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Críticas ordenadas por utilidad
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7
1 de mayo de 2025
1 de mayo de 2025
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En 1970, Belfast era una ciudad cuyos barrios estaban convertidos en ghettos. El conflicto de Irlanda del Norte había desatado una espiral de violencia y un reguero de sangre que se prorrogarían por varias décadas más. Tomando tan aciaga circunstancia histórica como contexto, el director Terry Loane compuso una preciosa película que retrata la amistad entre dos niños en el umbral de la pubertad (tema remanido, pero no siempre bien tratado). Sin apelar a golpes bajos ni a la sobreactuación del dolor, Loane consigue, mediante un relato de apariencia sencilla, construir una historia cargada de significaciones, en la que lo íntimo y lo político se cruzan sin estridencias, en la medida justa.
El viejo conflicto entre los protestantes, ávidos de resguardar el tutelaje británico, y los católicos, partidarios de la integración con la república de Irlanda, o bien de la independencia, encuentra su símbolo más paradigmático en el puente que divide a Belfast. Esa división, que opera tanto en el territorio como en el imaginario, está retratada desde una puesta en escena que evita lo obvio, optando por mostrar la violencia más como atmósfera que como hecho explícito.
En ese marco inestable, Mickybo –hijo de una familia católica pobre– y Jonjo –primogénito de un pudiente matrimonio protestante–, coinciden por obra del azar cuando el primero, escapando de dos bravucones con quienes ha intercambiado robos recíprocos, se atreve a franquear el implícito límite que levantan las murallas del sinsentido. A priori, todo debería enfrentarlos: además de las procedencias religiosas y de los bandos opuestos, Mickybo es extrovertido, díscolo y desaliñado, mientras que la timidez, la aplicación y la prolijidad son los signos distintivos de Jonjo. Así y todo, el improbable dúo termina tan unido como Butch Cassidy y Sundance Kid.
Y es que Mickybo y Jonjo consolidan su amistad merced al entusiasmo que les genera el emblemático film de George Roy Hill que recreaba las andanzas de los dos famosos pistoleros estadounidenses. Decididos a sacarse el tedio de encima, los pequeños se fugan de sus problemáticos hogares, con la firme y dulce convicción impúber, mítica y masculina de reanudar los legendarios pasos de Paul Newman y Robert Redford, tomándolos como brújula y manual de vida. Siguiendo esa quimera transformada en un imaginar colectivo que los conducirá a surcar campos, laderas y bosques, la utopía infantil se convierte de repente en un viaje errático, pero sobre todo, en un viaje de aprendizaje. Es allí donde el filme toma la estructura de una road movie iniciática: lo que comienza como un juego va revelando las fisuras de una infancia atravesada por la violencia, la exclusión y la falta de contención adulta. Sin perder jamás su tono lúdico y entrañable, "Mickybo and Me" va incorporando de a poco una melancolía de fondo, una sutil pérdida de la inocencia.
El cine ha ofrecido notables relatos sobre amistades infantiles marcadas por contextos hostiles, desde la entrañable complicidad de "Los 400 golpes" de Truffaut hasta la crudeza tierna de "Kes" de Ken Loach o la sensibilidad lírica de "Cinema Paradiso". "Mickybo and Me" se inscribe en esa tradición, pero con una particularidad: sitúa su fábula en una Belfast que, como en "In the Name of the Father" o "’71", no es sólo geografía sino herida abierta, nodo simbólico donde lo religioso, lo político y lo social se enredan en una telaraña violenta. En ese sentido, la película dialoga también con obras como "Bloody Sunday" de Paul Greengrass, aunque sin adoptar su tono documental o su urgencia dramática, y con "The Boxer" de Jim Sheridan, aunque sin caer en el melodrama. Aquí, la ciudad se intuye más que se muestra: no hay grandes panorámicas ni planos urbanos amplios, sino rincones, tapiales, veredas y pasajes que componen una Belfast cotidiana, vivida desde la escala de los niños, donde el peligro está sugerido en los bordes, en lo que se intuye fuera de cuadro, como una amenaza latente que los protagonistas aún no alcanzan a comprender del todo.
Loane elige contar la historia desde las alturas modestas pero decisivas de los niños: no como recurso efectista, sino como principio estético y ético. La cámara rara vez se despega de su eje vital; permanece a su altura, compartiendo su ángulo de visión, su desconcierto y su asombro. Los adultos aparecen muchas veces desplazados del encuadre, recortados o en segundo plano, como si formaran parte de un mundo paralelo, ajeno, incomprensible. Así, el conflicto político y sectario se vuelve algo que se escucha por las hendijas, que se espía entre rendijas, que se insinúa en una conversación a media voz o en una noticia de fondo. Esta decisión formal potencia la empatía del espectador con Mickybo y Jonjo: vemos lo que ellos ven, no lo que el mundo quiere mostrarles. En esa mirada infantil hay juego, hay fuga, hay mitología western, pero también hay temor, desorientación y deseo de pertenencia. Loane no idealiza la infancia, pero sí la respeta; y al hacerlo, consigue que el relato fluya con la lógica despareja, impredecible y profundamente honesta de quienes aún están aprendiendo a leer el mundo.
El viejo conflicto entre los protestantes, ávidos de resguardar el tutelaje británico, y los católicos, partidarios de la integración con la república de Irlanda, o bien de la independencia, encuentra su símbolo más paradigmático en el puente que divide a Belfast. Esa división, que opera tanto en el territorio como en el imaginario, está retratada desde una puesta en escena que evita lo obvio, optando por mostrar la violencia más como atmósfera que como hecho explícito.
En ese marco inestable, Mickybo –hijo de una familia católica pobre– y Jonjo –primogénito de un pudiente matrimonio protestante–, coinciden por obra del azar cuando el primero, escapando de dos bravucones con quienes ha intercambiado robos recíprocos, se atreve a franquear el implícito límite que levantan las murallas del sinsentido. A priori, todo debería enfrentarlos: además de las procedencias religiosas y de los bandos opuestos, Mickybo es extrovertido, díscolo y desaliñado, mientras que la timidez, la aplicación y la prolijidad son los signos distintivos de Jonjo. Así y todo, el improbable dúo termina tan unido como Butch Cassidy y Sundance Kid.
Y es que Mickybo y Jonjo consolidan su amistad merced al entusiasmo que les genera el emblemático film de George Roy Hill que recreaba las andanzas de los dos famosos pistoleros estadounidenses. Decididos a sacarse el tedio de encima, los pequeños se fugan de sus problemáticos hogares, con la firme y dulce convicción impúber, mítica y masculina de reanudar los legendarios pasos de Paul Newman y Robert Redford, tomándolos como brújula y manual de vida. Siguiendo esa quimera transformada en un imaginar colectivo que los conducirá a surcar campos, laderas y bosques, la utopía infantil se convierte de repente en un viaje errático, pero sobre todo, en un viaje de aprendizaje. Es allí donde el filme toma la estructura de una road movie iniciática: lo que comienza como un juego va revelando las fisuras de una infancia atravesada por la violencia, la exclusión y la falta de contención adulta. Sin perder jamás su tono lúdico y entrañable, "Mickybo and Me" va incorporando de a poco una melancolía de fondo, una sutil pérdida de la inocencia.
El cine ha ofrecido notables relatos sobre amistades infantiles marcadas por contextos hostiles, desde la entrañable complicidad de "Los 400 golpes" de Truffaut hasta la crudeza tierna de "Kes" de Ken Loach o la sensibilidad lírica de "Cinema Paradiso". "Mickybo and Me" se inscribe en esa tradición, pero con una particularidad: sitúa su fábula en una Belfast que, como en "In the Name of the Father" o "’71", no es sólo geografía sino herida abierta, nodo simbólico donde lo religioso, lo político y lo social se enredan en una telaraña violenta. En ese sentido, la película dialoga también con obras como "Bloody Sunday" de Paul Greengrass, aunque sin adoptar su tono documental o su urgencia dramática, y con "The Boxer" de Jim Sheridan, aunque sin caer en el melodrama. Aquí, la ciudad se intuye más que se muestra: no hay grandes panorámicas ni planos urbanos amplios, sino rincones, tapiales, veredas y pasajes que componen una Belfast cotidiana, vivida desde la escala de los niños, donde el peligro está sugerido en los bordes, en lo que se intuye fuera de cuadro, como una amenaza latente que los protagonistas aún no alcanzan a comprender del todo.
Loane elige contar la historia desde las alturas modestas pero decisivas de los niños: no como recurso efectista, sino como principio estético y ético. La cámara rara vez se despega de su eje vital; permanece a su altura, compartiendo su ángulo de visión, su desconcierto y su asombro. Los adultos aparecen muchas veces desplazados del encuadre, recortados o en segundo plano, como si formaran parte de un mundo paralelo, ajeno, incomprensible. Así, el conflicto político y sectario se vuelve algo que se escucha por las hendijas, que se espía entre rendijas, que se insinúa en una conversación a media voz o en una noticia de fondo. Esta decisión formal potencia la empatía del espectador con Mickybo y Jonjo: vemos lo que ellos ven, no lo que el mundo quiere mostrarles. En esa mirada infantil hay juego, hay fuga, hay mitología western, pero también hay temor, desorientación y deseo de pertenencia. Loane no idealiza la infancia, pero sí la respeta; y al hacerlo, consigue que el relato fluya con la lógica despareja, impredecible y profundamente honesta de quienes aún están aprendiendo a leer el mundo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Lejos de ser una film pretencioso, "Mickybo and Me" se nos revela como el relato gracioso y conmovedor de una historia sencilla, que únicamente aborda de modo lateral –pero con más profundidad que las películas que se sumergen de lleno– el conflicto social que deja a la deriva a un par de chicos prófugos que tan sólo tratan de llegar cabalgando a Australia, el añorado paraíso imaginario. La dirección de Loane evita el subrayado emocional, y confía en la fuerza de la mirada de los niños, sostenida también por dos actuaciones sobresalientes: Niall Wright y John Joe McNeill encarnan a sus personajes con una naturalidad que resulta infrecuente incluso entre actores adultos: hay frescura, química, y un notable trabajo de gestualidad que permite que el vínculo se construya con credibilidad desde los pequeños matices.
Sería una pena, para quienes disfrutamos hasta el día de hoy contemplando aquel apoteósico paradigma del western romántico y crepuscular (Leone + Peckinpah), que esta joya del cine irlandés se nos pasara por alto. No solamente porque, por medio de fragmentos, Butch y Sundance otra vez estarán en la pantalla grande, sino también por el perfecto ritmo narrativo del filme, la ternura que desprenden ciertas situaciones, los ingeniosos diálogos, las estupendas interpretaciones de los mocosos protagonistas y la lección de tolerancia que su amistad constituye. Pero también porque, en su modestia formal, la película exhibe un notable sentido de la elipsis, un uso preciso del fuera de campo, y una inteligencia narrativa que permite que la historia fluya sin altibajos. El diseño sonoro acompaña sin estridencias y la fotografía, alternando registros más luminosos y otros cargados de sombra y niebla, aporta a la atmósfera cambiante del relato.
Al final, "Mickybo and Me" se impone como una obra menor pero valiosa, una de esas películas que, sin buscar trascender, terminan quedándose con nosotros por lo que insinúan más que por lo que explican. Como esos recuerdos de infancia que no sabemos si fueron reales o soñados, pero que nos marcaron para siempre.
Sería una pena, para quienes disfrutamos hasta el día de hoy contemplando aquel apoteósico paradigma del western romántico y crepuscular (Leone + Peckinpah), que esta joya del cine irlandés se nos pasara por alto. No solamente porque, por medio de fragmentos, Butch y Sundance otra vez estarán en la pantalla grande, sino también por el perfecto ritmo narrativo del filme, la ternura que desprenden ciertas situaciones, los ingeniosos diálogos, las estupendas interpretaciones de los mocosos protagonistas y la lección de tolerancia que su amistad constituye. Pero también porque, en su modestia formal, la película exhibe un notable sentido de la elipsis, un uso preciso del fuera de campo, y una inteligencia narrativa que permite que la historia fluya sin altibajos. El diseño sonoro acompaña sin estridencias y la fotografía, alternando registros más luminosos y otros cargados de sombra y niebla, aporta a la atmósfera cambiante del relato.
Al final, "Mickybo and Me" se impone como una obra menor pero valiosa, una de esas películas que, sin buscar trascender, terminan quedándose con nosotros por lo que insinúan más que por lo que explican. Como esos recuerdos de infancia que no sabemos si fueron reales o soñados, pero que nos marcaron para siempre.

3,9
391
3
26 de abril de 2025
26 de abril de 2025
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En "Comodines", el cine argentino de mediados de los noventa intentó emular sin éxito el modelo de las buddy movies policiales de Hollywood —ese subgénero que consagraron duplas como Mel Gibson y Danny Glover en "Lethal Weapon"—, pero el resultado fue un ejercicio fallido de imitación, que deja al descubierto todas sus limitaciones desde la primera escena.
Adrián Suar, quien además de protagonizar también produce, ofrece aquí una de las primeras actuaciones más pobres de su trayectoria. Suar carece de la ductilidad y presencia que un personaje de acción mínimamente requiere: su expresión corporal rígida, su dicción carente de ritmo y su absoluta falta de naturalidad dramática hacen que cada una de sus intervenciones resulte incómoda de ver. Sorprendentemente, Carlos Calvo —de quien podría esperarse al menos algo de oficio— apenas si consigue aportar un matiz de mayor carisma, pero su interpretación tampoco logra escapar del trazo grueso, el lugar común y una preocupante falta de verosimilitud.
Los gags entre ambos protagonistas, lejos de resultar graciosos o de fluir naturalmente, refuerzan aún más las limitaciones del film. No sólo carecen de ritmo y timing cómico, sino que tampoco exhiben la clásica picardía argentina que podría esperarse de dos comediantes experimentados en televisión como Suar y Calvo. La contracara absoluta de esta película —en ese aspecto y en casi todos los demás— llegaría pocos años después con "Nueve reinas", la obra maestra de Fabián Bielinsky, impulsada por la brillante dupla actoral de Ricardo Darín y Gastón Pauls.
Lo más sorprendente —y también lo más doloroso— es encontrar la firma de Ricardo Piglia en el guion de semejante dislate. Que uno de los más lúcidos narradores argentinos haya participado de un libreto repleto de lugares comunes, diálogos de cartón piedra y situaciones absurdas es, por decir lo menos, un misterio digno de novela policial.
Ni siquiera el oficio de actores como Víctor Laplace y Rodolfo Ranni —dos intérpretes sólidos, respetados, que en otros contextos han elevado películas mediocres— alcanza para disimular el desastre generalizado. Aunque ambos aportan profesionalismo, su presencia es incapaz de torcer el rumbo de una historia que ya desde su concepción parece condenada al ridículo.
Sobre la dupla de directores, Jorge Nisco y Daniel Barone, cabe señalar que tras este film se consolidaron como realizadores recurrentes en las producciones costumbristas de PolKa, la productora de Suar. Su recorrido posterior fue igual de errático, con algunas honrosas excepciones, pero en "Comodines" queda clara su falta de pericia para sostener un relato cinematográfico de acción con una mínima eficacia.
Las escenas de acción, abundantes en explosiones, persecuciones y helicópteros, solo consiguen subrayar la falta de alma de la película: son fuegos artificiales vacíos, sin el menor sostén emocional o narrativo. "Comodines" no es solo una mala película de acción: es una dolorosa evidencia de cómo la ambición de copiar fórmulas exitosas puede desembocar en un producto insípido, ruidoso y absolutamente olvidable.
Adrián Suar, quien además de protagonizar también produce, ofrece aquí una de las primeras actuaciones más pobres de su trayectoria. Suar carece de la ductilidad y presencia que un personaje de acción mínimamente requiere: su expresión corporal rígida, su dicción carente de ritmo y su absoluta falta de naturalidad dramática hacen que cada una de sus intervenciones resulte incómoda de ver. Sorprendentemente, Carlos Calvo —de quien podría esperarse al menos algo de oficio— apenas si consigue aportar un matiz de mayor carisma, pero su interpretación tampoco logra escapar del trazo grueso, el lugar común y una preocupante falta de verosimilitud.
Los gags entre ambos protagonistas, lejos de resultar graciosos o de fluir naturalmente, refuerzan aún más las limitaciones del film. No sólo carecen de ritmo y timing cómico, sino que tampoco exhiben la clásica picardía argentina que podría esperarse de dos comediantes experimentados en televisión como Suar y Calvo. La contracara absoluta de esta película —en ese aspecto y en casi todos los demás— llegaría pocos años después con "Nueve reinas", la obra maestra de Fabián Bielinsky, impulsada por la brillante dupla actoral de Ricardo Darín y Gastón Pauls.
Lo más sorprendente —y también lo más doloroso— es encontrar la firma de Ricardo Piglia en el guion de semejante dislate. Que uno de los más lúcidos narradores argentinos haya participado de un libreto repleto de lugares comunes, diálogos de cartón piedra y situaciones absurdas es, por decir lo menos, un misterio digno de novela policial.
Ni siquiera el oficio de actores como Víctor Laplace y Rodolfo Ranni —dos intérpretes sólidos, respetados, que en otros contextos han elevado películas mediocres— alcanza para disimular el desastre generalizado. Aunque ambos aportan profesionalismo, su presencia es incapaz de torcer el rumbo de una historia que ya desde su concepción parece condenada al ridículo.
Sobre la dupla de directores, Jorge Nisco y Daniel Barone, cabe señalar que tras este film se consolidaron como realizadores recurrentes en las producciones costumbristas de PolKa, la productora de Suar. Su recorrido posterior fue igual de errático, con algunas honrosas excepciones, pero en "Comodines" queda clara su falta de pericia para sostener un relato cinematográfico de acción con una mínima eficacia.
Las escenas de acción, abundantes en explosiones, persecuciones y helicópteros, solo consiguen subrayar la falta de alma de la película: son fuegos artificiales vacíos, sin el menor sostén emocional o narrativo. "Comodines" no es solo una mala película de acción: es una dolorosa evidencia de cómo la ambición de copiar fórmulas exitosas puede desembocar en un producto insípido, ruidoso y absolutamente olvidable.
15 de abril de 2025
15 de abril de 2025
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Martin Scorsese y Bob Dylan —dos colosos de la narrativa contemporánea— se funden en "Rolling Thunder Revue" en un artefacto fílmico inclasificable y fascinante. No estamos ante un mero documental musical ni una simple crónica de la gira de 1975: lo que presenciamos es una operación estética de alto vuelo, una mascarada elegante y desestabilizante, que subraya el poder del cine no como espejo de la realidad sino como mecanismo de revelación.
Dylan, ese eterno fugitivo de su propio mito, y Scorsese, maestro absoluto del montaje y la ficción-verdad, dan forma a un film que juega en las fronteras del ensayo visual, el found footage y la performance política. Desde el comienzo —con aquel fragmento de Méliès, pionero del truco fílmico— el espectador es advertido: aquí nada será confiable, salvo la música.
¡Y qué música! El Dylan que vemos en escena —a veces enmascarado como Pierrot, otras como un chamán en trance— ofrece versiones viscerales, casi rituales, de “Isis”, “Hurricane”, “One More Cup of Coffee”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll”, entre otras joyas entregadas con una intensidad que roza lo brutal. A su lado, una banda con nombres fundamentales como Scarlet Rivera (su violín es una daga flamígera) o Mick Ronson, y colaboraciones que reafirman la estatura lírica y política del evento: Joan Baez, Joni Mitchell, Allen Ginsberg. Cuando Dylan canta “I Shall Be Released” con Baez, el tiempo se detiene: casi como siempre que cantan juntos y que muy bien lo ha retratado la película "A Complete Unknown" en el plano de la ficción.
Uno de los momentos más entrañables y reveladores del documental es la interpretación temprana de “Coyote” por una luminosa Joni Mitchell, íntima y fresca, compartida casi como un susurro entre cómplices en la habitación de un hotel; su voz etérea y la precisión lírica preanuncian la obra maestra que vendría. En el extremo opuesto del registro emocional, Dylan desata una tormenta con “Hurricane”: su voz rasga el aire con furia contenida y precisión militante, mientras la banda lo sigue en un vértigo eléctrico. Es una performance desbordada de urgencia, donde cada verso es una ráfaga de denuncia, y Dylan, completamente compenetrado, canta como si su vida —o la de Carter— dependiera de ello.
Pero sería un error reducir el film a su poderío musical. La dirección de Scorsese no ilustra ni ordena: compone. Como un prestidigitador barroco, mezcla registros de archivo, entrevistas falsas y verdaderas, material de “Renaldo and Clara”, inserciones apócrifas (Sharon Stone como groupie adolescente, Van Dorp como supuesto director original del documental), y así construye un palimpsesto donde la mentira se convierte en un recurso narrativo legítimo, casi necesario. El artificio no es trampa: es método. Como si Dylan y Scorsese dijeran al unísono que la verdad de una gira no reside en la anécdota factual, sino en la vibración emocional, en la resonancia estética que dejó en quienes la vivieron o imaginaron.
Hay una línea clave que desliza Dylan, citando a Wilde: “Con una máscara se puede decir la verdad”. En este juego de espejos rotos, esa frase opera como tesis. Las máscaras de Rolling Thunder —físicas, fílmicas, narrativas— revelan más de lo que ocultan. Como magistralmente lo desarrolla Vargas Llosa en su ensayo "La verdad de las mentiraa", los seres humanos necesitamos esas mentiras (la ficción) para comprender mejor el mundo en que vivimos, para soñar con otros posibles, para ensayar vidas distintas a la propia, para buscar libertad, placer o consuelo. A través de esas "mentiras" artísticas, se revelan verdades esenciales sobre quiénes somos y qué deseamos. En ese sentido, Dylan es más Dylan cuando fabula. Scorsese es más Scorsese cuando altera. Juntos, logran una obra de una audacia narrativa y una densidad cultural que desafía los géneros y las certezas.
El montaje —marca de fábrica del director— es una sinfonía visual. Cada número musical está filmado y editado con un respeto reverencial y a la vez con un impulso febril, como si supieran que están capturando lo irrepetible. La elección de los testimonios —falsos, verdaderos, ambiguos— no busca esclarecer, sino expandir el relato. El caos de la gira se vuelve armonía fílmica.
Al final, lo que queda no es la historia de una gira, ni una biografía de Dylan, ni una pieza historiográfica. Lo que queda es una experiencia: lírica, irreverente, irónica, melancólica, combativa. Un manifiesto sobre el arte, la identidad y la impostura. "Rolling Thunder Revue" no es cine sobre Dylan: es cine con Dylan. Un delirio lúcido. Un acto de magia.
Scorsese y Dylan —el ojo y la voz— firman aquí una obra mayor. Una de esas películas que, como los grandes conciertos, se recuerdan más por lo que hicieron vibrar que por lo que mostraron. Un canto a la libertad artística y a la mentira como forma más alta de la verdad.
Dylan, ese eterno fugitivo de su propio mito, y Scorsese, maestro absoluto del montaje y la ficción-verdad, dan forma a un film que juega en las fronteras del ensayo visual, el found footage y la performance política. Desde el comienzo —con aquel fragmento de Méliès, pionero del truco fílmico— el espectador es advertido: aquí nada será confiable, salvo la música.
¡Y qué música! El Dylan que vemos en escena —a veces enmascarado como Pierrot, otras como un chamán en trance— ofrece versiones viscerales, casi rituales, de “Isis”, “Hurricane”, “One More Cup of Coffee”, “The Lonesome Death of Hattie Carroll”, entre otras joyas entregadas con una intensidad que roza lo brutal. A su lado, una banda con nombres fundamentales como Scarlet Rivera (su violín es una daga flamígera) o Mick Ronson, y colaboraciones que reafirman la estatura lírica y política del evento: Joan Baez, Joni Mitchell, Allen Ginsberg. Cuando Dylan canta “I Shall Be Released” con Baez, el tiempo se detiene: casi como siempre que cantan juntos y que muy bien lo ha retratado la película "A Complete Unknown" en el plano de la ficción.
Uno de los momentos más entrañables y reveladores del documental es la interpretación temprana de “Coyote” por una luminosa Joni Mitchell, íntima y fresca, compartida casi como un susurro entre cómplices en la habitación de un hotel; su voz etérea y la precisión lírica preanuncian la obra maestra que vendría. En el extremo opuesto del registro emocional, Dylan desata una tormenta con “Hurricane”: su voz rasga el aire con furia contenida y precisión militante, mientras la banda lo sigue en un vértigo eléctrico. Es una performance desbordada de urgencia, donde cada verso es una ráfaga de denuncia, y Dylan, completamente compenetrado, canta como si su vida —o la de Carter— dependiera de ello.
Pero sería un error reducir el film a su poderío musical. La dirección de Scorsese no ilustra ni ordena: compone. Como un prestidigitador barroco, mezcla registros de archivo, entrevistas falsas y verdaderas, material de “Renaldo and Clara”, inserciones apócrifas (Sharon Stone como groupie adolescente, Van Dorp como supuesto director original del documental), y así construye un palimpsesto donde la mentira se convierte en un recurso narrativo legítimo, casi necesario. El artificio no es trampa: es método. Como si Dylan y Scorsese dijeran al unísono que la verdad de una gira no reside en la anécdota factual, sino en la vibración emocional, en la resonancia estética que dejó en quienes la vivieron o imaginaron.
Hay una línea clave que desliza Dylan, citando a Wilde: “Con una máscara se puede decir la verdad”. En este juego de espejos rotos, esa frase opera como tesis. Las máscaras de Rolling Thunder —físicas, fílmicas, narrativas— revelan más de lo que ocultan. Como magistralmente lo desarrolla Vargas Llosa en su ensayo "La verdad de las mentiraa", los seres humanos necesitamos esas mentiras (la ficción) para comprender mejor el mundo en que vivimos, para soñar con otros posibles, para ensayar vidas distintas a la propia, para buscar libertad, placer o consuelo. A través de esas "mentiras" artísticas, se revelan verdades esenciales sobre quiénes somos y qué deseamos. En ese sentido, Dylan es más Dylan cuando fabula. Scorsese es más Scorsese cuando altera. Juntos, logran una obra de una audacia narrativa y una densidad cultural que desafía los géneros y las certezas.
El montaje —marca de fábrica del director— es una sinfonía visual. Cada número musical está filmado y editado con un respeto reverencial y a la vez con un impulso febril, como si supieran que están capturando lo irrepetible. La elección de los testimonios —falsos, verdaderos, ambiguos— no busca esclarecer, sino expandir el relato. El caos de la gira se vuelve armonía fílmica.
Al final, lo que queda no es la historia de una gira, ni una biografía de Dylan, ni una pieza historiográfica. Lo que queda es una experiencia: lírica, irreverente, irónica, melancólica, combativa. Un manifiesto sobre el arte, la identidad y la impostura. "Rolling Thunder Revue" no es cine sobre Dylan: es cine con Dylan. Un delirio lúcido. Un acto de magia.
Scorsese y Dylan —el ojo y la voz— firman aquí una obra mayor. Una de esas películas que, como los grandes conciertos, se recuerdan más por lo que hicieron vibrar que por lo que mostraron. Un canto a la libertad artística y a la mentira como forma más alta de la verdad.

7,1
625
8
14 de abril de 2025
14 de abril de 2025
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Hay películas que se ven y hay películas que se viven. "Juan Moreira", la obra monumental de Leonardo Favio, no se limita a narrar una historia: nos arrastra como un vendaval por los senderos polvorientos de la pampa, por el dolor sordo del desclasado, por la furia redentora de un hombre al que el poder le ha dado la espalda. Y lo hace con una potencia visual, sonora y poética que la convierte —sin dudas— en una de las más altas cumbres del cine argentino de autor.
La comparación inevitable, y necesaria, es con la literatura. “Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato; Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe. A Gutiérrez le basta mostrar un hombre... su prosa se parece a la vida”, escribe Borges. Favio, con esa sensibilidad genial que lo distingue, toma esa prosa trivial —según el gran escritor nacional—, y la eleva a alturas míticas. No necesita adornar, no necesita explicar: basta con mirar a Moreira caminar, callar, blandir el facón. Basta con que el cine nos lo muestre para que comprendamos lo que ya sabíamos, pero habíamos olvidado: que el pueblo argentino ha sido siempre arrasado, resistido y contado desde los márgenes (algo que le fascinaba a Borges, dicho sea de paso).
Uno de los grandes aciertos de Favio radica en su dirección actoral. Rodolfo Bebán encarna a Juan Moreira con una sobriedad conmovedora, con una presencia física y espiritual que no necesita del grito para imponer respeto, ni de la exageración para transmitir dolor. Su interpretación se sostiene en una economía de gestos cargados de intensidad, y logra una fusión perfecta entre personaje y actor. A su alrededor, un elenco correcto, aporta verosimilitud y hondura a cada escena. Pero más allá de los nombres, lo que destaca es el tono coral, la respiración colectiva del film, donde hasta los actores no profesionales o de reparto se integran con naturalidad a un universo que parece haber sido vivido más que interpretado. La actuación, como el paisaje, como la música, como la cámara, es parte de una totalidad orgánica, visceral, inolvidable.
Desde lo cinematográfico, "Juan Moreira" se agiganta por su puesta en escena rigurosa, pero nunca académica. Favio hace un uso calculado —y por eso mismo tan efectivo— de los encuadres en picado y contrapicado, que le permiten inscribir visualmente la posición moral y existencial de cada personaje: el poder se eleva, el oprimido se hunde, el mito cabalga entre ambos. Con esa herramienta de lenguaje, Favio enmarca al gaucho no sólo como figura histórica sino como signo, como relámpago mítico que irrumpe en la pampa y en la pantalla.
No hay trazo grueso ni abuso formal; hay convicción estética y claridad simbólica. A esto se suma algo pocas veces señalado: "Juan Moreira" es también una suerte de homenaje soterrado a Ingmar Bergman. La concepción teatral de ciertas escenas, la profundidad metafísica que adquiere el rostro humano en algunos planos, y la musicalización profundamente emotiva, remiten al cine bergmaniano como una influencia reverencial pero reinterpretada en clave popular. Esta línea se volverá explícita en "Nazareno Cruz y el lobo", donde Favio retomará el gesto bergmaniano para fundir definitivamente lo pagano, lo cristiano y lo peronista en una sola materia mítica. En ambos casos, es lo mítico —y no lo histórico ni lo psicológico— el verdadero corazón pulsante del relato. Favio no filma la historia; filma el mito.
Toma el folletín de Gutiérrez —que ya había producido un fenómeno social único, que desbordó el papel para volverse carne en las tablas— y lo reelabora en un lenguaje cinematográfico que es puro barroco popular. La estética de "Juan Moreira" es operística, sangrante, luminosa y trágica. Cada plano está cargado de una belleza que duele, que trasciende el verismo para alcanzar lo arquetípico. El gaucho perseguido, que parece siempre caminar hacia su fin, es un Cristo criollo, un rebelde sin redención, un mártir fundacional.
Favio no busca reconstruir un hecho, sino reencarnarlo. La voz en off que introduce fragmentos de la historia no narra, sentencia. Es una voz del pueblo, de los muertos, de la tierra misma. Y cuando la imagen se detiene en un gesto, en una mirada, en una nube de polvo que asciende, comprendemos que el cine puede alcanzar las dimensiones de la leyenda, como en un spaghetti western de Leone.
La comparación inevitable, y necesaria, es con la literatura. “Sarmiento, en el Facundo, compone una acusación; Hernández, en el Martín Fierro, un alegato; Güiraldes, en el Don Segundo Sombra, un acto de fe. A Gutiérrez le basta mostrar un hombre... su prosa se parece a la vida”, escribe Borges. Favio, con esa sensibilidad genial que lo distingue, toma esa prosa trivial —según el gran escritor nacional—, y la eleva a alturas míticas. No necesita adornar, no necesita explicar: basta con mirar a Moreira caminar, callar, blandir el facón. Basta con que el cine nos lo muestre para que comprendamos lo que ya sabíamos, pero habíamos olvidado: que el pueblo argentino ha sido siempre arrasado, resistido y contado desde los márgenes (algo que le fascinaba a Borges, dicho sea de paso).
Uno de los grandes aciertos de Favio radica en su dirección actoral. Rodolfo Bebán encarna a Juan Moreira con una sobriedad conmovedora, con una presencia física y espiritual que no necesita del grito para imponer respeto, ni de la exageración para transmitir dolor. Su interpretación se sostiene en una economía de gestos cargados de intensidad, y logra una fusión perfecta entre personaje y actor. A su alrededor, un elenco correcto, aporta verosimilitud y hondura a cada escena. Pero más allá de los nombres, lo que destaca es el tono coral, la respiración colectiva del film, donde hasta los actores no profesionales o de reparto se integran con naturalidad a un universo que parece haber sido vivido más que interpretado. La actuación, como el paisaje, como la música, como la cámara, es parte de una totalidad orgánica, visceral, inolvidable.
Desde lo cinematográfico, "Juan Moreira" se agiganta por su puesta en escena rigurosa, pero nunca académica. Favio hace un uso calculado —y por eso mismo tan efectivo— de los encuadres en picado y contrapicado, que le permiten inscribir visualmente la posición moral y existencial de cada personaje: el poder se eleva, el oprimido se hunde, el mito cabalga entre ambos. Con esa herramienta de lenguaje, Favio enmarca al gaucho no sólo como figura histórica sino como signo, como relámpago mítico que irrumpe en la pampa y en la pantalla.
No hay trazo grueso ni abuso formal; hay convicción estética y claridad simbólica. A esto se suma algo pocas veces señalado: "Juan Moreira" es también una suerte de homenaje soterrado a Ingmar Bergman. La concepción teatral de ciertas escenas, la profundidad metafísica que adquiere el rostro humano en algunos planos, y la musicalización profundamente emotiva, remiten al cine bergmaniano como una influencia reverencial pero reinterpretada en clave popular. Esta línea se volverá explícita en "Nazareno Cruz y el lobo", donde Favio retomará el gesto bergmaniano para fundir definitivamente lo pagano, lo cristiano y lo peronista en una sola materia mítica. En ambos casos, es lo mítico —y no lo histórico ni lo psicológico— el verdadero corazón pulsante del relato. Favio no filma la historia; filma el mito.
Toma el folletín de Gutiérrez —que ya había producido un fenómeno social único, que desbordó el papel para volverse carne en las tablas— y lo reelabora en un lenguaje cinematográfico que es puro barroco popular. La estética de "Juan Moreira" es operística, sangrante, luminosa y trágica. Cada plano está cargado de una belleza que duele, que trasciende el verismo para alcanzar lo arquetípico. El gaucho perseguido, que parece siempre caminar hacia su fin, es un Cristo criollo, un rebelde sin redención, un mártir fundacional.
Favio no busca reconstruir un hecho, sino reencarnarlo. La voz en off que introduce fragmentos de la historia no narra, sentencia. Es una voz del pueblo, de los muertos, de la tierra misma. Y cuando la imagen se detiene en un gesto, en una mirada, en una nube de polvo que asciende, comprendemos que el cine puede alcanzar las dimensiones de la leyenda, como en un spaghetti western de Leone.
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spoiler:
La escena final —Moreira, de espaldas, herido, intentando saltar una tapia— no es sólo una de las más impactantes del cine argentino o latinoamericano. Es un momento de absoluta revelación artística: Favio detiene el tiempo, lo suspende, y en ese instante nos hace entender que la vida, cuando es injusta, sólo puede sublimarse en el arte. Es ahí donde Moreira, finalmente, muere y renace. Muere como hombre, renace como símbolo.
No es casual que "Juan Moreira" se haya estrenado en 1973, en un país desgarrado, que clamaba por el regreso de Perón y en el que el pueblo encontraba en sus viejos mitos, nuevas formas de resistencia. Favio supo captar ese espíritu, esa necesidad de recuperar figuras que hablasen del desamparo y la dignidad. Por eso su película fue vista por multitudes. Porque, como los paisanos que irrumpían en el escenario del teatro para salvar a su héroe, el público argentino también sintió que Moreira era uno de los suyos. Porque en ese gaucho callado, acorralado y valiente, cabía el grito mudo de todos los excluidos.
En tiempos en que el cine argentino suele rendirse ante fórmulas previsibles o a la estética del desencanto, "Juan Moreira" brilla con una luz propia, incandescente y eterna. Es cine hecho con entrañas, con memoria, con furia poética. Es un acto de amor a lo popular y a lo trágico. Es, en definitiva, una de las obras más puras y conmovedoras que ha dado el arte argentino.
Como Borges dijo de la prosa de Gutiérrez: se parece a la vida. Y el cine de Favio, en su "Juan Moreira", se parece al pueblo.
No es casual que "Juan Moreira" se haya estrenado en 1973, en un país desgarrado, que clamaba por el regreso de Perón y en el que el pueblo encontraba en sus viejos mitos, nuevas formas de resistencia. Favio supo captar ese espíritu, esa necesidad de recuperar figuras que hablasen del desamparo y la dignidad. Por eso su película fue vista por multitudes. Porque, como los paisanos que irrumpían en el escenario del teatro para salvar a su héroe, el público argentino también sintió que Moreira era uno de los suyos. Porque en ese gaucho callado, acorralado y valiente, cabía el grito mudo de todos los excluidos.
En tiempos en que el cine argentino suele rendirse ante fórmulas previsibles o a la estética del desencanto, "Juan Moreira" brilla con una luz propia, incandescente y eterna. Es cine hecho con entrañas, con memoria, con furia poética. Es un acto de amor a lo popular y a lo trágico. Es, en definitiva, una de las obras más puras y conmovedoras que ha dado el arte argentino.
Como Borges dijo de la prosa de Gutiérrez: se parece a la vida. Y el cine de Favio, en su "Juan Moreira", se parece al pueblo.

7,0
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7
2 de abril de 2025
2 de abril de 2025
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Del mismo modo que se establece automática asociación entre la nouvelle vague y “Cahiers du Cinéma”, resulta prácticamente imposible soslayar la revista “Sequence” cuando hay que referirse al free cinema. Lindsay Anderson, a posteriori uno de los directores más preponderantes del movimiento, pasó mucho tiempo escribiendo críticas en dicha publicación, demostrando un particularizado interés por las películas de John Ford. Desde “Sequence” se combatió al cine en exceso académico y de estudio que imperaba en Londres durante los años cincuenta; se reaccionó frente a la artificiosidad narrativa importada de Hollywood, demandando como contraposición, films de mayor compromiso con la problemática social, con la cotidianeidad proletaria. En ese sentido, "If…" es, posiblemente, debido a su discurso anticonformista y a su pretensión renovadora, uno de los buques insignia del free cinema.
En uno de las primeras escenas, el espectador ya puede divisar, casi de sopetón, como al pasar, un póster de Ernesto “Che” Guevara y su mirada altiva perdida en el horizonte, contrastando con la rigidez y los convencionalismos propios de un tradicional colegio británico. Que la película date de 1968, un año después de la muerte del argentino, y en plena efervescencia de las revueltas juveniles, pone de manifiesto que "If…" es, quiérase o no, hija de un tiempo que no es el nuestro, testimonio vivo de una época signada por sueños colectivos inconclusos.
Mientras se visualiza la cinta de Anderson, es imposible despojarse del contexto histórico, social y político que la enmarca, y quizá por eso no haya envejecido del todo bien. A diferencia de, por ejemplo, "A Clockwork Orange", una narración en la que la violencia y la rebelión igualmente emergen con una fuerza que fluye desde las entrañas de la inadaptación adolescente. Si bien el Mick Travis que (también) compone Malcolm McDowell, recostado en su cama y rodeado de afiches revolucionarios -al tiempo que escucha en el tocadiscos una versión de la misa en latín sobre la base de canciones tradicionales congoleñas-, puede concebirse como una prefiguración del legendario Alex DeLarge completamente obsesionado con Ludwig van, lo cierto es que el filme de Kubrick de ningún modo es esclavo de un tiempo histórico; por el contrario, sus imágenes aparecen y reaparecen en nuestras retinas con una facilidad atemporal.
"If…" se estructura casi como una novela, diseccionada en capítulos que nunca pierden el hilo de continuidad. Al inicio, cuado se nos introduce en el primer día luego de las vacaciones de verano, nos sentimos tan perplejos y desorientados como el pequeño Jute ante los gritos de la autoridad: «Run! Run in the corridor!». Pronto se cae en la cuenta que el internado masculino y sus arcaicas reglas disciplinarias representan un sistema conservador y obsoleto que más temprano que tarde será puesto en jaque por los alumnos menos sumisos. En términos estéticos, el aparente clasicismo del comienzo, poco a poco termina por ceder y trocar en una narración dotada de mayor libertad, con toques de sutil surrealismo, a medida que el protagonista y sus compañeros toman conciencia e internalizan la desobediencia concebida como modo de rebelión. Los sueños de insurrección anclados en la mente de Mick Travis tienen, en efecto, su contrapartida en proyecciones oníricas que se convierten en las secuencias más gozosas de la película.
No hay que descuidar el abordaje sobre juventud y masculinidad que, sin ser muy profundo, "If…" efectúa de soslayo en sus casi dos horas de metraje. Anderson retrata, verbi gratia, el temor sagrado e hipócrita a la homosexualidad, la jerarquización entre pares y la crueldad inherente en esas relaciones desprovistas de fraternidad. Convergen pues, a la hora de rastrear antecedentes, "Zéro de conduite" de Jean Vigo, y "Lord of the Flies" de Peter Brook (excelente adaptación cinematográfica inglesa de la novela de William Golding). Y la duda suspensiva que siembra el título quizá encuentre su mejor subsecuente y respuesta en "Elephant" de Gus Van Sant.
Esta virulenta crítica al establishment británico, en la que también podrían resonar los ecos de la emblemática composición de Roger Waters “Another Brick in the Wall (Part 2)”, le debe demasiado a ese talentoso actor llamado Malcolm McDowell, auténtico fetiche de generaciones: esa imagen congelada de su rostro entre angelical y mefistofélico, cuando el apoteósico final se consuma, provoca simultáneamente un sentimiento de liberación y de horror, y como si no fuera poco, nos deja pensando. Acaso eso (dejarnos pensando) haya sido uno de las objetivos del free cinema.
En uno de las primeras escenas, el espectador ya puede divisar, casi de sopetón, como al pasar, un póster de Ernesto “Che” Guevara y su mirada altiva perdida en el horizonte, contrastando con la rigidez y los convencionalismos propios de un tradicional colegio británico. Que la película date de 1968, un año después de la muerte del argentino, y en plena efervescencia de las revueltas juveniles, pone de manifiesto que "If…" es, quiérase o no, hija de un tiempo que no es el nuestro, testimonio vivo de una época signada por sueños colectivos inconclusos.
Mientras se visualiza la cinta de Anderson, es imposible despojarse del contexto histórico, social y político que la enmarca, y quizá por eso no haya envejecido del todo bien. A diferencia de, por ejemplo, "A Clockwork Orange", una narración en la que la violencia y la rebelión igualmente emergen con una fuerza que fluye desde las entrañas de la inadaptación adolescente. Si bien el Mick Travis que (también) compone Malcolm McDowell, recostado en su cama y rodeado de afiches revolucionarios -al tiempo que escucha en el tocadiscos una versión de la misa en latín sobre la base de canciones tradicionales congoleñas-, puede concebirse como una prefiguración del legendario Alex DeLarge completamente obsesionado con Ludwig van, lo cierto es que el filme de Kubrick de ningún modo es esclavo de un tiempo histórico; por el contrario, sus imágenes aparecen y reaparecen en nuestras retinas con una facilidad atemporal.
"If…" se estructura casi como una novela, diseccionada en capítulos que nunca pierden el hilo de continuidad. Al inicio, cuado se nos introduce en el primer día luego de las vacaciones de verano, nos sentimos tan perplejos y desorientados como el pequeño Jute ante los gritos de la autoridad: «Run! Run in the corridor!». Pronto se cae en la cuenta que el internado masculino y sus arcaicas reglas disciplinarias representan un sistema conservador y obsoleto que más temprano que tarde será puesto en jaque por los alumnos menos sumisos. En términos estéticos, el aparente clasicismo del comienzo, poco a poco termina por ceder y trocar en una narración dotada de mayor libertad, con toques de sutil surrealismo, a medida que el protagonista y sus compañeros toman conciencia e internalizan la desobediencia concebida como modo de rebelión. Los sueños de insurrección anclados en la mente de Mick Travis tienen, en efecto, su contrapartida en proyecciones oníricas que se convierten en las secuencias más gozosas de la película.
No hay que descuidar el abordaje sobre juventud y masculinidad que, sin ser muy profundo, "If…" efectúa de soslayo en sus casi dos horas de metraje. Anderson retrata, verbi gratia, el temor sagrado e hipócrita a la homosexualidad, la jerarquización entre pares y la crueldad inherente en esas relaciones desprovistas de fraternidad. Convergen pues, a la hora de rastrear antecedentes, "Zéro de conduite" de Jean Vigo, y "Lord of the Flies" de Peter Brook (excelente adaptación cinematográfica inglesa de la novela de William Golding). Y la duda suspensiva que siembra el título quizá encuentre su mejor subsecuente y respuesta en "Elephant" de Gus Van Sant.
Esta virulenta crítica al establishment británico, en la que también podrían resonar los ecos de la emblemática composición de Roger Waters “Another Brick in the Wall (Part 2)”, le debe demasiado a ese talentoso actor llamado Malcolm McDowell, auténtico fetiche de generaciones: esa imagen congelada de su rostro entre angelical y mefistofélico, cuando el apoteósico final se consuma, provoca simultáneamente un sentimiento de liberación y de horror, y como si no fuera poco, nos deja pensando. Acaso eso (dejarnos pensando) haya sido uno de las objetivos del free cinema.
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