You must be a loged user to know your affinity with odaesu
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred
Miniserie

7,2
1.021
9
3 de marzo de 2015
3 de marzo de 2015
32 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1966, Fred Zinnemann dirigió A man for all seasons, traducida al castellano como Un hombre para la eternidad, una mirada compleja al reinado del político Henry VIII desde la perspectiva de Thomas More. Cogiendo el testigo de aquel excelente film (que ganó 6 Oscar, incluido el de Película), el director Peter Kosminsky y el guionista Peter Straughan, vuelven a lanzar una incisiva mirada hacia los Tudor en la miniserie de BBC, Wolf Hall, aproximándose a ellos otra vez a través de un subalterno, en esta ocasión Thomas Cromwell. La ficción narra el tramo temporal entre el divorcio de Henry VIII (Damien Lewis, fabuloso) de Catalina de Aragón y la condena a morir en el patíbulo de Anne Boleyn (Claire Foy, a la vez dura y delicada). Todo ello abordado desde la perspectiva de Cromwell, que pasa de ser mano derecha del caído en desgracia cardenal Wosley (Jonathan Pryce, siempre un placer) a brazo ejecutor del propio Henry VIII, mientras tiene que lidiar primero con los opositores al divorcio real, liderado por More (Anton Lesser, entre cínico y sincero) y con el propio clan Boleyn, que ocupa las principales estancias de poder mientras Anne es reina consorte.
Volviendo a la comparación con A man for all seasons, uno de los discursos más interesantes que hila la miniserie, viene a ser una enmienda a la totalidad a la beatificación que la historia ha hecho de Thomas More. No es que el More de Wolf Hall no sea un hombre brillante de rígidas convicciones como aquel “hombre para la eternidad”. Si no que su retrato se vuelve mucho más complejo, con más aristas, situándolo debidamente en un panorama de intrigas y luchas de poder encarnizadas. More tiene una agenda, lleva a cabo una estrategia política, no es ningún santo, es otro actor más inmerso en las catacumbas del poder. Si hasta ahora nos habían dicho que Thomas More era bueno y Thomas Cromwell malo, esta miniserie, que adapta un libro homónimo, sostiene que ambos eran hombres sumidos en la espiral enfermiza del poder, que intentaban conciliar sus intereses (su propia supervivencia) con sus creencias y sus valores. Con esto no estoy diciendo que el enfoque de Wolf Hall sea el adecuado, de hecho ha despertado controversia en UK, porque muchos historiadores denuncian que efectivamente Cromwell era un monstruo. Pero desde luego, esta aproximación histórica es refrescante.
Podríamos, a partir de este conflicto entre More y Cromwell, decir que la serie, narrada siempre desde los ojos entre cansados y escépticos del segundo, se mueve en función de las interrelaciones del mismo. Entre el cardenal Wosley, Anne Boleyn (y todo su clan), Thomas More y Henry VIII van construyendo la personalidad de un hombre convertido en enigma histórico. Jhomas Cromwell era eso que en nuestras democracias representativas actuales se llama “hombre de Estado”, un titiritero en las sombras del poder. Astuto, inteligente, complejo y práctico. Buscaba conciliar lo que él consideraba que eran los intereses de Inglaterra con su propio progreso personal, primero, y su propia supervivencia, después.
Al respecto del poder, Wolf Hall nos dibuja un mundo en el que cuanto más alto subes más probable es que te vengas a bajo y que más dura sea la caída. Decía Wenceslao Galán en El fuego en la voz que “poder es poder matar, por eso la amenaza es siempre amenaza de muerte”. Cuanto más poder amasa Cromwell, más cerca está su final, más enemigos tiene y es más posible que el rey al que sirve le dé la espalda por miedo a dicha acumulación de poder. Por eso el Cromwell de Wolf Hall es un personaje condenado de antemano. Si retrocede lo devoran, si avanza, terminará por precipitarse hacia el vacío.
Soy consciente de que hasta este momento no he mentado al actor que interpreta a Thomas Cromwell. Creía que se merecía algo más que dos palabras. Mark Rylance, uno de los hombres más importantes del teatro británico de las últimas tres décadas, es el encargado de dar (una lacónica) vida a Cromwell. Firma una de las interpretaciones más perturbadora y estremecedoramente contenidas que haya visto jamás. Un ejercicio interpretativo abrumador. Sin levantar la voz. Sin hacer aspavientos. Arrastrándose por la escena hasta impregnarlo todo con su mirada y su gesto desconfiado, descreído. Mark Rylance es el pilar central que sostiene esta mayúscula obra audiovisual. Pero no menos brillantes son una puesta en escena cuidadísima (hay primeros planos de Rylance que son narrativamente brutales, la secuencia del patíbulo desprende una frío insano acojonante); y una brillante y precisa labor de escritura, plagada de diálogos finísimos y crudos. Wolf Hall, dibuja una época, reflexiona sobre el poder y se constituye en un entretenimiento de primera que cuece las intrigas a fuego lento y capta lo peligroso que era vivir en la corte de un rey que un día parecía un niño (febril, enloquecido, embobado) y al siguiente un monstruo (colérico, dictatorial, paranoico). Dado que la historia de Cromwell queda sin terminar (no hemos visto su caída), ojalá BBC decida (en un movimiento 100% marca de la casa) darle una segunda temporada que cierre el relato sobre un hombre al que la historia ha pretendido negar la eternidad.
Volviendo a la comparación con A man for all seasons, uno de los discursos más interesantes que hila la miniserie, viene a ser una enmienda a la totalidad a la beatificación que la historia ha hecho de Thomas More. No es que el More de Wolf Hall no sea un hombre brillante de rígidas convicciones como aquel “hombre para la eternidad”. Si no que su retrato se vuelve mucho más complejo, con más aristas, situándolo debidamente en un panorama de intrigas y luchas de poder encarnizadas. More tiene una agenda, lleva a cabo una estrategia política, no es ningún santo, es otro actor más inmerso en las catacumbas del poder. Si hasta ahora nos habían dicho que Thomas More era bueno y Thomas Cromwell malo, esta miniserie, que adapta un libro homónimo, sostiene que ambos eran hombres sumidos en la espiral enfermiza del poder, que intentaban conciliar sus intereses (su propia supervivencia) con sus creencias y sus valores. Con esto no estoy diciendo que el enfoque de Wolf Hall sea el adecuado, de hecho ha despertado controversia en UK, porque muchos historiadores denuncian que efectivamente Cromwell era un monstruo. Pero desde luego, esta aproximación histórica es refrescante.
Podríamos, a partir de este conflicto entre More y Cromwell, decir que la serie, narrada siempre desde los ojos entre cansados y escépticos del segundo, se mueve en función de las interrelaciones del mismo. Entre el cardenal Wosley, Anne Boleyn (y todo su clan), Thomas More y Henry VIII van construyendo la personalidad de un hombre convertido en enigma histórico. Jhomas Cromwell era eso que en nuestras democracias representativas actuales se llama “hombre de Estado”, un titiritero en las sombras del poder. Astuto, inteligente, complejo y práctico. Buscaba conciliar lo que él consideraba que eran los intereses de Inglaterra con su propio progreso personal, primero, y su propia supervivencia, después.
Al respecto del poder, Wolf Hall nos dibuja un mundo en el que cuanto más alto subes más probable es que te vengas a bajo y que más dura sea la caída. Decía Wenceslao Galán en El fuego en la voz que “poder es poder matar, por eso la amenaza es siempre amenaza de muerte”. Cuanto más poder amasa Cromwell, más cerca está su final, más enemigos tiene y es más posible que el rey al que sirve le dé la espalda por miedo a dicha acumulación de poder. Por eso el Cromwell de Wolf Hall es un personaje condenado de antemano. Si retrocede lo devoran, si avanza, terminará por precipitarse hacia el vacío.
Soy consciente de que hasta este momento no he mentado al actor que interpreta a Thomas Cromwell. Creía que se merecía algo más que dos palabras. Mark Rylance, uno de los hombres más importantes del teatro británico de las últimas tres décadas, es el encargado de dar (una lacónica) vida a Cromwell. Firma una de las interpretaciones más perturbadora y estremecedoramente contenidas que haya visto jamás. Un ejercicio interpretativo abrumador. Sin levantar la voz. Sin hacer aspavientos. Arrastrándose por la escena hasta impregnarlo todo con su mirada y su gesto desconfiado, descreído. Mark Rylance es el pilar central que sostiene esta mayúscula obra audiovisual. Pero no menos brillantes son una puesta en escena cuidadísima (hay primeros planos de Rylance que son narrativamente brutales, la secuencia del patíbulo desprende una frío insano acojonante); y una brillante y precisa labor de escritura, plagada de diálogos finísimos y crudos. Wolf Hall, dibuja una época, reflexiona sobre el poder y se constituye en un entretenimiento de primera que cuece las intrigas a fuego lento y capta lo peligroso que era vivir en la corte de un rey que un día parecía un niño (febril, enloquecido, embobado) y al siguiente un monstruo (colérico, dictatorial, paranoico). Dado que la historia de Cromwell queda sin terminar (no hemos visto su caída), ojalá BBC decida (en un movimiento 100% marca de la casa) darle una segunda temporada que cierre el relato sobre un hombre al que la historia ha pretendido negar la eternidad.
8
10 de noviembre de 2008
10 de noviembre de 2008
33 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entre les murs (mal traducida, para no variar, como La clase) es un precioso film que tomando como partida las premisas del docudrama construye un vibrante, entretenido y en muchas ocasiones emotivo análisis sobre dos temas capitales que deben abordar las sociedades occidentales contemporáneas si quieren sobrevivir a si mismas: la educación y la inmigración.
Laurent Cantet, uno de los directores más interesantes del panorama europeo, se encomienda en cuerpo y alma a François Bégaudeau, autor del libro original, guionista y protagonista de la película. Sin este profesor de los suburbios parisinos reconvertido en excelente actor, el proyecto de corte humanista de Cantet se hubiera venido a bajo. Bégaudeau y sus jóvenes alumnos, todos ellos novatos en las lindes interpretativas, son el alma, el corazón y la cabeza del filme. Conversan, discuten, gritan, pelean, se aman, se odian y sobre todo sacuden al espectador por medio de diálogos ingeniosos, irónicos, que roban la risa y motivan la emoción. Entre les murs es cine del bueno, del inteligente, del que remueve conciencias, del que no se olvida, del que permanece en la memoria agitándose silenciosamente.
Un final a la altura de las circunstancias, sentido, sencillo da paso al fundido a negro, se oyen aplausos, tímidos. Se encienden las luces, me levanto y salgo de la sala, sonrío, en mi cara se dibuja una sonrisa, amplia, sincera, que viene de las entrañas, la película me ha hecho sentir una felicidad que hacia mucho que no sentía viendo cine. Es de madrugada, llovizna y hace frío, pero soy feliz y eso es lo que importa.
Laurent Cantet, uno de los directores más interesantes del panorama europeo, se encomienda en cuerpo y alma a François Bégaudeau, autor del libro original, guionista y protagonista de la película. Sin este profesor de los suburbios parisinos reconvertido en excelente actor, el proyecto de corte humanista de Cantet se hubiera venido a bajo. Bégaudeau y sus jóvenes alumnos, todos ellos novatos en las lindes interpretativas, son el alma, el corazón y la cabeza del filme. Conversan, discuten, gritan, pelean, se aman, se odian y sobre todo sacuden al espectador por medio de diálogos ingeniosos, irónicos, que roban la risa y motivan la emoción. Entre les murs es cine del bueno, del inteligente, del que remueve conciencias, del que no se olvida, del que permanece en la memoria agitándose silenciosamente.
Un final a la altura de las circunstancias, sentido, sencillo da paso al fundido a negro, se oyen aplausos, tímidos. Se encienden las luces, me levanto y salgo de la sala, sonrío, en mi cara se dibuja una sonrisa, amplia, sincera, que viene de las entrañas, la película me ha hecho sentir una felicidad que hacia mucho que no sentía viendo cine. Es de madrugada, llovizna y hace frío, pero soy feliz y eso es lo que importa.

6,7
6.213
9
28 de noviembre de 2013
28 de noviembre de 2013
29 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Robin Wright, has arruinado tu carrera, tuviste el mundo a tus pies y tus malas decisiones te han llevado a la irrelevancia, la más cruel de las pesadillas para un actor de Hollywood. Algo así es lo que le escupe Harvey Keitel a una Robin Wright de cristal en el arranque de The Congress, la nueva película de Ari Folman, el director de la hermosamente desgarradora Waltz with Bashir (2008), ese documental animado que me dejó estupefacto hace ya 5 años en el mismo teatro en el que vi hace unos días The Congress. Mismo teatro, lado contrario, aquella vez a la derecha, esta vez a la izquierda, sí, recuerdo exactamente dónde estaba sentado aquel día, el lugar dónde ese impacto me revolvió las tripas. Si en Bashir, Folman retrataba un acontecimiento histórico (la guerra israelí-libanesa) y sobre todo el peso de la culpa de un pueblo, en The Congress plantea un futuro distópico para hablarnos del peso de nuestra culpa futura. El escapismo como leitmotiv de un mundo en constante huida de sí mismo.
Los grandes estudios digitalizan a los actores para poder hacer películas con ellos pero sin ellos, películas irreales, impalpables. A esa primera revolución le siguen otras, primero la animada, después la química. Al final de la escapada sólo nos quedan las drogas para soñar que somos quienes no somos, para soñar que aún somos alguien. Folman trenza así una distopía aterradora, psicotrópica, pero sobre todo hipnótica, como si mientras la viéramos nosotros estuviéramos también drogados. El devenir de la narración puede ser criticado, es tramposo y caótico, Folman salta de idea en idea sin posarse demasiado en ninguna, en constante aleteo. Más que con La Verdad, que es hacia dónde nos empuja la película en su tramo final, yo me quedo con El Ser. No ser para ser eterno, no ser para no sufrir, no ser para no ser consciente. Obviamente pura subjetividad, como la obra poética que es, The Congress te puede llevar en múltiples y muy contradictorias direcciones. No hay decisiones buenas ni malas, esto no es la carrera de Robin Wright. Solo hay que entregarse al juego.
Los grandes estudios digitalizan a los actores para poder hacer películas con ellos pero sin ellos, películas irreales, impalpables. A esa primera revolución le siguen otras, primero la animada, después la química. Al final de la escapada sólo nos quedan las drogas para soñar que somos quienes no somos, para soñar que aún somos alguien. Folman trenza así una distopía aterradora, psicotrópica, pero sobre todo hipnótica, como si mientras la viéramos nosotros estuviéramos también drogados. El devenir de la narración puede ser criticado, es tramposo y caótico, Folman salta de idea en idea sin posarse demasiado en ninguna, en constante aleteo. Más que con La Verdad, que es hacia dónde nos empuja la película en su tramo final, yo me quedo con El Ser. No ser para ser eterno, no ser para no sufrir, no ser para no ser consciente. Obviamente pura subjetividad, como la obra poética que es, The Congress te puede llevar en múltiples y muy contradictorias direcciones. No hay decisiones buenas ni malas, esto no es la carrera de Robin Wright. Solo hay que entregarse al juego.
8
10 de diciembre de 2015
10 de diciembre de 2015
28 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
En medio de un convulso panorama internacional, BBC nos ha traído London Spy, un drama de espías protagonizado por Ben Whishaw, y con actores de la talla de Jim Broadbent o Charlotte Rampling en el reparto. La serie está formada por cinco capítulos escritos por Tom Rob Smith y dirigidos por Jakob Verbruggen (The Fall). La mera descripción de su género como "drama de espías" es ya de por si una novedad, puesto que las historias sobre el mundo del espionaje son en su aplastante mayoría thrillers (o comedias y películas de acción). Sin embargo, London Spy es, sobre todo, un drama íntimo, un relato triste y delicado sobre un hombre que se enamora de otro hombre y cómo de repente éste desaparece. Mientras que las grandes obras sobre espías han estado protagonizadas siempre por ellos (de The Spy Who Came In From the Cold a Tinker, Tailor, Soldier, Spy), London Spy hace que el relato gire en torno a un pobre hombre, Ben Whishaw, que se enamora de un espía y termina siendo arrastrado a una conspiración que se escapa completamente de su conocimiento y control. El hombre normal nadando por las corrientes del poder. Intentando mantenerse a flote mientras busca, desesperadamente, la verdad. London Spy es a la vez un thriller de espías conspiranoico y un drama romántico. Una dolorosa, críptica y trágica historia de amor kafkiana.
¿Podemos amar a alguien sin realmente conocer cómo es su vida? London Spy nos dice que sí. Que podemos amar incluso aunque todo lo que sepamos de una persona sea mentira. Básicamente porque lo importante es verdad: lo más hondo de su interior, eso que sale a la luz únicamente en la más profunda intimidad. Así Danny (Whishaw, un actor que desborda emoción) no sabe que Alex/Alistor (Edward Holcroft) era un espía del MI5, que sus padres estaban vivos o que estaba metido en un gran problema. Pero sí sabe quién es. Lo conoce sin conocerlo, porque en sus 8 meses de relación fue capaz de leer su interior. Porque cuando hacían el amor era capaz de ver sus inseguridades, sus miedos y sus deseos. Por eso cuando descubre el ático infernal en la casa de su novio sabe que es mentira. Que todo lo que allí hay es mentira. Un fake. Una farsa. A partir de ese momento todo Reino Unido intentará convencerlo de quién era el hombre del que estaba enamorado, sin embargo él se mantendrá fiel a su verdad, construida en base a los momentos que compartieron juntos, a la confianza e intimidad que entre ambos crearon.
Así, lo que permite que el protagonista siga en pie en esta delirante conspiración plagada de mentiras y secretos, son sus emociones. Danny no desentrañará el misterio sobre qué le pasó a su novio tirando de experiencia e inteligencia profesional, básicamente porque él no es un espía. Sino que lo hará a través del amor y de su inteligencia emocional. Danny está en las antípodas de la Carrie Mathison de Homeland. Y London Spy no podría ser más diferente a Zero Dark Thirty. Llevamos vistos sólo dos capítulos, pero London Spy puede ser una obra fabulosa e innovadora, en un género con unas reglas muy marcadas. Más allá de la fascinante conspiración, la serie habla con cariño y sensibilidad de temas tan importantes como la soledad, la incomunicación o la identidad, ya sea a través de la trama central o por medio del personaje de Jim Broadbent, el único amigo que le queda a Danny en el mundo. Pero sobre todo, la serie habla de lo que significa amar a una persona, del compromiso que ello conlleva. En tiempos tan caóticos en los que vivimos, es necesario seguir reflexionando sobre el amor.
¿Podemos amar a alguien sin realmente conocer cómo es su vida? London Spy nos dice que sí. Que podemos amar incluso aunque todo lo que sepamos de una persona sea mentira. Básicamente porque lo importante es verdad: lo más hondo de su interior, eso que sale a la luz únicamente en la más profunda intimidad. Así Danny (Whishaw, un actor que desborda emoción) no sabe que Alex/Alistor (Edward Holcroft) era un espía del MI5, que sus padres estaban vivos o que estaba metido en un gran problema. Pero sí sabe quién es. Lo conoce sin conocerlo, porque en sus 8 meses de relación fue capaz de leer su interior. Porque cuando hacían el amor era capaz de ver sus inseguridades, sus miedos y sus deseos. Por eso cuando descubre el ático infernal en la casa de su novio sabe que es mentira. Que todo lo que allí hay es mentira. Un fake. Una farsa. A partir de ese momento todo Reino Unido intentará convencerlo de quién era el hombre del que estaba enamorado, sin embargo él se mantendrá fiel a su verdad, construida en base a los momentos que compartieron juntos, a la confianza e intimidad que entre ambos crearon.
Así, lo que permite que el protagonista siga en pie en esta delirante conspiración plagada de mentiras y secretos, son sus emociones. Danny no desentrañará el misterio sobre qué le pasó a su novio tirando de experiencia e inteligencia profesional, básicamente porque él no es un espía. Sino que lo hará a través del amor y de su inteligencia emocional. Danny está en las antípodas de la Carrie Mathison de Homeland. Y London Spy no podría ser más diferente a Zero Dark Thirty. Llevamos vistos sólo dos capítulos, pero London Spy puede ser una obra fabulosa e innovadora, en un género con unas reglas muy marcadas. Más allá de la fascinante conspiración, la serie habla con cariño y sensibilidad de temas tan importantes como la soledad, la incomunicación o la identidad, ya sea a través de la trama central o por medio del personaje de Jim Broadbent, el único amigo que le queda a Danny en el mundo. Pero sobre todo, la serie habla de lo que significa amar a una persona, del compromiso que ello conlleva. En tiempos tan caóticos en los que vivimos, es necesario seguir reflexionando sobre el amor.
8
10 de abril de 2007
10 de abril de 2007
23 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Swoon es sencillamente magistral. Desconcertante, envolvente, provocativa, dolorosa, deliciosamente imperfecta, decadente, visualmente elegante y arriesgada. La escena del asesinato es macabra y asfixiante hasta el delirio, el juício y el interrogatorio le dan una fuerte e intensa patada en la boca a todo el cine policial y judical americano. Recuerda a Bergman, a Visconti, a Pasolini, conecta directamente con el cine de Arakki (compañero de escuela), y como no, con toda la escena indie americana.
Es por lo tanto Swoon una obra oscura, deliciosa, cruel, que se merece mayor repercusión de la que ha obtenido hasta ahora.
Es por lo tanto Swoon una obra oscura, deliciosa, cruel, que se merece mayor repercusión de la que ha obtenido hasta ahora.
Más sobre odaesu
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here