejor del film son sin duda los actores, encabezados por una irreverente y verborréica Bernadette Lafont -había sido una de las primeras musas del director en el cortometraje Les Mistons- y el debutante André Dussollier, especialmente reconocido en adelante gracias a las películas de Alain Resnais. La nota de color la aportan los desquiciados y caricaturescos secundarios, entre los que destacan viejos conocidos como Charles Denner. A la música de Georges Delerue le acompaña en esta ocasión la fotografía del reputadísimo Pierre-William Glenn. Podemos situar Una chica tan decente como yo en la onda de la comedia italiana e incluso de los primeros films españoles del destape. Aunque un tanto excesiva, la fría acogida que tuvo en su momento la corrobora como una película menor dentro de la filmografía de Truffaut. Entretenida pero no brillante.
Lo mejor del film son sin duda los actores, encabezados por una irreverente y verborréica Bernadette Lafont -había sido una de las primeras musas del director en el cortometraje Les Mistons- y el debutante André Dussollier, especialmente reconocido en adelante gracias a las películas de Alain Resnais. La nota de color la aportan los desquiciados y caricaturescos secundarios, entre los que destacan viejos conocidos como Charles Denner. A la música de Georges Delerue le acompaña en esta ocasión la fotografía del reputadísimo Pierre-William Glenn. Podemos situar Una chica tan decente como yo en la onda de la comedia italiana e incluso de los primeros films españoles del destape. Aunque un tanto excesiva, la fría acogida que tuvo en su momento la corrobora como una película menor dentro de la filmografía de Truffaut. Entretenida pero no brillante.
9
8 de septiembre de 2012
8 de septiembre de 2012
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El primer largometraje de François Truffaut sigue las andanzas de un estudiante en el París de los años cincuenta. Frente a una familia desestructurada compuesta por una madre distante (Claire Maurier) y un padrastro negligente (Albert Rémy), el joven Antoine Doinel reacciona haciendo campana mientras trata de evadirse de su realidad cometiendo pequeños robos. Los cuatrocientos golpes supone la primera aparición en pantalla de Jean-Pierre Léaud encarnando a Antoine Doinel, un actor-personaje al que el director seguirá la pista a lo largo de toda su vida. Tras aparecer en El amor a los veinte años, Besos robados y Domicilio conyugal, Antoine terminará por convertirse en un alter ego del propio Truffaut, ejemplificando a la perfección el carácter autobiográfico de muchas de sus películas como material hecho a la medida de su creador, es decir, un cine de autor en el sentido más carnal de la expresión.
No cabe duda de que la película de Truffaut es contestataria en su retrato de una sociedad represora -padres, profesores, jueces- para la que la libertad y las inquietudes del niño no cuentan. Así, Los cuatrocientos golpes hacen referencia no solamente a las correrías de su protagonista (la expresión francesa podría traducirse al castellano como hacer las mil y unas) sino también a esos otros que el niño recibirá a lo largo de una vida plagada de sinsabores en la que ni siquiera la juventud es terreno sagrado. Esa huida sin rumbo fijo que Truffaut escenifica en el último y maravilloso plano secuencia al que acompaña la música de Jean Constantin, el protagonista corriendo hasta alcanzar la playa para devolver una mirada inquisitiva al espectador, no deja lugar a dudas: Los cuatrocientos golpes es una de las más descorazonadoras metáforas sobre el fin de la infancia y la pérdida de la inocencia.
No cabe duda de que la película de Truffaut es contestataria en su retrato de una sociedad represora -padres, profesores, jueces- para la que la libertad y las inquietudes del niño no cuentan. Así, Los cuatrocientos golpes hacen referencia no solamente a las correrías de su protagonista (la expresión francesa podría traducirse al castellano como hacer las mil y unas) sino también a esos otros que el niño recibirá a lo largo de una vida plagada de sinsabores en la que ni siquiera la juventud es terreno sagrado. Esa huida sin rumbo fijo que Truffaut escenifica en el último y maravilloso plano secuencia al que acompaña la música de Jean Constantin, el protagonista corriendo hasta alcanzar la playa para devolver una mirada inquisitiva al espectador, no deja lugar a dudas: Los cuatrocientos golpes es una de las más descorazonadoras metáforas sobre el fin de la infancia y la pérdida de la inocencia.

7,5
3.434
7
8 de septiembre de 2012
8 de septiembre de 2012
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La piel suave supone un punto de inflexión en la filmografía de Truffaut, sobre todo comparada con su anterior trabajo, Jules y Jim. En esta ocasión el director dejó a un lado las adaptaciones literarias para trabajar con el guionista Jean-Louis Richard -desde entonces otro de sus habituales colaboradores- en la historia de esta película. Pierre Lachenay (Jean Desailly) es un famoso escritor que en un viaje a Lisboa establece una relación extraconyugal con una joven azafata. Poco a poco, el protagonista se va obsesionando por este nuevo amor y descuida a su familia. Sin desmerecer a Desailly, presiden la película dos excelentes interpretaciones femeninas a cargo de Nelly Benedetti como la esposa traicionada y una cenital Françoise Dorléac, hermana de la actriz Catherine Deneuve que moriría trágicamente en un accidente de tráfico pocos años después, tras haber trabajado con Polanski en Callejón sin salida.
Partiendo de una historia banal Truffaut elabora aquí un sutil retrato de las bajas pasiones enfrentadas al amor idealizado. Mientras que Lachenay aparece reflejado como un personaje cobarde e ingrato, el amor de su amante es desinteresado. En último término, el fatalismo, ese destino inevitable -el recibo de las fotos olvidado en la camisa, la llamada que no recibe contestación por cuestión de minutos- cristalizará en esa otra mujer transmutada en femme fatale que pone punto final a la tragedia en un desenlace sublime. Truffaut suaviza el ímpetu que le caracterizaba, optando por un estilo más clásico en el que empiezan a apreciarse ciertas influencias de Hitchcock y cambiando incluso el scope de sus anteriores películas por el formato 1:66, pero no se olvida de sus habituales referencias culturales -André Gide, Jean Cocteau o Foujita- ni de dar protagonismo a otra maravillosa partitura de Georges Delerue.
Partiendo de una historia banal Truffaut elabora aquí un sutil retrato de las bajas pasiones enfrentadas al amor idealizado. Mientras que Lachenay aparece reflejado como un personaje cobarde e ingrato, el amor de su amante es desinteresado. En último término, el fatalismo, ese destino inevitable -el recibo de las fotos olvidado en la camisa, la llamada que no recibe contestación por cuestión de minutos- cristalizará en esa otra mujer transmutada en femme fatale que pone punto final a la tragedia en un desenlace sublime. Truffaut suaviza el ímpetu que le caracterizaba, optando por un estilo más clásico en el que empiezan a apreciarse ciertas influencias de Hitchcock y cambiando incluso el scope de sus anteriores películas por el formato 1:66, pero no se olvida de sus habituales referencias culturales -André Gide, Jean Cocteau o Foujita- ni de dar protagonismo a otra maravillosa partitura de Georges Delerue.
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