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Críticas ordenadas por utilidad
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7,2
74.115
6
11 de agosto de 2014
11 de agosto de 2014
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película a película, Wes Anderson se ha ido labrando un confortable espacio en el mundo del cine alternativo, presentando títulos que han sido alabados por todos los sectores de la crítica y lo han aupado a los altares del buen gusto. Con su última entrega, “El gran Hotel Budapest”, no se queda atrás, repitiendo éxito entre sus seguidores, conquistando a nuevos adeptos y dándole un motivo de peso a su pequeño reducto de detractores para subrayar su nombre en sus respectivas listas negras.
Contada en tres líneas temporales, comienza por el final, para rápidamente pasar al eje intermedio del relato, en el que se presentará al narrador de la historia, el cual, a modo de voz en off, trasladará al espectador al apogeo pretérito del Gran Hotel Budapest, en una reinvención conceptual de las matrioskas, con una narrativa que, yendo de fuera hacia dentro, va de menor a mayor.
Se acaba de dar el pistoletazo de salida a un cuento infantil, cuya representación literal se obtiene en las entrañables maquetas móviles que abren esta historia y pueblan este universo, en el que todo es pintoresco, colorido, chillón y recargado, desde los ostentosos decorados hasta sus excéntricos pobladores, que conforman un ambiente nostálgico, finamente decadente, en el que parece que el tiempo se hubiera detenido, y que son alterados por repentinos estallidos de violencia, sexualidad y horror, como si el mundo adulto pretendiera acabar con la fantasía, con el niño que llevan dentro, en una versión multicolor del Tim Burton más introspectivo.
Previamente, el terreno ha sido preparado por una banda sonora exquisita (¿Puede ser Alexandre Desplat el compositor más en forma del cine actual?), pero inquieta, revoltosa, que, junto con una omnipresente voz en off, encuentra su prolongación visual en un frenético montaje, de reminiscencia cartoon, que a duras penas ofrece un respiro.
Sin embargo, nada de lo anteriormente expuesto convence si, por el camino, uno se olvida de contar una historia, principal (que no único) problema de este delicioso caramelo, que, tras saborearlo un tiempo, acaba empalagando. Una delicadísima y cuidadísima puesta en escena, con permanentes simetrías a golpe de gran angular, acaba pecando de excesivo protagonismo, saturando y desviando la atención de una, de por sí, planísima historia, inundada por una fangosa voz en off, en la que, efectivamente, parece que el tiempo se ha detenido. Infinidad de personajes caricaturescos e insulsos pueblan un universo que luce tan bello como artificial, tan pomposo como vacío, con el que Wes Anderson parece creerse mejor de lo que es. Su coche es espléndido, sofisticado y reluciente, pero jamás arrancará.
Esta, y otras críticas, en http://blogquenuncaestuvoalli.blogspot.com.es/
Contada en tres líneas temporales, comienza por el final, para rápidamente pasar al eje intermedio del relato, en el que se presentará al narrador de la historia, el cual, a modo de voz en off, trasladará al espectador al apogeo pretérito del Gran Hotel Budapest, en una reinvención conceptual de las matrioskas, con una narrativa que, yendo de fuera hacia dentro, va de menor a mayor.
Se acaba de dar el pistoletazo de salida a un cuento infantil, cuya representación literal se obtiene en las entrañables maquetas móviles que abren esta historia y pueblan este universo, en el que todo es pintoresco, colorido, chillón y recargado, desde los ostentosos decorados hasta sus excéntricos pobladores, que conforman un ambiente nostálgico, finamente decadente, en el que parece que el tiempo se hubiera detenido, y que son alterados por repentinos estallidos de violencia, sexualidad y horror, como si el mundo adulto pretendiera acabar con la fantasía, con el niño que llevan dentro, en una versión multicolor del Tim Burton más introspectivo.
Previamente, el terreno ha sido preparado por una banda sonora exquisita (¿Puede ser Alexandre Desplat el compositor más en forma del cine actual?), pero inquieta, revoltosa, que, junto con una omnipresente voz en off, encuentra su prolongación visual en un frenético montaje, de reminiscencia cartoon, que a duras penas ofrece un respiro.
Sin embargo, nada de lo anteriormente expuesto convence si, por el camino, uno se olvida de contar una historia, principal (que no único) problema de este delicioso caramelo, que, tras saborearlo un tiempo, acaba empalagando. Una delicadísima y cuidadísima puesta en escena, con permanentes simetrías a golpe de gran angular, acaba pecando de excesivo protagonismo, saturando y desviando la atención de una, de por sí, planísima historia, inundada por una fangosa voz en off, en la que, efectivamente, parece que el tiempo se ha detenido. Infinidad de personajes caricaturescos e insulsos pueblan un universo que luce tan bello como artificial, tan pomposo como vacío, con el que Wes Anderson parece creerse mejor de lo que es. Su coche es espléndido, sofisticado y reluciente, pero jamás arrancará.
Esta, y otras críticas, en http://blogquenuncaestuvoalli.blogspot.com.es/

6,8
130.061
3
20 de noviembre de 2014
20 de noviembre de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Intentar renovar cualquier género cinematográfico siempre merece el beneficio de la duda. El mero hecho de no ceñirse a lo establecido supone un loable gesto de valentía. El problema aparece cuando el objetivo consiste en una injustificada ruptura de reglas, y Baz Luhrmann (Romeo+Julieta, 1996; El gran Gatsby, 2013) está decidido a no abandonar estos efectistas planteamientos.
El director australiano se siente el protagonista, y su historia sufre las consecuencias de su desprecio. El desdén con que trata a sus personajes provoca que su intensidad dramática quede cercenada por su insosteniblemente veloz metraje. Movimientos de cámara alocados, pero carentes de locura, desubican una hueca historia veloz, pero carente de ritmo (en esencia, los proyectos fallidos del irregular pero estimable Terry Gilliam). Las interesantes influencias que podría tomar (la filosofía bohemia, la amoral vida nocturna del París de la época, el mismísimo Toulouse-Lautrec) quedan relegadas a la mera cita referencial facilona. Lo mismo ocurre con la banda sonora, en la que la introducción de temas de la cultura pop establece un juego más cercano al “encuentra las siete diferencias” que a la reinvención del musical.
Al igual que no sabe manejar el tempo de las escenas, tampoco domina el tono de las mismas, en las que monótonas y recargadas secuencias saturan la pantalla. El único momento en el que logra atinar es cuando alcanza detalles de irrealidad, cercanos al fantástico infantil de Georges Méliès. Meras minucias estéticas que suman a su pretencioso afán falsamente innovador. Como consecuencia, elabora un producto que consigue deshonrar al denostado término videoclipero. Un juguete llamativo y chillón que llena el ojo del espectador en un primer contacto, pero que, una vez descubierto el truco, queda relegado al fondo del cajón del olvido.
Esta, y otras críticas, en http://blogquenuncaestuvoalli.blogspot.com.es/
El director australiano se siente el protagonista, y su historia sufre las consecuencias de su desprecio. El desdén con que trata a sus personajes provoca que su intensidad dramática quede cercenada por su insosteniblemente veloz metraje. Movimientos de cámara alocados, pero carentes de locura, desubican una hueca historia veloz, pero carente de ritmo (en esencia, los proyectos fallidos del irregular pero estimable Terry Gilliam). Las interesantes influencias que podría tomar (la filosofía bohemia, la amoral vida nocturna del París de la época, el mismísimo Toulouse-Lautrec) quedan relegadas a la mera cita referencial facilona. Lo mismo ocurre con la banda sonora, en la que la introducción de temas de la cultura pop establece un juego más cercano al “encuentra las siete diferencias” que a la reinvención del musical.
Al igual que no sabe manejar el tempo de las escenas, tampoco domina el tono de las mismas, en las que monótonas y recargadas secuencias saturan la pantalla. El único momento en el que logra atinar es cuando alcanza detalles de irrealidad, cercanos al fantástico infantil de Georges Méliès. Meras minucias estéticas que suman a su pretencioso afán falsamente innovador. Como consecuencia, elabora un producto que consigue deshonrar al denostado término videoclipero. Un juguete llamativo y chillón que llena el ojo del espectador en un primer contacto, pero que, una vez descubierto el truco, queda relegado al fondo del cajón del olvido.
Esta, y otras críticas, en http://blogquenuncaestuvoalli.blogspot.com.es/

6,7
592
7
16 de noviembre de 2014
16 de noviembre de 2014
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas veces un director habrá buscado que sus películas carezcan de estética, mediante el uso de recursos generalmente aceptados como torpes o directamente considerados erróneos, sin que todo ello se convierta en el epicentro de la propuesta. Hong Sang-soo (The day he arrives, 2011; En otro país, 2012) parece seriamente decidido a basar sus planteamientos en la precariedad visual y la sencillez más absoluta, adoptando el “antiestilo” como sello de identidad y centrando toda su atención (y, forzosamente, también la del público) en la historia a relatar.
Apodado “el Woody Allen koreano” por su copiosa producción, que roza las dos películas anuales (y, quizás también, por esa dejadez en la puesta en escena), además comparte con éste la repetición de esquemas en sus relatos: historias cruzadas en las que acciones repetidas varían su significado en función de la situación o el personaje que las lleva a cabo. Asimismo, el tratamiento del cine dentro del cine es otro lugar común. En este caso, consigue elaborar un llamativo juego de engaño metacinematográfico con el espectador, al que respeta y del que espera una actitud activa en la comprensión de la trama.
Caracterizado un acabado que roza el vídeo casero, Sang-soo sitúa la cámara en la lejanía, con planos generales en los que estudia cautelosamente a sus personajes en su entorno, cual Félix Rodríguez de la Fuente en terreno metropolitano (idea de la que posiblemente el Jaime Rosales de “Tiro en la cabeza” habrá tomado buena nota). Cuando toma confianza, comienza la maniobra de aproximación, que culmina con bruscos y nada elegantes zooms, ya marca de la casa. Es este desmantelamiento formal el que le permite resaltar estos minimalistas detalles por los que apuesta, una peligrosa arma de doble filo que, de hecho, provoca que sus películas suelan dejar un regusto de producto inacabado. En este caso, sin embargo, los cortes no desangran al herido.
Estas, y otras críticas, en http://blogquenuncaestuvoalli.blogspot.com.es/
Apodado “el Woody Allen koreano” por su copiosa producción, que roza las dos películas anuales (y, quizás también, por esa dejadez en la puesta en escena), además comparte con éste la repetición de esquemas en sus relatos: historias cruzadas en las que acciones repetidas varían su significado en función de la situación o el personaje que las lleva a cabo. Asimismo, el tratamiento del cine dentro del cine es otro lugar común. En este caso, consigue elaborar un llamativo juego de engaño metacinematográfico con el espectador, al que respeta y del que espera una actitud activa en la comprensión de la trama.
Caracterizado un acabado que roza el vídeo casero, Sang-soo sitúa la cámara en la lejanía, con planos generales en los que estudia cautelosamente a sus personajes en su entorno, cual Félix Rodríguez de la Fuente en terreno metropolitano (idea de la que posiblemente el Jaime Rosales de “Tiro en la cabeza” habrá tomado buena nota). Cuando toma confianza, comienza la maniobra de aproximación, que culmina con bruscos y nada elegantes zooms, ya marca de la casa. Es este desmantelamiento formal el que le permite resaltar estos minimalistas detalles por los que apuesta, una peligrosa arma de doble filo que, de hecho, provoca que sus películas suelan dejar un regusto de producto inacabado. En este caso, sin embargo, los cortes no desangran al herido.
Estas, y otras críticas, en http://blogquenuncaestuvoalli.blogspot.com.es/
2
9 de diciembre de 2018
9 de diciembre de 2018
14 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
No sería descabellado afirmar que lo más estimulante de "Mowgli: la leyenda de la selva" es el diseño del personaje de Baloo. Con su aire desaliñado, sus cicatrices y su cerrado acento británico, da la impresión de que se ha querido recrear la versión peluda del arquetipo del viejo excéntrico y borrachín, pero a la vez fiero y talentoso, al estilo del Alastor "Ojo Loco" Moody de la saga Harry Potter. Coherente con la propuesta visual, que apuesta por darle un aire más adulto y oscuro al relato, pocas más virtudes afloran en esta nueva revisión del clásico literario de Rudyard Kipling. Con el primer encuentro entre Mowgli y el tigre antagonista, Shere Khan, y la lisérgica conversación entre el niño protagonista y la serpiente Kaa como únicas escenas en las que parece que el director, Andy Serkis, se ha esforzado por encontrar recursos creativos para convertir las páginas del libreto en imágenes en movimiento, "Mowgli" es un ejercicio de puro academicismo, entendido como la aplicación formulaica de los estándares de realización. Poco interés en esta propuesta de Netflix, especialmente si se tiene en cuenta que apenas dos años antes Jon Favreau entregó con su "El libro de la selva" un solvente ejercicio de creatividad dentro de la maquinaria de estudios.
https://insertoscine.com/author/yagoparis/
https://insertoscine.com/author/yagoparis/

4,8
2.730
7
9 de diciembre de 2018
9 de diciembre de 2018
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de terror actual vive en un estado de excelencia formal. Sin ir más lejos, han coincidido en cartel dos cintas tan similares y a la vez tan diferentes como "Los hambrientos" y "Un lugar tranquilo", dos propuestas de escuálido guion y poderosa puesta en escena que apuestan por la creatividad y la abolición del lugar común del género para crear tensión. Sendos universos se fundamentan en el silencio como precaria herramienta para la supervivencia. Si en la cinta de John Krasinski era una invasión alienígena la que amenazaba con erradicar al ser humano, en la obra de Robin Aubert la amenaza es la propia especie, en lo que se podría entender como zombis o como infectados.
La película canadiense propone un modelo de zombi muy cercano a las capacidades del humano: no es ni extremadamente lento ni tremendamente veloz, y su apariencia física apenas difiere de la de aquellos que no han sido contagiados, más allá de tener la mirada perdida. Su manera de cazar a sus presas consiste en permanecer estáticos, en silencio, a la espera de localizar algún sonido que provoque su activación. Como resultado, los personajes del relato deberán permanecer en el mayor silencio posible. El filme no explica en ningún momento cómo se ha llegado a esta situación, por qué se da dicha infección ni qué porcentaje del país o del mundo está sufriendo la situación, lo que se suma al extraño comportamiento de los infectados, que se reúnen en campos y apilan objetos en montañas, para generar en el público el desasosiego de la frustración por no tener información suficiente.
La puesta en escena de Aubert se basa en el minimalismo, con contados estallidos de violencia sanguinolenta. La propuesta parte de un obstáculo considerable, que consiste en la incapacidad de apostar por lo espectacular. La necesidad de basar la narración en el silencio amenazaría con convertir el filme en un páramo del entretenimiento, pero en buenas manos el adecuado uso del silencio espolea la capacidad para crear tensión. Al igual que ocurría en "El incidente" (M. Night Shyamalan, 2008), en la que la amenaza, lejos de diluirse en la irrelevancia, invadía cada pulgada del fotograma, en "Los hambrientos" el peligro es constante y puede llegar desde cualquier lado, lo que permite que, como ya hizo David Robert Mitchell en "It follows" (2014), el plano general se convierta en sorprendente herramienta del terror. Aunque varios escalones por debajo de dos formidables películas como las citadas, lo nuevo de Aubert se muestra como un inteligente ejercicio de género.
La película canadiense propone un modelo de zombi muy cercano a las capacidades del humano: no es ni extremadamente lento ni tremendamente veloz, y su apariencia física apenas difiere de la de aquellos que no han sido contagiados, más allá de tener la mirada perdida. Su manera de cazar a sus presas consiste en permanecer estáticos, en silencio, a la espera de localizar algún sonido que provoque su activación. Como resultado, los personajes del relato deberán permanecer en el mayor silencio posible. El filme no explica en ningún momento cómo se ha llegado a esta situación, por qué se da dicha infección ni qué porcentaje del país o del mundo está sufriendo la situación, lo que se suma al extraño comportamiento de los infectados, que se reúnen en campos y apilan objetos en montañas, para generar en el público el desasosiego de la frustración por no tener información suficiente.
La puesta en escena de Aubert se basa en el minimalismo, con contados estallidos de violencia sanguinolenta. La propuesta parte de un obstáculo considerable, que consiste en la incapacidad de apostar por lo espectacular. La necesidad de basar la narración en el silencio amenazaría con convertir el filme en un páramo del entretenimiento, pero en buenas manos el adecuado uso del silencio espolea la capacidad para crear tensión. Al igual que ocurría en "El incidente" (M. Night Shyamalan, 2008), en la que la amenaza, lejos de diluirse en la irrelevancia, invadía cada pulgada del fotograma, en "Los hambrientos" el peligro es constante y puede llegar desde cualquier lado, lo que permite que, como ya hizo David Robert Mitchell en "It follows" (2014), el plano general se convierta en sorprendente herramienta del terror. Aunque varios escalones por debajo de dos formidables películas como las citadas, lo nuevo de Aubert se muestra como un inteligente ejercicio de género.
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