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7,5
69.622
9
11 de mayo de 2007
11 de mayo de 2007
42 de 54 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lars von Trier, uno de los artífices del movimiento Dogma ´95, provoca y cautiva en su última película.
El cineasta danés Lars von Trier, culpable de obras tan deslumbrantes y desgarradoras como el musical Bailar en la oscuridad o el dramón Rompiendo las olas, cautivó al público y la crítica de Cannes en la pasada edición a pesar de no recibir un solo premio. Algunos hablaron de posiblemente la mejor película del año, sentencia que me dispongo a corroborar aquí y ahora por varios motivos.
Corrupción y venganza
Érase una vez un pueblo afincado en lo más profundo de los Estados Unidos de América. Una princesita llamada Grace (Nicole Kidman, en estado de gracia como la protagonista) huía de sus perseguidores, y a punto de desvanecerse por culpa del cansancio y el frío, Tom, un joven educado y culto, le ofrece, como portavoz del pueblo de Dogville, su ayuda para esconderse. A cambio, sólo tendrá que hacer algunas tareas para ganarse la confianza de sus habitantes, pero con ello descubrirá el mundo real y la mezquindad del ser humano. Lo que desconocen es que Grace porta un secreto.
A lo largo de un prólogo y nueve capítulos, en un escenario que recuerda a las representaciones teatrales de Bertold Bretch, Lars von Trier vuelve a reinventar el cine en la primera parte de una trilogía con la que se dispone a seguir ahondando en la condición humana. Un narrador omnisciente acompaña al carácter arquetípico de los personajes tratando de que el espectador capte las determinadas inclinaciones morales de cada uno en una búsqueda de necesaria complicidad. Poco a poco, nos adentramos en este cuento moral y alegórico en el que la línea que separa el bien del mal es tan frágil, que nos balanceamos del sacrificio a la inocencia preguntándonos si real menteel alma humana es capaz de regenerarse tras explotar y degradar a otra.
Film político y comprometido de final arrebatador, una obra maestra universal que, a pesar de ser un ejercicio minimalista de contención abstracta e invisible, alcanza el suficiente ardor simbólico como para llevar nuestros sentidos (y sentimientos) hasta extremos que rayan en lo irracional.
Orgullo, cobardía, celos, lujuria, sentido de culpa, amor desinteresado, utilización de las personas para fines propios, esclavitud, compasión, cólera, tolerancia, necesidad de recibir...
El cineasta danés Lars von Trier, culpable de obras tan deslumbrantes y desgarradoras como el musical Bailar en la oscuridad o el dramón Rompiendo las olas, cautivó al público y la crítica de Cannes en la pasada edición a pesar de no recibir un solo premio. Algunos hablaron de posiblemente la mejor película del año, sentencia que me dispongo a corroborar aquí y ahora por varios motivos.
Corrupción y venganza
Érase una vez un pueblo afincado en lo más profundo de los Estados Unidos de América. Una princesita llamada Grace (Nicole Kidman, en estado de gracia como la protagonista) huía de sus perseguidores, y a punto de desvanecerse por culpa del cansancio y el frío, Tom, un joven educado y culto, le ofrece, como portavoz del pueblo de Dogville, su ayuda para esconderse. A cambio, sólo tendrá que hacer algunas tareas para ganarse la confianza de sus habitantes, pero con ello descubrirá el mundo real y la mezquindad del ser humano. Lo que desconocen es que Grace porta un secreto.
A lo largo de un prólogo y nueve capítulos, en un escenario que recuerda a las representaciones teatrales de Bertold Bretch, Lars von Trier vuelve a reinventar el cine en la primera parte de una trilogía con la que se dispone a seguir ahondando en la condición humana. Un narrador omnisciente acompaña al carácter arquetípico de los personajes tratando de que el espectador capte las determinadas inclinaciones morales de cada uno en una búsqueda de necesaria complicidad. Poco a poco, nos adentramos en este cuento moral y alegórico en el que la línea que separa el bien del mal es tan frágil, que nos balanceamos del sacrificio a la inocencia preguntándonos si real menteel alma humana es capaz de regenerarse tras explotar y degradar a otra.
Film político y comprometido de final arrebatador, una obra maestra universal que, a pesar de ser un ejercicio minimalista de contención abstracta e invisible, alcanza el suficiente ardor simbólico como para llevar nuestros sentidos (y sentimientos) hasta extremos que rayan en lo irracional.
Orgullo, cobardía, celos, lujuria, sentido de culpa, amor desinteresado, utilización de las personas para fines propios, esclavitud, compasión, cólera, tolerancia, necesidad de recibir...

7,4
4.924
9
18 de diciembre de 2012
18 de diciembre de 2012
35 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
De un tiempo a esta parte, sigo con curiosidad el cine proveniente de Canadá. Reconozco que mi deseo sigiloso de averiguar más procede de la grata impresión que me produjo, hará ya diez años, aquel título lleno de mala baba y desencanto lúcido llamado Las invasiones bárbaras. Su director, Denys Arcand, hizo que pusiera en mi mapa cinéfilo una chincheta más, y desde entonces, de vez en cuando la modesta industria canadiense me regala una buena sonrisa, de esas que me produce el cine clásico cuando deseo fervientemente recuperar mi idilio con el cine, sitiado y putrefacto últimamente, en aras de una renovación mal entendida.
Pues bien, gracias otro año más a la inestimable programación del festival internacional de Tallinn (Estonia), mi relación con la cinematografía canadiense se hace cada vez más estrecha. En esta ocasión, el culpable en cuestión recibe el nombre de Laurence anyways, y se me antoja que dará mucho que hablar de aquí a un tiempo, dado su potencial de película de culto al instante, icono seguramente de minorías y producto revisionista y nostálgico de un cine apegado a realidades en ocasiones denostadas.
Xavier Dolán ya tenía dos trabajos anteriores. Mientras que en I killed my mother (2009) diseccionaba la relación subyugante entre una madre y su vástago, debutando a la increíble edad de diecinueve años, en Les amours imaginairies (Heartbeats) (2010) continuaba haciendo lo propio con un triángulo amoroso. Pocas veces un director llega a una madurez en su tercer proyecto, y hacerlo con veintidós años debería centrar nuestras miradas. Y lo hace a lo grande, sin miramientos, sin miedo al qué dirán, con un exceso tan seguro de sí mismo que otras obras similares palidecen en el mayor de los ridículos frente a ella. Casi tres horas de metraje hechas en sazón, llenas, al igual que su protagonista “masculino”, de determinación, con un despliegue tan envolvente que aúna lo mejor del cine europeo y USA a partes iguales, esquivando al mismo tiempo todos sus defectos.
Laurence anyways tira de audacia, estética videoclipera (sobre todo de los ochenta) y técnicas publicitarias para elaborar un cóctel explosivo, pero sorpresivamente, no se queda en la mera pose, en la fachada, ni se desinfla al poco de despegar, como le suele suceder a este tipo de productos, que acaban optando por un amarillismo a todas luces resultón, facilón y a la postre vacío. No, Laurence anyways va más allá, no sólo se sostiene en su discurso, sino que lo engrandece a medida que transcurre, llevándolo a cotas pocas veces transitadas con asuntos como el que trata, a saber, la búsqueda de una identidad sexual.
Es como si juntáramos en una misma cinta varias tendencias artísticas muy reconocibles a los ojos de los cinéfilos, en su mayoría de los últimos treinta años. Xavier Dolán recurre a un estilismo desaforado – con reminiscencias al cine de Wong Kar-Wai o el mismísimo Pedro Almodóvar, apuesto que ferviente seguidor de esta cinta -, y a un cariño inusitado por personajes sexual y amorosamente desorientados. Mas lo que la hace particularmente singular es la profundidad y lucidez de su relato, no exento de una vertiente ensayística que lo podría emparentar con dos polos diametralmente opuestos. Me refiero, por una parte, a la capacidad analítica en cuestión de relaciones amatorias del cineasta sueco Ingmar Bergman, y por otra, a la aptitud transgresora de los límites contemporáneos, abordados por el radical, a la par que refrescante, director de culto John Cameron Mitchell.
Lo que Dolán parece decirnos es que ha llegado la hora de derribar tabúes, tal vez consciente de que la sociedad, ahora sí, parece más pertrechada para acercarse a una existencia que, por otro lado, no deja de ser otra cosa que una gran historia de amor, quizás del amor a uno mismo, por encima de todas las cosas, y de todas las personas, por mucho que las queramos. Generalmente, este tipo de largometrajes tienden a dar por perdido a gran parte del público, no aquí, ya que el verdadero y enorme triunfo de Laurence es conseguir hacernos partícipes a todos de su odisea, engancharnos sea cual sea nuestra orientación sexual o el límite de nuestros prejuicios sociales. Porque esta hermosa película no sólo trata de identidad sexual, sino de la búsqueda de uno mismo, de la autenticidad, del precio que hay que pagar para no ser uno más del rebaño, a trancas y barrancas, encarando los obstáculos, aun a costa de renunciar al amor. Laurence cree en un alma gemela, lucha por estar junto a ella, sin embargo, todo tiene un coste. ¿Triunfará el amor de pareja o prevalecerá el amor a uno mismo? Dilemas actuales en medio de una sociedad contemporánea que esclaviza hasta nuestros sentidos, y por ende, nuestros sentimientos. Como dijo Calderón de la Barca: “Que cuando el amor no es locura, no es amor.” Disfruten de este clásico de culto en potencia.
Pues bien, gracias otro año más a la inestimable programación del festival internacional de Tallinn (Estonia), mi relación con la cinematografía canadiense se hace cada vez más estrecha. En esta ocasión, el culpable en cuestión recibe el nombre de Laurence anyways, y se me antoja que dará mucho que hablar de aquí a un tiempo, dado su potencial de película de culto al instante, icono seguramente de minorías y producto revisionista y nostálgico de un cine apegado a realidades en ocasiones denostadas.
Xavier Dolán ya tenía dos trabajos anteriores. Mientras que en I killed my mother (2009) diseccionaba la relación subyugante entre una madre y su vástago, debutando a la increíble edad de diecinueve años, en Les amours imaginairies (Heartbeats) (2010) continuaba haciendo lo propio con un triángulo amoroso. Pocas veces un director llega a una madurez en su tercer proyecto, y hacerlo con veintidós años debería centrar nuestras miradas. Y lo hace a lo grande, sin miramientos, sin miedo al qué dirán, con un exceso tan seguro de sí mismo que otras obras similares palidecen en el mayor de los ridículos frente a ella. Casi tres horas de metraje hechas en sazón, llenas, al igual que su protagonista “masculino”, de determinación, con un despliegue tan envolvente que aúna lo mejor del cine europeo y USA a partes iguales, esquivando al mismo tiempo todos sus defectos.
Laurence anyways tira de audacia, estética videoclipera (sobre todo de los ochenta) y técnicas publicitarias para elaborar un cóctel explosivo, pero sorpresivamente, no se queda en la mera pose, en la fachada, ni se desinfla al poco de despegar, como le suele suceder a este tipo de productos, que acaban optando por un amarillismo a todas luces resultón, facilón y a la postre vacío. No, Laurence anyways va más allá, no sólo se sostiene en su discurso, sino que lo engrandece a medida que transcurre, llevándolo a cotas pocas veces transitadas con asuntos como el que trata, a saber, la búsqueda de una identidad sexual.
Es como si juntáramos en una misma cinta varias tendencias artísticas muy reconocibles a los ojos de los cinéfilos, en su mayoría de los últimos treinta años. Xavier Dolán recurre a un estilismo desaforado – con reminiscencias al cine de Wong Kar-Wai o el mismísimo Pedro Almodóvar, apuesto que ferviente seguidor de esta cinta -, y a un cariño inusitado por personajes sexual y amorosamente desorientados. Mas lo que la hace particularmente singular es la profundidad y lucidez de su relato, no exento de una vertiente ensayística que lo podría emparentar con dos polos diametralmente opuestos. Me refiero, por una parte, a la capacidad analítica en cuestión de relaciones amatorias del cineasta sueco Ingmar Bergman, y por otra, a la aptitud transgresora de los límites contemporáneos, abordados por el radical, a la par que refrescante, director de culto John Cameron Mitchell.
Lo que Dolán parece decirnos es que ha llegado la hora de derribar tabúes, tal vez consciente de que la sociedad, ahora sí, parece más pertrechada para acercarse a una existencia que, por otro lado, no deja de ser otra cosa que una gran historia de amor, quizás del amor a uno mismo, por encima de todas las cosas, y de todas las personas, por mucho que las queramos. Generalmente, este tipo de largometrajes tienden a dar por perdido a gran parte del público, no aquí, ya que el verdadero y enorme triunfo de Laurence es conseguir hacernos partícipes a todos de su odisea, engancharnos sea cual sea nuestra orientación sexual o el límite de nuestros prejuicios sociales. Porque esta hermosa película no sólo trata de identidad sexual, sino de la búsqueda de uno mismo, de la autenticidad, del precio que hay que pagar para no ser uno más del rebaño, a trancas y barrancas, encarando los obstáculos, aun a costa de renunciar al amor. Laurence cree en un alma gemela, lucha por estar junto a ella, sin embargo, todo tiene un coste. ¿Triunfará el amor de pareja o prevalecerá el amor a uno mismo? Dilemas actuales en medio de una sociedad contemporánea que esclaviza hasta nuestros sentidos, y por ende, nuestros sentimientos. Como dijo Calderón de la Barca: “Que cuando el amor no es locura, no es amor.” Disfruten de este clásico de culto en potencia.
7
12 de enero de 2007
12 de enero de 2007
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gracias al Tigre y Dragón (2000) de Ang Lee, el género wuxia (espadachines y caballería) se convirtió en comercialmente interesante para los directores orientales. Así lo confirmaría Zhang Yimou con sus dos últimos películas, Hero (2002), y La casa de las dagas voladoras, estreno que nos ocupa. A pesar de que ambas se enmarcan bajo las mismas coordenadas, sus diferencias son visibles, y como consecuencia, sus resultados también lo son.
Si en la primera, el artífice de Sorgo rojo (1987) y la Semilla de crisantemo (1990) homenajeaba las influencias shakespeareianas del Rashomon y el Ran de Kurosawa en una sabia combinación de historia y leyenda, en la segunda, se decanta más por la fábula romántica. Eso sí, ambas poseen la misma envoltura, o mejor dicho, un prodigioso estilo visual, el intento de una sugestiva expresión esteticista por emular las cargas emotivas que el fondo suele encerrar en el cine. El inconveniente de estas peligrosas iniciativas radica en la posibilidad de un precipicio, el del vacío, pero cuando tras las cámaras habita un ser con las aptitudes y el mundo personal de Yimou, el desencanto sólo puede provenir de la cantidad desproporcionada de emotividad. Porque eso es La casa de las dagas voladoras, una mezcla intercalada de intimidades y luchas protegidas por la belleza del encuadre y el color.
En esta ocasión, la música de Umebayashi y las coreografías de Ching Siu-tung no son suficientes para contrarrestar el desequilibrio que se percibe entre la emoción y la acción, lo que lastra todo un conjunto no carente de encantamiento: la danza de los tambores, la primera emboscada, la escena en la que Mei palpa el cuerpo de Jin para detectar sus habilidades físicas, y un desenlace sobre la nieve que firmaría el mismísimo Tarantino.
Ojalá el género no se occidentalice con la creciente rentabilidad que ya está experimentando. Ya no podríamos disfrutar igual del rostro de sus heroínas, como el de Zhang Ziyi (Tigre y dragón, Hero, 2046), auténtica perla oculta de esta cinta, magistral actriz en la línea de Maggie Cheung y Gong Li, que por fin ha encontrado la madurez suficiente para convertirse (por mucho tiempo) en musa, de al menos, un espectador.
Si en la primera, el artífice de Sorgo rojo (1987) y la Semilla de crisantemo (1990) homenajeaba las influencias shakespeareianas del Rashomon y el Ran de Kurosawa en una sabia combinación de historia y leyenda, en la segunda, se decanta más por la fábula romántica. Eso sí, ambas poseen la misma envoltura, o mejor dicho, un prodigioso estilo visual, el intento de una sugestiva expresión esteticista por emular las cargas emotivas que el fondo suele encerrar en el cine. El inconveniente de estas peligrosas iniciativas radica en la posibilidad de un precipicio, el del vacío, pero cuando tras las cámaras habita un ser con las aptitudes y el mundo personal de Yimou, el desencanto sólo puede provenir de la cantidad desproporcionada de emotividad. Porque eso es La casa de las dagas voladoras, una mezcla intercalada de intimidades y luchas protegidas por la belleza del encuadre y el color.
En esta ocasión, la música de Umebayashi y las coreografías de Ching Siu-tung no son suficientes para contrarrestar el desequilibrio que se percibe entre la emoción y la acción, lo que lastra todo un conjunto no carente de encantamiento: la danza de los tambores, la primera emboscada, la escena en la que Mei palpa el cuerpo de Jin para detectar sus habilidades físicas, y un desenlace sobre la nieve que firmaría el mismísimo Tarantino.
Ojalá el género no se occidentalice con la creciente rentabilidad que ya está experimentando. Ya no podríamos disfrutar igual del rostro de sus heroínas, como el de Zhang Ziyi (Tigre y dragón, Hero, 2046), auténtica perla oculta de esta cinta, magistral actriz en la línea de Maggie Cheung y Gong Li, que por fin ha encontrado la madurez suficiente para convertirse (por mucho tiempo) en musa, de al menos, un espectador.

7,2
12.385
8
4 de marzo de 2007
4 de marzo de 2007
29 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno empieza a estar cansado ante el goteo continuo de noticias que la prensa y la TV ofrecen sobre los muertos en Palestina e Israel. Salta a la vista que un perfil informativo que deja la realidad de lado, tratando a los asesinos como entes inmorales sobre los que no hay que tomar partido o tratar de comprender, no parece responder al tratamiento más objetivo. Es por eso que tal vez Hany Abu-Assad, palestino con pasaporte holandés y residente en Israel, haya decidido retratar la Cisjordania de la 2ª Intifada a través de dos jóvenes palestinos amigos desde la infancia que, ante la ocupación asfixiante de su ciudad, Nablus, actúen de la única manera que comprenden como posible, secundados por una organización de artificieros caseros, leyendas mártires e ideólogos que no se inmolan. Entender estas mentalidades es el primer paso, y la secuencia inicial del arreglo del parachoques es la metáfora que mejor lo explica.
En principio, Khaled adopta una postura pasional y ciega, Said una más reticente. La alternativa, la postura femenina de Suha, la más moderada y occidental. Y Jamal es el reclutador que, mientras tanto, profiere aforismos tan poco edificantes para cabezas en proceso de degeneración como: si no teméis la muerte, controláis la vida; mira siempre a los ojos de tu enemigo, porque tú eres el dueño de su vida, cuando quieras, lo harás saltar por los aires. Las aspiraciones vitales quedan reducidas a beber té, la familia sobrevive marcada por el calvario del dolor, y un solo chispazo es suficiente para pasar de la parsimonia al activismo. Con una fotografía desaliñada, poseída por la sencillez árida de los escombros, el director explora las legítimas razones de la resistencia a la ocupación sin justificar en ningún momento la pérdida de vidas humanas, sin juzgar, manipular o posicionarse. La tensión, continua, incómoda, no deja indiferente a nadie.
Rodada en 35 mm., con un magistral fundido en blanco como desenlace, Paradise Now es una indagación sobre las motivaciones, y la falta de éstas, de los kamikazes, de la procedencia de su fanatismo y las causas que los empujan a él. Necesaria y estimulante, esta reflexión sobre la ambigüedad que encierran los términos víctima y opresor esquiva lo políticamente correcto, las presiones (el localizador fue secuestrado, varios técnicos decidieron abandonar, y el rodaje se vio interrumpido por la caída de un misil enviado desde Israel), y una visión occidental de la vida y la muerte. Historia y estética se cuidan sin grandilocuencias, y aunque algunas escenas acusan un debilitamiento amoroso por culpa de excesivos auto-análisis psicológicos, su valentía y humanismo les emocionarán, siempre y cuando no se resistan por juicios morales o posicionamientos políticos.
En principio, Khaled adopta una postura pasional y ciega, Said una más reticente. La alternativa, la postura femenina de Suha, la más moderada y occidental. Y Jamal es el reclutador que, mientras tanto, profiere aforismos tan poco edificantes para cabezas en proceso de degeneración como: si no teméis la muerte, controláis la vida; mira siempre a los ojos de tu enemigo, porque tú eres el dueño de su vida, cuando quieras, lo harás saltar por los aires. Las aspiraciones vitales quedan reducidas a beber té, la familia sobrevive marcada por el calvario del dolor, y un solo chispazo es suficiente para pasar de la parsimonia al activismo. Con una fotografía desaliñada, poseída por la sencillez árida de los escombros, el director explora las legítimas razones de la resistencia a la ocupación sin justificar en ningún momento la pérdida de vidas humanas, sin juzgar, manipular o posicionarse. La tensión, continua, incómoda, no deja indiferente a nadie.
Rodada en 35 mm., con un magistral fundido en blanco como desenlace, Paradise Now es una indagación sobre las motivaciones, y la falta de éstas, de los kamikazes, de la procedencia de su fanatismo y las causas que los empujan a él. Necesaria y estimulante, esta reflexión sobre la ambigüedad que encierran los términos víctima y opresor esquiva lo políticamente correcto, las presiones (el localizador fue secuestrado, varios técnicos decidieron abandonar, y el rodaje se vio interrumpido por la caída de un misil enviado desde Israel), y una visión occidental de la vida y la muerte. Historia y estética se cuidan sin grandilocuencias, y aunque algunas escenas acusan un debilitamiento amoroso por culpa de excesivos auto-análisis psicológicos, su valentía y humanismo les emocionarán, siempre y cuando no se resistan por juicios morales o posicionamientos políticos.

5,7
49.460
6
9 de mayo de 2007
9 de mayo de 2007
34 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
No se sentirá defraudado si sólo va en busca de una cinta de acción y fantasía, pero sentirá lástima por las expectativas levantadas.
En efecto, Underworld es Blade y Matrix pero también es Entrevista con el vampiro, La reina de los condenados, Resident Evil o El cuervo, una amalgama de películas pasada por la mente de unos cuantos enamorados del género vampírico, los tebeos, y las películas de acción, a ser posible, con una atmósfera lóbrega. El plagio, la inspiración, o como quieran llamarlo, salta a la vista (sólo hay que prestar atención a la larga lista de tópicos). Aprovecha los últimos avances en efectos especiales, los conforma bajo una estética gótica (muy atrayente en los últimos tiempos), y consigue un ápice de estilo propio con el que engrosar las arcas, y quién sabe, si otra franquicia (el final de la cinta así lo sugiere).
Desde hace siglos, dos razas supuestamente mitológicas, los aristócratas y sofisticados vampiros, y los brutales y subterráneos hombres-lobo, libran una batalla por la hegemonía nocturna. Selena, una guerrera chupasangre, se da cuenta de que sus enemigos persiguen a un doctor, y descubrirá algo más inquietante: una conspiración entablada entre unos pocos vampiros y los licántropos para crear una especie invencible compuesta por ambos.
Básicamente, Underworld atrae por su planteamiento y su desenlace (la aparición del maestro de los vampiros nos hace resurgir del letargo), y todo lo que deambula en medio no es sino un indiferente atontamiento con pocas virtudes: la elección de Budapest como escenario, tener a Kate Beckinsale como heroína, y la capacidad del director, Len Wiseman, cuya única experiencia procedía de su participación en el apartado artístico de Stargate, Independence Day y Men in Black, para conseguir el diseño decadente y el ambiente terrorífico apropiados.
Underworld se balancea entre la ridiculez y la jocosidad, funciona como lo que es, puro entretenimiento, pero lo más grave es que levanta expectativas, tanto en el freak más gótico, como en el espectador más exigente, con las que finalmente traiciona al espectador, y ése es su lastre, lo que podía haber sido y no fue: una apuesta moderna por el Romeo y Julieta de Shakespeare, una revisión del idilio bella y bestia, o una siniestra metáfora de la incapacidad del hombre para convivir con lo diferente. Lo dicho, una lástima.
En efecto, Underworld es Blade y Matrix pero también es Entrevista con el vampiro, La reina de los condenados, Resident Evil o El cuervo, una amalgama de películas pasada por la mente de unos cuantos enamorados del género vampírico, los tebeos, y las películas de acción, a ser posible, con una atmósfera lóbrega. El plagio, la inspiración, o como quieran llamarlo, salta a la vista (sólo hay que prestar atención a la larga lista de tópicos). Aprovecha los últimos avances en efectos especiales, los conforma bajo una estética gótica (muy atrayente en los últimos tiempos), y consigue un ápice de estilo propio con el que engrosar las arcas, y quién sabe, si otra franquicia (el final de la cinta así lo sugiere).
Desde hace siglos, dos razas supuestamente mitológicas, los aristócratas y sofisticados vampiros, y los brutales y subterráneos hombres-lobo, libran una batalla por la hegemonía nocturna. Selena, una guerrera chupasangre, se da cuenta de que sus enemigos persiguen a un doctor, y descubrirá algo más inquietante: una conspiración entablada entre unos pocos vampiros y los licántropos para crear una especie invencible compuesta por ambos.
Básicamente, Underworld atrae por su planteamiento y su desenlace (la aparición del maestro de los vampiros nos hace resurgir del letargo), y todo lo que deambula en medio no es sino un indiferente atontamiento con pocas virtudes: la elección de Budapest como escenario, tener a Kate Beckinsale como heroína, y la capacidad del director, Len Wiseman, cuya única experiencia procedía de su participación en el apartado artístico de Stargate, Independence Day y Men in Black, para conseguir el diseño decadente y el ambiente terrorífico apropiados.
Underworld se balancea entre la ridiculez y la jocosidad, funciona como lo que es, puro entretenimiento, pero lo más grave es que levanta expectativas, tanto en el freak más gótico, como en el espectador más exigente, con las que finalmente traiciona al espectador, y ése es su lastre, lo que podía haber sido y no fue: una apuesta moderna por el Romeo y Julieta de Shakespeare, una revisión del idilio bella y bestia, o una siniestra metáfora de la incapacidad del hombre para convivir con lo diferente. Lo dicho, una lástima.
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