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Documental

7,5
1.948
Documental
9
24 de julio de 2020
24 de julio de 2020
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Diferente suerte corrió Queridísimos verdugos, documental que Martín Patino no pudo estrenas hasta 1977. Rodado de manera clandestina y con poco presupuesto, el director entrevistó a verdugos y a víctimas de la pena de muerte en España en los últimos años del Franquismo. En El País se publicó un artículo en el que se habla largo y tendido sobre su rodaje y su legado que os recomiendo. Por si no queréis leerlo, en él Martín Patino apunta a algunas ideas claves para entender la película. Una de ellas, quizá la que más se quedó conmigo, es que esos verdugos no son más que unos personajes marginales de la sociedad de la época que ni tan siquiera tienen un sueldo: se les paga por cada ejecutado. Considerada unánimemente como el anti-NODO por su visión clarividente de una España oscura y atrasada, Queridísimos verdugos pone la historia de España oficial en entredicho y ofrece un recital de momentos que oscilan entre lo tétrico y lo ridículo, sin dar tregua al espectador.
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7,4
5.191
9
10 de julio de 2020
10 de julio de 2020
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me voy a poner polémico ni estupendo. A veces las masas llevan la razón y como decía Mark E. Smith de The Fall con sorna: 50.000 fans no pueden estar equivocados. Pese a lo obvio de esta elección, Cléo de 5 a 7 cambió la historia del cine y es mi película favorita de la nouvelle vague, seguramente porque no solamente es un acierte permanente en lo formal: lo que cuenta y la manera en que se mete en la psique de su protagonista merece su propia clase en las escuelas de cine. Utilizando el tiempo real como arma, la película sigue durante dos horas “reales” (podemos ver diferentes relojes durante la película marcando la hora) el transitar de Cléo por París mientras que espera una biopsia. En el documental del año 2000 'Filmer le désir: voyage à travers le cinéma des femmes' de Marie Mandy, la propia Varda afirmó: “El primer gesto feminista es decir: vale, estoy siendo observada, pero yo también observo… es el hecho de decidir mirar, decidir que el mundo se define por cómo miro y no por cómo me miran”. Y de eso va Cléo de 5 a 7, de una mujer que pasa de ser observada a ser la observadora. De tener la forma que le dan las miradas de los demás a adquirir la suya propia. El fuerte shock en su vida como revulsivo ante una existencia anodina en la que Cléo no es más que un decorado de su propia vida y de la de los demás. Es una película que alteró la historia del cine para mejor y que, muchos años antes de que se acuñase algo como el female gaze, ya le dio forma y sentido al término.
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7,3
1.664
8
10 de julio de 2020
10 de julio de 2020
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Su siguiente película tras el éxito y el reconocimiento de Cléo de 5 a 7 fue La felicidad, una cinta en la que Varda exploró temas como la familia o la infidelidad. Si notáis algo raro durante su visionado, entonces es que mi adorada Varda cumplió con su objetivo. Yo mismo no sabía explicar el porqué de esa extrañeza. La razón es que Varda contrapuso escenas idílicas y bucólicas, con un puntito utópico, en contraposición con una música lenta y triste. Fue su manera no verbal de cuestionar lo que estaba poniendo en pantalla: la familia ideal no existe, es una construcción social. Es por ello que, durante el desarrollo de la cinta, Varda explora la descomposición de esa familia aparentemente perfecta. Lo hace sin alzar la voz y con un despliegue de empatía que, como siempre, no hace más que resaltar su grandeza como cineasta y, de manera poco velada, su grandeza como persona.
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5,8
737
8
13 de junio de 2020
13 de junio de 2020
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
À ma soeur! (de título aún más contundente en inglés: Fat Girl) es una de esas películas que de alguna manera pasó relativamente desapercibida en el año de su estreno y que no ha parado de crecer en el circuito cinéfilo. Su inclusión en la colección Criterion y su aceptación como una de las obras feministas más radicales de nuestro siglo han hecho que cada vez más espectadores se acerquen a la obra de Catherine Breillat.
La directora centra su mirada en Anäis, la chica gorda del título y que tiene doce años, y su hermana mayor Elena, que tiene quince. Al comienzo del film, las dos pasean por un pueblo que inmediatamente entendemos que es donde veranean. La directora pone los impulsos sexuales de sus protagonistas en el plano desde el minuto uno. La dinámica entre hermanas, que se sitúa entre la tiranía que la mayor ejercer sobre la pequeña y una más que obvia competencia entre ellas, también es uno de los motores de la trama. Pero la historia no solo gira entorno a ellas, el tercer personaje y que también entra en escena a los pocos minutos del inicio del largometraje es Fernando, un estudiante de Derecho italiano que invita a las hermanas a sentarse en su mesa cuando las ve buscando dónde sentarse en una terraza. Él y Elena iniciaran una relación que poco tiene que ver con los amoríos veraniegos de las películas de Rohmer, acercándolos más por momentos, perdonadme si sueno exagerado, casi al cine de Haneke.
Tanto los temas como el desarrollo de la cinta tienen un aroma profético y profundamente moderno. En la era del #MeToo y de corrientes como el body postivity, resulta más común hablar abiertamente de temas como la violencia sexual, las agresiones (o microagresiones) machistas o la imagen corporal de la mujer. En 2001, estos eran temas que estaban menos a la orden del día y es por ello que Fat Girl es una película adelantada a su tiempo. La rotundidad con que Breillat perfila a los personas, sus relaciones y sus diálogos siguen resultando impactantes y consiguen que una película que a priori puede parecer lenta, se convierta en todo un festín de momentos inolvidables y, sobre todo, un visionado que continúa incomodando. Mientras que películas violentas o que plantean conflictos morales más fuertes han acabado calando y siendo aceptadas por el público en masa, lo que Breillat planteó en Fat Girl de alguna manera sigue resultando controvertido: una niña de doce años gorda que no para de comer y que quiere follar. No fue la primera, ya en 1995 el entonces nuevo enfant terrible del cine americano Todd Solondz ponía en el centro de Bienvenidos a la casa de muñecas (Welcome To The Dollhouse) a una pre-adolescente que empieza a sufrir los estragos hormonales propios de la edad.
Breillat establece paralelismos entre las hermanas pero también rotundas diferencias. Anaïs es un cuerpo incómodo, una hija que abochorna a sus padres por su insaciable apetito y que recibe el desprecio o la más absoluta indiferencia de quienes son su puerta de entrada al mundo adulto. Elena es, a los ojos de sus padres y de la sociedad, una chica ideal. Guapa, sensual y muy femenina. Pero también cruel y caprichosa y que no duda en utilizar su apariencia para manipular a sus padres y a su hermana.
En una cinta menos rompedora, Anaïs lo tiene todo para ser una antiheroína y, sin embargo, la inteligencia e independencia con que Breillat dota al personaje hace imposible no empatizar con sus problemas y su despertar sexual lleno de baches. En la escena pivotal de la película, las dos hermanas se miran en el espejo. Elena con un vestido rojo favorecedor, Anaïs con un camisón de noche verde. Elena dice: “Nadie pensaría que somos hermanas”. Y empieza a enumerar diferencias entre ellas. Después, Anaïs inicia un monólogo que condensa su relación y su dinámica como hermanas: “Cuando te odio, después te miro y no puedo seguir odiándote. Es como odiar una parte de mí misma. Es por eso que te desprecio tan violentamente: porque deberías ser como yo. Pero la mayoría del tiempo, tengo la impresión de que eres exactamente lo opuesto a mí.”
No voy a desvelar mucho sobre el desarrollo de la película y su controvertido final. Pero sí que considero esencial hacer hincapié en la estructura de la cinta. Y es que, al igual que en la escena central, Breillat propone una estructura que funciona como un espejo. Las dos hermanas pasan por algo similar que les cambiará para siempre. Un envoltorio y circunstancias diferentes para un mismo hecho.
Mientras que muchas películas de principios del siglo hoy nos parecen jurásicas y estéticamente reprobables, Fat Girl sigue resultando un visionado estimulante y capaz de generar debate. Un pequeño prodigio que merece un lugar en la historia del cine moderno y que se atrevió a mucho más de lo que la mayoría de las películas de su tiempo.
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La directora centra su mirada en Anäis, la chica gorda del título y que tiene doce años, y su hermana mayor Elena, que tiene quince. Al comienzo del film, las dos pasean por un pueblo que inmediatamente entendemos que es donde veranean. La directora pone los impulsos sexuales de sus protagonistas en el plano desde el minuto uno. La dinámica entre hermanas, que se sitúa entre la tiranía que la mayor ejercer sobre la pequeña y una más que obvia competencia entre ellas, también es uno de los motores de la trama. Pero la historia no solo gira entorno a ellas, el tercer personaje y que también entra en escena a los pocos minutos del inicio del largometraje es Fernando, un estudiante de Derecho italiano que invita a las hermanas a sentarse en su mesa cuando las ve buscando dónde sentarse en una terraza. Él y Elena iniciaran una relación que poco tiene que ver con los amoríos veraniegos de las películas de Rohmer, acercándolos más por momentos, perdonadme si sueno exagerado, casi al cine de Haneke.
Tanto los temas como el desarrollo de la cinta tienen un aroma profético y profundamente moderno. En la era del #MeToo y de corrientes como el body postivity, resulta más común hablar abiertamente de temas como la violencia sexual, las agresiones (o microagresiones) machistas o la imagen corporal de la mujer. En 2001, estos eran temas que estaban menos a la orden del día y es por ello que Fat Girl es una película adelantada a su tiempo. La rotundidad con que Breillat perfila a los personas, sus relaciones y sus diálogos siguen resultando impactantes y consiguen que una película que a priori puede parecer lenta, se convierta en todo un festín de momentos inolvidables y, sobre todo, un visionado que continúa incomodando. Mientras que películas violentas o que plantean conflictos morales más fuertes han acabado calando y siendo aceptadas por el público en masa, lo que Breillat planteó en Fat Girl de alguna manera sigue resultando controvertido: una niña de doce años gorda que no para de comer y que quiere follar. No fue la primera, ya en 1995 el entonces nuevo enfant terrible del cine americano Todd Solondz ponía en el centro de Bienvenidos a la casa de muñecas (Welcome To The Dollhouse) a una pre-adolescente que empieza a sufrir los estragos hormonales propios de la edad.
Breillat establece paralelismos entre las hermanas pero también rotundas diferencias. Anaïs es un cuerpo incómodo, una hija que abochorna a sus padres por su insaciable apetito y que recibe el desprecio o la más absoluta indiferencia de quienes son su puerta de entrada al mundo adulto. Elena es, a los ojos de sus padres y de la sociedad, una chica ideal. Guapa, sensual y muy femenina. Pero también cruel y caprichosa y que no duda en utilizar su apariencia para manipular a sus padres y a su hermana.
En una cinta menos rompedora, Anaïs lo tiene todo para ser una antiheroína y, sin embargo, la inteligencia e independencia con que Breillat dota al personaje hace imposible no empatizar con sus problemas y su despertar sexual lleno de baches. En la escena pivotal de la película, las dos hermanas se miran en el espejo. Elena con un vestido rojo favorecedor, Anaïs con un camisón de noche verde. Elena dice: “Nadie pensaría que somos hermanas”. Y empieza a enumerar diferencias entre ellas. Después, Anaïs inicia un monólogo que condensa su relación y su dinámica como hermanas: “Cuando te odio, después te miro y no puedo seguir odiándote. Es como odiar una parte de mí misma. Es por eso que te desprecio tan violentamente: porque deberías ser como yo. Pero la mayoría del tiempo, tengo la impresión de que eres exactamente lo opuesto a mí.”
No voy a desvelar mucho sobre el desarrollo de la película y su controvertido final. Pero sí que considero esencial hacer hincapié en la estructura de la cinta. Y es que, al igual que en la escena central, Breillat propone una estructura que funciona como un espejo. Las dos hermanas pasan por algo similar que les cambiará para siempre. Un envoltorio y circunstancias diferentes para un mismo hecho.
Mientras que muchas películas de principios del siglo hoy nos parecen jurásicas y estéticamente reprobables, Fat Girl sigue resultando un visionado estimulante y capaz de generar debate. Un pequeño prodigio que merece un lugar en la historia del cine moderno y que se atrevió a mucho más de lo que la mayoría de las películas de su tiempo.
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8
13 de enero de 2021
13 de enero de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras la gran sorpresa cinéfila que supuso Cameraperson (2016) de Kirsten Johnson, la camarógrafa reconvertida en documentalista volvía la temporada pasada de la mano de Netflix para ofrecernos otro trabajo personal pero esta vez, a diferencia de en su debut, combinando el documental puro y duro con la ficción, aderezado generosamente con comedia negra de la mano de su padre: Dick Johnson. El resultado de este juego narrativo en que ficción y realidad no solamente se confunden, sino que conversan y se retuercen es Descansa en paz, Dick Johnson. Como ya habréis deducido por el título, la película trata sobre algo que a priori no resulta demasiado divertido: la muerte. Sé que empezar un año como 2021 hablando de esta película después de todo lo que ha pasado en 2020 puede parecer un acto flagelador, pero lo cierto es que no quería abandonar la temporada pasada sin incluir esta película entre mis favoritas de 2020.
Abordar la muerte en el cine no es algo precisamente innovador, ni siquiera lo es que la muerte tome el centro del escenario. En After Life (1998), el director japonés Hirokazu Kore-eda creó un espacio ficticio entre nuestro planeta y el cielo en el que todos los que morían tenían una misión (¿una recompensa?) antes de irse para siempre: tenían que representar su recuerdo favorito con un grupo de actores de teatro. A diferencia de lo que ocurre en la cultura occidental, la relación de los japoneses con la muerte es más abierta. En su cultura, tanto en la literaria como en la audiovisual, han desarrollado a lo largo de los siglos un género enteramente dedicado a la intersección entre ambas: el kwaidan. After Life no sería una película del género en el sentido más estricto de la palabra, aunque sí que la podríamos ubicar en las proximidades. El arquetipo de película kwaidan y una de las más apreciadas del género fue Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi (1953). Para los que no conozcáis esta película, otros ejemplos más recientes y populares en occidente del género son El sexto sentido y Los otros. Volviendo a Descansa en paz, Dick Johnson, Kirsten Johnson propone algo similar en apariencia aunque radicalmente distinto en el tono. La directora no está lista para perder a su padre. La manera en que decide enfrentarse a la idea de que ese momento se acerca y nada puede remediarlo es proponerle que quiere grabarle muriendo ficticiamente de diferentes maneras, a cual más esperpéntica. Él se prestó al experimento. La muerte real como gasolina para la representación. Y esa representación como única manera posible de romper el tabú de la muerte.
Descansa en paz, Dick Johnson (traducción francamente amable del original Dick Johnson Is Dead) transita un camino sinuoso con gracia y claridad. Con elementos contrapuestos tan extremos como la muerte y la vida, no debió de ser tarea fácil para Kirsten Johnson conseguir un tono en el que la comedia —a veces oscurísima, a veces desenfadada y ligera— brillase con luz propia pero sin despegarse de la dura realidad que aguarda tanto a Dick Johnson como a su hija: él se irá apagando poco a poco, ella tendrá que aprender a vivir sin su padre. Un planteamiento que la une a Primavera tardía de Yasujirō Ozu. Al igual que ya ocurrió en Cameraperson, Kirsten Johnson permite que su propia historia familiar aparezca generosamente y sin filtros. En Descanse en paz, Dick Johnson no vemos a miembros de la familia sentados en un plató contando a cámara sus vidas, nos metemos de lleno en la historia de la familia gracias al excelso trabajo documental de la directora. Y ese trabajo, natural y crudo, contiene algunos puñetazos imposibles de esquivar. ¿Cómo sintetizas la tristeza de Dick Johnson ante su toma de conciencia de que debido a sus principios de demencia senil no mantendrá el mismo grado de independencia? Grabas tu propia conversación con él explicándole que vas a vender su coche y su llanto ante esta afirmación. Y si hablar con él de tu madre que perdió totalmente su memoria por el Alzheimer os rompe de dolor a ambos y tan solo quieres abrazarlo: no pasa nada, dejas la cámara en el suelo y lo haces. Y así en multitud de escenas. Kirsten Johnson alterna escenas hiperestilizadas de ficción con su padre como protagonista pero siempre tiene lista otra escena para devolvernos a la realidad de un zarpazo. Es ese casi imposible equilibrio entre el exhibicionismo y el pudor una de las grandes bazas de Descansa en paz, Dick Johnson. Kirsten Johnson consigue (re)presentar la realidad de una manera en que lo que podría parecer banal adquiere un alto voltaje emocional y consigue hacer reír con la mismísima muerte.
No hay que quitarle mérito al otro gran culpable de que este juego funcione: el entrañable Dick Johnson. Un personaje fascinante: psiquiatra jubilado, amante de la tarta de chocolate, de alegría contagiosa y agudo sentido del humor. Dick Johnson nació para ser una estrella y, afortunadamente, su hija supo verlo. Descansa en paz, Dick Johnson arroja más preguntas que respuestas y consigue dejar un poso agridulce y duradero en el espectador. Nada nos puede preparar para la muerte de nuestros seres queridos y, quizá, ese sea el gran tema que ni Kirsten Johnson ni nadie conseguirá descifrar jamás.
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Abordar la muerte en el cine no es algo precisamente innovador, ni siquiera lo es que la muerte tome el centro del escenario. En After Life (1998), el director japonés Hirokazu Kore-eda creó un espacio ficticio entre nuestro planeta y el cielo en el que todos los que morían tenían una misión (¿una recompensa?) antes de irse para siempre: tenían que representar su recuerdo favorito con un grupo de actores de teatro. A diferencia de lo que ocurre en la cultura occidental, la relación de los japoneses con la muerte es más abierta. En su cultura, tanto en la literaria como en la audiovisual, han desarrollado a lo largo de los siglos un género enteramente dedicado a la intersección entre ambas: el kwaidan. After Life no sería una película del género en el sentido más estricto de la palabra, aunque sí que la podríamos ubicar en las proximidades. El arquetipo de película kwaidan y una de las más apreciadas del género fue Cuentos de la luna pálida de Kenji Mizoguchi (1953). Para los que no conozcáis esta película, otros ejemplos más recientes y populares en occidente del género son El sexto sentido y Los otros. Volviendo a Descansa en paz, Dick Johnson, Kirsten Johnson propone algo similar en apariencia aunque radicalmente distinto en el tono. La directora no está lista para perder a su padre. La manera en que decide enfrentarse a la idea de que ese momento se acerca y nada puede remediarlo es proponerle que quiere grabarle muriendo ficticiamente de diferentes maneras, a cual más esperpéntica. Él se prestó al experimento. La muerte real como gasolina para la representación. Y esa representación como única manera posible de romper el tabú de la muerte.
Descansa en paz, Dick Johnson (traducción francamente amable del original Dick Johnson Is Dead) transita un camino sinuoso con gracia y claridad. Con elementos contrapuestos tan extremos como la muerte y la vida, no debió de ser tarea fácil para Kirsten Johnson conseguir un tono en el que la comedia —a veces oscurísima, a veces desenfadada y ligera— brillase con luz propia pero sin despegarse de la dura realidad que aguarda tanto a Dick Johnson como a su hija: él se irá apagando poco a poco, ella tendrá que aprender a vivir sin su padre. Un planteamiento que la une a Primavera tardía de Yasujirō Ozu. Al igual que ya ocurrió en Cameraperson, Kirsten Johnson permite que su propia historia familiar aparezca generosamente y sin filtros. En Descanse en paz, Dick Johnson no vemos a miembros de la familia sentados en un plató contando a cámara sus vidas, nos metemos de lleno en la historia de la familia gracias al excelso trabajo documental de la directora. Y ese trabajo, natural y crudo, contiene algunos puñetazos imposibles de esquivar. ¿Cómo sintetizas la tristeza de Dick Johnson ante su toma de conciencia de que debido a sus principios de demencia senil no mantendrá el mismo grado de independencia? Grabas tu propia conversación con él explicándole que vas a vender su coche y su llanto ante esta afirmación. Y si hablar con él de tu madre que perdió totalmente su memoria por el Alzheimer os rompe de dolor a ambos y tan solo quieres abrazarlo: no pasa nada, dejas la cámara en el suelo y lo haces. Y así en multitud de escenas. Kirsten Johnson alterna escenas hiperestilizadas de ficción con su padre como protagonista pero siempre tiene lista otra escena para devolvernos a la realidad de un zarpazo. Es ese casi imposible equilibrio entre el exhibicionismo y el pudor una de las grandes bazas de Descansa en paz, Dick Johnson. Kirsten Johnson consigue (re)presentar la realidad de una manera en que lo que podría parecer banal adquiere un alto voltaje emocional y consigue hacer reír con la mismísima muerte.
No hay que quitarle mérito al otro gran culpable de que este juego funcione: el entrañable Dick Johnson. Un personaje fascinante: psiquiatra jubilado, amante de la tarta de chocolate, de alegría contagiosa y agudo sentido del humor. Dick Johnson nació para ser una estrella y, afortunadamente, su hija supo verlo. Descansa en paz, Dick Johnson arroja más preguntas que respuestas y consigue dejar un poso agridulce y duradero en el espectador. Nada nos puede preparar para la muerte de nuestros seres queridos y, quizá, ese sea el gran tema que ni Kirsten Johnson ni nadie conseguirá descifrar jamás.
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