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Críticas 35
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
26 de marzo de 2025 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adaptar una obra como Cien años de soledad es como intentar atrapar el aire con las manos. Todos sabíamos que Netflix se metía en un berenjenal cuando anunció la serie, incluso con el visto bueno de los hijos de Gabo. Después de ver los primeros capítulos, me queda claro que han hecho un trabajo digno de admiración, pero también que algunas cosas se les escapan entre los dedos.

Lo primero que impresiona es el nivel de detalle. La serie es una auténtica fiesta visual, con una fotografía que hace justicia a los paisajes colombianos y una dirección artística que respira autenticidad. Macondo no es un decorado, sino un lugar que parece vivo, con sus casas de madera, sus calles polvorientas y esa luz caribeña que casi se puede sentir. Los directores, Álex García López y Laura Mora Ortega, han sabido equilibrar lo épico con lo íntimo, aunque a veces se nota que están demasiado pendientes de no salirse del guion.

El reparto es otro acierto. Marleyda Soto se come la pantalla como Úrsula, con esa mezcla de fuerza y ternura que define al personaje. Claudio Cataño hace un Aureliano Buendía que duele de tan melancólico, y Moreno Borja le da a Melquíades ese aire de misterio que lo hace tan especial. Es un gustazo ver a actores poco conocidos, pero con tanto talento, metiéndose en la piel de personajes tan icónicos sin caer en caricaturas.

Pero aquí viene el pero. La serie es tan fiel al libro que a veces parece más un homenaje ilustrado que una adaptación con vida propia. Se nota el esfuerzo por no traicionar ni una coma del original, y aunque eso es admirable, también le quita algo de chispa. El realismo mágico, por ejemplo, está ahí: las flores amarillas, Remedios subiendo al cielo, los presagios… pero en la pantalla a veces se siente más como efectos especiales que como algo natural. En el libro, lo mágico fluye sin explicaciones; aquí, a veces parece que nos están diciendo: "Mirad, esto es lo raro que pasa".

Y luego está el tema de la profundidad. Cien años de soledad no es solo una saga familiar, es un reflejo de América Latina, con sus guerras, sus injusticias y sus ciclos de dolor. La serie lo menciona, sí, pero no siempre lo hace con la misma fuerza que la novela. La belleza de las imágenes a veces suaviza lo que debería ser más crudo, más incómodo.

En resumen, es una serie impresionante técnicamente, con actuaciones brillantes y un amor evidente por el material original. Pero quizás, por ser tan respetuosa, se queda en lo seguro y no se atreve a volar por su cuenta. Es como un espejo precioso, pero demasiado pulido: refleja bien, pero no siempre deja ver lo que hay detrás.
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Al entrar en detalles, se confirma lo que ya se intuía. La serie es impecable en recrear los momentos clave: las guerras del coronel Aureliano, la llegada de los gringos con la compañía bananera, la peste del insomnio… Pero hay algo que no termina de encajar. En el libro, lo fantástico se vive con naturalidad, como parte del día a día. En la serie, en cambio, a veces parece un número de circo. Cuando Remedios se eleva, es bonito, pero no tiene esa mezcla de maravilla y fatalidad que tiene en las páginas de Gabo.

También echo de menos más mordiente en la crítica social. La novela es una bofetada disfrazada de poesía; la serie, en cambio, a veces se queda en la superficie. La violencia y la explotación están ahí, pero no siempre calan igual. Es como si la fidelidad al texto les hubiera impedido arriesgarse a contar algo nuevo.

Al final, es una adaptación digna, incluso admirable, pero no revolucionaria. Y quizás, con un libro así, lo revolucionario era lo único que podía salvarla de ser solo una sombra del original.
24 de marzo de 2025 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un panorama audiovisual saturado de producciones que priorizan el espectáculo sobre la sustancia, La amiga estupenda (2018) emerge como un diamante en bruto: una serie que no teme explorar la complejidad humana con una crudeza casi antropológica. Basada en la aclamada tetralogía de Elena Ferrante, esta coproducción de HBO y RAI trasciende el mero entretenimiento para convertirse en un estudio sociológico y psicológico de dos mujeres atrapadas en la telaraña de su tiempo, su clase y, sobre todo, su propia relación.

Una Amistad que Duele (y por eso Fascina)
El núcleo de la serie es la relación entre Lenù y Lila, dos niñas nacidas en un barrio obrero de Nápoles en los años 50. Lo que comienza como una camaradería infantil pronto se transforma en un vínculo tóxico, simbiótico y profundamente desigual. La dirección de Saverio Costanzo (y más tarde Alice Rohrwacher) evita el maniqueísmo: no hay heroínas ni villanas, solo seres humanos contradictorios. Lila (Gaia Girace) es un huracán de inteligencia y rebeldía, pero también de manipulación y autodestrucción; Lenù (Margherita Mazzucco), aparentemente dócil, es en realidad una observadora calculadora que usa a Lila como musa y espejo. La serie no juzga, solo expone. Y ahí radica su grandeza.

Neorrealismo con Aroma a Sangre y Polvo
La fotografía grisácea de la primera temporada, que evoluciona hacia tonos más cálidos (pero nunca idílicos) conforme las protagonistas crecen, es un acierto visual. Los planos cerrados en rostros sudorosos, las calles empedradas llenas de miradas hostiles y los interiores claustrofóbicos transmiten la asfixia social de una Italia de posguerra donde la pobreza y el machismo son ley. La banda sonora de Max Richter, minimalista y emotiva, funciona como un latido constante que subraya la melancolía sin caer en el melodrama.

El Peso de la Historia (y las Deudas Pendientes)
Más allá de la amistad, la serie es un retrato descarnado de la Italia del siglo XX. La violencia doméstica normalizada, la lucha de clases (los Solara como símbolo de la camorra ascendente) y la imposibilidad de escapar del barrio, física o emocionalmente, se entrelazan con las vidas de Lenù y Lila. El feminismo aquí no es un discurso, sino una supervivencia. Lila escribe en la pared "yo sí importo" no como consigna, sino como último acto de resistencia ante un matrimonio abusivo.

Luces y Sombras
No todo es impecable. Algunos diálogos, especialmente en la primera temporada, pecan de teatrales, y ciertos personajes masculinos (como Stefano o Nino) quedan reducidos a arquetipos del opresor o el seductor. Además, el ritmo pausado puede alejar a espectadores acostumbrados a giros trepidantes. Pero estos son pecados menores en una obra que prioriza la profundidad sobre la inmediatez.

Veredicto: Una Serie que no se Ve, se Vive
La amiga estupenda no es fácil. Es incómoda, lenta y a veces dolorosa. Pero también es una de las pocas series que logra capturar la esencia de una época y una amistad con una honestidad brutal. No es una historia sobre mujeres fuertes, sino sobre mujeres rotas que, a pesar de todo, siguen caminando. Y eso, en tiempos de empoderamiento prefabricado, es revolucionario.
1 de abril de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Voy a ser sincero: cuando empecé a ver Mare of Easttown, esperaba otro thriller policial más. Uno de esos que te entretienen un par de días y luego olvidas. Pero esta serie… esta maldita serie me dejó hecha polvo. Y no por el caso del asesinato (que está bien, ya llegaremos a eso), sino por todo lo demás. Por Mare, por su familia, por ese pueblo que parece respirar tristeza. Por las actuaciones que te clavan en la silla. Por esos silencios que dicen más que cualquier diálogo.

Un Pueblo Que Es Un Personaje Más
Easttown no es un escenario bonito. Es un lugar gris, con casas que necesitan una mano de pintura, bares de mala muerte y calles vacías donde el único ruido es el de los coches viejos pasando. La serie no intenta disimularlo: la cámara se recrea en los detalles sucios, en las bolsas de basura amontonadas, en las miradas perdidas de la gente. No es Pensilvania, es el infierno de los suburbios, donde nadie tiene dinero, todos tienen un pasado complicado y las sonrisas escasean.

Y en medio de esto está Mare Sheehan.

Kate Winslet: Impecable
Déjame que me quede un rato hablando de Kate Winslet porque, madre mía, qué actuación. Mare no es la típica detective dura de serie policial. Es una mujer cansada. Cansada de vivir, de fingir, de aguantar. Se mueve como si llevara un peso enorme en los hombros (y lo lleva). Habla con la voz ronca de quien fuma demasiado y duerme poco. No se maquilla, no se peina, no sonríe si no le sale de dentro.

Pero lo increíble es que, a pesar de todo, Winslet hace que Mare sea imposible de dejar de mirar. Porque bajo esa capa de amargura hay dolor, hay rabia, hay culpa. El suicidio de su hijo la partió en dos, y la serie no se lo perdona ni un solo episodio. Cada gesto, cada mirada perdida, cada discusión con su madre o su hija… Todo duele. Y cuando por fin llora, en ese momento tan bien ganado hacia el final, es como si todo el aire se te escapara del cuerpo.

No Es (Solo) Un Thriller: Es Un Drama Sobre Gente Rota
Sí, hay un crimen. Una chica asesinada, un misterio por resolver. Pero si vienes solo por eso, puede que te frustres. Porque la serie se toma su tiempo para enseñarte a los personajes, sus miserias, sus pequeñas victorias.

La relación entre Mare y su madre, Helen (Jean Smart), es de lo mejor de la serie. Dos mujeres duras, que se quieren pero no saben cómo decirlo. Las escenas en la cocina, con Helen tirando pullas y Mare poniendo los ojos en blanco, son oro puro.

Siobhan (Angourie Rice), la hija de Mare, no es la típica adolescente rebelde. Es una chica lista, que sufre por su familia pero también está harta de vivir en un ambiente tan tóxico.

Lori (Julianne Nicholson), la mejor amiga de Mare, es otro personaje que te rompe el corazón. Porque cuando el caso se acerca a su familia, ves cómo el miedo le cambia la cara. Y lo que pasa después… bueno, eso es spoiler.

Hasta los personajes secundarios tienen peso. El detective Colin Zabel (Evan Peters), que llega con su optimismo y acaba pagando un precio terrible. El escritor Richard (Guy Pearce), que parece un respiro para Mare, pero en realidad es solo otro hombre que no entiende por qué ella es así.

El Crimen: Bien Hecho, Pero No Lo Más Importante
El caso del asesinato de Erin McMenamin está bien construido, con sospechosos que van y vienen, pistas falsas y algún que otro giro inesperado. Pero si te pones a analizarlo fríamente, tiene agujeros. La serie juega demasiado a despistar, metiendo sospechas sobre media docena de personajes que al final no tienen nada que ver.

Pero, ¿sabes qué? A mí no me importó. Porque cuando llegas al final, te das cuenta de que el "quién lo hizo" no era lo importante. Lo importante era el "por qué".

¿Vale la Pena? Absolutamente
Si buscas un thriller perfecto, con un misterio impecable, igual hay opciones mejores. Pero si quieres personajes que se te queden grabados, actuaciones brutales y un drama que te sacude, Mare of Easttown es una de esas series que no se olvidan.

Duele. Mucho. Pero duele bien.
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SPOILERS (DE VERDAD, NO SIGAS SI NO LA HAS VISTO)

El asesino es Ryan, el hijo de Lori. Un niño. Un crío de 12 años que disparó a Erin por accidente, intentando proteger a su padre.

¿Es realista? No mucho. ¿Es fácil de creer que un niño de esa edad pueda guardar un secreto así? No. Pero emocionalmente… joder, qué golpe.

Porque el final no trata sobre encontrar a un monstruo. Trata sobre hasta dónde puede llegar una madre para proteger a su hijo (Lori mintiendo, traicionando a Mare). Trata sobre Mare teniendo que arrestar al hijo de su mejor amiga, sabiendo que eso lo destruirá todo. Trata sobre el peso de los secretos, sobre cómo una mentira puede pudrir una comunidad entera.

Y luego está esa escena final, con Mare subiendo al ático donde su hijo se suicidó. Un lugar que había evitado durante toda la serie. Por fin puede llorar. Por fin puede empezar a soltar.
28 de marzo de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que llegan con el peso de una promesa. Las esperas porque detrás hay un nombre, un rostro, una manera de contar historias que ya te ha robado el aliento antes. Es lo que ocurre con el último trabajo de Nikolaj Arcel, el director danés que, tras el batacazo de La Torre Oscura en Hollywood, vuelve a casa. Y lo hace de la mejor manera posible: reencontrándose con Mads Mikkelsen, su actor fetiche, para sumergirnos en un relato áspero y potente, ambientado en los páramos salvajes de Jutlandia en el siglo XVIII. Un escenario perfecto para hablar de la tenacidad humana, de la lucha contra la naturaleza y, sobre todo, contra las jerarquías que aplastan a quienes no nacen en la cima.

El capitán Ludvig Kahlen (Mikkelsen) es un militar retirado, un hombre de origen humilde, un "bastardo", como deja claro el título original, obsesionado con dominar esa tierra maldita donde nada crece. Su motivación no es solo la riqueza, sino el título nobiliario que cree merecer. Pero lo que empieza como un desafío agrícola se convierte pronto en una batalla contra el poder establecido, personificado en Frederik de Schinkel (Simon Bennebjerg), un noble cruel que ve en Kahlen una afrenta a su autoridad. Arcel, que ya demostró su talento para el drama histórico en Un asunto real, maneja con maestría los códigos del género, pero aquí añade una capa de fisicidad brutal. El viento corta, la tierra se resiste, y cada escena transpira el esfuerzo de quienes intentan sobrevivir en un mundo que no está hecho para ellos.

Mikkelsen es el alma de la película. Su Kahlen es un bloque de hielo al principio, un hombre que oculta su fragilidad tras la disciplina militar y una ambición casi autodestructiva. Pero el actor, con ese rostro que lo dice todo sin palabras, va dejando entrever las grietas. Y es ahí donde la película gana fuerza: en la lenta, dolorosa humanización de un personaje que creía que el éxito le daría lo que siempre le negaron. Frente a él, Bennebjerg compone un villano repulsivo, un sádico que disfruta ejerciendo su poder porque puede. No es un personaje matizado, pero no lo necesita: es la encarnación de un sistema corrupto, y su brutalidad hace que cada pequeño avance de Kahlen se sienta como una victoria.

Lo más hermoso de La tierra prometida, sin embargo, es cómo la vida se cuela por los resquicios del plan meticuloso de Kahlen. Ann Barbara (Amanda Collin), una sirvienta que huye de Schinkel, y Anmai Mus (Melina Hagberg), una niña marginada por su origen, irrumpen en su mundo y lo trastocan. No son comparsas, sino mujeres rotas pero resistentes, que obligan al protagonista a enfrentarse a algo peor que el hambre o el frío: la posibilidad de que, al final, lo único que importe sean los lazos que has tejido.

La fotografía de Rasmus Videbaek es un personaje más. Los paisajes son vastos y desolados, pero también hipnóticos, y cada plano transmite la insignificancia del hombre frente a la naturaleza. La película se toma su tiempo, sí, pero es un ritmo que encaja con la épica silenciosa de su historia. No es un western nórdico, aunque tenga ecos del género. Es algo más íntimo: un drama sobre la identidad, el orgullo y el precio de querer ser alguien en un mundo que te dice que no vales nada.

La tierra prometida no reinventa el drama histórico, pero lo ejecuta con una solidez y una emoción que pocas películas logran. Es cine hecho con oficio y corazón, con un Mads Mikkelsen descomunal y una historia que duele, pero que también deja un rescoldo de esperanza. De esas que te acompañan días después de salir del cine.
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El final es lo que eleva la película de lo muy bueno a lo memorable. Kahlen consigue su título, su tierra, todo por lo que luchó... y se da cuenta de que no significa nada sin Ann Barbara y Anmai Mus. La escena en la que renuncia a todo para irse con ellas podría parecer un cierre feliz, pero no lo es. Es trágico y hermoso a la vez, porque es la primera vez que elige algo por encima de su obsesión. La nobleza, al final, no estaba en un título, sino en permitirse ser humano.
28 de marzo de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que no te atrapan con prisas ni efectos espectaculares, sino que te piden tiempo, que respires a su ritmo y te dejes llevar. Esta adaptación de la novela de Paolo Cognetti, dirigida por Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, es una de esas joyas. No es solo una historia, es un viaje emocional que atraviesa décadas, paisajes imponentes (los Alpes italianos y el Himalaya) y las complejidades de la amistad, la herencia familiar y la búsqueda de uno mismo.

Todo empieza en la infancia, ese momento en el que los vínculos son más puros. Pietro, un niño de Turín, descubre durante un verano en Grana, un pueblecito alpino casi abandonado, la libertad de las montañas y la amistad de Bruno, el último niño del valle. Son polos opuestos: Pietro, urbano y curioso; Bruno, salvaje y arraigado a la tierra. Pero entre ellos nace una conexión que resistirá el paso del tiempo, la distancia y sus caminos distintos. Luca Marinelli (Pietro adulto) y Alessandro Borghi (Bruno adulto) le dan vida a esta amistad con una química increíble, llena de lealtad, silencios elocuentes y esa ternura ruda típica de las amistades entre hombres.

Pero la película va más allá. Es un retrato de dos formas de entender la vida. Bruno elige quedarse, aferrarse a sus raíces, aunque eso signifique luchar contra la modernidad y el abandono. Pietro, en cambio, viaja, explora, busca respuestas en otras montañas del mundo. La película no juzga, solo muestra: ambas opciones tienen su belleza y su precio. La felicidad nunca es completa, parece decirnos, y ningún camino garantiza encontrarla.

Y luego está el peso de los padres. El de Pietro, un hombre reservado que encuentra en Bruno al hijo montañero que quizá no tuvo en Pietro. El de Bruno, ausente, cuya sombra marca su vida. La reconciliación de Pietro con la memoria de su padre, gracias a descubrir su conexión con Bruno y una cabaña en ruinas, es de lo más emotivo de la película.

Visualmente, es una maravilla. La fotografía de Ruben Impens captura la grandiosidad de las montañas sin perder de vista la intimidad de los personajes. El formato 4:3, que a algunos les parecerá raro, refuerza esa sensación de verticalidad, de humanos pequeños frente a la inmensidad. Es una película larga y pausada, pero necesariamente así: necesita tiempo para contar sus historias, para que las emociones maduren.

La banda sonora, con temas folk de Daniel Norgren, puede chocar al principio (¿canciones en inglés en una película italiana?), pero acaba encajando, dándole un aire universal. La voz en off de Pietro ayuda a unir saltos temporales, aunque a veces resulta un poco obvia.

En resumen, es una película hermosa, lenta y profunda. No es fácil, no te lo pone todo en bandeja, pero si te dejas llevar, te deja una huella. Habla de amistad, de identidad, de cómo cargamos con las herencias familiares y de ese diálogo eterno entre el hombre y la naturaleza. Como una buena caminata de montaña, exige esfuerzo, pero la recompensa vale la pena.
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El final de Bruno duele. Su terquedad por quedarse en la montaña, por vivir como siempre, acaba siendo su perdición. La película no idealiza la vida rural: muestra su dureza, su soledad, su resistencia al cambio. Su muerte bajo la nieve, tragado por la misma montaña que amaba, es brutal y simbólica. ¿Fue un castigo? ¿La indiferencia de la naturaleza? La película no da respuestas fáciles.

Pietro, en cambio, parece encontrar cierta paz. Su viaje por el mundo, su aceptación del legado de su padre y de Bruno, le llevan a un lugar de entendimiento. Reconstruye la cabaña como homenaje, sigue las rutas de montaña de su padre, y al final, aunque sigue siendo un nómada, lleva consigo a los que ya no están.

La relación con los padres es clave aquí. Pietro descubre que su padre, distante con él, fue casi un segundo padre para Bruno. Un golpe duro, pero que al final le ayuda a reconciliarse con su memoria. A veces el amor no se muestra como esperamos.

La amistad entre Pietro y Bruno también cambia. Cuando Bruno forma una familia, parece que se distancian, pero es en sus momentos más frágiles cuando vuelven a encontrarse. La amistad sigue ahí, aunque la vida los lleve por caminos distintos.

Al final, la película no dice qué camino es mejor. Bruno muere por su obstinación, pero Pietro tampoco tiene una vida perfecta. La montaña sigue ahí, testigo de todo: del amor, la pérdida y la eterna búsqueda del ser humano por encontrar su lugar.
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