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Críticas 144
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
31 de enero de 2013
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su tercera película Leos Carax jugó a la ruleta rusa de la gran superproducción y consiguió un sonado fracaso que arruinó su prometedora carrera. El fracaso es explicable: Los amantes del Pont-Neuf es una película romántica excéntrica e incómoda, ya que no permite la identificación de los espectadores con sus protagonistas. Estos mantienen una relación con el público parecida a la de artistas de circo o de teatro de calle, pero no aspiran a resultar simpáticos ni cercanos.

Por otra parte, la película presenta una visión hiriente y destructiva del amor: Alex, el personaje al que interpreta Denis Levant, es un ser desesperado, que trata a toda costa de apropiarse del ser amado (la escena en la que, aprovechando un desmayo de ella, le levanta el parche para ver su ojo oculto es casi una violación), y de conservar su amor por todos los medios, aun a costa de que ella quede disminuida y atrapada en una miseria que podría no estarle destinada, rotos sus restantes vínculos con el mundo; Juliette Binoche interpreta a Michèle, un ser tan frágil y desvalido que parece capaz de amar a todo aquel que se cruza en su camino para protegerla; y de ahí sus decepciones y crisis.

Algunas imágenes de la segunda escena en el albergue de indomiciliados recuerdan a Géricault, y luego, efectivamente, se nos ofrece la cita de La balsa de la medusa, en una visita clandestina al Louvre que tiene lugar más adelante. En esa visita, los personajes van en busca, en realidad, de un autorretrato de Rembrandt, en el que este fue capaz de verse, y representarse, como alguien ajeno, desde fuera, sin ninguna piedad ni subterfugio. Esta referencia puede hacer pensar que también es este el objetivo al que apunta Carax en su película: retratarse a sí mismo (o a una parte de sí mismo) sin piedad ni subterfugios; y ello no sólo a través del personaje de Alex, sino también del de Michèle.

Estas referencias nos recuerdan también el sentido pictórico en la puesta en escena: cineasta del movimiento, Leos Carax crea imágenes llenas de dramatismo, de diagonales, de contrastes extremos y contraluces, o recurre a objetivos largos que permiten aislar los rostros de los protagonistas ante luces o manchas desenfocadas. Podría decirse que el autor no se permite ninguna imagen que sea simplemente funcional para el desarrollo de la narración; es esta, si acaso, la que tiene un carácter funcional, como en un espectáculo de circo o de teatro de calle.

El uso de la música revela una pasión casi tan grande como la de las imágenes: la antigua relación del personaje de Binoche con un violonchelista es evocada a través de dos fragmentos de la sonata para violonchelo solo de Kodaly que se repiten obsesivamente, y que marcan desde el inicio el tono de la película con su lirismo encrespado y su estilización de lo popular; más adelante el personaje paterno al que interpreta Klaus- Michael Grüber (destacado director de escena de teatro y ópera) canta “Me he apartado del mundo” de Mahler mientras los protagonistas se declaran su amor en clave.

Desbordante y convulsa, espectacular y lunática, Los amantes del Pont Neuf añade un cierto manierismo, propio de quien domina el oficio, a la poética (ya de por sí manierista) de su autor. Esto, en mi opinión, le hace perder parte de la fuerza de sus dos primeras películas: la repetición, más mecánica y mucho menos inspirada, de la escena del baile-carrera al son de la música de David Bowie de Mala sangre, es una muestra de ello.

Decía que Leos Carax se autorretrata como Alex pero también como Michèle. Perder la visión para un pintor, como perder la mano para un artista de circo, es enmudecer: Los amantes del Pont-Neuf supuso, en cierto modo, el suicidio (en un sentido industrial) de su autor (algo que aparece evocado en un episodio de su última película, Holy motors): como si pretendiera ser un moderno Rimbaud que, después de haber hecho a los veintitantos años las películas más brillantes de su generación, desafiara a los burócratas del dinero para llegar a ser más rico y poderoso que ellos, o si no callar.
9 de enero de 2018
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las películas más representativas de la obra de Frank Borzage se caracterizan por su visión del amor como una fuerza redentora, casi milagrosa: al contrario que en la poesía mística, el amor humano no aparece en ellas como metáfora de la unión divina sino como una realidad terrena que, por su intensidad, adquiere una proyección sobrenatural. Algunos críticos lo han conectado con la concepción del amor de André Breton y los surrealistas, herederos del movimiento romántico en el siglo XX, y de hecho las películas de Borzage podrían encuadrarse, en primera instancia, entre los espectáculos ingenuos que aquellos admiraban como contenedores de una verdad más profunda que las manifestaciones refinadas de la cultura burguesa.

El motivo de la “redención por amor”, procedente del "Fausto" de Goethe, se convirtió en un tópico del romanticismo y acabó llegando al cine: se trata de una de las grandes líneas de fuerza del melodrama, en la que se inscriben, además de las principales películas de Borzage (entre las que figura "Lucky Star"), otras posteriores de otros cineastas que mantienen esa visión del amor como una fuerza imprevisible que eleva a los miembros de la pareja por encima de sí mismos: "Candilejas", "An affair to remember", "On dangerous ground" (entre otras de Ray), "Some come running", "El apartamento"… En las antípodas de esta concepción está la tendencia de la “degradación por amor”, que procede quizás de la novela "Cumbres borrascosas", y que resultaría tan fructífera en el cine negro y en la obra de Hitchcock, Visconti, Renoir o Lang; y más lejos aún el escepticismo moderno ante los milagros (que solo los admite, en este caso de buena gana, en nombre de la voluntad individual bajo los principios de la autoayuda).

En "Lucky Star" el amor de los protagonistas, Mary (Janet Gaynor) y Tim (Charles Farrell) no es un amor a primera vista, o quizá lo es a un nivel más allá de la superficie, si pensamos que pegarse (unos azotes en el culo) y morderse es la única forma de tocarse que los dos jóvenes tienen a su alcance cuando la película los reúne por primera vez. Las ventanas y la puerta de la casa de Tim encuadran a los miembros de la pareja, que ignoran la fuerza que los incita a superar esos umbrales y los atrae el uno hacia el otro. Tim, un hombre de recursos, cuya ética le permite hacer frente a la adversidad, es el que primero adquiere conciencia de esa fuerza, cuando Mary lo abraza por primera vez, de forma inocente, para agradecerle un regalo, y la cámara muestra su rostro separado del de ella, sus ojos llenos de un pánico casi sobrenatural.

Más que la sorpresa narrativa, ese cine mudo tardío que se resiste a abandonar la escena busca la delicadeza y la exactitud del gesto, y las encuentra maravillosamente en la obra de Borzage, uno de sus mayores artífices, como vía de acceso para retratar la intimidad y la dignidad esencial de las personas; la película nunca recurre a espejos deformantes, y refleja en todo momento a sus personajes, incluso cuando adoptan hábitos de picaresca, con la limpidez de un arroyo de montaña.

Quizá por ello la película puede parecernos hoy ingenua, pero no lo es desde el punto de vista narrativo: el espectador siempre sabe más que los personajes, y el suspense está centrado en las reacciones de ellos más que en las revueltas de la trama. Las circunstancias externas aparecen reducidas a lo esencial, y la acción transcurre en un decorado de cuento, en el que Mary es como una especie de patito feo, al que Tim eleva a su condición de cisne mediante una limpieza tanto física como espiritual: ambos aspectos están unidos. Como sucede en los cuentos, la inocencia del tono no implica ingenuidad de fondo, y el discurrir del relato demuestra que no siempre obedecer a una madre es la regla moral más acertada; por otra parte, el ascenso de Mary hacia su mejor yo la coloca, precisamente, en situación de máximo peligro (la salvación y la corrupción están solo separadas por una carrera contra el reloj, en las circunstancias más difíciles, sobre la nieve bella y siniestra al mismo tiempo). El desenlace guarda aún un giro que se resume en el penúltimo intertítulo, y que completa el sentido de la película con tanta precisión como belleza, en tanto que los amantes se abrazan bajo la nieve, ya sin la separación y el miedo de su primer abrazo, mientras el tren de la amenaza se pierde en la distancia.

Texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
Palms
Documental
Rusia1994
7,8
74
Documental
8
23 de abril de 2015
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ladoni, primera y anteúltima película dirigida por el moldavo de padre armenio, madre judía y escuela soviética Artur Aristakisyan, representa una experiencia-límite por su forma de mirar el dolor de los demás (según la expresión de Susan Sontag). Nos enfrenta a lo que no queremos ver, y lo hace con imágenes que sólo cabe calificar como justas. El mayor acierto del cineasta es encontrar un tono adecuado para representar lo irrepresentable, sin caer en la compasión de buen tono ni en la rapiña de los parias que se adorna con ropajes de denuncia.

Como un tríptico medieval, la película tiene tres elementos: en el centro están las imágenes documentales, filmadas en blanco y negro con mucho grano, que representan a mendigos, una familia de ciegos que piensa que todas las demás personas también lo son (el hijo adolescente piensa además que él y su padre son los únicos varones y que los demás humanos son mujeres), una mujer que espera tumbada en el suelo la segunda venida de Jesucristo, niños que se bañan en un estanque de aguas residuales, personas con miembros amputados, un niño de aspecto andrógino que toca la flauta mientras una mujer lo pasea sobre una silla de ruedas, un hombre que duerme rodeado de palomas, otro enfermo del síndrome de Diógenes… Todos ellos malviven en un suburbio de Chisinau (Kishinev), la capital de Moldavia.

En uno de los lados del tríptico, la voz en off del autor recita un comentario con voz despaciosa, en el que resplandece la bella sonoridad de la lengua rusa; pero un comentario que parece escrito por un profeta anacrónico, que apunta a una moral más escandalosa que las mismas imágenes; en el otro lado, el Dies Irae del Requiem de Verdi (una música que nos remite a otro cineasta singular de la extinta URSS, el armenio Artavd Pelechian).

Ladoni se divide en dos partes, que se inician con las escenas del martirio de los cristianos de la adaptación de Quo Vadis? rodada en 1913 por Enrico Guazzoni (de la que se cuenta que, durante el rodaje, un león se comió a un extra), sugiriendo que los desheredados de la sociedad que protagonizan el resto del metraje son nuestros modernos mártires. Las imágenes de estos están intercaladas con otras de demoliciones de edificios.

La longitud, el efecto acumulativo, distinguen esta película de antecedentes como Las Hurdes de Buñuel o La casa es oscura de Forough Farrojzad.

El discurso sonoro, que incluye citas de un poema de Naum Kaplan (autor del que nada he encontrado en internet), lo dirige el narrador a su hijo aún no nacido, aún en el vientre de su madre, como una forma de enseñanza ética para su futuro que puede resumirse en el siguiente silogismo: si existen los desheredados (y la película demuestra que sí existen, y esboza algunas de sus terribles historias), es insoportable alinearse entre los triunfadores. “Si el sistema logra, en el arañazo del tiempo, separar a la gente en los que son útiles y los que están condenados, entonces un crimen.... no tendrá ninguna diferencia con la legalidad.”

El narrador, cuya lógica rigurosa y lunática parece sacada de la cabeza de algún místico de Dostoyevski, no aspira a mejorar las condiciones de vida de las gentes que retrata, sino que se limita a sugerir que la única salvación posible es llegar a ser uno de ellos: “Hijo mío, no te conviertas en activista de los derechos humanos. No te dejes influir por cómo arriesgan sus vidas. Arriesgar la vida es una cosa, pero en qué se convierte la vida es otra completamente distinta.”

Quizá no se debería decir mucho más de una película como esta, cuyas referencias al “sistema” me han recordado las palabras de Nathanael Hawthorne: “En la aparente confusión de nuestro misterioso mundo los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros y al todo al que pertenecen de tal modo que, con sólo dar un paso a un lado, cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar en el mundo y convertirse, como Wakefield, en apátrida del Universo”.

Texto publicado en: https://navegandohaciamoonfleet.wordpress.com/
2 de noviembre de 2012
17 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Persona es una obra abierta (Umberto Eco) característica del arte de los años 60. Debemos ser conscientes de esto para no enfrentarnos a ella como un enigma que debamos descifrar, ya que es, por planteamiento, indescifrable. Bergman nos oculta sus claves como una forma de apertura, para que cada espectador pueda completar la película a su manera, sabiendo que toda interpretación es incierta.

Roland Barthes afirmó que la obra debe ser abierta para no morir. Creo que viene aquí a propósito una cita de Enrique Vila-Matas que desarrolla y amplía esta idea: “La verdad es que no entender nada me ha resultado siempre, como lector, extraordinariamente creativo, estimulante, alegre, y más bien alejado de todo drama. Esto no debe parecernos extraño. Después de todo, un clásico, por ejemplo, es simplemente un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Entenderlo todo puede ser el fin de la aventura, mientras que no entender nada es la puerta que se abre. Entre nosotros se halla muy arraigado, en cambio, el drama de no entender. De todos los países de la tierra somos el más obsesionado por esta cuestión. (...) Tenemos una cierta fijación en la idea carpetovetónica de que, aunque nos cueste mucho, debemos entenderlo todo.”

Teniendo esto en cuenta, y tal vez aquejado yo mismo de este mal nacional, me contradigo proponiendo algunas claves interpretativas y otras observaciones:

- El prólogo nos muestra, como mensajes subliminales instantáneos, algunos elementos que, en la película que está dentro de la película, permanecen más o menos implícitos: el sexo, la muerte, la religión como sacrificio, la radical tosquedad del arte como lenguaje.

- Si no tuviéramos en cuenta las piezas que no encajan, la trama principal podría consistir en un drama psicológico burgués sobre dos mujeres unidas por una herida común, la necesidad de amputar su condición de madres para poder llegar a ser las mujeres que desean ser: la experiencia de un aborto, en el caso de Alma, y del desamor por su hijo, en el caso de Elisabet (representados quizá ambos por ese niño de gafas que también puede ser contrafigura del director y/o del espectador, y que, en el prólogo, se levanta de su camilla en el depósito de cadáveres y despierta la película que está dentro de la película, tocando la pantalla del cine en la que surge el rostro desenfocado, extrañamente parecido, de las dos actrices).

- Recordemos también que la crisis que desemboca en la mudez de Elisabet se produce cuando interpreta a Electra, personaje que renuncia a ser madre para conseguir dar muerte a su madre.

- Junto a su drama íntimo, el silencio de Elisabet también se asocia en la película como reacción a un drama más amplio: el que evocan el bonzo que se inmola en Vietnam o los niños judíos de rostro casi desenfocado amenazados por soldados nazis en una vieja foto del ghetto de Varsovia.

- La estructura de la película se inspira, sin confesarlo, en una breve pieza de cámara de Strindberg titulada “La más fuerte”, que leí en una antigua edición de Bruguera hace muchos, muchos años (de hecho, antes de poder ver la película: porque sí, queridos niños, hubo una época en que Persona no estaba disponible en Youtube, y uno podía leer sobre ella, desearla, pero no verla; y esta dificultad de acceso también condicionaba la apreciación de una película, comprobar en qué medida la cosa real soportaba las expectativas que durante tanto tiempo uno había depositado en la cosa imaginada). Volviendo a Strindberg, su obra está protagonizada por dos actrices (X e Y), una que habla y otra que calla.

- En Persona hay dos niveles de silencio: el silencio de Elisabet, de raíz existencial, y el de Bergman, que tiene también quizás un sesgo metafísico (interpretando que las escenas de slapstick y dibujos animados del prólogo y el entreacto aluden a la falta de conexión del lenguaje con la verdad de la existencia): este silencio nos remite a la Carta de Lord Chandos de Hugo von Hofmannsthal (quien, por cierto, es también autor del libreto de Elektra de Richard Strauss, moderna adaptación del mito): a Chandos las palabras abstractas se le “deshacían en la lengua como hongos podridos” mientras que, por el contrario, se le presentaban con mayor fuerza “cualquier criatura, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano atrofiado, unas roderas serpenteando por una colina, una piedra cubierta de musgo”. Quizá Bergman se refugia en esa forma de silencio que es el enigma, consciente de que su capacidad de invención verbal resulta muy inferior a la fuerza ascética de sus imágenes, la dureza con que escruta los rostros hasta mostrar los poros de la piel, utilizando la luz como el buril de un escultor.

- Corrijo lo que escribí sobre el carácter implícito del sexo en la parte principal de la película, que contiene una de las escenas eróticas más potentes que recuerdo en el cine: es el relato que hace Bibi Andersson de una experiencia en una playa con otra mujer y dos chicos muy jóvenes. No hace falta mostrar nada, basta el rostro y la voz de una actriz que cuenta, el rostro de otra que escucha, para expresar el deseo.

- La mención del deseo nos lleva a Liv Ullmann, descubierta por Bergman en esta película: la pasión bien visible del director por su actriz nos recuerda a la de Sternberg por Marlene Dietrich, la de Godard por Anna Karina, y explica en parte la fascinación que desprende Persona, esa sensación de que está rodada como en estado de gracia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
- A medida que la película transcurre muchas puertas se abren: al final los dos rostros se funden en uno, las diferencias se anulan: Alma dice palabras sin sentido, y Elisabet pronuncia la palabra “nada” (lo que recuerda al cinéfilo, aunque fuera de contexto aquí, el epitafio de la tumba de Ozu).

Conclusiones provisionales: ¿de qué habla la película? La personalidad no es más que un papel que interpretamos, una máscara (persona); en el fondo de todo lo vivo está el dolor, cuyo sentido es incompresible; el arte no debe dar respuestas que no existen pero puede iluminar la negrura entre dos instantes (los carbones del proyector que se encienden al principio y se apagan al final).

Conclusión: lo importante no es de qué habla la película, aunque nos divierta hablar de ello para tratar de apresar algo de su misterio, sino lo que muestra, lo que es: el contraste entre la blancura de la luz y la sombra, entre los cantos rodados, las rocas solitarias de las playas de la isla de Farö y la penumbra de la casa, entre esos dos rostros tan parecidos, y tan distintos, que hablan sin palabras o a pesar de las palabras.
24 de julio de 2013
21 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
El nacimiento de una nación marca el inicio del cine-novela en Hollywood; aunque la novela, en especial la folletinesca, tendrá su equivalente visual más logrado en los seriales televisivos, Griffith logra, en mucho menos tiempo, evocar su ambición y complejidad.

Los hallazgos técnicos en que se fundamenta la narrativa clásica del cine no fueron descubiertos aquí, y el propio Griffith rodó antes muchos cortometrajes en los que experimentó con el montaje paralelo, el uso dramático del primer plano, los travellings que siguen a los personajes, etc.: pero en El nacimiento de una nación todos esos recursos se juntan para dar vida a una gran obra épica, lírica y política, que demuestra por sí misma todas las posibilidades del joven arte.

El nacimiento de una nación se estructura en dos partes: la primera narra la guerra civil americana a través de la relación entre dos familias, una del Norte y otra del Sur, y concluye con el asesinato de Lincoln: resulta magistral su evocación del viejo Sur (un tiempo remoto que se refleja en una obra que ahora nos resulta igualmente remota), su potente discurso antibelicista, la precisión de los detalles con que se nos muestran tanto los acontecimientos de la gran Historia como las historias mínimas de los anónimos protagonistas. Griffith parece tener el don de la imaginación concreta: es como si hubiera sido testigo de todos los hechos que muestra y luego fuera capaz de recrearlos con la intensidad de lo verdadero. Como ejemplo, valga la escena de la vuelta a casa del coronel superviviente de la guerra, que se cierra con una mano que sale de la puerta y se apoya en su hombro.

La película conserva su perfume tenue de otra época: muchas imágenes guardan un aire de familia con la fotografía victoriana de Julia Margaret Cameron (que comparte apellido, curiosamente, con la familia sureña protagonista). En otros momentos, ya en la segunda parte, encontramos ecos (quizá no deliberados) de otras artes: evocaciones perversas de Botticelli (Mae Marsh corriendo por el bosque perseguida por el negro Gus recuerda el primer cuadro de la historia de Nastagio degli Onesti), o de Miguel Ángel (el herrero blanco que va en busca de Gus a la cantina tiene un gesto como el de David antes de atacar a Goliat).

La segunda parte describe la aniquilación del Sur en la postguerra, con una visión maniquea y abiertamente racista, que concluye con la glorificación del Klu Klux Klan. Las imágenes no son menos bellas o intensas, pero esta parte de la película nos plantea un dilema moral como espectadores (especialmente agudo en Estados Unidos); y también un dilema estético.

La novela moderna, como género, va más allá del ejercicio narrativo para convertirse en una exploración moral de la realidad; por tanto, en esta película (al ser la novela su modelo inspirador) la ética forma parte de la estética. Su debilidad no consiste en que el autor fuera un canalla, o en que se equivocara de bando, sino en el hecho de que se conforme con una explicación tan simplista de la realidad, que nos trate de colocar una solución mágica imposible.

La película plantea, en esta segunda parte, un problema político sin solución: el de los oprimidos que, tras su liberación, se convierten en opresores; y confronta a los políticos con las consecuencias de sus decisiones. Es instructivo comparar la visión de Griffith con la de otro artista contemporáneo, J.M. Coetzee, que en su novela Desgracia pinta un panorama análogo en la Sudáfrica posterior al apartheid. Coetzee escribe desde la ética y no cae en prejuicios y simplificaciones; tampoco en el sensacionalismo, a pesar de que saca a la luz todo aquello que Griffith evita mostrar, o no se atreve a imaginar.

Toda obra de arte va más allá de las intenciones de su autor y El nacimiento de una nación apunta cosas que seguramente Griffith no planeó: por ejemplo, que las mujeres no eran víctimas de los negros depravados sino de una moral que las empujaba a morir antes que ser tocadas fuera del matrimonio, y que las encerraba en una endogamia casi incestuosa (cfr. la relación del personaje de Mae Marsh con su hermano cuando se entera de que ha roto con su novia). El máximo horror que puede concebirse en el mundo que refleja la película es que un negro viole a una virgen blanca (la sutil Lillian Gish; la alocada Mae Marsh, que se hermana con la ardilla en la escena en que, como en las coplas populares, va por agua a la fuente; la oscura y digna Miriam Cooper, que parece una vestal antigua encerrada entre las columnas jónicas de su mansión sureña, una triste Penélope que da largas a su pretendiente del Norte mientras teje los mantos del Klan).

También nos muestra que el nacimiento de los Estados Unidos va unido al enfrentamiento étnico; y que el cine, pese a las apariencias, no es un espectáculo inocente, sino que sostiene, desde su nacimiento, los valores y privilegios de la clase social a la que se dirige.
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