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7,6
3.375
9
28 de febrero de 2019
28 de febrero de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Son muchos los exponentes del musical americano que explican, con gran altura y perennidad, cómo este género clásico fue infinitamente más que cine con algunos interregnos musicales. Se trata de un género que nació y brilló en la edad de oro de Hollywood y fue, con el paso del tiempo, encontrando sus propias particularidades dentro del lenguaje cinematográfico. Sus fuentes son diversas, tal vez la más importante sea el teatro entrelazándose con elementos de la comedia y el espectáculo musical. Fue el que popularizó, en la gran pantalla, ese fantástico sonido sincopado propio del claqué e inmortalizó a figuras como Fred Astaire, Ginger Rogers, Gene Kelly, Leslie Caron, Cyd Charisse, Donald O´Connor, Debbie Reynolds y tantos otros.
Brindis al amor, producido por MGM, es considerado y reconocido como uno de los mejores y uno de los últimos arquetipos del género musical clásico, enarbolando una exquisita y notable fusión de narración cinematográfica y
encanto melódico.
Tony Hunter (Fred Astaire) es un excelso bailarín y actor, frustrado por el olvido de su público. Fruto del reencuentro con viejos amigos recibe la propuesta de participar en una nueva versión teatral de Fausto en
Broadway. El entusiasmo y la alegría de ser su posible vuelta triunfal a los escenarios se desploma rápidamente. Los ensayos fracasan, sobre todo su relación con el productor musical Jeffrey Cordova (Jack Buchanan)
caracterizado por sus aires vanguardistas y especialmente con su co-protagonista, Gabrielle Gerard (Cyd Charisse), una presumida bailarina de ballet. Nada bueno sucederá hasta que Tony emprenda el desafío de ser el
productor de la obra y hacerla a su manera.
Los números musicales, extravagantes y estilizados, satíricos y graciosos, se van acomodando y explicando la trama. El film juega con la posibilidad de encuentro de dos mundos completamente distantes; el movimiento
refinado de la danza clásica (Cyd Charisse) con el desenfado saleroso del tap (Fred Astaire). El resultado es imperdible y es la escena Dancing in the Dark (bailando en la oscuridad). Un pasaje memorable del film y podríamos decir que es un patrimonio del imaginario cinematográfico de todos los tiempos. La cámara de Minnelli se aleja, respetando el encuentro afectuoso y vacilante entre Astaire y Charisse, a través de poderosos planos
generales, logrando lo que el buen cine clásico supo dar: una composición cinematográfica íntima e imperecedera, una asociación armónica entre la cámara, los personajes y la danza.
Faltaba poco tiempo para que el musical le dijera adiós a la comedia y diera paso a la experimentación de otros estilos. Brindis al amor transmite esta inminente transformación a través del universo refinado y nostálgico
de Minnelli. Un musical que cuenta cariñosamente la historia de su género. Allí reside su virtud y también su eternidad.
Brindis al amor, producido por MGM, es considerado y reconocido como uno de los mejores y uno de los últimos arquetipos del género musical clásico, enarbolando una exquisita y notable fusión de narración cinematográfica y
encanto melódico.
Tony Hunter (Fred Astaire) es un excelso bailarín y actor, frustrado por el olvido de su público. Fruto del reencuentro con viejos amigos recibe la propuesta de participar en una nueva versión teatral de Fausto en
Broadway. El entusiasmo y la alegría de ser su posible vuelta triunfal a los escenarios se desploma rápidamente. Los ensayos fracasan, sobre todo su relación con el productor musical Jeffrey Cordova (Jack Buchanan)
caracterizado por sus aires vanguardistas y especialmente con su co-protagonista, Gabrielle Gerard (Cyd Charisse), una presumida bailarina de ballet. Nada bueno sucederá hasta que Tony emprenda el desafío de ser el
productor de la obra y hacerla a su manera.
Los números musicales, extravagantes y estilizados, satíricos y graciosos, se van acomodando y explicando la trama. El film juega con la posibilidad de encuentro de dos mundos completamente distantes; el movimiento
refinado de la danza clásica (Cyd Charisse) con el desenfado saleroso del tap (Fred Astaire). El resultado es imperdible y es la escena Dancing in the Dark (bailando en la oscuridad). Un pasaje memorable del film y podríamos decir que es un patrimonio del imaginario cinematográfico de todos los tiempos. La cámara de Minnelli se aleja, respetando el encuentro afectuoso y vacilante entre Astaire y Charisse, a través de poderosos planos
generales, logrando lo que el buen cine clásico supo dar: una composición cinematográfica íntima e imperecedera, una asociación armónica entre la cámara, los personajes y la danza.
Faltaba poco tiempo para que el musical le dijera adiós a la comedia y diera paso a la experimentación de otros estilos. Brindis al amor transmite esta inminente transformación a través del universo refinado y nostálgico
de Minnelli. Un musical que cuenta cariñosamente la historia de su género. Allí reside su virtud y también su eternidad.

7,2
33.886
8
14 de enero de 2020
14 de enero de 2020
Sé el primero en valorar esta crítica
Con un diseño de producción cautivante e interpretaciones exquisitas Baumbach vuelve a la carga con los temas que más circulan por su filmografía: matrimonio, divorcio y familia (especialmente en conflicto). El ánimo, tono y discurso pueden variar pero resulta inalterable la atmósfera neoyorquina; Manhattan, Brooklyn… esas repúblicas plagadas de frustraciones estetizadas y de verborragia psicoanalizada, donde se respira un progresismo escéptico que no abandona la idea del sueño americano pero del que siempre sospecha.
En Marriage Story, con una narrativa más humana que intimista, se distancia del naturalismo indie que imprimió en las festivaleras Frances Ha y Mistress America y del cinismo irritante de The squid and the wale.
Esta vez se embarca en el ocaso de un matrimonio concentrándose especialmente en el proceso de divorcio. Sabemos que Charlie (Driver) y Nicole (Johansson) alguna vez se amaron y se unieron, pero ni siquiera forzados por un ejercicio terapéutico frente a un mediador de divorcios son capaces de dirigirse la palabra.
El director manifiesta sus conjeturas. El matrimonio en definitiva no exige dedicación por conocer a la persona que se ama, se edifica sobre renuncias y concesiones –no dichas- que se van transformando en frustración para Nicole y en indiferencia para Charlie; este ni siquiera logra identificar los motivos de distancia y desencuentro y menos aún comprender que las exigencias de Nicole simplemente no son las mismas que las suyas.
Les resulta imposible hablar de lo que sienten y de cómo cambiaron los sentimientos, cuando lo intentan, en el mejor de los casos, no logran imaginarse más allá de la experiencia de la relación, de la compatibilidad de gustos o del grado de tolerancia a las imperfecciones, en el peor de los casos llegan a tratarse de manera despiadada.
La incapacidad de hablar se va transformando en un padecimiento desesperado que concluye en la intervención de inescrupulosos abogados de divorcio; una representación descarnada de la regulación institucional de las relaciones humanas. Los irresueltos sentimentales se transforman en un miserable campo de batalla, donde los hijos se convierten en un patrimonio en disputa y donde el que tiene la mayor osadía de destrucción es el que ostenta la victoria. Ninguno de los dos pretendía llegar a esas circunstancias, porque son buenas personas y se quieren, pero tampoco se explican cómo podría ser de otra manera, a lo sumo aspiran a infligirse el menor dolor posible.
A pesar de las buenas intenciones del director, las generalizaciones que extrae sobre el mundo sentimental no son muy diversas de films recientes como My happy family proveniente de la lejana Georgia y un poco más allá en el tiempo Escenas de la vida conyugal de Bergman y Kramer vs. Kramer de alguna manera sentaron un fuerte precedente sobre el tema. La manera de tratarlo, aún conteniendo estilos narrativos tan diversos entre sí, no escapa a la idea del amor entendido en términos de la experiencia de éxitos y fracasos relacionales. En definitiva es la historia de un matrimonio, no la de un amor. El director elige criticar la institución y las consecuencias de su fracaso pero en última instancia es legítima, por lo tanto inevitable la resignación. Ahora interrogarse sobre los amores, los sentimientos que se transforman y sus posibles expresiones relacionales siguen siendo aún un misterio casi inabordable.
En Marriage Story, con una narrativa más humana que intimista, se distancia del naturalismo indie que imprimió en las festivaleras Frances Ha y Mistress America y del cinismo irritante de The squid and the wale.
Esta vez se embarca en el ocaso de un matrimonio concentrándose especialmente en el proceso de divorcio. Sabemos que Charlie (Driver) y Nicole (Johansson) alguna vez se amaron y se unieron, pero ni siquiera forzados por un ejercicio terapéutico frente a un mediador de divorcios son capaces de dirigirse la palabra.
El director manifiesta sus conjeturas. El matrimonio en definitiva no exige dedicación por conocer a la persona que se ama, se edifica sobre renuncias y concesiones –no dichas- que se van transformando en frustración para Nicole y en indiferencia para Charlie; este ni siquiera logra identificar los motivos de distancia y desencuentro y menos aún comprender que las exigencias de Nicole simplemente no son las mismas que las suyas.
Les resulta imposible hablar de lo que sienten y de cómo cambiaron los sentimientos, cuando lo intentan, en el mejor de los casos, no logran imaginarse más allá de la experiencia de la relación, de la compatibilidad de gustos o del grado de tolerancia a las imperfecciones, en el peor de los casos llegan a tratarse de manera despiadada.
La incapacidad de hablar se va transformando en un padecimiento desesperado que concluye en la intervención de inescrupulosos abogados de divorcio; una representación descarnada de la regulación institucional de las relaciones humanas. Los irresueltos sentimentales se transforman en un miserable campo de batalla, donde los hijos se convierten en un patrimonio en disputa y donde el que tiene la mayor osadía de destrucción es el que ostenta la victoria. Ninguno de los dos pretendía llegar a esas circunstancias, porque son buenas personas y se quieren, pero tampoco se explican cómo podría ser de otra manera, a lo sumo aspiran a infligirse el menor dolor posible.
A pesar de las buenas intenciones del director, las generalizaciones que extrae sobre el mundo sentimental no son muy diversas de films recientes como My happy family proveniente de la lejana Georgia y un poco más allá en el tiempo Escenas de la vida conyugal de Bergman y Kramer vs. Kramer de alguna manera sentaron un fuerte precedente sobre el tema. La manera de tratarlo, aún conteniendo estilos narrativos tan diversos entre sí, no escapa a la idea del amor entendido en términos de la experiencia de éxitos y fracasos relacionales. En definitiva es la historia de un matrimonio, no la de un amor. El director elige criticar la institución y las consecuencias de su fracaso pero en última instancia es legítima, por lo tanto inevitable la resignación. Ahora interrogarse sobre los amores, los sentimientos que se transforman y sus posibles expresiones relacionales siguen siendo aún un misterio casi inabordable.

6,9
11.378
9
28 de febrero de 2019
28 de febrero de 2019
Sé el primero en valorar esta crítica
Una fábula color turquesa construida a orillas del Canal de la Mancha. Le Havre es el escenario donde el universo hierático de los personajes de Kaurismäki cobra vida nuevamente.
Marcel Marx es un lustrabotas que recorre la ciudad con su amigo Chang para ganarse unos pocos euros, vuelve a casa cada noche con su picardía a cuestas logrando hacerse de pan y verduras dejando una lista de deudas más larga que el río Congo. En casa lo espera su esposa, la inalterable Arletty, que parece no tener más remedio que transcurrir el tiempo.
Un evento inesperado convertirá la temperatura glacial de la cinta en notable ternura; sin perder nunca el registro insólito que caracteriza el cine de Kaurismäki.
En una de las rondas nocturnas el vigilante del puerto descubre que uno de los tantos contenedores que descansan en el depósito marítimo no estaba henchido de mercancías sino de refugiados provenientes de Gabón. Mujeres, hombres, niños y ancianos esperando llegar a la costa inglesa. No se hace esperar la persecución policial, la militarización de la zona para “prevenir” terroristas, la prensa hambrienta de sensacionalismo. La atmósfera extraña, excesiva y artificial que construye el director no tiene otra intención que dejar en ridículo a los defensores de las inhumanas políticas antiinmigratorias. A la escena se suma el misterioso inspector Monet, interpretado por el siempre formidable Jean-Pierre Darroussin, convidando aires de polar francés en cada una de sus apariciones.
Del container logra escapar el pequeño Idrissa. Son pocas las posibilidades que tendrá de evadir a las fuerzas del orden pero es el afortunado encuentro con Marcel lo que cambiará su destino. A continuación florecerá una fantástica aventura de amistad y solidaridad que protagonizará Marcel junto a sus vecinos Ivette, Claire y Chang para proteger y ayudar a Idrissa.
La insistencia de Kaurismäki en suspender el tiempo de los planos más de lo habitual tiene un sentido moral más que representar un recurso estético en sí mismo. Nos obliga a tomarnos el tiempo de observar a sus personajes, de auscultar su dignidad, de mirar a los ojos a quien ha sufrido y lleva consigo el sueño de una vida mejor. Una cinematografía en penumbra que se hace eco de las tragedias y las laceraciones que embisten a la humanidad en los tiempos que corren. Pero como en toda penumbra la sombra es parcial; es en los intersticios de luz de un barrio proletario y de sus habitantes solidarios donde se proyecta la esperanza.
Marcel Marx es un lustrabotas que recorre la ciudad con su amigo Chang para ganarse unos pocos euros, vuelve a casa cada noche con su picardía a cuestas logrando hacerse de pan y verduras dejando una lista de deudas más larga que el río Congo. En casa lo espera su esposa, la inalterable Arletty, que parece no tener más remedio que transcurrir el tiempo.
Un evento inesperado convertirá la temperatura glacial de la cinta en notable ternura; sin perder nunca el registro insólito que caracteriza el cine de Kaurismäki.
En una de las rondas nocturnas el vigilante del puerto descubre que uno de los tantos contenedores que descansan en el depósito marítimo no estaba henchido de mercancías sino de refugiados provenientes de Gabón. Mujeres, hombres, niños y ancianos esperando llegar a la costa inglesa. No se hace esperar la persecución policial, la militarización de la zona para “prevenir” terroristas, la prensa hambrienta de sensacionalismo. La atmósfera extraña, excesiva y artificial que construye el director no tiene otra intención que dejar en ridículo a los defensores de las inhumanas políticas antiinmigratorias. A la escena se suma el misterioso inspector Monet, interpretado por el siempre formidable Jean-Pierre Darroussin, convidando aires de polar francés en cada una de sus apariciones.
Del container logra escapar el pequeño Idrissa. Son pocas las posibilidades que tendrá de evadir a las fuerzas del orden pero es el afortunado encuentro con Marcel lo que cambiará su destino. A continuación florecerá una fantástica aventura de amistad y solidaridad que protagonizará Marcel junto a sus vecinos Ivette, Claire y Chang para proteger y ayudar a Idrissa.
La insistencia de Kaurismäki en suspender el tiempo de los planos más de lo habitual tiene un sentido moral más que representar un recurso estético en sí mismo. Nos obliga a tomarnos el tiempo de observar a sus personajes, de auscultar su dignidad, de mirar a los ojos a quien ha sufrido y lleva consigo el sueño de una vida mejor. Una cinematografía en penumbra que se hace eco de las tragedias y las laceraciones que embisten a la humanidad en los tiempos que corren. Pero como en toda penumbra la sombra es parcial; es en los intersticios de luz de un barrio proletario y de sus habitantes solidarios donde se proyecta la esperanza.

7,0
57.825
9
28 de febrero de 2019
28 de febrero de 2019
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Con su última película, Christopher Nolan, nos sumerge en los hechos ocurridos en Dunkerque (1940) durante la Segunda Guerra Mundial a través de una experiencia reflexiva y sensorial. La mirada humana que elije para estructurar narrativamente el film encuentra raíces autobiográficas “mi abuelo murió en Dunkerque, crecí con su historia” pero también en una convincente argumentación ética “el espíritu de Dunkerque es internacional, no pertenece solo a los británicos. La historia identifica un sentido particular de respuesta comunitaria ante unas circunstancias que uno encuentra una y otra vez en varias culturas alrededor del mundo. Ese es el aspecto optimista y esperanzador de la naturaleza humana, por eso podemos confiar en nosotros cuando nos encontramos en circunstancias dramáticas. Dunkerque es un ejemplo de la mejor respuesta que el ser humano tiene ante el terror.”
El film transita tres líneas temporales; una semana, un día y una hora desarrollando, por tierra, mar y aire respectivamente, tres historias ilustrativas del extraordinario salvataje de los cientos de miles de soldados británicos, franceses y belgas arrinconados en la costa norte francesa producto de la ofensiva relámpago de las fuerzas nazis.
Los tres puntos de vista se entrecruzan y se mezclan; a través de un diseño de sonido y una fotografía naturalista, Nolan nos induce a la confusión y el terror provocado por las trompetas de Jericó anunciando la proximidad del calvario, nos hace sentir la desesperación de una pareja de soldados intentando escapar de la muerte segura, nos entusiasma con la valentía de un aviador de la R.A.F. que procura, con poco combustible, derribar los stukas alemanes que bombardeaban sin piedad y finalmente nos anima a compenetrarnos con la determinación de un grupo de pescadores que en su propia embarcación se dirigen rumbo a Dunkerque con el fin de evacuar a cuanto soldado fuera posible.
El film transita tres líneas temporales; una semana, un día y una hora desarrollando, por tierra, mar y aire respectivamente, tres historias ilustrativas del extraordinario salvataje de los cientos de miles de soldados británicos, franceses y belgas arrinconados en la costa norte francesa producto de la ofensiva relámpago de las fuerzas nazis.
Los tres puntos de vista se entrecruzan y se mezclan; a través de un diseño de sonido y una fotografía naturalista, Nolan nos induce a la confusión y el terror provocado por las trompetas de Jericó anunciando la proximidad del calvario, nos hace sentir la desesperación de una pareja de soldados intentando escapar de la muerte segura, nos entusiasma con la valentía de un aviador de la R.A.F. que procura, con poco combustible, derribar los stukas alemanes que bombardeaban sin piedad y finalmente nos anima a compenetrarnos con la determinación de un grupo de pescadores que en su propia embarcación se dirigen rumbo a Dunkerque con el fin de evacuar a cuanto soldado fuera posible.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La perspectiva humana, como la define el director, y las consideraciones que el film desarrolla sobre los acontecimientos de Dunkerque nos invitan a ir más allá de las hipótesis y las especulaciones sobre la estrategia de Hitler, fuese un posible pacto con Inglaterra o fuese dar paso, conflicto interno mediante, al protagonismo macabro de la Luftwaffe para asestar el golpe final. Lo cierto es que Hitler y sus acólitos (sea cual sea el motivo que determinó el freno del ataque terrestre) no contemplaban que una evacuación masiva fuera posible. Y este es el gran acontecimiento humano que también sorprendió a los más optimistas militares británicos y al mismo Churchill que suponían un éxito de la operación Dinamo si lograban rescatar a 40.000 soldados.
Los cuarenta mil se convirtieron en 338.226 evacuados en tan solo diez días. Sucedió lo indescifrable para los patrones de la técnica y la maquinaria del terror y era la esperanza que tomaba cuerpo en miles de ingleses y se traducía en una determinación más potente e infranqueable. Destruir la moral y el coraje del pueblo inglés parecía más complicado que traspasar la línea Maginot.
Y de una derrota militar nace una victoria humana que se transformó en una herida de muerte para el Tercer Reich por más que la guerra continuaría por cinco largos años. Era el poderío de la motivación por defender la vida y derrotar a toda costa, incluso a costa de la propia vida, al monstruo nazi. Así, cientos de civiles pusieron a disposición sus embarcaciones y se pusieron a disposición ellos mismos para protagonizar directamente un hecho heroico que poco tiene de milagro, poco tiene de externo e inexplicable. Las razones residen allí, en el factor humano, en el despliegue de una fuerza vital extraordinaria que determinó el curso de la guerra y por ello el destino de la humanidad.
Por todas estas razones es una película consistente y emocionante que vale la pena visionar.
Los cuarenta mil se convirtieron en 338.226 evacuados en tan solo diez días. Sucedió lo indescifrable para los patrones de la técnica y la maquinaria del terror y era la esperanza que tomaba cuerpo en miles de ingleses y se traducía en una determinación más potente e infranqueable. Destruir la moral y el coraje del pueblo inglés parecía más complicado que traspasar la línea Maginot.
Y de una derrota militar nace una victoria humana que se transformó en una herida de muerte para el Tercer Reich por más que la guerra continuaría por cinco largos años. Era el poderío de la motivación por defender la vida y derrotar a toda costa, incluso a costa de la propia vida, al monstruo nazi. Así, cientos de civiles pusieron a disposición sus embarcaciones y se pusieron a disposición ellos mismos para protagonizar directamente un hecho heroico que poco tiene de milagro, poco tiene de externo e inexplicable. Las razones residen allí, en el factor humano, en el despliegue de una fuerza vital extraordinaria que determinó el curso de la guerra y por ello el destino de la humanidad.
Por todas estas razones es una película consistente y emocionante que vale la pena visionar.

8,0
169.035
10
28 de febrero de 2019
28 de febrero de 2019
Sé el primero en valorar esta crítica
“Un buen relato y un argumento bien construido son clases naturales diferentes. Los dos pueden usarse como un medio para convencer a otro. Empero, aquello de lo que convencen es completamente diferente: los argumentos convencen de su verdad, los relatos de su semejanza con la vida.” Jerome Bruner en Realidad mental y mundos posibles. Los actos de la imaginación que dan sentido a la experiencia.
Si el cine de Eastwood nos acerca a la vida es porque en primer lugar estamos ante un gran narrador. Por aquí hay que empezar para entender esa relación particularísima que plantea entre los eventos de una historia y la construcción de su relato. Eastwood es clásico desde el principio hasta el final, cuyo principio no repara solo en la manera de utilizar los recursos audiovisuales sino en su manera de interpretar cinematográficamente una historia. Basta con leer el cuento corto sobre el que se inspira el film Million dollar baby para identificar que la historia es esencialmente la misma pero que finalmente poco tienen que ver y no solo por tratarse de dos lenguajes diferentes, el cinematográfico y el literario.
Su apego a las convenciones del cine clásico lo convierten en un hacedor de un cine extinto en una época constituida por un modelo de ruptura y fragmentación, de exaltación de la visión individual del director por sobre los demás elementos constituyentes del cine. Million dollar baby, como tantas otras de sus películas, encierra una idea de hacer cine, de concebirlo, de convertir historias en narraciones fílmicas condensando un estado de integridad cinematográfica que dejó de percibirse como tradición artística desde el fin del clasicismo.
En Eastwood es posible encontrar la savia de esa tradición, es posible encontrar pliegues de ese universo construido por Ford, Wilder, Hawks, Murnau y tantos otros, pero finalmente se advierte que Eastwood es Eastwood y no un nostálgico recuerdo de la noción de autor del modelo clásico.
El estilo eastwoodiano está determinado por la sustancia narrativa. Primero la sustancia y a partir de aquella se constituye el estilo. El verbo principal de Clint Eastwood es el de aventurarse en la intimidad de personajes con cierto espesor humano, un ejercicio de introspección que maneja con lucidez y consistencia, con preciosismo clásico y brutalidad subterránea.
En Million dollar baby el mundo propio que se construye a la vera de un ring funciona como escenario sentimental y estético pero al mismo tiempo el boxeo actúa como verdadero Mcguffin, una excusa argumental que nos empuja, sin saberlo como espectadores, al mundo interno de los personajes y a la naturaleza de los vínculos humanos que construyen en función de quiénes son, de sus deseos y frustraciones, de sus batallas perdidas y sus esperanzas de vivir mejor.
Un comienzo enmascarado que parece ser una versión extraordinaria del folclórico film deportivo: vencidos que se transforman en vencedores. Pero no es así, como en todo el cine de Eastwood, la magia no opera en la epopeya, opera en los detalles.
El sonido extradiegético (desde la música incidental hasta la narración en off de “Scrap”, interpretado por Morgan Freeman) impone una tonalidad insondable, íntima y melancólica, organizando así una atmósfera emotiva sin pecar en desbordes. Las escenas dedicadas al boxeo carecen de música anulando cualquier ilusión de épica. En cambio, un sonido repetitivo, crudo, veloz ilustra lo que sucede en cualquier gimnasio de boxeo: sangre, sudor y lágrimas. En la palestra repican las sogas y rebotan los punching ball, en el ring el drama fantástico entre el sonido seco de los golpes bien dados y los resoplidos de la humanidad que lo recibe.
Hit Pit, es el nombre del curtido gimnasio donde se cocina la historia y sus memorables personajes. Frankie es un viejo zorro del cuadrilátero que sabe lo encantador y lo ingrato que puede ser el boxeo, es Danger Barch y es la mezquindad mafiosa de los Mickey Mack al mismo tiempo.
No hay prisa pero tampoco pausas en la narración. En tanto Frankie pierde progresivamente a su mejor boxeador en manos de otro mánager comienza a conquistar terreno una muchacha sureña empeñada en boxear lo mejor posible. Mientras el mundo está convencido de que es una white trash ella está convencida de que puede ser brillante en lo que ama. Con una insistencia soberbia logra convencer al escéptico Frankie quien termina aceptándola como pupila. De aquí en adelante, transitando el sinuoso camino hacia el palmarés deportivo, lo que logra Maggie es convencer a su nuevo entorno, y especialmente a Frankie, de su fibra humana. Esto se traduce en un vínculo de afecto profundo, de confidencia y compañía, de inspiración y cuidado mutuo. Pero es Scrap, desde la media sombra (de una fotografía extraordinaria) el artífice de esta asociación, de esta brigada de derrotados que se rehúsa a la campanada final.
Fitzgerald es dignidad. En las buenas y en las malas. En la cima de la popularidad y en la solitaria habitación de un hospital. Maggie le devuelve a este avinagrado y huraño técnico de boxeo la mejor versión de su humanidad. Le da respuestas a sus confusiones espirituales exquisitamente reveladas en los diálogos con el Padre Horvak.
Por diversas razones Frankie, Maggie y “Scrap-Iron” Dupris son protagonistas de un relato de condenados. Curiosamente, la afinidad que experimentan no gravita sobre la frustración y la decepción que sienten semejante, que se cuela aun en el optimismo acérrimo que caracteriza a Maggie. Lo que los une los compele a cambiar. Una historia de superación que no transita los caminos harto habituales del self-made donde la realización humana es siempre individual encontrando la redención en la gloria, sea deportiva o económica. A fin de cuentas, se trata de una noble historia sobre la amistad, sobre personas que juntas aprenden a ser mejores aun en la tragedia.
Si el cine de Eastwood nos acerca a la vida es porque en primer lugar estamos ante un gran narrador. Por aquí hay que empezar para entender esa relación particularísima que plantea entre los eventos de una historia y la construcción de su relato. Eastwood es clásico desde el principio hasta el final, cuyo principio no repara solo en la manera de utilizar los recursos audiovisuales sino en su manera de interpretar cinematográficamente una historia. Basta con leer el cuento corto sobre el que se inspira el film Million dollar baby para identificar que la historia es esencialmente la misma pero que finalmente poco tienen que ver y no solo por tratarse de dos lenguajes diferentes, el cinematográfico y el literario.
Su apego a las convenciones del cine clásico lo convierten en un hacedor de un cine extinto en una época constituida por un modelo de ruptura y fragmentación, de exaltación de la visión individual del director por sobre los demás elementos constituyentes del cine. Million dollar baby, como tantas otras de sus películas, encierra una idea de hacer cine, de concebirlo, de convertir historias en narraciones fílmicas condensando un estado de integridad cinematográfica que dejó de percibirse como tradición artística desde el fin del clasicismo.
En Eastwood es posible encontrar la savia de esa tradición, es posible encontrar pliegues de ese universo construido por Ford, Wilder, Hawks, Murnau y tantos otros, pero finalmente se advierte que Eastwood es Eastwood y no un nostálgico recuerdo de la noción de autor del modelo clásico.
El estilo eastwoodiano está determinado por la sustancia narrativa. Primero la sustancia y a partir de aquella se constituye el estilo. El verbo principal de Clint Eastwood es el de aventurarse en la intimidad de personajes con cierto espesor humano, un ejercicio de introspección que maneja con lucidez y consistencia, con preciosismo clásico y brutalidad subterránea.
En Million dollar baby el mundo propio que se construye a la vera de un ring funciona como escenario sentimental y estético pero al mismo tiempo el boxeo actúa como verdadero Mcguffin, una excusa argumental que nos empuja, sin saberlo como espectadores, al mundo interno de los personajes y a la naturaleza de los vínculos humanos que construyen en función de quiénes son, de sus deseos y frustraciones, de sus batallas perdidas y sus esperanzas de vivir mejor.
Un comienzo enmascarado que parece ser una versión extraordinaria del folclórico film deportivo: vencidos que se transforman en vencedores. Pero no es así, como en todo el cine de Eastwood, la magia no opera en la epopeya, opera en los detalles.
El sonido extradiegético (desde la música incidental hasta la narración en off de “Scrap”, interpretado por Morgan Freeman) impone una tonalidad insondable, íntima y melancólica, organizando así una atmósfera emotiva sin pecar en desbordes. Las escenas dedicadas al boxeo carecen de música anulando cualquier ilusión de épica. En cambio, un sonido repetitivo, crudo, veloz ilustra lo que sucede en cualquier gimnasio de boxeo: sangre, sudor y lágrimas. En la palestra repican las sogas y rebotan los punching ball, en el ring el drama fantástico entre el sonido seco de los golpes bien dados y los resoplidos de la humanidad que lo recibe.
Hit Pit, es el nombre del curtido gimnasio donde se cocina la historia y sus memorables personajes. Frankie es un viejo zorro del cuadrilátero que sabe lo encantador y lo ingrato que puede ser el boxeo, es Danger Barch y es la mezquindad mafiosa de los Mickey Mack al mismo tiempo.
No hay prisa pero tampoco pausas en la narración. En tanto Frankie pierde progresivamente a su mejor boxeador en manos de otro mánager comienza a conquistar terreno una muchacha sureña empeñada en boxear lo mejor posible. Mientras el mundo está convencido de que es una white trash ella está convencida de que puede ser brillante en lo que ama. Con una insistencia soberbia logra convencer al escéptico Frankie quien termina aceptándola como pupila. De aquí en adelante, transitando el sinuoso camino hacia el palmarés deportivo, lo que logra Maggie es convencer a su nuevo entorno, y especialmente a Frankie, de su fibra humana. Esto se traduce en un vínculo de afecto profundo, de confidencia y compañía, de inspiración y cuidado mutuo. Pero es Scrap, desde la media sombra (de una fotografía extraordinaria) el artífice de esta asociación, de esta brigada de derrotados que se rehúsa a la campanada final.
Fitzgerald es dignidad. En las buenas y en las malas. En la cima de la popularidad y en la solitaria habitación de un hospital. Maggie le devuelve a este avinagrado y huraño técnico de boxeo la mejor versión de su humanidad. Le da respuestas a sus confusiones espirituales exquisitamente reveladas en los diálogos con el Padre Horvak.
Por diversas razones Frankie, Maggie y “Scrap-Iron” Dupris son protagonistas de un relato de condenados. Curiosamente, la afinidad que experimentan no gravita sobre la frustración y la decepción que sienten semejante, que se cuela aun en el optimismo acérrimo que caracteriza a Maggie. Lo que los une los compele a cambiar. Una historia de superación que no transita los caminos harto habituales del self-made donde la realización humana es siempre individual encontrando la redención en la gloria, sea deportiva o económica. A fin de cuentas, se trata de una noble historia sobre la amistad, sobre personas que juntas aprenden a ser mejores aun en la tragedia.
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