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Críticas ordenadas por utilidad
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8
2 de septiembre de 2022
2 de septiembre de 2022
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La series finale de Better Call Saul -y punto final definitivo del universo Breaking Bad, por extensión- contiene hasta tres referencias a los viajes en el tiempo, en momentos bien diferenciados tanto en la duración del episodio como en el punto temporal de este macrorrelato en el que se sitúan, cada una con un interlocutor distinto del protagonista, pero todos ellos con un rol clave, en un momento u otro, en el desarrollo de un personaje que ya es un icono de la televisión.
En la secuencia inicial, enmarcada en la travesía por el desierto mexicano al regreso de su "recado" para Lalo Salamanca, Saul Goodman pregunta a Mike Ehrmantraut a qué momento de su pasado viajaría si dispusiese de una máquina del tiempo, a lo que este responde, tras dudarlo un momento, el día en el que aceptó su primer soborno. En el ecuador del episodio, en el sótano del "señor de las aspiradoras", esperando por sus nuevas identidades (y vidas), el abogado reitera la pregunta a Heisenberg, quien, tras afirmar tajantemente la imposibilidad de viajar en el tiempo ("real y teórico"), reconduce la conversación a su verdadero significado: los lamentos por las acciones y decisiones del pasado -o la ausencia de estas-, que para el exprofesor no es otra que el haber dejado los Schwartz lo apartasen de la empresa que él mismo creó y acabasen haciéndose de oro con sus ideas.
Por último, en la antesala del desenlace, en una de tantas ocasiones en las que Jimmy le lleva la compra a su hermano Chuck, este le pregunta una vez más si no piensa reconducir su camino en la vida, una conversación que el picapleitos ya parece más que hastiado de tener, por lo que se va de ahí, sin más, mientras la cámara nos enseña un ejemplar de La máquina del tiempo de H.G. Wells en la mesa de la cocina.
Puede por tanto concluirse, sin muchas dudas, que esta triple referencia a los viajes en el tiempo no es sino una alegoría de lo que se sitúa realmente en el núcleo semántico de este episodio final, del último acto de la serie y del desarrollo moral de su protagonista: el arrepentimiento, el remordimiento, no ya tanto por todo el daño causado a terceros sino especialmente por los efectos que toda una vida de granuja, primero, de criminal, después, le han afectado en lo personal, en donde más duele. Y en especial, que desapareciese para siempre de su vida Kim Wexler, verdadera piedra angular de Better Call Saul y el mejor aporte de esta serie al universo Breaking Bad.
Apuntaba en mi comentario sobre la season premiere que el destino de la compañera laboral y sentimental de Jimmy McGill sería el verdadero enigma de esta temporada final, profecía que, más que cumplirse, se ha tornado en algo todavía más trascendente: la explicación de la miseria moral del protagonista, pero también, en última instancia, la clave para su redención final y, a la postre, para el desenlace definitivo de la serie y del universo narrativo.
Justo al contrario que Heisenberg, que ya jamás volvería a ser Walter White y que dedica sus últimos alientos a perpetrar y ejecutar su última venganza, James Morgan McGill, justo cuando tiene a punto de caramelo su burla definitiva al sistema judicial de su país -y una consiguiente condena irrisoria a prisión- decide cambiar el relato, no sin antes forzar la presencia de Kim, y en un ejercicio de arrepentimiento pocas veces visto antes, asume con toda su plenitud las consecuencias de su carrera criminal y decide pasar el resto de su vida entre rejas. Y lo más importante, lo hace bajo su verdadera identidad, dejando de lado, para siempre, el alter ego bajo el que se escudó en los "mejores años" de una vida de canalla (o canallita, según el momento), que queda reducido a un meme para sus compañeros de presidio, a una vitola de leyenda caída. Y es que el título, Saul gone ("it’s all gone"), juego de palabras con su nombre "artístico", no podría haber sido una declaración de intenciones más explícita en ese sentido.
Cierro con la pregunta del millón, la respuesta al dilema que puede que muchos lleven buscando desde que comenzó esta serie, especialmente ahora que se ha terminado. ¿Cuál es mejor, Breaking bad o Better call Saul? Pues bien, dar una respuesta simple y directa a este interrogante no le haría nada de justicia a ninguna de las series por separado ni a uno de los más excelentes universos de ficción surgidos en el medio televisivo. Breaking bad se ha ganado por derecho propio el puesto entre las cinco o diez mejores series de la historia y de ahí difícilmente la podrá sacar nadie. Pero el cometido de Better Call Saul no fue nunca el de superar a su "serie matriz", sino el de ampliar su relato, enriquecerlo con un sinfín de nuevas tramas, dotarlo de mayor complejidad y, en definitiva, formar entre ambas un continuum, un conjunto inmejorable.
Gracias por todo esto, señor Gilligan.
En la secuencia inicial, enmarcada en la travesía por el desierto mexicano al regreso de su "recado" para Lalo Salamanca, Saul Goodman pregunta a Mike Ehrmantraut a qué momento de su pasado viajaría si dispusiese de una máquina del tiempo, a lo que este responde, tras dudarlo un momento, el día en el que aceptó su primer soborno. En el ecuador del episodio, en el sótano del "señor de las aspiradoras", esperando por sus nuevas identidades (y vidas), el abogado reitera la pregunta a Heisenberg, quien, tras afirmar tajantemente la imposibilidad de viajar en el tiempo ("real y teórico"), reconduce la conversación a su verdadero significado: los lamentos por las acciones y decisiones del pasado -o la ausencia de estas-, que para el exprofesor no es otra que el haber dejado los Schwartz lo apartasen de la empresa que él mismo creó y acabasen haciéndose de oro con sus ideas.
Por último, en la antesala del desenlace, en una de tantas ocasiones en las que Jimmy le lleva la compra a su hermano Chuck, este le pregunta una vez más si no piensa reconducir su camino en la vida, una conversación que el picapleitos ya parece más que hastiado de tener, por lo que se va de ahí, sin más, mientras la cámara nos enseña un ejemplar de La máquina del tiempo de H.G. Wells en la mesa de la cocina.
Puede por tanto concluirse, sin muchas dudas, que esta triple referencia a los viajes en el tiempo no es sino una alegoría de lo que se sitúa realmente en el núcleo semántico de este episodio final, del último acto de la serie y del desarrollo moral de su protagonista: el arrepentimiento, el remordimiento, no ya tanto por todo el daño causado a terceros sino especialmente por los efectos que toda una vida de granuja, primero, de criminal, después, le han afectado en lo personal, en donde más duele. Y en especial, que desapareciese para siempre de su vida Kim Wexler, verdadera piedra angular de Better Call Saul y el mejor aporte de esta serie al universo Breaking Bad.
Apuntaba en mi comentario sobre la season premiere que el destino de la compañera laboral y sentimental de Jimmy McGill sería el verdadero enigma de esta temporada final, profecía que, más que cumplirse, se ha tornado en algo todavía más trascendente: la explicación de la miseria moral del protagonista, pero también, en última instancia, la clave para su redención final y, a la postre, para el desenlace definitivo de la serie y del universo narrativo.
Justo al contrario que Heisenberg, que ya jamás volvería a ser Walter White y que dedica sus últimos alientos a perpetrar y ejecutar su última venganza, James Morgan McGill, justo cuando tiene a punto de caramelo su burla definitiva al sistema judicial de su país -y una consiguiente condena irrisoria a prisión- decide cambiar el relato, no sin antes forzar la presencia de Kim, y en un ejercicio de arrepentimiento pocas veces visto antes, asume con toda su plenitud las consecuencias de su carrera criminal y decide pasar el resto de su vida entre rejas. Y lo más importante, lo hace bajo su verdadera identidad, dejando de lado, para siempre, el alter ego bajo el que se escudó en los "mejores años" de una vida de canalla (o canallita, según el momento), que queda reducido a un meme para sus compañeros de presidio, a una vitola de leyenda caída. Y es que el título, Saul gone ("it’s all gone"), juego de palabras con su nombre "artístico", no podría haber sido una declaración de intenciones más explícita en ese sentido.
Cierro con la pregunta del millón, la respuesta al dilema que puede que muchos lleven buscando desde que comenzó esta serie, especialmente ahora que se ha terminado. ¿Cuál es mejor, Breaking bad o Better call Saul? Pues bien, dar una respuesta simple y directa a este interrogante no le haría nada de justicia a ninguna de las series por separado ni a uno de los más excelentes universos de ficción surgidos en el medio televisivo. Breaking bad se ha ganado por derecho propio el puesto entre las cinco o diez mejores series de la historia y de ahí difícilmente la podrá sacar nadie. Pero el cometido de Better Call Saul no fue nunca el de superar a su "serie matriz", sino el de ampliar su relato, enriquecerlo con un sinfín de nuevas tramas, dotarlo de mayor complejidad y, en definitiva, formar entre ambas un continuum, un conjunto inmejorable.
Gracias por todo esto, señor Gilligan.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Aunque para máquina del tiempo, la del mecanismo narrativo dispuesto por la serie desde su primerísima entrega, pero intensificado más que nunca en esta recta final y que alcanza su cumbre, su punto más álgido, no en este final absoluto, sino en el antepenúltimo episodio, titulado precisamente Breaking Bad, guiño y a la vez complemento, desde la perspectiva de Saul, del capítulo que lo dio a conocer por primerísima vez. Ya la secuencia inicial de la season premiere, primer arranque de temporada en color y, por tanto, anterior de algún modo al establecimiento de Gene Takavic en Nebraska, nos dejaba caer que el juego de saltos entre las distintas líneas temporales adquiriría una mayor complejidad en esta hornada definitiva, y vaya que si así ha sido.
En lo que ha sido una disposición de los eventos arriesgada e inusual, pero finalmente más que acertada, la serie entró en un parón de siete semanas tras el séptimo episodio de temporada -Plan and Execution, que muchos han visto como la réplica de la "serie hija" a Ozymandias y se convirtió en el segundo episodio de todo el universo Breaking Bad mejor puntuado en IMdB, sólo por detrás de aquel-. La línea temporal del presente de Better call Saul, su arco narrativo desarrollado con entidad propia respecto de la "serie madre", alcanzaba su clímax con el devenir inesperado del gran plan de Saul y Kim contra Howard Hamlin. Una línea temporal que quedaría definitivamente resuelto en apenas los dos primeros episodios tras el parón, primero con la muerte de Lalo Salamanca y después, precisamente, con el verdadero punto de inflexión de la serie: la decisión de Kim de separarse de Jimmy y desaparecer de su vida "para siempre".
Breaking Bad (el episodio, no la serie) supone la cuadratura del círculo de este universo ficticio, de su desarrollo dramatúrgico pero también semántico, así como el culmen de la fórmula maestra desplegada con excelencia por Vince Gilligan y Peter Gould en la despedida de su "criatura". Más allá de constituir la intersección definitiva entre ambas series -y la película El Camino- y llenar la gran mayoría de lagunas narrativas que podían quedar para lograr una cohesión plena del conjunto, define el marco moral y emocional en el que se inserta la fase final de construcción del personaje protagonista, ya bajo la identidad de Gene Takavic, y que acaba eclosionando en el mencionado desenlace que, por inesperado, no resulta incoherente en absoluto.
Todo ello se puede resumir en la llamada del protagonista a su ya exsecretaria Francesca -anunciada en el prólogo de Quite a Ride (4x05)-, y que marca el inicio de la línea temporal en blanco y negro, con la que Better Call Saul empieza y termina: Jimmy comienza a sufrir las consecuencias inmediatas de la actividad criminal desarrollada en Breaking Bad -embargo, persecución policial, condena a una vida discreta, etc.-, a la par que evoca el vacío emocional que le provoca la añoranza de Kim, la cual, a su vez, no es sino resultado de las acciones que realiza en Better Call Saul.
En conclusión, lo que de primeras se nos vendió como una precuela de Breaking Bad, pese a que se iniciaba con imágenes de lo que sería la secuela inmediata de esta, ha acabado siendo un fenómeno narrativo digno de estudio, más allá de los conceptos preexistentes de precuela y secuela e incluso más complejo que un universo expandido: ha ampliado hacia el pasado y el futuro un relato ya aparentemente cerrado, concluido, al que ha complementado y revestido de nuevos matices desde el minuto uno -en particular, en lo que respecta al desarrollo de los personajes ya conocidos en aquel-, a la par que nos ha hecho encontrar mensajes y referencias en la serie original sin los cuales no podríamos comprender, apreciar y disfrutar en toda su plenitud el producto derivado. Y además, por si fuese poco, está sin duda entre las mejores series de los últimos diez años, una nueva lección magistral de narración seriada de Vince Gilligan, esta vez junto a Peter Gould.
En lo que ha sido una disposición de los eventos arriesgada e inusual, pero finalmente más que acertada, la serie entró en un parón de siete semanas tras el séptimo episodio de temporada -Plan and Execution, que muchos han visto como la réplica de la "serie hija" a Ozymandias y se convirtió en el segundo episodio de todo el universo Breaking Bad mejor puntuado en IMdB, sólo por detrás de aquel-. La línea temporal del presente de Better call Saul, su arco narrativo desarrollado con entidad propia respecto de la "serie madre", alcanzaba su clímax con el devenir inesperado del gran plan de Saul y Kim contra Howard Hamlin. Una línea temporal que quedaría definitivamente resuelto en apenas los dos primeros episodios tras el parón, primero con la muerte de Lalo Salamanca y después, precisamente, con el verdadero punto de inflexión de la serie: la decisión de Kim de separarse de Jimmy y desaparecer de su vida "para siempre".
Breaking Bad (el episodio, no la serie) supone la cuadratura del círculo de este universo ficticio, de su desarrollo dramatúrgico pero también semántico, así como el culmen de la fórmula maestra desplegada con excelencia por Vince Gilligan y Peter Gould en la despedida de su "criatura". Más allá de constituir la intersección definitiva entre ambas series -y la película El Camino- y llenar la gran mayoría de lagunas narrativas que podían quedar para lograr una cohesión plena del conjunto, define el marco moral y emocional en el que se inserta la fase final de construcción del personaje protagonista, ya bajo la identidad de Gene Takavic, y que acaba eclosionando en el mencionado desenlace que, por inesperado, no resulta incoherente en absoluto.
Todo ello se puede resumir en la llamada del protagonista a su ya exsecretaria Francesca -anunciada en el prólogo de Quite a Ride (4x05)-, y que marca el inicio de la línea temporal en blanco y negro, con la que Better Call Saul empieza y termina: Jimmy comienza a sufrir las consecuencias inmediatas de la actividad criminal desarrollada en Breaking Bad -embargo, persecución policial, condena a una vida discreta, etc.-, a la par que evoca el vacío emocional que le provoca la añoranza de Kim, la cual, a su vez, no es sino resultado de las acciones que realiza en Better Call Saul.
En conclusión, lo que de primeras se nos vendió como una precuela de Breaking Bad, pese a que se iniciaba con imágenes de lo que sería la secuela inmediata de esta, ha acabado siendo un fenómeno narrativo digno de estudio, más allá de los conceptos preexistentes de precuela y secuela e incluso más complejo que un universo expandido: ha ampliado hacia el pasado y el futuro un relato ya aparentemente cerrado, concluido, al que ha complementado y revestido de nuevos matices desde el minuto uno -en particular, en lo que respecta al desarrollo de los personajes ya conocidos en aquel-, a la par que nos ha hecho encontrar mensajes y referencias en la serie original sin los cuales no podríamos comprender, apreciar y disfrutar en toda su plenitud el producto derivado. Y además, por si fuese poco, está sin duda entre las mejores series de los últimos diez años, una nueva lección magistral de narración seriada de Vince Gilligan, esta vez junto a Peter Gould.

6,0
1.686
7
18 de agosto de 2010
18 de agosto de 2010
12 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es muy habitual que un cineasta estrene una película por año, por mucho que Woody Allen rompa cada otoño (este año, ya en verano) esa tendencia. Pero mucho menos habitual, es que un director presente dos películas diferentes un mismo año, si bien muchas veces el estreno comercial de alguna de ellas, al menos en España, se posponga al año siguiente. En esos casos, las dos películas suelen guardar entre sí más diferencias que similitudes, como le ocurrió recientemente a Clint Eastwood con El intercambio y Gran Torino, o a Spielberg con Minority Report y Atrápame si puedes en 2002.
Este es el caso de François Ozon y la película que nos ocupa, estrenada en 2010 pero que empezó su andadura en el circuito de festivales el año anterior, alzándose con el Premio Especial del Jurado en Donosti. Se trata de un título rotundamente diferente al otro que el cineasta francés estrenó en 2009, Ricky, una comedia fantástica que no dejó a nadie indiferente: pequeña joya para algunos, disparate sin gracia para otros.
Mi refugio, en cambio, nos trae un relato intimista, casi bucólico, sobre la redención, las segundas oportunidades y el “retiro espiritual”, aunque de una manera nada relamida ni rancia. El minimalismo, el “menos es más”, es el principio regulador de esta película de personajes heridos, o simplemente, perdidos, desorientados. No es necesaria una introducción previa con la dialéctica inversa, la del exceso y el falso hedonismo, la que ha llevado a los personajes a esa situación, a necesitar ese cambio: aparece perfectamente resumida, englobada, con todos los matices que hacen falta, en esa chocante primera secuencia, a partir de la cual el film inicia un trayecto decidamente unidireccional.
(continúa)
Este es el caso de François Ozon y la película que nos ocupa, estrenada en 2010 pero que empezó su andadura en el circuito de festivales el año anterior, alzándose con el Premio Especial del Jurado en Donosti. Se trata de un título rotundamente diferente al otro que el cineasta francés estrenó en 2009, Ricky, una comedia fantástica que no dejó a nadie indiferente: pequeña joya para algunos, disparate sin gracia para otros.
Mi refugio, en cambio, nos trae un relato intimista, casi bucólico, sobre la redención, las segundas oportunidades y el “retiro espiritual”, aunque de una manera nada relamida ni rancia. El minimalismo, el “menos es más”, es el principio regulador de esta película de personajes heridos, o simplemente, perdidos, desorientados. No es necesaria una introducción previa con la dialéctica inversa, la del exceso y el falso hedonismo, la que ha llevado a los personajes a esa situación, a necesitar ese cambio: aparece perfectamente resumida, englobada, con todos los matices que hacen falta, en esa chocante primera secuencia, a partir de la cual el film inicia un trayecto decidamente unidireccional.
(continúa)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Con la costa vasco-francesa como escenario, la película ofrece a sus protagonistas un viaje, no tanto redentor, como de autodescubrimiento, una experiencia iniciática para una nueva vida. No opta por el camino del melodrama llorón, ni por un pesimismo aplastante, sino por un agradable cuento de vacaciones, que por idílicas no necesariamente dejan de ser provechosas, y cambian, en el buen sentido, la concepción de la vida de dos seres ampliamente necesitados: una mujer que, en plena recuperación de su drogadicción, debe enfrentarse, por un lado, a la pérdida repentina de su pareja, con la cual ha compartido esa dialéctica destructiva que la ha llevado a esa situación, y por otro, al embarazo de ese mismo hombre que ya no está, como compromiso y riesgo, pero también como una oportunidad de un hombre que ha muerto; y un hombre que, tras la pérdida de su hermano, encuentra en la buena voluntad de ayudar a su cuñada su propia oportunidad, en este caso, de escapar, al menos por una temporada, de la vida de alta sociedad que el destino le ha deparado, y finalmente se da cuenta de que no sólo ella, y su futuro bebé, son los necesitados, sino que también él lo es, y por tanto, el apoyo y el soporte son recíprocos. Vemos que, en ambos casos, la muerte de la misma persona es un catalizador en sus vidas, y que al final, resulta paradójicamente positivo y constructivo.
Mediante una fotografía naturalista pero exquisita, el film rezuma dulzura por los cuatro costados, una dulzura contenida, nada empalagosa, y en sus justas dosis. El trabajo interpretativo está marcado por la obsesión de credibilidad y realismo del cineasta, que escogió a una actriz en avanzado estado de gestación, y así le permite llevar la interpretación a un segundo nivel. Un conjunto interesante y nada pretencioso con el que Ozon demuestra que se puede crear una película agradable, a la mente y a los sentidos, sin caer por ello en el escapismo y la ingenuidad.
Mediante una fotografía naturalista pero exquisita, el film rezuma dulzura por los cuatro costados, una dulzura contenida, nada empalagosa, y en sus justas dosis. El trabajo interpretativo está marcado por la obsesión de credibilidad y realismo del cineasta, que escogió a una actriz en avanzado estado de gestación, y así le permite llevar la interpretación a un segundo nivel. Un conjunto interesante y nada pretencioso con el que Ozon demuestra que se puede crear una película agradable, a la mente y a los sentidos, sin caer por ello en el escapismo y la ingenuidad.

6,7
13.876
7
15 de marzo de 2010
15 de marzo de 2010
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Se agradece. Que se usen los lugares comunes y las situaciones digeridas con cabeza, y resulten agradables. Que se impregne de personalidad y sentimiento un tipo de historia que típicamente de ello presume pero más bien parece. Que se le de completamente la vuelta a la tortilla de la dialéctica global del film.
Porque en la mayoría de estas historias, se mueven en unos dos primeros actos rebosantes de patetismo y desasosiego tratados con tono hiper lastimoso para luego, de repente, colarnos un tercer acto en el que el optimismo y el ‘todos contentos’ más gratuito y poco elaborado hace acto de presencia.
Aquí es todo lo contrario. Puede que nuestro protagonista y sus situaciones sean cada vez más patéticas y lamentables, pero todo dentro de la normalidad, de su normalidad, ya que él está bien así, o al menos así prefiere pensarlo, y la película no hace esfuerzos por demostrarnos lo contrario. Por tanto, puede incluso que nos quiera hacer pasar lo desagradable como agradable (o al menos, aséptico) al mismo tiempo que construye hábilmente un gran personaje, puede que muy reconocible, pero también irremediablemente genuino (y no sólo como músico).
En cambio, todo ese microuniverso intimista se tambalea seriamente en el último tercio del film (con un giro que nos recordará inmediatamente a La gran familia), dándole así mucha más vida e interés al epílogo, que, a falta de un clímax marcado, cierra el círculo del mejor modo posible, con la repetición del giro inicial pero en circunstancias totalmente diferentes, en todos los aspectos.
Sensacional Jeff Bridges, que parece estar cómodo en la normalmente incómoda naturalidad del entrañable Bad Blake, al que le da tiempo, entre resaca y resaca, a pedirle una última oportunidad a la vida. Y no hablo de los conciertos, salvoconducto financiero más que devoción, sino a la genial Maggie Gyllenhaal, que sale airosa con nota al darle la réplica a este viejo lobo del country, con el que comparte más fantasmas interiores de los que creemos al principio, pero con mucho más chance, tiempo y motivos para enderezarse y buscar una felicidad más constante.
(continúa)
Porque en la mayoría de estas historias, se mueven en unos dos primeros actos rebosantes de patetismo y desasosiego tratados con tono hiper lastimoso para luego, de repente, colarnos un tercer acto en el que el optimismo y el ‘todos contentos’ más gratuito y poco elaborado hace acto de presencia.
Aquí es todo lo contrario. Puede que nuestro protagonista y sus situaciones sean cada vez más patéticas y lamentables, pero todo dentro de la normalidad, de su normalidad, ya que él está bien así, o al menos así prefiere pensarlo, y la película no hace esfuerzos por demostrarnos lo contrario. Por tanto, puede incluso que nos quiera hacer pasar lo desagradable como agradable (o al menos, aséptico) al mismo tiempo que construye hábilmente un gran personaje, puede que muy reconocible, pero también irremediablemente genuino (y no sólo como músico).
En cambio, todo ese microuniverso intimista se tambalea seriamente en el último tercio del film (con un giro que nos recordará inmediatamente a La gran familia), dándole así mucha más vida e interés al epílogo, que, a falta de un clímax marcado, cierra el círculo del mejor modo posible, con la repetición del giro inicial pero en circunstancias totalmente diferentes, en todos los aspectos.
Sensacional Jeff Bridges, que parece estar cómodo en la normalmente incómoda naturalidad del entrañable Bad Blake, al que le da tiempo, entre resaca y resaca, a pedirle una última oportunidad a la vida. Y no hablo de los conciertos, salvoconducto financiero más que devoción, sino a la genial Maggie Gyllenhaal, que sale airosa con nota al darle la réplica a este viejo lobo del country, con el que comparte más fantasmas interiores de los que creemos al principio, pero con mucho más chance, tiempo y motivos para enderezarse y buscar una felicidad más constante.
(continúa)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Uno aprende del otro y viceversa, sin excepción, y a ambos les sirve como lección de vida, a uno para curarse de sus cíclicos problemas y hacer las paces con el pasado, y a otro para buscar una deseada pero escurridiza estabilidad que le permita afrontar el futuro con esperanza. Tenemos eso mismo, pero a pequeñas escala, en el personaje de Tommy Sweet (un cada vez más sorprendente Colin Farrell, en plena progresión), alumno aventajado que supera al maestro, y a pesar del inevitable rencor (característica diferencial del duelo entre lo viejo y lo nuevo en la música), le devuelve de alguna manera el favor, cuando éste más lo necesita.
La guinda del film la pone ese aroma sureño que impregna todos y cada uno de los fotogramas: la cotidianidad resacosa, el bochorno permanente, el country más puro en pequeños bares provincianos o en grandes espacios de concierto al aire libre, la vieja Silverado que recorre esas interminables carreteras desiertas, y un largo etcétera.
Lo dicho, que todas las películas sobre músicos sean como ésta. Se agradece.
La guinda del film la pone ese aroma sureño que impregna todos y cada uno de los fotogramas: la cotidianidad resacosa, el bochorno permanente, el country más puro en pequeños bares provincianos o en grandes espacios de concierto al aire libre, la vieja Silverado que recorre esas interminables carreteras desiertas, y un largo etcétera.
Lo dicho, que todas las películas sobre músicos sean como ésta. Se agradece.
8
27 de abril de 2020
27 de abril de 2020
17 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
No nos debe temblar el pulso a la hora de considerar a David Simon como el gran cronista de la historia criminal de los Estados Unidos en el medio televisivo, al igual que lo es Scorsese en el cine y Bob Dylan en la música. Sus relatos seriados han diseccionado al detalle las vicisitudes, falsos mitos y graves contradicciones de nación construida a base de sangre y fuego desde distintos ángulos: el crimen organizado (The wire), la guerra (Generation Kill), la gentrificación urbana (Show me a hero), la industria del sexo (The Deuce)…
Nadie mejor que él para, junto a su habitual colaborador Ed Burns, narrar en imágenes la ucronía con la que Philip Roth (allá por 2004) hurgó en la llaga del fascismo y el supremacismo blanco en la "tierra de los libres" y que tan alegórico y premonitorio resultó ser con respecto a la situación que el país vive desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Esta temática parece haberse convertido en una cierta tendencia en los últimos años, sobre todo en la televisión, a través de fórmulas de historia-ficción (El hombre en el castillo, Watchmen, Hunters), pero también en el cine, con relatos de hechos reales como el que nos presentó Spike Lee de manera tan brillante en Infiltrado en el KKKlan.
La alteración de la Historia real comienza en el mejor momento posible: la antesala de la entrada de EE.UU. en la II Guerra Mundial. El filonazi Lindbergh (sí, el aviador) llega a la presidencia del país derrotando a Roosevelt, pone como uno de sus hombres fuertes al antisemita Henry Ford (sí, el de los coches) y acerca las relaciones diplomáticas con el III Reich, ¿qué podría salir mal? Pero lo más preocupante es el clima social con el que acaba en la Casa Blanca, todo el apoyo popular con el su cuenta su discurso incendiario y populista, donde realmente se sitúa el núcleo de la trama.
El acierto de La Conjura contra América, aparte de no explicar el verdadero sentido de su título hasta el final, es sacar el relato político de los grandes salones y espacios de toma de decisiones (en los que sólo entra de manera testimonial y circunstancial) para llevarlo al terreno del drama familiar, en múltiples frentes y con un enfoque intimista. Los peligros latentes y reales de un escenario de máximo riesgo para la libertad y la justicia son narrados desde los interiores de un hogar judío de clase media en un suburbio de Nueva Jersey. Sus conflictos, externos e internos, surgen de esa situación política y a su vez se insertan en ella para dotar de significado y fondo al conjunto.
Los dos grandes pilares de esta miniserie son, por un lado, su sólido guión, que tras una primera entrega eminentemente introductoria escoge los momentos más acertados para mostrar las sucesivas aristas y matices del conflicto principal, construido como una suma de pequeños conflictos de mayor inmediatez. Y por el otro, un reparto en estado de gracia, en el que encontramos caras conocidas como Winona Ryder y John Turturro o revelaciones como Morgan Spector y Anthony Boyle, amén de descubrimientos infantiles como Azhy Robertson o Jacob Laval. Pero la palma se la lleva una espectacular Zoe Kazan, que desde la "retaguardia" de una ama de casa tradicional se acaba erigiendo en el centro moral de la historia.
En definitiva, títulos como este son necesarios para hacernos ver que los fantasmas del fascismo nunca se han ido del todo y que pueden resurgir con muchísima fuerza en cualquier momento, como así está ocurriendo en prácticamente la totalidad de Occidente. Si os quedasteis con ganas de más, escuchad el 'podcast' en el que David Simon y el locutor Peter Sagal comentaban semanalmente cada episodio.
Nadie mejor que él para, junto a su habitual colaborador Ed Burns, narrar en imágenes la ucronía con la que Philip Roth (allá por 2004) hurgó en la llaga del fascismo y el supremacismo blanco en la "tierra de los libres" y que tan alegórico y premonitorio resultó ser con respecto a la situación que el país vive desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. Esta temática parece haberse convertido en una cierta tendencia en los últimos años, sobre todo en la televisión, a través de fórmulas de historia-ficción (El hombre en el castillo, Watchmen, Hunters), pero también en el cine, con relatos de hechos reales como el que nos presentó Spike Lee de manera tan brillante en Infiltrado en el KKKlan.
La alteración de la Historia real comienza en el mejor momento posible: la antesala de la entrada de EE.UU. en la II Guerra Mundial. El filonazi Lindbergh (sí, el aviador) llega a la presidencia del país derrotando a Roosevelt, pone como uno de sus hombres fuertes al antisemita Henry Ford (sí, el de los coches) y acerca las relaciones diplomáticas con el III Reich, ¿qué podría salir mal? Pero lo más preocupante es el clima social con el que acaba en la Casa Blanca, todo el apoyo popular con el su cuenta su discurso incendiario y populista, donde realmente se sitúa el núcleo de la trama.
El acierto de La Conjura contra América, aparte de no explicar el verdadero sentido de su título hasta el final, es sacar el relato político de los grandes salones y espacios de toma de decisiones (en los que sólo entra de manera testimonial y circunstancial) para llevarlo al terreno del drama familiar, en múltiples frentes y con un enfoque intimista. Los peligros latentes y reales de un escenario de máximo riesgo para la libertad y la justicia son narrados desde los interiores de un hogar judío de clase media en un suburbio de Nueva Jersey. Sus conflictos, externos e internos, surgen de esa situación política y a su vez se insertan en ella para dotar de significado y fondo al conjunto.
Los dos grandes pilares de esta miniserie son, por un lado, su sólido guión, que tras una primera entrega eminentemente introductoria escoge los momentos más acertados para mostrar las sucesivas aristas y matices del conflicto principal, construido como una suma de pequeños conflictos de mayor inmediatez. Y por el otro, un reparto en estado de gracia, en el que encontramos caras conocidas como Winona Ryder y John Turturro o revelaciones como Morgan Spector y Anthony Boyle, amén de descubrimientos infantiles como Azhy Robertson o Jacob Laval. Pero la palma se la lleva una espectacular Zoe Kazan, que desde la "retaguardia" de una ama de casa tradicional se acaba erigiendo en el centro moral de la historia.
En definitiva, títulos como este son necesarios para hacernos ver que los fantasmas del fascismo nunca se han ido del todo y que pueden resurgir con muchísima fuerza en cualquier momento, como así está ocurriendo en prácticamente la totalidad de Occidente. Si os quedasteis con ganas de más, escuchad el 'podcast' en el que David Simon y el locutor Peter Sagal comentaban semanalmente cada episodio.
TV

6,5
6.015
5
29 de julio de 2013
29 de julio de 2013
13 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
La que sea probablemente la última película de un cineasta de la relevancia de Steven Soderbergh antes de su tan anunciado retiro del cine (en principio temporal, aunque nunca se sabe con esta gente) invitaba a encontrar lo que podría ser una cristalización, en un marco más definido, específico y explícito, de la obsesión por la belleza y la eterna juventud por parte de una artista decadente, esa que tan bien nos ilustró Visconti en 'Muerte en Venecia'. El carácter capaz y atrevido del director, con experiencia en el terreno de lo erótico y de la falsedad de las apariencias, invitaba al optimismo desde los primeros compases de este telefilm de lujo.
En cambio, en cuanto se llega al final del metraje, las sensaciones son bien diferentes, dándonos cuenta de que poco más nos ofrece que una visión un tanto aséptica y sin demasiado atractivo de una relación basada en hechos reales, que ni tan solo destaca como biopic de un personaje llamativo y a la vez misterioso, como era el virtuoso Liberace. Soderbergh realiza un buen trabajo, pero tampoco puede sacar oro de un guión sin mucho más aliciente que el de cualquier telefilm de alta factura con historias mínimamente llamativas y actores de primera línea. En otras palabras, no vemos nada que no hayamos visto ya en cualquier otro relato de relaciones secretas, prohibidas, obsesivas y/o destructivas. Ni siquiera va más allá en el tormento puramente artístico del pianista o sus fantasmas y fobias personales o su relevancia cultural e icónica, y pasa muy de puntillas por la polémica dimensión pública de su homosexualidad o de su muerte a causa del SIDA.
Por otra parte, 'Behind the candelabra' sí cumple claramente su cometido en cuanto que vehículo de lucimiento de sus actores, con desigual resultado. Michael Douglas ofrece, con notable éxito, su cambio de registro más notorio en mucho tiempo, en el ocaso de su carrera, y lo que es aún más meritorio: importando al personaje, como harían los “metodistas” más radicales, la reciente superación de su enfermedad, retratando así la progresiva decadencia de un esperpento inflado a cirugía estética en esa batalla, siempre perdida de antemano, contra el inefable paso del tiempo. Quizás él mismo, y nada más que él, sea lo que más transcienda de la película, por no decir lo único, al ver a un guaperas de traje y corbata de toda la vida, delicia de nuestras madres y abuelas, encarnar con tanta naturalidad, sin caer en un exceso que se antojaría cercano, dada la naturaleza del personaje, a un sujeto tan en las antípodas del actor-personaje de Douglas como es Liberace.
Por el contrario, Matt Damon, mucho mejor en su variante discreta que en la explícita, sostiene bien su “rejuvenicimiento” y lo hace creíble, pero cae de lleno en una sobreactuación más que evidente cuando llegan los momentos de la verdad, mantenidos por un excelso Douglas o bien por un solvente Soderbergh en el tratamiento visual. Damon sí se sitúa al mismo nivel (y hasta podríamos decir ritmo) de un guión muy repentino y predecible, cuya fluidez se sustenta en un puñado de secuencias concretas en las que Soderbergh demuestra su gran oficio. Me quedo con una de estas, en la que, por encima de la grandilocuencia y fastuosidad que caracteriza a otros puntos fuertes de la película, se sintetiza perfectamente la esencia y el sentir de este relato, de su contexto y de su protagonista: Liberace defendiendo con todas las de la ley en su camerino, en segundo plano visual, la frivolidad y el hedonismo más despreocupado del mundo que deben abrazar, en su tendenciosa opinión, las influyentes estrellas del show business.
En cambio, en cuanto se llega al final del metraje, las sensaciones son bien diferentes, dándonos cuenta de que poco más nos ofrece que una visión un tanto aséptica y sin demasiado atractivo de una relación basada en hechos reales, que ni tan solo destaca como biopic de un personaje llamativo y a la vez misterioso, como era el virtuoso Liberace. Soderbergh realiza un buen trabajo, pero tampoco puede sacar oro de un guión sin mucho más aliciente que el de cualquier telefilm de alta factura con historias mínimamente llamativas y actores de primera línea. En otras palabras, no vemos nada que no hayamos visto ya en cualquier otro relato de relaciones secretas, prohibidas, obsesivas y/o destructivas. Ni siquiera va más allá en el tormento puramente artístico del pianista o sus fantasmas y fobias personales o su relevancia cultural e icónica, y pasa muy de puntillas por la polémica dimensión pública de su homosexualidad o de su muerte a causa del SIDA.
Por otra parte, 'Behind the candelabra' sí cumple claramente su cometido en cuanto que vehículo de lucimiento de sus actores, con desigual resultado. Michael Douglas ofrece, con notable éxito, su cambio de registro más notorio en mucho tiempo, en el ocaso de su carrera, y lo que es aún más meritorio: importando al personaje, como harían los “metodistas” más radicales, la reciente superación de su enfermedad, retratando así la progresiva decadencia de un esperpento inflado a cirugía estética en esa batalla, siempre perdida de antemano, contra el inefable paso del tiempo. Quizás él mismo, y nada más que él, sea lo que más transcienda de la película, por no decir lo único, al ver a un guaperas de traje y corbata de toda la vida, delicia de nuestras madres y abuelas, encarnar con tanta naturalidad, sin caer en un exceso que se antojaría cercano, dada la naturaleza del personaje, a un sujeto tan en las antípodas del actor-personaje de Douglas como es Liberace.
Por el contrario, Matt Damon, mucho mejor en su variante discreta que en la explícita, sostiene bien su “rejuvenicimiento” y lo hace creíble, pero cae de lleno en una sobreactuación más que evidente cuando llegan los momentos de la verdad, mantenidos por un excelso Douglas o bien por un solvente Soderbergh en el tratamiento visual. Damon sí se sitúa al mismo nivel (y hasta podríamos decir ritmo) de un guión muy repentino y predecible, cuya fluidez se sustenta en un puñado de secuencias concretas en las que Soderbergh demuestra su gran oficio. Me quedo con una de estas, en la que, por encima de la grandilocuencia y fastuosidad que caracteriza a otros puntos fuertes de la película, se sintetiza perfectamente la esencia y el sentir de este relato, de su contexto y de su protagonista: Liberace defendiendo con todas las de la ley en su camerino, en segundo plano visual, la frivolidad y el hedonismo más despreocupado del mundo que deben abrazar, en su tendenciosa opinión, las influyentes estrellas del show business.
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