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Críticas 206
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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17 de marzo de 2021
19 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el preludio tenemos una escena inquietante, de ritmo estresante, que desprende horrror, pánico. Una família intenta salvarse de un ser malvado que la cinta ha sacado de los cuentos populares ingleses para dar miedo a los niños, y para que sea eficaz, hay que mimar con mucho esmero.

Con este inicio, se nos desvela ya una trama, y lo que sigue, el páramo de una casa de campo en una verde campiña inglesa, y la llegada de una mujer con su sobrino a visitar a su madre y al novio de ésta nos da más la expectativa de una telenovela de sobremesa de sábado o domingo tarde, que de lo que sobrevendrá después con el "hada dentista".

Promete en sus incios. El hilo narrativo de la presentación nos transporta más a un drama que a una historia de miedo. Hasta incluso los diálogos y la interpretación parecen decentes, y con los encuadres de fotografía, las secuencias, uno tiene la impresión de que aisistirá a algo interesante.

Louisa Warren va introduciendo al espectador en el clima misterioso de la historia sin atropellos, y sin sustos baratos. Pero le falta garra, y poco a poco va flojeando la puesta en escena, la interpretación de los actores, y el guión en sí mismo, que da tan poco de sí, que después de haber empleado un buen rato de metraje en poco más que en lo superficial, la eficacia de la atmósfera se diluye, y deja todo el montaje al desnudo.

Un hilo narrativo insulso, la creciente torpeza en acabar de conducir al público al clímax del terror, diálogos de besugos y un apático trabajo de dirección, dan al traste con la receta más pronto de lo que uno espera. Hasta tal punto, que se agradece que sólo dure 96 minutos (y aún así demasiado): un desarrollo errático que, a cada secuencia que pasa, agota todos los recursos; que no es que no sepa encontrarlos y/o utilizarlos, sinó que da la impresión de que no quiere. De modo que no acaba sirviendo, ni para puro entretenimiento.

Las actuaciones muestran sólo algunos momentos lúcidos, así como algunos encuadres de fotografía y efectos de la partitura, que para pescarlos y apreciarlos hay que remover como en una sopa de albóndigas con muy pocas y diminutas de éstas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lo más lamentable es la esperpéntica e irrisoria aparición del monigote dentista, que como mucho podrían conseguir asustar a los niños y a algunos preadolescentes palomiteros. E incluso éstos últimos seguramente se reirían a carcajadas ante la figura del harapienta hada (la madre disecada de Norman Bates era más efectista que eso): un personaje de ópera bufa que, lo dicho, causa por encima de todo un efecto hilarante propio del Freddie de Elm Street en sus últimas entregas, o del torpe enmascarado de "Scariy Movie".

Si los más jóvenes que pueden ver la película son los quinceañeros en Inglaterra, pues poco asustará la espantapájaros esa, cuya voz (no sé como será en doblaje, yo la vi en 'inglis') ya despierta la risa al más deprimido. A aquellos a los que les dé aprensión eso de las muelas, mejor no pierdan el tiempo con este filme, ni por puro morbo.

Y como en toda historia de maldiciones, brujas, lobos u hombres lobo, vampiros y demás especímenes de este género de fauna, para cargarse al monstruito ( en este caso la monstruita) o protegerse de ella, parece ser que en vez de crucifijos y balas de plata, aquí lo que funciona es el azúcar y las "chuches". Lo que ya resulta bastante mosqueante: ya ahí es cuando uno se da cuenta del tono infantil y más bien satírico del asunto. Y en el colmo del desparpajo del pilla-pìlla final, en el que acabamos siempre en este tipo de moldes, se ventilan a la sujeta malvada con pistolas de agua azucarada (ya no se estila el "mágnum" de Harry el Sucio o la Walter PPK del 007)

En fin, que me quedo con la duda de si realmente he visto una película de terror o una comedia. Pero bueno, de haber podido sacarle más jugo a la cosa, la gracia ya está hecha, y con ella las libras esterlinas de Su Majestad británica habrían sido mejor invertidas en un anuncio de pasta dentrífica.
27 de junio de 2021
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para muchos habrá supuesto un fallo (más bien de garrafón, que no garrafal), el que Babak Anvari se haya zambullido, con el guión bajo el brazo, en la piscina de su segundo largometraje, después de «Under the Shadow», en la que se estrenó como director y guionista.

En sus dos primicias, parece no querer correr riesgos, y hace bien, pues sus primeras incursiones, ambas en el género del terror, ningún escritor sale salpicado del dudoso resultado.

Con muy buena voluntad, talento todavía indefinido, y poca pericia en el manejo del capote, el novato cineasta iraní se lanza a harponear una presa que le viene bastante grande, y con un argumento sin demasiadas exigencias, deja que se pierda una oportunidad para crear algo más sólido.

Apuesta por un estilo que en inglés se denomina «slowburn»... es decir, mete el asado en el horno a fuego tan lento, que la cocción se eterniza, y para postre se duerme en el ritmo narrativo de tal forma, que al final sale la pieza chamuscada de fuera, y tan cruda por dentro que se hace incomestible para quienes gustan de los filetes bien pasados.

En manos de alguien más experto tras la cámara, el mismo guión habría sido explotado de forma lo suficientemente eficaz y efectiva, como para crear un mayor interés en el público, sin renunciar a ese carácter de cine de autor que se le quiere imprimir, pero de guisa bastante mediocre, incluyendo algunos aspectos técnicos y de trabajo de actores (éste principalmente).

La práctica ausencia de banda sonora (véase que no está creditada en la ficha de producción), deja despojado el plano extra diegético de un elemento narrativo augmentativo esencial; un recurso al que Anvari renuncia, jugándosela todavía más, y dejando al desnudo un ya de por sí endeble planteamiento. Ello, sumado a una sobriedad pasada de rosca en lo que respecta a otros efectos sonoros y visuales, ya sea por evitar cualquier artificio superfluo o innecesario, o porque no lo permitía el presupuesto, deja prácticamente todo el trabajo del filme en los personajes y lo que pueda dar de sí la fotografía de Kit Fraser, que no es poco.

El caso es que en esta co-producción británico estadounidense, uno no acaba de imaginar en qué se gastaron los mortadelos, algo que me intriga, ya que sólo en una «güeb» cuyos datos no he podido contrastar, habla de la friolera de 20 millones de dólares (según http://bestmoviecast.com) que justito fueron capaces de recaudar en taquillas.

El «set» alterna los dos escenarios principales en los que se desarrolla la historia: el cochambroso bareto de Nueva Orleans, ciudad en la que se ubica la trama, y la casa en la que el protagonista convive con su pareja. Entre ambos, destaca un considerable contraste entre lo destartalado que aparece el bar, con el habitáculo del piso contiguo superior donde vive Marvin, y lo ordenada, limpia y acogedora que se figura la vivienda de nuestro principal.

La iluminación consigue ser bien lograda, especialmente en las secuencias diurnas, por la natural belleza de tono dorado u ocre que transmite el otoñal tinte del entorno. No se transmuta en rarezas en escenas nocturnas o de interior para crear o realzar momentos oníricos u horroríficos.

Los diálogos son de lo más intranscendente y soso que nos podemos encontrar en un “script” cinematográfico; lo único sustancial son las intervenciones de Armie Hammer, que lleva prácticamente todo el tiempo el centro de gravedad de las actuaciones.

De hecho, les invito a ustedes que hagan el experimento (yo lo hice) de visionar la película muda, y anoten al final lo que han entendido, para después compararlo con lo que les transmite con los diálogos… el resultado es que lo único que prácticamente comunica algún contenido es el trabajo de la cámara, las localizaciones, los encuadres, y, en general, todo aquello en lo que el ojo del director se centra. Se trata, pues, básicamente, de una obra casi exclusivamente visual, con dramatización en formato teatral; con mimos orientales, sin recitar un solo vocablo, se habría podido realizar este metraje.

Los demás personajes, ya sea a posta, o porque no dan más de sí como intérpretes, desempeñan un cometido puramente objetal. Cosa bastante increíble en el caso de Dakota Johnson, cuyo papel es poco menos que ramplón, y a quien Zazie Beetz hace el sorpaso ante la galería, sólo por figurar como el auténtico centro de los apetitos sexuales del prota.

El caso, es que el papel (y función) del resto, queda por debajo incluso del de las simpáticas cucarachas marrones, que aparecen como distinguidos actores invitados, por condensar buena parte de la carga simbólica de esta ficción.

La base sobre la que se construye el guión, el trasfondo de este llamado “terror psicológico” con el que se pretende etiquetar a “Wounds”, es un conocido mito del gnosticismo, según el que se logra el acercamiento a lo divino mediante el desprendimiento de las lacras de la existencia material. Superando el plano mundanal, precisa y paradójicamente a través de la vivencia de sus limitaciones y miserias, como se accede al estado de la perfección y de la belleza espiritual. Algo que, por otra parte, requiere la exigencia de constancia, esfuerzo y sacrificios, las veces extremadamente duros.

De hecho, y de ahí quiero pensar que viene “Wounds” (Heridas), como título; el concepto de herida, como entidad en la que tenemos, por una parte, la destrucción y el mal provocado (ya sea en sentido fisiológico, psíquico…), y por otra la lucha o el “trabajo” de los tejidos vivos, de las células, de la fuerza del carácter para que esta herida cicatrice. Esta lucha, este “pathos” (en griego, camino; de ahí patología), es lo que acerca a la felicidad ideal; el “placer” al que lleva el alivio del dolor.

Esta idea de los gnósticos, casa con la cita bíblica de los cánticos del Siervo, del Profeta Isaías: “Sus heridas nos han curado…”, en referencia al valor salvífico del sufrimiento de Jesucristo, con su pasión y muerte en la cruz.
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Para explicar este principio, Bavari nos propone los símbolos del túnel y el ritual del sacrificio humano, con los que representa la idea. Sin embargo, debido al nivel en el que lo expone en la película, es más que probable que el público, incluso el propio director y guionista, se queden con la metáfora, sin llegar al fondo.

A pesar de querer darlo bien masticado, y que por ello emplea un ritmo narrativo de cachazudo degoteo, llega al final sin saber exactamente como resolver el planteamiento inicial del “pathos” y el destino de Will, que parece ir en dirección diametralmente opuesta a esa esperada redención, andando el espinoso camino en el que le pone el guión. Hasta que, en la resolución, no sabemos exactamente qué es lo que depara al personaje en el último “staging” de la cinta. Lo más seguro es que ni el propio Anvari lo tuviese claro, pensando quizás en alguna especie de secuela (mejor se abstenga y de por finiquitada la historia).

Anvari acaba dando su propia versión sobre la tradición gnóstica, de modo que no sabemos si asistimos a un proceso irreversible de degradación de Will, destruyendo su relación de pareja con Carrie, y al tiempo de amistad con Jeffrey, intentando camelarse a Alice. Ello, sumado al ya de por sí hábito de una ingesta de alcohol considerable, habría bastado para hilvanar una historia oscura, centrada en un retrato de decadencia personal. Pero esto quizás habría sido demasiado visto, y, a la postre, ambientado en Nueva Orleans, se habría parecido demasiado a “Un tranvía llamado deseo”.

Para vestir (o rebozar, mejor dicho) de "terror" lo que podría haber sido un perfecto drama sureño, Bavari introduce un doble plano narrativo, como dos rebanadas en un sandwich: de un lado, usa todo el proceso evolutivo de Will para desarrollar la pelea interna del ser humano en busca de una redención. Echa mano del doble significado, tanto de las cucarachas, símbolo de constancia y perseverancia (en el antiguo Egipto eran señal de eternidad), y también de degeneración y de suciedad; como de las heridas (tanto si sanan, como si acaban en podredumbre, corrupción y muerte). Con ambas figuras, abre y cierra el desarrollo argumental: las cucarachas que aparecen en la barra, salen en masa por la herida que le abireron en la cara a su amigo, en una disputa en el bar, y que no se ha cerrado todavía (ni se cerrará).

Will se aprovecha de las heridas de los demás para buscar su propia felicidad (quiere servirse de una crisis de relación de sus amigos para quedarse con Alice). Pero con ello sólo consigue abrir otra llaga en sí mismo, con lo cuál no sigue la senda adecuada.

En el final, abriendo su boca como para fagocitar la herida abierta de Marvin, dibuja claro ese aspecto. Y es curioso, porque de Armie Hammer he leído que hasta su representante le ha dejado plantado a raíz de unos comentarios en las redes sociales, en las que el actor presuntamente expresa fantasías caníbales en sus insinuaciones a las señoras, por lo que ha sido denunciado y le ha costado el matrimonio (igual le llaman para una nueva entrega de “Wounds” al estilo Hannibal Leckter; el bueno de Sir Anthony Hopkins ya estará demasiado viejo para esto).

La otra rebanada de pan sería el “leitmotiv” del móvil abandonado. Para mí, completamente prescindible, pero percha justificable, tanto para acabar de darle a la película el “maquillaje” del horror, con las llamadas, los ritos de cabezas y miembros cercenados que aparecen fotografiados en el celular; como para expresar a nivel extradiegético, de manera plástica, el progresivo proceso de decadencia mental de Will, que acaba tanto con el mundo real del compromiso con su pareja, como con el mundo de su zona de confort, que es el bar, el refugio de sus temores y miedos.

Podemos ser magnánimos con Babak Anvari, i esperar que demuestre mejor maña en futuros planteamientos; a ver hacia donde anda, aunque “Wounds” se le haya quedado coja por faltarle, como a la cucaracha… “la patita de atrás”.
10 de enero de 2021
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
El argumento tiene un cierto atractivo, en una época de crisis, y más actualmente, como la que vamos arrastrando desde mediados de los 2000. Fácilmente despierta procesos identificativos.

El guión es bastante coherente con el planteamiento, aunque se queda un poco en la superfície del histrionismo cuotidiano; detrás de una aparente moralina, no acaba de desprenderse de los tópicos subyacentes de la conducta humana. Ojalá en la vida real fuera tan simple como lo que plantea la historia.

Ésta parece contener los mismos ingredientes del imaginario colectivo del "Fausto" de Goethe, y de los que se han nutrido muchas otras películas: el héroe guapo y noble que pasa por el infierno (Guido), su pacto con el Diablo (Franco), y la 'imago' redentora de la joven Rina, que será el espejo en el que se reflejará la conciencia de nuestro protagonista. Todo ello en un contexto deprimente, en el que parece que el 'aire puro' (tan anhelado en nuestros días en que hay que llevar mascarilla por doquier) sólo se respira en rededores de un cementerio, escenario en el que tienen lugar las escenas clave de la película. Por otro lado, interesante metáfora narrativa que se nos ofrece en clave gráfica.

Los personajes están bastante bien construídos, aunque no terminan de cuajar, y de mil leguas se ve que lo que se plantea es más ficticio que real. Las interpretaciones en general son algo sosas, exceptuando los personajes de Franco y de "El Profesor".

Carece de banda sonora propia, aunque tiene su sentido de encaje narrativo el intento de describir la historia en el plano musical con ese heavy metal de principio y fin, y en medio del bocadillo las piezas musicales clásicas religiosas.

El ritmo narrativo parece bastante correcto hasta que hacia el final se pierde un poco en alguna escena reduntante para el giro que se le quiere dar.
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Final previsible, dado el tinte determinista i algo maniqueo que se da a los personajes protagonistas. Por lo menos no hay reencuentro ni boda, y 'Fausto' paga sus pecados: la 'jung Frau' (Rina que, curiosamente es alemana), se ha esfumado en un avión a casa de su parienta. Y él se queda en aquél 'purgatorio', tomando su whiski, despertando del sueño, y ubicado de nuevo en su zona de confort.

No se acaba de entender si se trata de una película que quiere hacer un retrato costumista de la sociedad italiana (romana, en este caso, porque el italiano de Roma no es el del sur, ni mucho menos el del norte) en la actualidad, con el bagaje de tópicos propios, o se quiere desmarcar de ello hacia más bién un mensaje de denuncia 'antisistema'.

Con todo, interesante y entretenida.
22 de marzo de 2021
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede sonar a tópico. Pero una de las cosas que siempre me ha fascinado, es que, independientemente del resultado final del producto, los cineastas italianos siempre consiguen capturar toda la belleza que pueden en alguno o algunos de los elementos de las cintas que sacan.

El estilo costumbrista, aquí cargado de tintes tenebrosos; la más que lograda fotografía; y el mito de la Fascinación, de la tradición popular de su país, son tres poderosos recursos, unidos a las interpretaciones especialmente trabajadas de Giulia Patrignani, Mariella Lo Sardo y Rafaella d'Avella, con los que Domenico De Feudis se marca un tanto.

El que su exhibición venga de la fábrica de churros "Netflix", ello en sí no la convierte ni mucho menos en una cinta mala por definición. No todo es oro lo que en ella reluce, pues tiene sus puntos flacos, especialmente en el poco partido que le saca a la temática. Le falta decisión, más atrevimiento y consistencia al desarrollo de la trama. Y el papel de Riccardo Scamarcio y Mía maestro es tan soso durante la mayor parte del metraje, que cuando procuran esmerarse, ya cercanos a la resolución de la película, es demasiado tarde para ambos.

El resultado de su interpretación acaba siendo poco más que postizo. Pero si lo pensamos bien, la pareja, lejos de tener un rol central en esta historia, se pueden considerar como un adorno figurativo más del set. Y cierto es que, como floreros, algo menos hortero se podría haber logrado su trabajo.

Quisiera no equivocarme, pero en esta película De Feudis nos explica la trama en base a dos planos narrativos: uno, el de la historia de terror basada en el fenómeno de la Fascinación, que no es el principal, ni mucho menos exclusivo, y el segundo, y más interesante, más allá de la trama del conjuro, es la metáfora del vínculo del ser humano con sus pasiones oscuras, sus tradiciones, sus lazos psíquicos y de sangre con sus raíces, en constante conflicto con su deseo de libertad, y de emancipación de todo ello.

Dos planos narrativos que confluyen en el hermoso lenguaje de las imágenes, los símbolos y las figuraciones, que consigue captar plano a plano, secuencia a secuencia, en las escenas centrales, lo que ahí se nos cuenta.

Ante tal carga de significados, alimentada por la paralingüística de los personajes (miradas, expresión de emociones, gestos...), la aparente "pobreza" de diálogos estaría más que justificada. Sin las palabras, los protagonistas lo dicen todo. Aunque Scamarcio y Maestro no acaben de estar a la altura de ello

Desde la escena del preámbulo con la ceremonia de exorcismo, hasta la resolución de la historia, De Feudis va introduciendo todos los ingredientes sin prisas, sin histrionismos ni sustos para palomiteros, y nos va adentrando en su cuento de modo que, sin apercibirlo, la procesión va por dentro hasta lograr el clímax, y sin ponernos demasiado difícil la comprensión de lo que va hilvanando.

No abusa ni mucho menos de los efectos (ni visuales, ni sonoros); como una llovizna, sazonada por una decente banda sonora, nos va empapando del espanto con el ya de por sí tétrico ambiente de la villa.

Gran parte de la acción se desarrolla en los recovecos de su interior, que contrasta con la frescura i la luz de la belleza de su entorno exterior. Asi como, en paralelo, la desenfadada sociabilidad de los lugareños, manifiesta en la festiva comida familiar, choca con el oscuro apego a tradiciones y supercherías: un perfecto retrato de lo que nos suele ocurrir cuando queremos irradiar felicidad y optimismo, mientras que puertas adentro nos atormentan nuestras oscuridades, muy ligadas a fantasmas de rancio abolengo.
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Con delicada sutura, de Feudis cose la simple y tenue piel del argumento, con el mensaje narrativo que subyace a ella.
Por un lado, tenemos un maleficio que la madre de Francesco no puede romper en el intento de exorcismo con el que empieza la cinta. El desenlace de dicho rito se desvela cuando conocemos el origen del mal que aqueja a la pequeña Sofia, cuando se descubre la antigua relación de Francesco con la posesa. Ya en este momento se va precipitando el desenlace, en el que termina de desgarrarse el velo que cubría el latente conflicto de Emma, que tiene claro entonces que hay que salir por patas de aquél lugar; el punto culminante de su lucha por salvar a su hija del maleficio que amenaza con aprisionarla para siempre en la caverna donde mora lo más oscuro del alma humana.

Todo este proceso, resulta bastante bién dibujado por el guión, en el que la extrañeza que experimenta Emma pasa a la sospecha, de la sospecha al miedo, del miedo al pánico y de éste a la desesperada resolución de salir de aquél infierno.

Francesco, que se debate entre su amor por Emma y la hija de ésta, y el poder absorbente de sus raíces, acaba sacrificándose por ellas, terminando él en esa cueva que simboliza el rincón del inconsciente donde encerramos lo más profundo de nosotros mismos, donde todo son sombras que las veces convertimos en pesadillas.

Así, la relación entre la pareja protagonista no es otra cosa que un símbolo de la lucha de la persona por su individuación, por su necesidad de libertad, autonomía y autoconsciencia, frente a la poderosa fuerza de sentirse atado a un origen, garante de la identidad. El debate entre ambos se puede resolver con el anhelado desarraigo (los árboles arrancados que aparecen en el páramo de la finca cuando Sofía explora los alrededores), convirtiendo en maldita la tierra del que uno se despega; o dejarse ligar para siempre con el “vínculo”, el lazo maldito que diluye la propia personalidad, haciéndola esclava de los orígenes.

Este es el debate de la conciencia, del juicio entre los eternos opuestos (por ejemplo, el bién y el mal), cuyo equilibrio es la “sabiduría”, tan acertadamente figurada en aquél grandioso e incólume árbol que nadie ha arrancado, porque a él acuden todos para hallar ese conocimiento; la protección y la cura de todos los maleficios (aquí podemos ver una fantàstica alegoria de ese árbol del Edén; el árbol de la conciencia).

Otro símbolo de gran fuerza que nos presenta la película, es el vehículo de la posesión de Sofia: la araña. La taràntula que la pica, e intoxica su ser; su inocencia, sumiéndola en ese conflicto de que és metàfora el cuadro de todo el film.

Cada uno de los personajes que la rodea, representando una dimensión de la mente humana, pone de su parte para salvarla del veneno tóxico del maleficio.

Es Francesco, la pareja de su madre, el compositor, el que escribe música, el que osa adentrarse en la caverna para salvar a la niña (de hecho, todo artista tiene que ser capaz de enfrentarse a sus demonios para crear algo bello).

Saben ustedes el origen de la “Tarantella”, la danza Siciliana que algunos compositores como Camille Saint Saëns han inmortalizado en el repertorio clásico? Pues es una danza que, según la tradición, por su ritmo frenético, la bailaban aquellos a quienes les habia picado una taràntula, para expulsar su veneno del cuerpo.

Tomen nota, pues, de que el arte cura el espíritu de todas sus enfermedades.
25 de febrero de 2022
16 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los hermanos Matt y Ross Duffer, que ya después se abrirán camino con la serie “Stranger Things”, que los ha mantenido en pantalla desde sus tiempos de inicio en 2016, dieron su chupinazo en el largometraje con “Hidden: Terror en Kingsville” (2015). Una producción que no sabríamos decir si se trata de un pretendido homenaje a M. Night Shyamalan, o a Amenábar, cuyo gran éxito hace ya más de dos décadas fue el de convertir una película en una especie de tortilla a la que se le da la vuelta para que quede bien cocinada de ambos lados (sin importar si quedaba cruda de en medio).

Pero no se trata sólo de poner las cosas boca abajo de cualquier manera, sino que hay que saber hacerlo con una elegancia que no todos, en su tiempo, lograron ejecutar con capotazo maestro. Es más, cuando uno ya lleva vista por enésima vez esta técnica en la construcción del guión, poco original y/o creativo (peor aún, de majadería suprema) encuentra el uso de girarlo todo del revés como modo de salvar algo intrínsecamente infumable.

No es el caso de “Hidden: Terror en Kingsville”, cuyo aire postapocalíptico (ya algunos estamos hasta el moño de virus; no hace falta preguntar porqué) ya predispone, sobretodo después de tanta “plandemia”, a marcar distancia a priori delante del planteamiento de la película.

Si a ello le añadimos una fotografía casi permanentemente en penumbras, bajo insípidas y livianas luces que alumbran lo que de momento no se figura ni por asomo lo que es, aquél zulo donde hallamos el símbolo de la edad posmoderna (léase, famíla nuclear con hija única repelentilla, con muñeca habladora incluída), durante los primeros minutos de rodaje casi se le va la mano, a uno, al “turn off”.

Sin embargo, algo atrapa a quedarse con el trío desdichado en el lúgubre escondite. A diferencia de otras películas como “It Comes at Night” (2017), de Trey Edward Shults, en la que la sensación es de acorralamiento entre lo que achecha entre el desconocido y amenazante exterior, y el salvajismo emergente de la propia alma humana que es capaz de horrores peores que los que acechan en el ámbito de lo desconocido, los Duffer bros. crean una atmósfera que, dentro de lo claustrofóbico que pueda antojarse el interior de un viejo refugio antinuclear, da cierta sensación de refugio, recogimiento y relativa protección de todos los peligros rondantes en una ignota superfície, a la que se tiene acceso con un rudimentario periscopio que sirve para escudriñar lo que sucede de día en el desolado terreno circundante de arriba.

En este escenario, donde lo conciso, medido, calculado (no sólo en términos de espacio, sinó también en normas de la forma de vida que se han tenido que autoimponer los tres, llamémoslo supervivientes refugiados de Kingsville) cubre la mayoría del espacio diegético que compartimos con los protagonistas, y lo exterior se extrapola al horror de lo desconocido, vago, impredecible…, evoqué enseguida los mismos sets que se reproducen (también con periscopio, oh casualidad), en las películas de cualquier momento de la historia del cine, en las que compartimos las aventuras de un grupo de personajes metidos en el habitáculo de un submarino, y que se enfrentan a innumerables desafíos- cito “Destino Tokyo” (1943), “2000 leguas de viaje submarino”(1954), “Das Boot” (1981), “La Caza del Octubre Rojo” (1990)…-.

Esa es, la sensación de compartir no sólo el aburrido, interminable y angustioso día a dia con esta família en sus 301 días de exilio forzado del mundo que conocían (experiencia, por otro lado, que todos vivimos hace ya un par de años casi casi por estas fechas), sino también todo el proceso emocional asociado con el que podremos ser capaces de empatizar con ellos, ahora más a misas oídas, que no en el año en el que se rodó el film, que como mucho podía presumir de premonitorio, como muchísimas otras tantas cintas del estilo.

Los actores prodigan, por lo menos en lo que es toda la parte central-introductoria, una naturalidad que transmite ese relativo sosiego que nos trae a su lado; nos absorbe al plano de su cuotidianidad. Lo que no sería posible si se andara con artificios y sostificaciones en sus respectivos roles; aunque, como se ha dicho por algún lado, la niña no evita destacar con sus inquietudes (normal en una muñaca de su edad), ansias, aspiraciones y deseos, bastante por encima de la serenidad que intentan trasladar los dos protagonistas adultos a pesar del momento.

Skaarsgard Salva el pabellón del honor de su padre Stellan con creces, y la Riseborough (Claire), hace un papel muy decente, acompañándose, harmonizando mútuamente en un bastante logrado equilibrio de fluido comunicativo y afectivo; sin, repetimos, caer en la sobreactuación u otros errores parejos. Y la niña, aunque algunos la encuentren extremadamente pesada, artificiosa, o incluso les “sobre” su presencia, es precisamente el “medium” a través del cuál el espectador conecta con la experiencia de todos ellos en este largo ocultamiento en las fauces de la tierra.

David Julyan, autor de otras bandas del terror, como “Insomnia” (2002), “The Descent”(2006), “The Descent” pt.2 (2009) o “The Cabin” (2012), escribe una partitura sin demasiado colorido para una cinta en la que el silencio (posiblemente más adecuado), es el que prima, sobretodo en la desigual primera parte en la que se desarrolla toda la acción dentro del refugio.

Casi todo el transcurso de la acción se cuece lentamente, bajo suelo, haciéndonos partícipes hasta el mínimo detalle de todo cuanto acontece entre Ray, Claire y Zoe. Y para ir alimentando el interés en el ritmo y conseguir tirar de la atención del espectador, va introduciendo “flashbacks”, pistas para que se intuya qué ocurrió en el pasado.

El montaje va incluyendo retazos, a modo episódico, describiendo casi literalmente lo que va apareciendo en los fragmentos de memoria episódica de los inquilinos del zulo,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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y dejando que sea nuestra mente, como si nosotros mismos fuéramos los que vamos recuperando esa memoria, la que reconstruya el hilo de hechos que preceden al drama del aquí y ahora.

Poco a poco, estos recuerdos, también “ocultos” bajo la superfície de la consciencia, van emergiendo, y con ellos se va descubriendo lo que apenas deja entrever el improvisado periscopio con el que Ray sondea el exterior.

El tejido de elementos narrativos: las normas que se han establecido en cuanto a su forma de actuar, incluso de sentir y de pensar; el detalle de sus “menús”, muy indicativo de lo metódico con lo que se han organizado su plan de supervivencia; los exiguos diálogos que ceden el protagonismo al lenguaje de las miradas, el cuerpo y las reacciones afectivas de los tres personajes. Todo ello está trenzado para dirigirnos lineal y directamente al segundo y último acto con el que se nos manifestará la gran revelación de la historia.

Hasta la famosa muñeca hablante (que, precisamente, no es de “Famosa”), que parece que tanto da que hablar en algunos comentarios que he ido leyendo, tiene justificado su pequeño protagonismo. Será precisamente su mecanismo de activación, con un cordón con anilla (tal si fuese una mina o una granada), que se engancha accidentalmente con la escalerilla de acceso al exterior (ojo al detalle), a lo que sigue aquel paralizante lapso en el que las miradas aterradas de Zoe, Ray y Claire, diciendo lo que pasará, lo que detonará el desenlace.

Tiene su toque de gracia sarcástica, el ver como un objeto, al que la niña profesa una devoción casi fetichista, es literalmente arrojado, golpeado, pisoteado y descuajaringado por los desesperados padres, para que su ruído no atraiga a los “monstruos” (los llamados respiradores) que acabarán descubriendo el escondite.

¿No faltará quien atribuya en el “linchamiento” de la muñeca una función proyectiva hacia la inquieta chiquilla? Cuestión de interpretaciones, supongo.

El caso es que, una vez se descubre el pastel, atrapados por los los “misteriosos” seres del exterior, que resultan ser militares a la caza de infectados por la extraña epidemia que en su día cayó sobre Kingsville, después de un estéril intento de mantener cerrado el refugio, el viraje del script se lleva con él también al estilo narrativo. Lo que podría haber sido una conclusión más en la línea de lo que habíamos ido viendo hasta el momento, como por ejemplo un intento de huída (con éxito o fracaso para los fugitivos) que acabase con cuatro tiros, se torna con una exhibición de acción al más puro estilo de los hombres lobo.

Y ahí el efecto Shyamalan o Amenábar: aquéllos que creíamos que eran unos, resulta que son los “otros”. Los que en principio parecían protegerse de un virus, son los que están precisamente infectados, y que cuando su vida corre peligro, se convierten en zombies con poderes sobrehumanos, tal si estuviéramos en una de las de Marvel. Si no es por una intencionalidad irónica, la inclusión de esta escena no acaba de encajar con un epílogo que sí que cuaja con lo demás: Claire y Zoe (atrás queda el padre que fenece en su pelea con los “malos” para defenderlas) se reúnen con una comunidad de otros que son como ellos.

Si no fuera por esta extraña coreografía, con la que se acaba de explicar lo sucedido a los habitantes de la desdichada localidad, el truco final que tanto se puso de moda a principios de los 2000, aunque ya trillado y poco original, habría dado su perfecto acabado.

Una historia que, cómo no, con un cierto talante profético, invita a reflexionar sobre la legitimidad que puedan tener determinados “poderes” de nuestros sistemas políticos y gubernamentales, a tratar a los “presuntos” contagiados como individuos a los que se tiene que privar de derechos, como así pretendió el “Macarrón” gabacho, de “emmerder” a los “no vacunados”. Sin saberlo, los Duffer anticiparon muchas cosas. Jules Verne debe de ser, seguramente, uno de sus autores de cabecera.
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