Con el máximo respeto para los muchos ensalzadores de esta película (algunos de ellos, con muy buenos argumentos), creo que de las críticas profesionales que exhibe esta web sobre ella, la más certera es la que apunta que Joker no es un reflejo de la vaciedad de la cultura estadounidense como se pretende, sino un ejemplo de ello. Evidentemente, comparada con el noventa por ciento de las adaptaciones de los cómics de superhéroes que existen es un prodigio de delicadeza y buena composición escénica y fotográfica. Pero requiere una buena dosis de ingenuidad pretender que en esta historia hay una exploración de la violencia social, en lugar de una nueva forma de servirse de la fascinación que la violencia ejerce sobre el público; ciertamente, de una manera más moderada y sutil que la habitual, pero solo en busca de nuevos estuches con los que vender lo de siempre. No creo, pues, en la originalidad esencial de esta película, ni desde el punto de vista de su relevancia social (¿a estas alturas seguimos sin salir de lo de “soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”?) ni desde el de valores narrativos, dramáticos o meramente estéticos. En cambio, sí es un producto ideal para discutir sobre fondos y formas, perros y collares.

En una película muy a la antigua, de las que podía haber protagonizado James Stewart, Steven Spielberg viene a reconocer de pasada que las instituciones y la mayoría de los estadounidenses de hace sesenta años eran un hatajo de fascistas, aunque existían corazones puros de demócratas verdaderos como el abogado al que encarna Tom Hanks (un actor que, salvo la faceta de galán, anda plenamente en la tesitura del viejo Jimmy). Mark Rylance interpreta magníficamente a un espía ruso detenido en territorio estadounidense y juzgado en una pantomima de juicio sobre el que el propio juez reconoce que solo tiene la finalidad de condenar al acusado. Su abogado Hanks, además de desprestigiarse ante todo el mundo como supuesto amigo de comunistas, sólo puede conseguir que no se dicte sentencia de muerte gracias a la sugerencia de que en el futuro puede servir para canjear espías yanquis pillados en zona soviética. Esta posibilidad se presenta muy poco después, cuando un piloto del Tio Sam es detenido tras estrellarse en Turquía su avión espía. Hanks recibe el encargo de realizar el canje y marcha a Berlín para ponerse manos a la obra. Como Spielberg es un director a la antigua y también lo son sus personajes, todo sale perfecto, y Hanks consigue quedar bien con unos y con otros y asegurar su prosperidad sin menoscabo de su conciencia. Venga, Steven. Cuéntanos ahora el de Caperucita.

Dirigida con gran mérito y habilidad, en un solo plano secuencia, la película de Philip Barandini tiene una gran intensidad en todo momento y consigue provocar en el espectador esa sensación de agobio que parece que intenta crear. Pero el director y guionista comete el error de cargar la historia de acontecimientos y pretender al mismo tiempo un máximo realismo, es decir, de camuflar la excepcionalidad en un aire de cotidianidad: en una misma noche en un restaurante hay (además de los típicos clientes soberbios y los ñoños y caprichosos influencers) una urgencia hospitalaria por alergia (provocada por el aceite de frutos secos que lleva la comida) y un ultimátum económico al propietario, así como unos problemas familiares de este que se hacen sentir con peliculera contundencia. Una historia más sutil, quizá incluso con mayor atención hacia los problemas del resto de los personajes (siguiendo esa vocación coral que marca la forma), en lugar de ese fácil sensacionalismo, podría haber dado como resultado una pequeña obra maestra.

Hoy en día esta esta película solo tiene interés como muestra de las obsesiones anticomunistas de la industria y las instituciones públicas en la era macartista, parapetados siempre alrededor de la consigna de que el izquierdismo no era una forma de pensar más o menos respetable y/o criticable sino directamente una traición a la patria y, por tanto, un delito (y hasta una monstruosidad). El grupo de militantes comunistas que presenta la historia no se diferencia en nada de los típicos gánsters del cine negro, con sus gestos perversos, sus frases cínicas y sus acciones inescrupulosas. Tienen oficinas bien montadas, apartamentos envidiables y giran alrededor de ellos varias mujeres sin escrúpulos y un punto promiscuas, así como una que destaca por un fanatismo histérico que vuelca sobre todo en sus propios camaradas, a los que vigila y maldice al primer signo de blandenguería (y que acaba por volverse loca, en justo castigo a su perversidad). La acción la conduce un sencillo ciudadano americano, que se acerca a dicho grupo a causa de una decepción con una institución pública y se queda con ellos por enamorarse de una militante, la única dulce y mansa. Cuando reconocen el horror en que están metidos, la pareja echa a huir desde California a Texas, donde el sheriff de un pueblecito donde se detienen (¡un sheriff texano como modelo de ponderación y buen juicio!) trata de convencerles de que no tienen de qué huir puesto que están en un país libre. Además, una de las militantes promiscuas y desalmadas de la organización recapacita y vuelve al seno de la Iglesia católica que su madre irlandesa le recomendaba. Por si la historia no estuviera bastante concebida como pura propaganda, una voz en off se deja sentir durante todo el metraje para machacar aún más la lección.

Más a la europea, más prosaico y menos lírico que los maestros Ozu y Mizoguchi, Naruse se revela aquí como un profundo estudioso de los combates cotidianos de personajes sencillos. Sigue los continuos trabajos de la viuda treintañera interpretada por Hideko Takamine, una mujer que, como casi todos nosotros, vacila entre hacer lo que le pide el cuerpo y lo que cree que le conviene en su situación (odia el alcohol, pero bebe y hace beber, y se perfuma, pinta y trasnocha cuando prefiere la vida familiar). Y parece que, haga lo que haga, siempre fracasa. Al parecer, Naruse no cree en la recompensa o el triunfo, sino solo en la lucha. Sin duda, la mejor de las tres o cuatro películas que he visto de este autor.