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Críticas ordenadas por utilidad
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6,4
1.242
7
23 de marzo de 2013
23 de marzo de 2013
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Debemos reconocer que si alguien nos preguntara qué rasgo común es el que define la carrera cinematográfica del director iraní Abbas Kiarostami (Teherán, 1940) nos resultaría complicado responder con una sola palabra, más abierto y cosmopolita que el resto de los creadores cinematográficos persas, siempre pendientes de analizar la complejidad social que atenaza a su país. Kiarostami ha rodado documentales en el África subsahariana contando el impacto del SIDA e indagando en las bases mismas de la obra documental (ABC Africa), creando pequeñas piezas de homenaje a otro cineasta explorador de la sutileza y las emociones, Yasujiro Ozu (Five dedicated to Ozu) o jugueteando con el concepto de identidad, de la representación y de la verdad en la maravillosa Copia certificada.
Es con esta película, la inmediatamente anterior en la filmografía de su director, con la que Like someone in love mantiene un vínculo más cercano, si en aquélla asistíamos a un juego de espejos que fusionaba realidad y actuación hasta que no éramos capaces de distinguir donde terminaba una y donde empezaba otra, aquí de nuevo el conflicto entre lo que somos, lo que pretendemos ser y como los demás nos perciben se erige en protagonista de la función cambiando, eso sí, la luminosidad y el vitalismo de la Toscana por el neón, el aislamiento como refugio ante los demás y la soledad intrínseca del Tokyo de nuestros días. Los espacios abiertos mutan aquí en compartimentos estancos, en parapetos de cristal que Kiarostami usa recurrentemente como elemento narrativo.
Las intenciones del autor quedan de manifiesto en este uso constante de las barreras que los personajes ponen ante sí: la imagen apenas columbrada de Akiko (bellísima Rin Takanashi) a través de la vidriera del bar donde se inicia la acción, observada por el taxista a través del espejo de su vehículo o deformada en su reflejo sobre la pantalla de plasma en la cita con el viejo profesor Takashi. Parece obvio que esta incapacidad de ver quien es realmente Akiko, de que nuestra imagen de ella esté siempre mediatizada, responde a su propia necesidad de ocultar su doble vida ante los demás, nuestra protagonista expone sus otras caras y conserva para sí misma su auténtico yo, se reconoce en cuadros ajenos y cuando debe mostrarse ante el mundo en una foto publicitaria, gajes del oficio, apela al disfraz, al confort que otorga convertirse en otra persona.
A este respecto debemos tomar esa foto para señalar otro de los aspectos que nos llama la atención de Like someone in love, su estructura circular, los elementos que se repiten a lo largo de su entramado y que adquieren distintos niveles de significación en sus distintas apariciones: la imagen fotográfica de nuestra protagonista a la que ya hemos hecho referencia, la figura familiar representada por esa abuela abandonada y sustituida en sus funciones por el anciano Takashi con ese nexo común de la sopa (del que Akiko reniega) y, sobre todo, el teléfono móvil, permanente amenaza y recordatorio de sus nexos con el mundo real frente a su persistencia en la ocultación y el disfraz. Estos ecos distorsionados llegan a disolver la barrera entre lo cierto y lo representado, el profesor que empieza desempeñando el papel de abuelo terminará siéndolo en la realidad (¿lo fue siempre?).
Quizás el mayor problema de Like someone in love pueda pueda venir otorgado de ciertos tapujos a la hora de esconder su artificio, brillantemente expuesto en la citada Copia certificada, pero nos quedamos con su perspicaz mirada sobre nuestros miedos, nuestra obsesión por escondernos bajo capas de simulación, por vivir quimeras protegidas por muros de cristal que han llegado a sustituir la vida real y cuya fractura y muerte supone, a fin de cuentas, también la nuestra.
Crítica escrita originalmente para cinemaadhoc.info
Es con esta película, la inmediatamente anterior en la filmografía de su director, con la que Like someone in love mantiene un vínculo más cercano, si en aquélla asistíamos a un juego de espejos que fusionaba realidad y actuación hasta que no éramos capaces de distinguir donde terminaba una y donde empezaba otra, aquí de nuevo el conflicto entre lo que somos, lo que pretendemos ser y como los demás nos perciben se erige en protagonista de la función cambiando, eso sí, la luminosidad y el vitalismo de la Toscana por el neón, el aislamiento como refugio ante los demás y la soledad intrínseca del Tokyo de nuestros días. Los espacios abiertos mutan aquí en compartimentos estancos, en parapetos de cristal que Kiarostami usa recurrentemente como elemento narrativo.
Las intenciones del autor quedan de manifiesto en este uso constante de las barreras que los personajes ponen ante sí: la imagen apenas columbrada de Akiko (bellísima Rin Takanashi) a través de la vidriera del bar donde se inicia la acción, observada por el taxista a través del espejo de su vehículo o deformada en su reflejo sobre la pantalla de plasma en la cita con el viejo profesor Takashi. Parece obvio que esta incapacidad de ver quien es realmente Akiko, de que nuestra imagen de ella esté siempre mediatizada, responde a su propia necesidad de ocultar su doble vida ante los demás, nuestra protagonista expone sus otras caras y conserva para sí misma su auténtico yo, se reconoce en cuadros ajenos y cuando debe mostrarse ante el mundo en una foto publicitaria, gajes del oficio, apela al disfraz, al confort que otorga convertirse en otra persona.
A este respecto debemos tomar esa foto para señalar otro de los aspectos que nos llama la atención de Like someone in love, su estructura circular, los elementos que se repiten a lo largo de su entramado y que adquieren distintos niveles de significación en sus distintas apariciones: la imagen fotográfica de nuestra protagonista a la que ya hemos hecho referencia, la figura familiar representada por esa abuela abandonada y sustituida en sus funciones por el anciano Takashi con ese nexo común de la sopa (del que Akiko reniega) y, sobre todo, el teléfono móvil, permanente amenaza y recordatorio de sus nexos con el mundo real frente a su persistencia en la ocultación y el disfraz. Estos ecos distorsionados llegan a disolver la barrera entre lo cierto y lo representado, el profesor que empieza desempeñando el papel de abuelo terminará siéndolo en la realidad (¿lo fue siempre?).
Quizás el mayor problema de Like someone in love pueda pueda venir otorgado de ciertos tapujos a la hora de esconder su artificio, brillantemente expuesto en la citada Copia certificada, pero nos quedamos con su perspicaz mirada sobre nuestros miedos, nuestra obsesión por escondernos bajo capas de simulación, por vivir quimeras protegidas por muros de cristal que han llegado a sustituir la vida real y cuya fractura y muerte supone, a fin de cuentas, también la nuestra.
Crítica escrita originalmente para cinemaadhoc.info
Documental

8,2
812
8
13 de marzo de 2016
13 de marzo de 2016
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1924 Serguéi M. Einsenstein estrenaba La huelga. En uno de los primeros ejemplos de montaje paralelo en la historia del cine, el director soviético alternaba las imágenes de la represión zarista sobre los manifestantes con las de vacas siendo conducidas al matadero. No parece raro que Chris Marker utilizara, muchos años después, el mismo recurso narrativo, insertando, en un claro juego referencial, la carga en la escalinata de Odessa y las porras de la policía gaullista o a grupos neonazis y a brokers de Wall street pidiendo ambos, casi con una sola voz, el bombardeo de Hanoi. A fin de cuentas El fondo del aire es rojo tiene afán de ser crónica de otro movimiento revolucionario, tan cerca y tan lejos de aquellos diez días que estremecieron al mundo en octubre de 1917, el levantamiento contra el orden establecido en los últimos años de la década de los 60 del pasado siglo. De las barricadas estudiantiles del Quartet latin al napalm incinerando las selvas de Vietnam, de los tanques del Pacto de Varsovia arrasando con sus orugas la Primavera de Praga al acribillado cadáver de Ernesto Guevara en Bolivia, de la matanza en la Plaza de las tres culturas al levantamiento golpista contra el gobierno de Salvador Allende, Marker nos cuenta, desde el compromiso del que toma partido, el doliente relato de la creación y la caída de la utopía, de la última utopía. El testimonio en forma fílmica de que las revoluciones sólo existen para poder ser traicionadas.
Episodio

8,0
2.434
9
13 de marzo de 2016
13 de marzo de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizá, desde una óptica interesada, podría afirmarse que el Sexto mandamiento del Decálogo de Kieslowski decanta su balanza hacia una de las dos concepciones enfrentadas de entender el amor. Esta valoración se asentaría, seguramente, en valores ajenos a la propia obra cinematográfica, es decir, en lo que sabemos del autor: varón, polaco, católico en cierto sentido (“Yo no creo en Dios pero mantengo una buena relación con Él”) e indudablemente moralista. Desde esa posición apriorística, podría afirmarse que, en la pugna de conceptos sobre la naturaleza del sentimiento que protagoniza este capítulo, triunfa el del amor idealizado, platónico, que representa Tomasz frente a la carnalidad de Magda (“- ¿Quieres que hagamos el amor? – No – Entonces, ¿qué quieres? – Nada”).
En realidad, nosotros creemos que, en Dekalog 6, hay un proceso de convergencia, una sanchificación de Quijote y quijotización de Sancho y que es aquí, precisamente, donde reside la realidad del sentimiento amoroso del cineasta polaco, en Magda pasando a ser la observadora en lugar de la observada, en Tomasz cerrando el capítulo con la frase que no vamos a adelantar. Amar, en la definición kieslowskiana del término, es la capacidad para comprender al otro: no la leche derramada por doquier, pero definitivamente tampoco la idealización benedictina del objeto amado. Dialéctica hegeliana y que nos perdonen los polacos.
Una última reflexión: ¿se imaginan a Kieslowski hablando del amor en la Era de las redes sociales?
Más textos en http://vosrevista.es/
En realidad, nosotros creemos que, en Dekalog 6, hay un proceso de convergencia, una sanchificación de Quijote y quijotización de Sancho y que es aquí, precisamente, donde reside la realidad del sentimiento amoroso del cineasta polaco, en Magda pasando a ser la observadora en lugar de la observada, en Tomasz cerrando el capítulo con la frase que no vamos a adelantar. Amar, en la definición kieslowskiana del término, es la capacidad para comprender al otro: no la leche derramada por doquier, pero definitivamente tampoco la idealización benedictina del objeto amado. Dialéctica hegeliana y que nos perdonen los polacos.
Una última reflexión: ¿se imaginan a Kieslowski hablando del amor en la Era de las redes sociales?
Más textos en http://vosrevista.es/

6,2
501
7
13 de marzo de 2016
13 de marzo de 2016
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todo en Amour fou es una trampa, desde ese engañoso título que presagia epopeyas wertherianas hasta la romántica languidez que se desprende de sus pictóricos, sutilmente iluminados, encuadres. Quizás se podría acusar a Hausner de hanekismo, de que la ironía que reverbera a lo largo de todo el metraje es una forma de distanciamiento casi tan cruel como el falso delirio amoroso que denuncian sus imágenes, pero nosotros, quizá bienintencionadamente, percibimos pureza en la intención: ¿acaso hay mejor herramienta que el humor para aligerar el drama?. Y es que sí, hay humor en la emboscada para aspirantes a tenorios que es su película, como lo había en la mucho más famosa (y menos sutil) obra de Choderlos de Laclos, pero percibimos que la crueldad, en este caso, no reside en el punto de vista de la directora sino en la naturaleza caduca, tendenciosa, paternalista de una sociedad patriarcal abocada a la extinción. Podríamos hablar del Siglo XIX o de la actualidad, el postureo siempre ha sido el postureo. Aquí y ahora y antaño, en los rectilíneos jardines de Sanssouci, si obviamos las flores al final siempre aparece el estiércol.
12 de junio de 2016
12 de junio de 2016
10 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una de las primeras escenas de Aquel querido mes de agosto, algunos miembros de la productora se acercan, en un jeep, a la cabaña donde se encuentra Miguel Gomes, que está colocando, junto a otros compañeros del equipo, una serie de piezas de dominó. Al abrir la puerta bruscamente, los visitantes provocan la caída en cadena de las fichas cuidadosamente situadas: «¿te parece bonito lo que has hecho?» pregunta el cineasta, «¿crees que está bien lo que le estás haciendo a los productores?» le contestan los recién llegados.
En esta escena, aparentemente banal, podemos encontrar ya algunas de las claves del film del director portugués. Quien no conozca las peculiares circunstancias que rodearon a la filmación de la película, debe saber que los fondos que debían constituir su presupuesto se demoraron y el rodaje parecía a punto de ser cancelado. ¿Qué hacer pues?¿renunciar al proyecto y volver a Lisboa desde la remota región de Arganil donde se encontraban o aprovechar el equipo y transformar el largometraje de ficción en otra cosa? Gomes decide rodar, y con afanes naturalistas, como si fuera Robert Flaherty en el Pacífico Sur o Jean Rouch en el África subsahariana, retrata documentalmente la vida de los personajes que pueblan esta zona. Así, con esta duda sobre si la película saldrá adelante o todo se vendrá abajo como las piezas del dominó antes mencionadas, a medio camino entre la ficción y el documental, es como nace Aquel querido mes de agosto y es del desconocimiento sobre lo que será finalmente, de donde surge la que es su cualidad más destacada, su sobresaliente libertad narrativa.
Esa libertad narrativa la podemos encontrar referenciada en el segundo diálogo que mantienen Gomes y el delegado de la productora: «¿Dónde están los actores? Ésta es una película de actores» le inquiere éste, «No quiero actores, quiero personas» le contesta el director. Este “no querer actores” está presente tanto en los elementos documentales como en los de ficción del film, es más, nunca terminamos de saber dónde empieza uno y dónde termina otro y, para ser sinceros, tampoco nos importa. Aquel querido mes de agosto fluye entre ambos mundos, elementos ficcionales están presentados como documentos tomados de la realidad, el testimonio de vecinos y visitantes va mutando como si fuera una narración fantasiosa, en continuo estado de transformación. Realidad y leyenda, verdad y mentira, son todo uno en el cine del realizador de Tabu, sin la una no puede existir la otra, no sólo coexisten en armonía sino que se retroalimentan, como el ying y el yang o el Auryn de La historia interminable. Aquel querido mes de agosto es una enmienda continua a las barreras genéricas del cine, efectivamente “no querer actores sino personas” es aquí toda una declaración de principios.
Es así, como otro personaje del documental, en principio uno más entre otros tantos que nos han ido presentando, como conocemos a la que, finalmente, tomará el mando de la película. Es en Sonia Bandeira, en su historia de amor, sus canciones, en la cercanía con su tierra, donde se encuentra la argamasa que da cohesión al conjunto, que vincula todos los elementos presentes en la película. Que su forma de introducirse en la cinta sea tan aleatoria como la de cualquier otro nos hace ver cómo, tras cualquier persona, existe la posibilidad de tejer cualquier historia, como tras la aparente y aburrida cotidianeidad de lo real subyace la magia de lo fantasioso. Y es precisamente ahí, en ese equilibrio entre lo onírico y lo tangible donde Miguel Gomes sitúa su cámara. Es por eso que Aquel querido mes de agosto no es tan solo una película, es algo mucho mayor, es la posibilidad de cientos de ellas.
Originalmente publicada en www.cinemaldito.com
En esta escena, aparentemente banal, podemos encontrar ya algunas de las claves del film del director portugués. Quien no conozca las peculiares circunstancias que rodearon a la filmación de la película, debe saber que los fondos que debían constituir su presupuesto se demoraron y el rodaje parecía a punto de ser cancelado. ¿Qué hacer pues?¿renunciar al proyecto y volver a Lisboa desde la remota región de Arganil donde se encontraban o aprovechar el equipo y transformar el largometraje de ficción en otra cosa? Gomes decide rodar, y con afanes naturalistas, como si fuera Robert Flaherty en el Pacífico Sur o Jean Rouch en el África subsahariana, retrata documentalmente la vida de los personajes que pueblan esta zona. Así, con esta duda sobre si la película saldrá adelante o todo se vendrá abajo como las piezas del dominó antes mencionadas, a medio camino entre la ficción y el documental, es como nace Aquel querido mes de agosto y es del desconocimiento sobre lo que será finalmente, de donde surge la que es su cualidad más destacada, su sobresaliente libertad narrativa.
Esa libertad narrativa la podemos encontrar referenciada en el segundo diálogo que mantienen Gomes y el delegado de la productora: «¿Dónde están los actores? Ésta es una película de actores» le inquiere éste, «No quiero actores, quiero personas» le contesta el director. Este “no querer actores” está presente tanto en los elementos documentales como en los de ficción del film, es más, nunca terminamos de saber dónde empieza uno y dónde termina otro y, para ser sinceros, tampoco nos importa. Aquel querido mes de agosto fluye entre ambos mundos, elementos ficcionales están presentados como documentos tomados de la realidad, el testimonio de vecinos y visitantes va mutando como si fuera una narración fantasiosa, en continuo estado de transformación. Realidad y leyenda, verdad y mentira, son todo uno en el cine del realizador de Tabu, sin la una no puede existir la otra, no sólo coexisten en armonía sino que se retroalimentan, como el ying y el yang o el Auryn de La historia interminable. Aquel querido mes de agosto es una enmienda continua a las barreras genéricas del cine, efectivamente “no querer actores sino personas” es aquí toda una declaración de principios.
Es así, como otro personaje del documental, en principio uno más entre otros tantos que nos han ido presentando, como conocemos a la que, finalmente, tomará el mando de la película. Es en Sonia Bandeira, en su historia de amor, sus canciones, en la cercanía con su tierra, donde se encuentra la argamasa que da cohesión al conjunto, que vincula todos los elementos presentes en la película. Que su forma de introducirse en la cinta sea tan aleatoria como la de cualquier otro nos hace ver cómo, tras cualquier persona, existe la posibilidad de tejer cualquier historia, como tras la aparente y aburrida cotidianeidad de lo real subyace la magia de lo fantasioso. Y es precisamente ahí, en ese equilibrio entre lo onírico y lo tangible donde Miguel Gomes sitúa su cámara. Es por eso que Aquel querido mes de agosto no es tan solo una película, es algo mucho mayor, es la posibilidad de cientos de ellas.
Originalmente publicada en www.cinemaldito.com
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