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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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9 de mayo de 2010
52 de 73 usuarios han encontrado esta crítica útil
He aquí una película con una clara vocación de convertirse en mito o, como se dice ahora, en “film de culto”. Pero con un problema fundamental: el guión. Una trama carente de sentido y coherencia que quiere expresar ideas trascendentales, pero que sólo consigue articular un discurso verborreico, insoportable y pretencioso, sin pies ni cabeza, de resonancias místicas más o menos explícitas. En suma, un gigantesco caos mental, sin duda compartido por el autor de la novela y el director de la película, que, pretendiendo alcanzar lo sublime, caen con frecuencia, si no en lo ridículo (le salva de ello el que la película tiene sus valores desde un punto de vista visual), sí, al menos, en lo absurdo.

Cuando se quiere proponer un discurso metafísico hay que haber comprendido mínimamente, al menos, algunas ideas básicas, pero la “filosofía” de los Zulawski está al nivel mental de un adolescente inquieto con pretensiones de asombrar con su originalidad a los adultos. Da la impresión que los autores hayan leído algún compendio de metafísica y, no habiendo entendido nada, hayan sacado la conclusión de que todo aquello que no se entienda y sea raro debe necesariamente ser, a la inversa, metafísico y genial.

Evocar a Shakespeare o a Tarkovsky —como se lee en una crítica— porque toda la película tenga un marcado —y atractivo, todo hay que decirlo— aire teatral o unas aspiraciones transcendentalistas, me parece que sólo puede interpretarse como una broma. Es cierto que puesta en escena, ambientación, decorados, fotografía, son bastante aceptables, incluso en ocasiones, notables; casi diría que un buen ejemplo de que no hace falta gastarse millones de dólares para recrear con fuerza y convicción un universo fantástico. Lástima que esta salvable dimensión visual de la película ceda al final a unos excesos más o menos “gore”, totalmente innecesarios, que sólo ponen de manifiesto una infantil voluntad de impresionar y que resultan simplemente grotescos.

En la misma línea de “autoestima” está ese final en el que el director, sin duda convencido de su genialidad, no puede evitar la tentación de mostrarse a sí mismo en unas imágenes “místico-evanescentes” más bien penosas. Está claro que el subrayado de la pérdida de una quinta parte de la película (sea real o ficticio, dato que ignoro) es utilizado, en cualquier caso, como mezquina argucia comercial para contribuir a una deseada —pero imposible— mitificación de un film que, si bien tiene ciertos valores estéticos no desdeñables, queda como globalmente irrelevante por la vaciedad pretenciosa de su contenido intelectual.
17 de septiembre de 2017
35 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
La recepción de esta película desde finales de los años cuarenta ha estado decisivamente condicionada por la interpretación de Sigfried Kracauer en su famoso libro «De Caligari a Hitler», cuya influencia ha sido decisiva a la hora de interpretar el film. Según la visión sociologista de Kracauer, la película era, en principio, una denuncia de las estructuras políticas que habían generado la guerra recién terminada y una visionaria premonición de lo que iba a ocurrir en Alemania en las décadas siguientes.

Kracauer se basaba en las dudosas declaraciones de uno de los guionistas, Hans Janowitz, sobre su «intención subconsciente» (?) al elaborar el guión y sobre la supuesta tergiversación de su sentido inicial, mediante la adición de un prólogo y un epílogo que habrían invertido su significado original, convirtiendo la crítica al poder en la visión de un loco, y haciendo así de un guión «revolucionario» una historia conformista para mentes bienpensantes. Ahora bien, la posterior aparición del guión, que se creía perdido, puso en entredicho las palabras de Janowitz. Por otra parte, las confusas declaraciones de Fritz Lang (con una decisiva responsabilidad en esa tergiversación) no contribuyeron precisamente a aclarar el asunto.

Así pues, se impone, yo creo, una re-visión de «Caligari», dejando a un lado intenciones subconscientes, opiniones cuestionables y declaraciones sospechosas, ateniéndonos estrictamente a lo que la película ofrece. Y una de las primeras cosas que vemos en ella es la difícil asimilación del doctor Caligari con las estructuras del poder político. Precisamente en sentido contrario, la película lo muestra enfrentado al poder municipal, única expresión del poder político que aparece en la pantalla, lo que ya debería inducirnos a andar con cautela con respecto a las opiniones asentadas.

El cine alemán de principios del siglo XX, se siente especialmente atraído por lo fantástico, por lo misterioso y lo siniestro, tendencia que lleva a la recuperación del cuento gótico, de claras influencias románticas, y que se manifestaba ya antes de «Caligari» en películas como «El otro» (1913), «El estudiante de Praga» (1913), «El Golem» (1916), «Homunculus» (1916), entre otras. En «Caligari» veo la confluencia de dos temáticas distintas que estaban siendo tratadas ya por el cine de su tiempo; por un lado, la escisión de la personalidad y el tema del doble: no solo Caligari presenta una singular dualidad —a la vez científico y feriante—, sino que Cesare puede perfectamente ser interpretado como lo reprimido de Caligari, e incluso el propio Cesare tiene su doble en el muñeco que lo sustituye en sus salidas nocturnas: multiplicación de la dualidad que se sugiere potencialmente ilimitada; en definitiva, una visión de la personalidad abiertamente contraria a la preconizada por la mentalidad ilustrada, tan diáfana como plana. Por otro lado, el recelo, cuando menos, con respecto a la ciencia (Caligari es en definitiva un científico) cuyo poder infunde ya serios temores. El «accidente» en la realización de algún experimento, con consecuencias catastróficas, o los desmanes de un científico trastornado han estado muy presentes en todo el cine del siglo XX (hay ya una versión de Frankestein de 1910), que lo había tomado de la literatura del siglo anterior y, en última instancia, de la rebelión romántica contra la razón científico-tecnológica. Es, pues, la perspectiva racionalista de la conciencia y su objetivación en la lógica científica, y no unas subterráneas miras políticas, lo que de forma patente me parece ver cuestionado en la trama de «Caligari». La interpretación política es sencillamente un reduccionista intento de racionalizar por vía de concreción en circunstancias inmediatas y particulares —y por tanto, fácilmente «manejables»—, el horror difuso y universal, potencialmente contenido en la historia.

De todos modos: ya se trate de una crítica política o de un cuestionamiento de la razón ilustrada, ¿contradice la adición de prólogo y epílogo la idea inicial? No lo creo. No hay ninguna obligación de creer en la sinceridad de Caligari ni en la demencia de Francis, lo que deja un final inquietantemente abierto que debemos agradecer a la inteligencia de Wiene frente a las cortas miras de Lang.

La interpretación limitadamente política que se acostumbra a dar de la película afecta decisivamente a la función del estilo expresionista e incluso a su naturaleza. Subyace en buena parte de las críticas la idea de que el expresionismo sería la adecuada traducción de la fantasía de un loco en términos pictóricos, llegando incluso a identificar el expresionismo con una visión distorsionada de la realidad. Se ha insistido hasta la saciedad en un supuesto carácter pesadillesco, angustioso y opresivo de los decorados. En absoluto puedo estar de acuerdo con tal apreciación si pretende extenderse —como es habitual— a la totalidad del film. Los decorados configuran un mundo fantástico, paralelo al de los cuentos de hadas, pero, como él, abierto tanto a lo siniestro y opresivo como a lo amable y acogedor. No hay nada de siniestro, por ejemplo, en el escenario de la feria de Holstenwall, con el giro incesante de sus alegres tiovivos; ni en las calles en que Francis y Alan se encuentran con Jane, que, por el contrario, transmiten la idea de una ciudad perfectamente «habitable»; ni tampoco en los interiores de sus viviendas que, con toda su rectilínea irregularidad, son tan acogedoras como el curvilíneo habitáculo de un hobbit. Justo lo contrario de las inhumanas visiones de la arquitectura y el urbanismo contemporáneo, ordenado y regular, que algunos identifican, de forma a mi entender escalofriante, como «bellas». Cuando el decorado se hace más perturbador no está expresando la supuesta demencia de Francis, sino la naturaleza de la realidad a la que Francis se enfrenta. [Acabo en el spoiler].
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El expresionismo no supone una mirada demente sobre la realidad; más bien configura un mundo imaginal susceptible de acoger realidades opuestas, un mundo caracterizado no necesariamente por lo tenebroso o pesadillesco, sino por lo vital, donde todo, incluidos los objetos, parece adquirir vida. Por ejemplo, esas farolas, irregulares e inclinadas, situadas en el puente que cruzarán en su huida primero Cesare y después Caligari, y que son difícilmente discernibles de unos árboles que surgen de la propia materia constructiva, supuestamente inerte. Los mismos personajes parecen a veces fundirse con el decorado, como cuando Cesare, que se dirige a casa de Jane para matarla, avanza despacio restregándose contra el muro, como si saliera literalmente de él en una hibridación de lo orgánico y lo inorgánico, de lo vivo y lo inerte. El propio Cesare, como muerto-vivo, es una manifestación más de esas realidades intermedias que la película prodiga. Ahora bien, entender esto como una visión demencial de la realidad no pasa de ser una opción ideológica basada en la supuestamente axiomática «normalidad» del punto de vista racionalista.

Que los decorados tienen vida por sí mismos, e incluso hablan, tiene una espléndida expresión en la escena en que el protagonista, vagando por las calles, recibe la revelación «¡Tú debes ser Caligari!», frase que podemos leer de forma reiterada en la pantalla, irregularmente repartida sobre la imagen. Se podrá decir que se trata de una muestra de las limitaciones del cine mudo frente a lo que, con el desarrollo de la técnica, se aprenderá a expresar de modos más convincentes. Pero ninguna forma mejor adaptada que esa a la pictorialidad en que se basa la película para expresar la animación de lo inorgánico. Las palabras se integran, físicamente, en el decorado porque el propio decorado está vivo y habla.

Asistimos así a un encuentro entre lo espiritual y lo material del que resulta una intensificación del espacio, que se abre a realidades opuestas. La naturaleza, pese a su escasa presencia explícita, todo lo invade, pero es naturaleza daimonizada, animada, dotada de ánima, de alma, tal como la percibían los románticos. «Los espíritus están por todas partes», dice el acompañante de Francis al comienzo. Más que un mundo terrorífico, la película de Wiene nos presenta un mundo en un difícil equilibrio que en cualquier momento puede venirse abajo.

La confluencia entre lo luminoso y lo tenebroso tiene una plasmación especialmente hermosa en ese plano fascinante en que Cesare, al fondo —un fondo presidido por formas puntiagudas y agresivas— se introduce en la habitación de Jane, dotada de una insólita profundidad, que duerme plácidamente en un entorno virginal de formas suaves, blancas y onduladas. En un mundo donde conviven la inquietud y la calma, la claridad y las tinieblas, la iluminación se añade a los decorados como contribución decisiva a la atmósfera. Luces y sombras, generalmente violentas, abruptas y con escasos matices, marcan claramente la división entre los dos principios enfrentados.

Se ha criticado a la película el ponerlo todo en función del decorado, descuidando otros elementos que se suponen más característicamente cinematográficos como el manejo de la cámara o el montaje. No puedo estar de acuerdo con esa concepción apriorística de lo que se supone que debe ser el cine. La película está concebida como una sucesión de planos herméticos —y, desde luego, rigurosamente trabajados—, relativamente aislados unos de otros pues cada uno contiene todo lo que en ese momento importa. Dicho de otro modo, la obra no se apoya en la construcción narrativa, sino en una depurada arquitectura escénica. Que eso no se ajuste a lo que los partidarios de la narración convencional consideran condición sine qua non para hablar de buen cine no demuestra el fracaso de «Caligari», sino la estrechez mental de quienes pretenden elevar su criterio particular a condición de norma universal.
2 de diciembre de 2015
34 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tema central en la cinematografía de Dreyer, y muy específicamente en “Dies Irae”, es, en mi opinión, el tema de la libertad; pero no en el sentido sociopolítico al que habitualmente ese concepto se reduce en nuestros días, sino en sentido metafísico: la posibilidad o no —primero— de una libertad radical de la conciencia, es decir, lo que tradicionalmente se ha llamado libre albedrío o libre arbitrio, y —segundo— la posibilidad o no de su construcción y desarrollo en el marco de las estructuras sociales.

Si en cuanto a lo primero el cineasta danés siempre se mostró indeciso (lo vemos también en “Gertrud”, su última película, que me parece formar un díptico con “Dies Irae”), es mucho más categórico en cuanto a lo segundo: en la medida en que las energías creativas de la imaginación y la intuición puedan existir, serán necesariamente reprimidas por las estructuras sociales. Por eso, ver en esta película una mera crítica de la institución eclesiástica, la religión, el fanatismo, etc., me parece reduccionismo ideológico. No estamos ante una historia de buenos y malos. Los personajes de Dreyer se mueven casi siempre en la vaguedad, la ambivalencia, en una cierta indefinición ontológica. ¿Es Anne realmente una bruja?, se preguntan algunos (y si no lo hacen puede ser simplemente porque la estrechez racionalista pone su veto a la pregunta)... Después de todo, las invocaciones de Anne cuando piensa en Martin y en Absalón son de una eficacia fulminante, y están, además, sus últimas palabras al final del film. ¿Entonces?...

Evidentemente, al ser Anne un personaje de ficción, esa pregunta solo podría tener sentido si se reformulara de este modo: ¿considera Dreyer que Anne es una bruja? (Y lo mismo podría plantearse con respecto a Marte). Pero Dreyer no quiere responderla. Ahora bien, tampoco se desentiende de ella, y juega manifiestamente al equívoco con objeto de suscitar la duda. Parece que, en un primer nivel, Dreyer quiere mostrar que las cosas nunca están tan claras como parecen, que toda situación engendra una posibilidad de lecturas diferentes o incluso opuestas. La pretensión de desvelar todos los enigmas para llegar a planteamientos claros y distintos de lo real (que lleva a gran parte de los espectadores de cine a cifrar el interés de una historia en saber “cómo acaba”) es pura ingenuidad. Probablemente el conocimiento no pueda aspirar a conseguir respuestas, sino tan solo a abrirse a nuevos y más profundos interrogantes.

Pero en un segundo nivel, si Dreyer no quiere responder a esa pregunta es porque no es eso lo que fundamentalmente le interesa. La cuestión esencial aquí es que el despliegue de las energías vitales, imaginativas, creadoras, mercuriales, eróticas en el sentido más amplio, de Anne (y de Marte), ya vengan del cielo o del infierno, atentan contra el orden social —no solo eclesiástico—, y eso la sociedad no puede tolerarlo; y no es que no quiera, sino que, sencillamente, no puede. Lo mismo se plantea en “Gertrud” y allí no estamos en el siglo XVII, ni hay Inquisición ni Iglesia de por medio. En realidad, Freud ya lo había propuesto de forma primaria al afirmar que las estructuras sociales sólo pueden construirse sobre la represión de los instintos individuales; pero, con una cierta miopía positivista, Freud había expropiado al problema su dimensión metafísica, que es la que Dreyer recupera en su obra. No es un problema sociopolítico: cuál sea la ideología particular que determine ese sistema social es más o menos irrelevante. Sin excepción, toda estructura colectiva acaba mostrando, antes o después, su totalitarismo intrínseco.

Las simpatías del espectador irán mayoritariamente hacia Marte y Anne —que, por cierto, preocupada solo por su propia felicidad, no se muestra precisamente comprensiva con la situación de Martin—, y, en consecuencia, a Martin, Absalon y Merete les toca ser los receptores de las antipatías de la mayoría. Reacción emotiva tan primaria como injustificada: Merete es sencillamente una madre que ama a su hijo y ve en peligro su felicidad; Absalon, a su manera bienintencionado, sin duda ama a Anne y es más inconsciente que perverso; y Martin está en un callejón sin salida, apresado en el cruel dilema de elegir entre el amor a Anne y el amor a su padre. Dreyer, como siempre en sus últimos films, se muestra comprensivo con todos sus personajes. Aquí no hay nadie a quien echar la culpa de nada. Los problemas humanos no radican en las actitudes individuales, y menos aún en las ideologías. Los problemas surgen de lo más hondo de la naturaleza humana.

En “Gertrud”, Dreyer planteará, veinte años más tarde, la salida para vivir sin someterse a las exigencias de lo colectivo —es decir para vivir y no solo sobrevivir— y no acabar en la hoguera: aceptar estoicamente la «irremisible soledad del alma» y situarse, tanto como sea posible, al margen de lo social, algo que Gertrud comprenderá pero que Anne no quiere, no sabe o no puede asumir; lo mismo, por lo demás, que nos ocurre a la mayor parte de los humanos. En general, es complicado encontrarse una cueva en la que subsistir de forma razonable.
(Acabo en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Me he quedado sin espacio y no he hablado de lo que, en realidad, me parece lo más importante en el cine de Dreyer: el estilo. No importa. No soy experto en la materia y aunque perciba y me anonade la excepcional belleza formal del cine de Dreyer, me resultaría difícil analizarla en los elementos que la configuran. En todo caso, no hace falta ser experto para darse cuenta de que Dreyer se expresa con un lenguaje cinematográfico completamente ajeno a los convencionalismos, tan eficaces como vacuos, tan espectaculares como enajenantes, del cine de Hollywood, convertido ya en modelo universal.

En el cine de Dreyer el estilo no es un problema técnico que haya que manejar con habilidad para hacer avanzar una historia con soltura, como ocurre en el convencional cine-espectáculo (que la ira de los dioses se abata sobre este). En los grandes artistas, el estilo es, en sí mismo, creación de sentido, pero no solo de sentido literal o conceptual; pienso más bien en el sentido profundo de la belleza, que no es esteticismo epidérmico que satisfaga al gusto, sino —apelando a lo que más o menos dijo Platón— “resplandor luminoso de la verdad”, que impacta más en el alma que en el cerebro: capacidad para provocar una conmoción integral por medio de la forma, que solo los genios, como Dreyer, poseen. Y me viene a la cabeza la frase de Oscar Wilde con que Susan Sontag encabeza su ensayo “Contra la interpretación”: “Solo las personas superficiales no juzgan por las apariencias”. Lo que no sé si dijo Wilde es que puede no ser fácil ver realmente las apariencias.
13 de noviembre de 2009
38 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imposible encerrar en unas pocas líneas la complejidad de “Gertrud”, tal vez el ejercicio de abstracción más radical realizado en toda la historia del cine. Obra maestra del arte sagrado, su espiritualidad no nace tanto de su discurso cuanto de la transmutación de la materia cinematográfica en luminosidad teofánica. Y eso —a riesgo de parecer pedante o dogmático— se ve o no se ve, pero difícilmente se explica.

Ejercicio supremo de despojamiento, nada aquí es anecdótico o accesorio: trabajo de esencialización que encierra su dificultad; muchos se sentirán desconcertados o estafados ante unos personajes hieráticos que rara vez se miran al hablarse y cuyo discurso parece dirigirse al infinito. Estamos en el revés del cine “psicológico” o “realista”. Más que la historia de una mujer, Dreyer nos muestra la historia de un alma impresa con la marca del absoluto, vocación irrenunciable que Gertrud asume en la búsqueda de un amor total, andadura no exenta de intransigencia y, tal vez, hasta de una cierta egolatría. Nada diferente a la accidentada vida profesional del propio director danés: en el espejo de Gertrud se refleja Dreyer y su infatigable búsqueda de la realización del arquetipo ideal en el mundo material.

Pero el mundo del alma tiene sus propias leyes y sus formas específicas de expresión, lejos de cualquier convencionalismo expresivo, incluidos los cinematográficos. La esquematización de personajes y escenarios, la austeridad extrema de la puesta en escena, la cualidad ritual, encantatoria casi, de los diálogos (1), la utilización magistral de la luz, es la fuente que nutre la riqueza implícita que se sugiere a la imaginación más que a la razón. “Gertrud” debe verse desde la perspectiva del arte sagrado: su función es inducir la contemplación, romper la férrea corteza de la exterioridad y abrirse a una realidad transfigurada, desvelando un universo que la mirada superficial ignora.

La problemática traslación de lo absoluto al marco de lo social es la materia básica del film, que desemboca (más que resolverse) en un sublime epílogo, impregnado de la ambigüedad característica —enriquecedora en este caso— de Dreyer: es preciso renunciar al mundo pero sin desentenderse de él, orientar la búsqueda hacia el interior pero sin olvidar lo exterior: paradójico compromiso que Dreyer nunca acabó de resolver; solo muriendo al mundo —¡pero no del todo! (2)— resultaría posible el renacimiento espiritual. Más que vivir en el mundo y sentir nostalgia de lo Absoluto, Dreyer parecía vivir en lo Absoluto y sentir nostalgia del mundo (3). Ambigüedad que enraíza en un dilema no resuelto: ¿es Gertrud una víctima contingente del azar que simplemente no encontró al hombre justo en el momento oportuno o una personificación de la conciencia estoica ante un destino de soledad radical, inherente a la misma condición humana? Preguntas que probablemente el propio Dreyer no sabría responder y que constituyen la riqueza de este incomparable testamento espiritual.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
(1) Cuidado: tanto el doblaje como el subtitulado son nefastos. El subtitulado lo es, por cuestiones más bien formales, cayendo repetidas veces en lo ridículo. El doblaje, por cuestiones de contenido: ¡¡confunde el “libre albedrío” con la “libertad de expresión”!! Ver la película doblada y leer al mismo tiempo los subtítulos puede resultar incluso gracioso.
(2) En el epílogo, Gertrud aparece como una ermitaña... ¡con radio y con periódico!
(3) Dreyer es Gertrud, sin duda, pero es también la Inger de “Ordet” negándose a asumir la muerte.
Elegía oriental
MediometrajeDocumental
Japón1996
7,2
188
Documental
10
7 de septiembre de 2011
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una parte importante de la producción artística de Sokurov son sus llamados “documentales”, denominación cómoda pero inexpresiva para designar un grupo de films que parecen escapar a toda posible definición y de los que “Elegía oriental” es una muestra perfectamente representativa y tal vez —en mi opinión— su ejemplo más logrado.

Estamos ante una forma de cine de la que casi me atrevería a decir que no admite referencias. Que yo sepa, nadie ha hecho nunca nada comparable a los “documentales” de Sokurov. Podremos empezar a entender su particularidad si tenemos en cuenta la afirmación del director siberiano de que «el arte [y, a fortiori, sus propias películas] debe servir para preparar al hombre para la muerte»; afirmación que nada tiene de siniestro ni estrafalario (en última instancia, para eso ha servido siempre el arte en todas las civilizaciones, aunque la historia occidental de tiempos recientes lo haya olvidado), y que nos puede dar una idea de que estamos ante algo muy diferente de aquello en lo que piensan la mayor parte de los aficionados cuando hablan de “cine”. Obviamente, poco tiene que ver todo esto con el cine como “entretenimiento” o “diversión”, que es, supongo, la idea mayoritariamente difundida.

Sokurov ha recurrido con frecuencia al término “elegía” para definir una parte de sus sus películas (creo que son, al menos, diez de ellas las que llevan por título «Elegía...»), lo que sin duda está lleno de sentido, aunque a mí me sugieren igualmente la palabra “meditación”, en la acepción más “oriental” del término, y muy especialmente cuando se trata de las tres películas que componen su “serie japonesa”, una de las cuales es precisamente ésta.

En efecto, ver un documental de Sokurov exige (como toda obra de arte) colocarse ante ella en una actitud contemplativa, de silencio interior, de sosiego mental; no buscar nada ni esperar nada, acallar el pensamiento y dejar a un lado cualquier ansiedad: ver la película con la misma expectación con la que uno puede disponerse a escuchar la propia respiración. Si se está en esta actitud —condición sine que non en este caso— entonces se puede hacer el viaje elegíaco-meditativo que Sokurov nos propone y acceder —me atrevería a decir— a una verdadera experiencia espiritual.

Al margen de toda forma de prosa narrativa, sus documentales son verdaderos poemas cinematográficos —ningún cineasta podría ser calificado, yo creo, con más justicia que Sokurov, de “poeta del cine”—; poemas intimistas, en cierto modo “abstractos”, cuyos temas son siempre el sentido de la existencia, la búsqueda interior, la muerte, el tiempo, la memoria, el silencio, la soledad del alma...: en suma, poesía metafísica por excelencia (las autoridades soviéticas, en una graciosa ocurrencia, lo calificaron despectivamente de ¡“cine formalista”!).
[termino en el spoiler]
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Sokurov es especialista en construir mundos intermedios que parecen situarse en un espacio mediador entre la vida y la muerte, entre el sueño y la vigilia, entre la materia y el espíritu; nos envuelve así con una atmósfera etérea, sutil, ajena a la pesantez de la materia, donde hasta los objetos más simples parecen encarnación de algo que no es de este mundo, pues él conoce el secreto para mostrar el alma oculta de las cosas, para señalar hacia el abismo insondable que se abre por detrás de cada apariencia: algo que muy pocos, sólo los grandes artistas, son capaces de hacer.

Si hay actualmente dos cineastas en activo capaces de mostrar posibilidades sustanciales no intuidas antes en el lenguaje cinematográfico, creo que uno de ellos es Aleksander Sokurov. (El otro, suponiendo que siga en activo, sería Béla Tarr). En estos tiempos en que innovar parece casi una obligación, puede ser interesante y revelador comparar las elegías de Sokurov con otros films supuestamente “vanguardistas” y también de algún modo “meditativos” como puedan ser los de James Benning. Como apunto en mi crítica a “10 Skies”, la obra de arte innovadora es una cosa, y el experimento más o menos artístico, otra. Creo que los films de Sokurov y los de Benning ilustran, por oposición y con claridad meridiana, qué son, respectivamente, lo uno y lo otro.

A quien le interese “Elegía oriental”, le recomendaría también “Una vida humilde” y “Dolce” —reunidas en un único DVD— que completan momentáneamente la “serie japonesa” de Sokurov.
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