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5,9
1.057
6
1 de febrero de 2016
1 de febrero de 2016
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
He de admitir que no tenía depositada ninguna esperanza en Respira. La anterior película de Christian Zübert, Tour de Force, es un claro ejemplo de fallida manipulación emocional. Si a eso le sumamos las críticas negativas que Respira recibió tras su paso por la 53 Edición del Festival Internacional de Cine de Gijón, creo que los motivos de mis pocas expectativas con la cinta alemana quedan expuestos a la perfección. Pero ya sabemos que aquí, en un mundo tan inmensamente rico como es el cinematográfico, cada uno tiene su propia opinión, o, al menos, debería tenerla. Y, en mi opinión, Respira es una película muy interesante, con ciertos problemas pero de resultado más que convincente.
Aunque sobre el papel no sea una película de historias cruzadas, en la práctica sí lo es. Incluso la propia narración se estructura en tres capítulos: el de los respectivos viajes -físicos y emocionales- de las protagonistas, cuyo comienzo es explicitado, y aquél en que ambos convergen, el cual no está introducido por ningún intertítulo. Un lúcido retrato de las “dos Europas”: la rica, representada por Alemania; y la pobre, cuyo papel de oprimida representa Grecia. Y no es una cuestión fílmica, pues las intenciones artísticas de Zübert no eran otras otras que elaborar una historia dramática con el siempre presente trasfondo de la crisis económica actual, y de la desgraciada influencia que las potencias político-económicas tienen sobre los países que más han sufrido las consecuencias de la crisis, los que han sido rescatados.
Elena es una joven griega que, cansada de las pocas oportunidades que le brinda su país, decide dejar a su novio en Grecia y emigrar a Alemania para poner copas en un club. Sin embargo, cuando le realizan el reconocimiento médico detectan que está embarazada, por lo que termina trabajando como niñera de una niña. Tessa, la madre de la niña a la que cuida Elena, está sufriendo problemas en su (re)inserción laboral, lo que ella llama problemas del primer mundo. Un hecho inesperado se encargará de trazar una sucesión de dilemas morales, una parábola sobre la culpa y una crítica a la problemática de la precariedad laboral sufrida por los jóvenes y las mujeres (la sufren todos, pero estos sectores en mayor medida).
Lo mejor de la película es su coherencia en la narración de una historia que pone sobre la mesa tantos temas interesantes, creando con verdadera soltura un film que no se olvida con facilidad, y que sirve como un notable vehículo de reflexión. No obstante, no está ni mucho menos exenta de problemas. Pero bueno, se trata de problemas del primer momento, cuya trascendencia es la suficiente para que sean remarcados pero no para evitar que Respira sea una buena película. Si tenemos en cuenta la forma de filmar de Zübert, casi siempre cámara en mano, acercando el objetivo a los rostros de las muy solventes protagonistas -la debutante Chara Mata Giannatou y Jördis Triebel (Al otro lado del muro, 2013)-, es bastante innecesario el uso de una tímida pero exasperante melodía que actúa como único añadido musical. También la ejecución del tercer acto deja mucho que desear -cuyas maneras coinciden peligrosamente con la forma de cerrar el primero-, mucho más cercana a cualquier thriller de sobremesa -por su torpeza- que a la del resto de metraje. No obstante, la película queda cerrada a la perfección con una muestra de lo más clarividente sobre el egoísmo latente en toda sociedad, por desarrollada que sea.
Por suerte, el peligroso final del primer acto -por su trascendencia argumental- consigue llegar a buen puerto gracias a una estructura muy bien elegida. Así, Respira no sólo supera con creces mis prácticamente nulas expectativas, sino que afirmo sin ningún reparo que nos encontramos ante una buena película. Además, supone mi reconciliación con Christian Zübert, que realiza un trabajo diametralmente opuesto al que resultó ser Tour de Force, esquivando una moralina que se antojaba inevitable, y evitando ser condescendiente con ninguna de las dos mujeres, cuyos actos no son justificados aunque sí entendidos. O, al menos, asumidos.
Aunque sobre el papel no sea una película de historias cruzadas, en la práctica sí lo es. Incluso la propia narración se estructura en tres capítulos: el de los respectivos viajes -físicos y emocionales- de las protagonistas, cuyo comienzo es explicitado, y aquél en que ambos convergen, el cual no está introducido por ningún intertítulo. Un lúcido retrato de las “dos Europas”: la rica, representada por Alemania; y la pobre, cuyo papel de oprimida representa Grecia. Y no es una cuestión fílmica, pues las intenciones artísticas de Zübert no eran otras otras que elaborar una historia dramática con el siempre presente trasfondo de la crisis económica actual, y de la desgraciada influencia que las potencias político-económicas tienen sobre los países que más han sufrido las consecuencias de la crisis, los que han sido rescatados.
Elena es una joven griega que, cansada de las pocas oportunidades que le brinda su país, decide dejar a su novio en Grecia y emigrar a Alemania para poner copas en un club. Sin embargo, cuando le realizan el reconocimiento médico detectan que está embarazada, por lo que termina trabajando como niñera de una niña. Tessa, la madre de la niña a la que cuida Elena, está sufriendo problemas en su (re)inserción laboral, lo que ella llama problemas del primer mundo. Un hecho inesperado se encargará de trazar una sucesión de dilemas morales, una parábola sobre la culpa y una crítica a la problemática de la precariedad laboral sufrida por los jóvenes y las mujeres (la sufren todos, pero estos sectores en mayor medida).
Lo mejor de la película es su coherencia en la narración de una historia que pone sobre la mesa tantos temas interesantes, creando con verdadera soltura un film que no se olvida con facilidad, y que sirve como un notable vehículo de reflexión. No obstante, no está ni mucho menos exenta de problemas. Pero bueno, se trata de problemas del primer momento, cuya trascendencia es la suficiente para que sean remarcados pero no para evitar que Respira sea una buena película. Si tenemos en cuenta la forma de filmar de Zübert, casi siempre cámara en mano, acercando el objetivo a los rostros de las muy solventes protagonistas -la debutante Chara Mata Giannatou y Jördis Triebel (Al otro lado del muro, 2013)-, es bastante innecesario el uso de una tímida pero exasperante melodía que actúa como único añadido musical. También la ejecución del tercer acto deja mucho que desear -cuyas maneras coinciden peligrosamente con la forma de cerrar el primero-, mucho más cercana a cualquier thriller de sobremesa -por su torpeza- que a la del resto de metraje. No obstante, la película queda cerrada a la perfección con una muestra de lo más clarividente sobre el egoísmo latente en toda sociedad, por desarrollada que sea.
Por suerte, el peligroso final del primer acto -por su trascendencia argumental- consigue llegar a buen puerto gracias a una estructura muy bien elegida. Así, Respira no sólo supera con creces mis prácticamente nulas expectativas, sino que afirmo sin ningún reparo que nos encontramos ante una buena película. Además, supone mi reconciliación con Christian Zübert, que realiza un trabajo diametralmente opuesto al que resultó ser Tour de Force, esquivando una moralina que se antojaba inevitable, y evitando ser condescendiente con ninguna de las dos mujeres, cuyos actos no son justificados aunque sí entendidos. O, al menos, asumidos.

5,4
15.801
3
25 de noviembre de 2016
25 de noviembre de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Conociendo perfectamente el tipo de público al que está dirigido el best-seller La chica del tren, es cuando menos sorprendente encontrar tantos detalles interesantes y posibilidades cinematográficas en su presuntamente fiel adaptación cinematográfica. Con elementos claramente hitchcockianos -eso sí, siempre argumentalmente-, como esas “rubias” y el posterior juego de dobles e identidades -en este caso relacionado con la realidad tergiversada de la protagonista-, Tate Taylor compone una película lastrada por su estructura y la planicie de su dirección, tan falta de personalidad como de talento. Pero, contra todo pronóstico, hay materia prima en esta cinta, lo que significa que también la habrá en su versión literaria.
Rachel (Emily Blunt) es una mujer que aún no ha podido superar su divorcio y que dedica su vida a viajar en tren y emborracharse. Mientras viaja en el ferrocarril cada mañana, fantasea sobre la vida de una pareja aparentemente perfecta a la que ve por la ventana, y que vive justo al lado de su antiguo hogar, ocupado ahora por su ex marido (Justin Theroux) y su nueva pareja (Rebecca Ferguson), a los que suele hacer visitas cuando se encuentra en estado de ebriedad. Con esos precedentes, Rachel se convierte en la principal sospechosa y causante de la desaparición y el posible asesinato de Megan (Haley Bennett), el objetivo de sus inquietudes voyeuristas cada mañana.
Bajo esta premisa no puede sino constituirse un continuo juego de manipulación -cuestión fundamental en la película, en forma y fondo- motivado por la subjetividad de la protagonista, cuyas borracheras le impiden recordar los sucesos acontecidos cada noche, siendo ese el motivo por el cual su marido quiso el divorcio. El problema de tan atractivo como recurrente punto de partida es que la narración únicamente lo aprovecha para engañar al espectador, jugándose todas sus cartas en el desarrollo de la trama, los incontables puntos de giro y las supuestamente sorpresivas revelaciones, lo que deja en un segundo plano la finalmente inexistente profundidad de sus a priori interesantes personajes. Un producto hecho por y para el morbo.
Al final todas las cosas interesantes de La chica del tren pueden resumirse en determinados apuntes, que quizá hubieran tenido mayor calado si el tono de la propuesta en su segunda parte hubiese sido más gamberro, desinhibido. Ya que decides obviar la profundización psicológica de los personajes, lo mínimo es tratar de adecuar la puesta en escena y las decisiones de dirección a un material que en determinados momentos parece ser arriesgado e incluso inteligente. Pero quizá no sea así. Quizá la subversión feminista del tramo final no tenga ningún otro objetivo más que seguir saciando la sed morbosa y voyeurista de lectores y/o espectadores.
Tate Taylor no ha sido capaz de otorgarle fuerza y empaque a esta adaptación, tan entretenida y vistosa como plana y errática cuando se propone jugar con el lenguaje cinematográfico, haciendo uso de subrayados musicales y visuales sin demasiado acierto. La insólita y fallida planificación de las escenas en las que acompañamos a Blunt ebria son un claro reflejo de lo que representa esta película, que, por otra parte, se mantiene lejos del desastre gracias a su más que competente reparto, encabezado por la actriz británica, que gracias a su talento consigue salvar un personaje abocado al ridículo total.
Rachel (Emily Blunt) es una mujer que aún no ha podido superar su divorcio y que dedica su vida a viajar en tren y emborracharse. Mientras viaja en el ferrocarril cada mañana, fantasea sobre la vida de una pareja aparentemente perfecta a la que ve por la ventana, y que vive justo al lado de su antiguo hogar, ocupado ahora por su ex marido (Justin Theroux) y su nueva pareja (Rebecca Ferguson), a los que suele hacer visitas cuando se encuentra en estado de ebriedad. Con esos precedentes, Rachel se convierte en la principal sospechosa y causante de la desaparición y el posible asesinato de Megan (Haley Bennett), el objetivo de sus inquietudes voyeuristas cada mañana.
Bajo esta premisa no puede sino constituirse un continuo juego de manipulación -cuestión fundamental en la película, en forma y fondo- motivado por la subjetividad de la protagonista, cuyas borracheras le impiden recordar los sucesos acontecidos cada noche, siendo ese el motivo por el cual su marido quiso el divorcio. El problema de tan atractivo como recurrente punto de partida es que la narración únicamente lo aprovecha para engañar al espectador, jugándose todas sus cartas en el desarrollo de la trama, los incontables puntos de giro y las supuestamente sorpresivas revelaciones, lo que deja en un segundo plano la finalmente inexistente profundidad de sus a priori interesantes personajes. Un producto hecho por y para el morbo.
Al final todas las cosas interesantes de La chica del tren pueden resumirse en determinados apuntes, que quizá hubieran tenido mayor calado si el tono de la propuesta en su segunda parte hubiese sido más gamberro, desinhibido. Ya que decides obviar la profundización psicológica de los personajes, lo mínimo es tratar de adecuar la puesta en escena y las decisiones de dirección a un material que en determinados momentos parece ser arriesgado e incluso inteligente. Pero quizá no sea así. Quizá la subversión feminista del tramo final no tenga ningún otro objetivo más que seguir saciando la sed morbosa y voyeurista de lectores y/o espectadores.
Tate Taylor no ha sido capaz de otorgarle fuerza y empaque a esta adaptación, tan entretenida y vistosa como plana y errática cuando se propone jugar con el lenguaje cinematográfico, haciendo uso de subrayados musicales y visuales sin demasiado acierto. La insólita y fallida planificación de las escenas en las que acompañamos a Blunt ebria son un claro reflejo de lo que representa esta película, que, por otra parte, se mantiene lejos del desastre gracias a su más que competente reparto, encabezado por la actriz británica, que gracias a su talento consigue salvar un personaje abocado al ridículo total.

5,6
448
4
5 de diciembre de 2016
5 de diciembre de 2016
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces importa más bien poco el resultado de una película, especialmente si se trata de una ópera prima. No me malentendáis, lo que quiero decir es que el primer paso para ser competitivo y hacer buenas obras cinematográficas es saltar al vacío, demostrar ambición. Y eso es algo que a Aloys, la ópera prima del suizo Tobias Nölle, no se le puede echar en cara. Si bien presenta una serie de problemas, palpables especialmente en lo que podríamos llamar el núcleo argumental o temático, sus primeros minutos dan a entender que este cineasta quiere comerse el mundo plano a plano, con una estructura formal a caballo entre Salvaje, de Nicolette Krebitz, y las secuencias oníricas de la excelente El amor es más fuerte que las bombas, de Joachim Trier.
Las primeras secuencias de la película logran, sin ninguna duda, su objetivo primordial: embelesar al espectador gracias al magnetismo de sus imágenes, a la pulcritud de la puesta en escena y al soberbio diseño de sonido. Así nos es presentado Adorn Aloys, un hombre de 40 años que se ve obligado a llevar en solitario la agencia familiar de detectives privados tras la muerte de su padre. Su vida está caracterizada por el voyeurismo más absoluto; su existencia se resume en lo que capta el objetivo de su videocámara, unas veces las infidelidades que por trabajo está obligado a filmar, otras, simplemente aquello que encuentra y graba a lo largo de su rutina. Su soledad, mayúscula de por sí, se ve acrecentada con la pérdida de su padre y compañero de equipo, y perfectamente registrada por la hierática interpretación de Georg Friedrich, seguramente influenciada por la no-actuación bressoniana.
En Aloys surge una intriga momentánea, como una autorreferencia a la profesión de su protagonista, cuando una misteriosa mujer le roba la cámara y todas sus cintas, alterando su apacible y monótona existencia con las subsiguientes llamadas para la posible recuperación de su material de trabajo (y de vida cuando no existe línea que separe el trabajo del ocio). Tras un fatídico desenlace, la voz en off de Vera se convertirá en la obsesión de Adorn, materializada en hipnóticas secuencias oníricas, en lo que es un juego narrativo cada vez más alucinado y por tanto menos restrictivo. Y cuando la libertad se apodera de la cinta, llega la reiteración formal y narrativa, lo que lastra por completo el resultado de esta imaginativa representación de la soledad, del proceso que consiste en encontrarse a uno mismo.
El Premio FIPRESCI a la mejor película de la sección Panorama en la pasada Berlinale quizá le quede demasiado grande, pero los méritos de tan arriesgada propuesta no desentonan con la línea a premiar en según qué circunstancias. Si bien como ópera prima los errores no pesan demasiado, como título a estrenarse en salas hay que criticar o al menos avistar de su reiteración, un estancamiento narrativo y temático casi tan doloroso como el del propio protagonista. La idea no se trasciende jamás y cada secuencia orbita alrededor de ella, en ocasiones con brillantez y otras, simplemente, transmitiendo tedio e indiferencia.
Las primeras secuencias de la película logran, sin ninguna duda, su objetivo primordial: embelesar al espectador gracias al magnetismo de sus imágenes, a la pulcritud de la puesta en escena y al soberbio diseño de sonido. Así nos es presentado Adorn Aloys, un hombre de 40 años que se ve obligado a llevar en solitario la agencia familiar de detectives privados tras la muerte de su padre. Su vida está caracterizada por el voyeurismo más absoluto; su existencia se resume en lo que capta el objetivo de su videocámara, unas veces las infidelidades que por trabajo está obligado a filmar, otras, simplemente aquello que encuentra y graba a lo largo de su rutina. Su soledad, mayúscula de por sí, se ve acrecentada con la pérdida de su padre y compañero de equipo, y perfectamente registrada por la hierática interpretación de Georg Friedrich, seguramente influenciada por la no-actuación bressoniana.
En Aloys surge una intriga momentánea, como una autorreferencia a la profesión de su protagonista, cuando una misteriosa mujer le roba la cámara y todas sus cintas, alterando su apacible y monótona existencia con las subsiguientes llamadas para la posible recuperación de su material de trabajo (y de vida cuando no existe línea que separe el trabajo del ocio). Tras un fatídico desenlace, la voz en off de Vera se convertirá en la obsesión de Adorn, materializada en hipnóticas secuencias oníricas, en lo que es un juego narrativo cada vez más alucinado y por tanto menos restrictivo. Y cuando la libertad se apodera de la cinta, llega la reiteración formal y narrativa, lo que lastra por completo el resultado de esta imaginativa representación de la soledad, del proceso que consiste en encontrarse a uno mismo.
El Premio FIPRESCI a la mejor película de la sección Panorama en la pasada Berlinale quizá le quede demasiado grande, pero los méritos de tan arriesgada propuesta no desentonan con la línea a premiar en según qué circunstancias. Si bien como ópera prima los errores no pesan demasiado, como título a estrenarse en salas hay que criticar o al menos avistar de su reiteración, un estancamiento narrativo y temático casi tan doloroso como el del propio protagonista. La idea no se trasciende jamás y cada secuencia orbita alrededor de ella, en ocasiones con brillantez y otras, simplemente, transmitiendo tedio e indiferencia.
24 de abril de 2016
24 de abril de 2016
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Trumbo corría el riesgo de ser concebida bajo la muy frecuente (y dañina) etiqueta de “película necesaria”. Afortunadamente, y aunque uno de sus objetivos sea presentar los escabrosos hechos que rodearon la figura de Dalton Trumbo, el film de Jay Roach consigue alejarse desde los primeros compases de la intrascendencia cinematográfica que conlleva dicha etiqueta. Eso no quiere decir que no pueda ser intrascendente, o que no haya gente a la que se lo pueda parecer. Pero, en caso de serlo, lo será por motivos muy diferentes. En una decisión muy inteligente, el director estadounidense decide mantenerse fiel al resto de su filmografía; los toques humorísticos son una constante en este drama biográfico, tan alejado de la corriente actual de biopics como cercano al clasicismo de tantísimas películas estrenadas en el lapso de tiempo en que se desarrolla la cinta. Sin alardes de ningún tipo en la puesta en escena, que por momentos resulta incluso algo prefabricada, Trumbo encuentra sus virtudes en la continuidad cronológica y el ritmo de su narración. Y en su descomunal reparto, por supuesto.
En 1943, año en el que arranca la película, el confeso comunista y activista político Trumbo era el guionista mejor pagado de la industria hollywoodiense. Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, dio comienzo la Guerra Fría, que enfrentaba a los americanos con la URSS. Este hecho propició una caza de brujas contra cualquier acusado de lo que, según ellos, era el mayor delito que se podía cometer: ser comunista. Estas actividades se extendieron rápidamente a la industria cinematográfica, y algunos de sus miembros de más renombre se pusieron de parte del Comité de Actividades Antiamericanas y su cada vez más insistente campaña anticomunista. Esto acabó con Trumbo y algunos compañeros de profesión (e ideología) condenados a un año de cárcel por luchar abiertamente por sus derechos. Pero Trumbo era un hombre tan especial (escribía mientras fumaba en la bañera) como perseverante, y continuaría firmando guiones para todo tipo de producciones bajo diferentes seudónimos. Sus trabajos en la sombra para Vacaciones en Roma y El bravo fueron premiados con el galardón de la Academia a la Mejor Historia. Pero su trabajo a escondidas no sería recompensando hasta que Kirk Douglas, productor de Espartaco, se atreviera a declarar que la película había sido escrita por Dalton Trumbo. Para suerte de muchos, especialmente del propio guionista, el éxito que cosechó el film de Stanley Kubrick consiguió acabar con el bochornoso trato que recibieron los artistas comunistas en la meca del cine.
El guion de Trumbo, firmado por John McNamara, desarrolla todos los personajes en su justa medida, siendo el motor narrativo de la cinta el propio Trumbo y su carrera como guionista, mucho más importante que las evidentes disputas familiares derivadas de su situación laboral. Esto propicia que la mayoría de personajes se presenten algo desdibujados a excepción de Trumbo, pero las excelentes interpretaciones de todo el elenco de secundarios, conocedores a la perfección de su labor e importancia en la obra, minimizan los problemas que podían haber surgido de la naturaleza de sus propios caracteres. Así pues, se conforma una película coral en torno a la figura del protagonista interpretado notablemente por Bryan Cranston. Todos los secundarios aumentan sustancialmente el nivel de una cinta que podría haber caído en lo rutinario y en lo superficial. Quizá el más inspirado sea un divertidísimo John Goodman como productor de serie B, pero sería injusto menospreciar el trabajo de Helen Mirren, Michael Stuhlbarg, Diane Lane, Louis C.K. o Elle Fanning.
Trumbo no es un trabajo brillante ni un biopic ejemplar, pero sí un notable entretenimiento que combina a la perfección el drama con el humor. Pese a que casi cada escena esté acompañada por algún gag tan oportuno como efectivo, la película no pierde en ningún momento su claro (y ácido) componente denunciatorio y los tintes trágicos de un intervalo de la historia del cine que jamás debería ser olvidado. Un escándalo en el que se vieron implicados muchísimos nombres de importancia en la industria y que a día de hoy aún sigue levantando ampollas. Una película importante, por lo que trata y por cómo lo hace.
En 1943, año en el que arranca la película, el confeso comunista y activista político Trumbo era el guionista mejor pagado de la industria hollywoodiense. Una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, dio comienzo la Guerra Fría, que enfrentaba a los americanos con la URSS. Este hecho propició una caza de brujas contra cualquier acusado de lo que, según ellos, era el mayor delito que se podía cometer: ser comunista. Estas actividades se extendieron rápidamente a la industria cinematográfica, y algunos de sus miembros de más renombre se pusieron de parte del Comité de Actividades Antiamericanas y su cada vez más insistente campaña anticomunista. Esto acabó con Trumbo y algunos compañeros de profesión (e ideología) condenados a un año de cárcel por luchar abiertamente por sus derechos. Pero Trumbo era un hombre tan especial (escribía mientras fumaba en la bañera) como perseverante, y continuaría firmando guiones para todo tipo de producciones bajo diferentes seudónimos. Sus trabajos en la sombra para Vacaciones en Roma y El bravo fueron premiados con el galardón de la Academia a la Mejor Historia. Pero su trabajo a escondidas no sería recompensando hasta que Kirk Douglas, productor de Espartaco, se atreviera a declarar que la película había sido escrita por Dalton Trumbo. Para suerte de muchos, especialmente del propio guionista, el éxito que cosechó el film de Stanley Kubrick consiguió acabar con el bochornoso trato que recibieron los artistas comunistas en la meca del cine.
El guion de Trumbo, firmado por John McNamara, desarrolla todos los personajes en su justa medida, siendo el motor narrativo de la cinta el propio Trumbo y su carrera como guionista, mucho más importante que las evidentes disputas familiares derivadas de su situación laboral. Esto propicia que la mayoría de personajes se presenten algo desdibujados a excepción de Trumbo, pero las excelentes interpretaciones de todo el elenco de secundarios, conocedores a la perfección de su labor e importancia en la obra, minimizan los problemas que podían haber surgido de la naturaleza de sus propios caracteres. Así pues, se conforma una película coral en torno a la figura del protagonista interpretado notablemente por Bryan Cranston. Todos los secundarios aumentan sustancialmente el nivel de una cinta que podría haber caído en lo rutinario y en lo superficial. Quizá el más inspirado sea un divertidísimo John Goodman como productor de serie B, pero sería injusto menospreciar el trabajo de Helen Mirren, Michael Stuhlbarg, Diane Lane, Louis C.K. o Elle Fanning.
Trumbo no es un trabajo brillante ni un biopic ejemplar, pero sí un notable entretenimiento que combina a la perfección el drama con el humor. Pese a que casi cada escena esté acompañada por algún gag tan oportuno como efectivo, la película no pierde en ningún momento su claro (y ácido) componente denunciatorio y los tintes trágicos de un intervalo de la historia del cine que jamás debería ser olvidado. Un escándalo en el que se vieron implicados muchísimos nombres de importancia en la industria y que a día de hoy aún sigue levantando ampollas. Una película importante, por lo que trata y por cómo lo hace.

4,9
5.990
6
9 de marzo de 2016
9 de marzo de 2016
7 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una vez más, la película programada en la sesión de las diez iba a ser la encargada de salvar la jornada. La cinta en cuestión no era otra que High-Rise, el quinto largometraje del británico Ben Wheatley. Afortunadamente, tuve la ocasión de verla por partida doble en el pasado Festival de San Sebastián. Ahora, casi medio año después, debo confesar que este tercer visionado ha empobrecido un poco mi visión sobre la obra. Por poneros un poco en situación, antes me parecía una obra maestra y ahora simplemente una película excepcional. El doctor Laing se muda a un nuevo apartamento en un rascacielos en busca de un anonimato que la gran ciudad imposibilita. Allí, alejado de todo contacto con el exterior -exceptuando algunos partes meteorológicos en las noticias-, tendrá que actuar con inteligencia para evitar corromperse y sumirse en la espiral de autodestrucción que lleva consigo la estancia en el edificio.
En un futuro (o pasado, pues la distopía está ambientada en la década de los 70, aquélla en la que Ballard escribió la novela) indeterminado, un arquitecto cree haber diseñado la sociedad perfecta entre las paredes de un a priori apetecible edificio, pero los postulados de su proyecto no vaticinan más que caos y una incipiente lucha de clases, pues algunos lujos como la luz están reservados únicamente para los pisos más altos, en los que viven los adinerados pertenecientes a la clase alta. En esta sociedad distópica no existe la clase media, aunque sí un escalón entre ambos bandos que ocupa el propio Laing, que representa el individualismo actual: la búsqueda del beneficio propio y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. La metáfora quizá es un poco perversa, pero Wheatley logra el (des)equilibrio (estupendo contraste entre la perfección formal de la primera mitad con la anarquía de la segunda, que encuentra la belleza en lo grotesco y lo malsano) perfecto para trasladar a la pantalla las también excesivas y perversas líneas de Ballard. Ante todo, lo más destacable de High-Rise es la sobresaliente dirección del británico, que se sitúa como uno de los autores contemporáneos con más talento, o al menos como uno de los que tienen más posibilidades de convertirse en iconos de la cinefilia.
Os podéis reír de mí, pero mientras escribía estos dos párrafos la película ha vuelto a crecer instantáneamente en mi cabeza. Ojalá el siguiente visionado me devuelva la impresión del primero, que hacía de ella una de las cinco mejores películas de la década. Y nada más que decir, así termina la cobertura de este año; una Muestra bastante floja en general, pero que nos ha brindado la oportunidad de ver dos obras enormes, probablemente de lo mejor que haya pasado nunca por las pantallas de la Muestra Syfy. Hasta el año que viene.
*Texto escrito con motivo del visionado en la Muestra Syfy 2016*
En un futuro (o pasado, pues la distopía está ambientada en la década de los 70, aquélla en la que Ballard escribió la novela) indeterminado, un arquitecto cree haber diseñado la sociedad perfecta entre las paredes de un a priori apetecible edificio, pero los postulados de su proyecto no vaticinan más que caos y una incipiente lucha de clases, pues algunos lujos como la luz están reservados únicamente para los pisos más altos, en los que viven los adinerados pertenecientes a la clase alta. En esta sociedad distópica no existe la clase media, aunque sí un escalón entre ambos bandos que ocupa el propio Laing, que representa el individualismo actual: la búsqueda del beneficio propio y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. La metáfora quizá es un poco perversa, pero Wheatley logra el (des)equilibrio (estupendo contraste entre la perfección formal de la primera mitad con la anarquía de la segunda, que encuentra la belleza en lo grotesco y lo malsano) perfecto para trasladar a la pantalla las también excesivas y perversas líneas de Ballard. Ante todo, lo más destacable de High-Rise es la sobresaliente dirección del británico, que se sitúa como uno de los autores contemporáneos con más talento, o al menos como uno de los que tienen más posibilidades de convertirse en iconos de la cinefilia.
Os podéis reír de mí, pero mientras escribía estos dos párrafos la película ha vuelto a crecer instantáneamente en mi cabeza. Ojalá el siguiente visionado me devuelva la impresión del primero, que hacía de ella una de las cinco mejores películas de la década. Y nada más que decir, así termina la cobertura de este año; una Muestra bastante floja en general, pero que nos ha brindado la oportunidad de ver dos obras enormes, probablemente de lo mejor que haya pasado nunca por las pantallas de la Muestra Syfy. Hasta el año que viene.
*Texto escrito con motivo del visionado en la Muestra Syfy 2016*
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