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Críticas ordenadas por utilidad
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4,9
7.982
2
13 de junio de 2017
13 de junio de 2017
107 de 128 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algo extraño estaba ocurriendo. El debut en la dirección de Eduardo Casanova, el eterno Fidel de Aída, apadrinado por Álex de la Iglesia y arropado por buena parte de la flor y nata del cine español, se estrenaba exclusivamente en un solo cine de la ciudad de Barcelona. Sin embargo, el fenómeno era tal que la propia taquillera de los cines Maldà, acostumbrados a las mil y una piruetas para incentivar la venta de entradas, subió perpleja al escenario para inmortalizar el llenazo antes de la proyección. 170 personas se vieron obligadas a desplazarse hasta la recóndita sala para comprobar qué nos tenía preparado el mal llamado nuevo enfant terrible del cine patrio. Finalizada la sesión, llegó la clarividencia.
Me imagino las excusas. No se apuesta por el riesgo, la industria de Hollywood lo engulle todo, el público está aborregado, las descargas ilegales. Todas ellas justificadas en muchos casos. No en este. Casanova puede sentirse afortunado de haber podido estrenar Pieles en un solo cine de Barcelona. Cuántos jóvenes talentos que hacen plena justicia a su nombre suplicarían por tamaña oportunidad, la que desde luego no habría obtenido el actor sin su fama y sus contactos.
Porque si la película ha llegado donde está, hasta el punto de colgar el cartel de completo en los cines Maldà, sin duda mucho más lejos de lo que merecía, es por su campaña mediática. No por su talento ni su irreverencia ni su frescura. Simple y llanamente por Fidel. En su afán por provocar, Casanova ha terminado pariendo un engendro bastante más desagradable que cualquiera de los personajes con los que ha querido subvertir nuestra cinematografía. Vestigios de Almodóvar, retazos de Vermut, ínfulas de Dolan, toques de Paco León. Inspiraciones de aquí y de allá que el actor ha despedazado hasta formar un mejunje que, lo más frustrante de todo, jamás consigue sorprender.
Lo peor que le puede pasar a una película como Pieles es la previsibilidad. Desnudos que se reiteran, pedos que se prevén, castraciones que pueden vaticinarse minutos antes de suceder. Perdida la capacidad de asombro, que sólo se produce a cada salto sobre las barreras de la sutileza, llega inmediatamente el tedio. Ni la incrustación anárquica de canciones molonas ni el irritante sello cromático logran salvar la función. El espectador termina hasta el gorro de la melodía de Matt Monro y de los tonos lila y pastel. Sin duda, el mayor regalo que le brinda Casanova a su público se encuentra en la duración del metraje: 77 minutos que pueden parecer 120.
Pero lo más molesto de todo no está ni en la fotografía ni en la banda sonora. Ni siquiera en el malogrado trabajo actoral, especialmente llamativo tratándose de intérpretes muy versados en la comedia. Lo peor de todo es el manido, superfluo y demagógico mensaje de Pieles. La belleza está en el interior. Moralina facilona que curiosamente suelen explotar los que más se rodean de la gente guapa. En todo caso, a la belleza ni se la busca ni se la espera en la primera y esperemos que última incursión de Casanova tras las cámaras. Para alcanzarla sólo se requiere una máxima. La del buen gusto.
Me imagino las excusas. No se apuesta por el riesgo, la industria de Hollywood lo engulle todo, el público está aborregado, las descargas ilegales. Todas ellas justificadas en muchos casos. No en este. Casanova puede sentirse afortunado de haber podido estrenar Pieles en un solo cine de Barcelona. Cuántos jóvenes talentos que hacen plena justicia a su nombre suplicarían por tamaña oportunidad, la que desde luego no habría obtenido el actor sin su fama y sus contactos.
Porque si la película ha llegado donde está, hasta el punto de colgar el cartel de completo en los cines Maldà, sin duda mucho más lejos de lo que merecía, es por su campaña mediática. No por su talento ni su irreverencia ni su frescura. Simple y llanamente por Fidel. En su afán por provocar, Casanova ha terminado pariendo un engendro bastante más desagradable que cualquiera de los personajes con los que ha querido subvertir nuestra cinematografía. Vestigios de Almodóvar, retazos de Vermut, ínfulas de Dolan, toques de Paco León. Inspiraciones de aquí y de allá que el actor ha despedazado hasta formar un mejunje que, lo más frustrante de todo, jamás consigue sorprender.
Lo peor que le puede pasar a una película como Pieles es la previsibilidad. Desnudos que se reiteran, pedos que se prevén, castraciones que pueden vaticinarse minutos antes de suceder. Perdida la capacidad de asombro, que sólo se produce a cada salto sobre las barreras de la sutileza, llega inmediatamente el tedio. Ni la incrustación anárquica de canciones molonas ni el irritante sello cromático logran salvar la función. El espectador termina hasta el gorro de la melodía de Matt Monro y de los tonos lila y pastel. Sin duda, el mayor regalo que le brinda Casanova a su público se encuentra en la duración del metraje: 77 minutos que pueden parecer 120.
Pero lo más molesto de todo no está ni en la fotografía ni en la banda sonora. Ni siquiera en el malogrado trabajo actoral, especialmente llamativo tratándose de intérpretes muy versados en la comedia. Lo peor de todo es el manido, superfluo y demagógico mensaje de Pieles. La belleza está en el interior. Moralina facilona que curiosamente suelen explotar los que más se rodean de la gente guapa. En todo caso, a la belleza ni se la busca ni se la espera en la primera y esperemos que última incursión de Casanova tras las cámaras. Para alcanzarla sólo se requiere una máxima. La del buen gusto.

7,2
39.637
6
26 de junio de 2012
26 de junio de 2012
136 de 187 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si hace una semana hubiésemos realizado una encuesta sobre cuál es su director favorito entre los miles de seguidores del Sónar que bailoteaban a plena luz del día, seguro que Wes Anderson aparecería en la mayoría de preferencias. Wes Anderson es cool, es vintage, es guay. Es lo más. Al cine de este enigmático director le ocurre lo mismo que a la música alternativa y etérea que se danza en el festival de Barcelona, unos pocos la disfrutan y unos cuantos, los que más, fingen entenderla. Wes Anderson, como el Sónar, como las tiendas de ropa de segunda mano, es parada obligatoria para todo moderno que se precie.
El director de Academia Rushmore, de Los Tenenbaums, de Viaje a Darjeeling, mantiene en esta última obra ese humor surrealista revestido de look demodé, hoy más de moda que nunca. Es, sin duda, un estilo particular, muy meritorio, en el que cada fotograma destila comedia por sí mismo. La imagen requiere de pocas palabras para provocar ese efecto satírico y absurdo que desprenden todas sus películas. Pero en esta ocasión, más que nunca, se echa en falta una mínima trama, un argumento que complete el impresionante esfuerzo de fotografía.
Porque esa historia de amor preadolescente, esa fuga de amantes benjamines, provoca el mismo efecto que producen los niños ajenos, esa sonrisilla entre “fíjate qué monada” y “quítalos de mi vista lo antes posible”. Aunque muchos críticos se esfuercen en buscarle sentido al filme como un viaje a la etapa infantil, a pesar de lo increíblemente bien que Jared Gilman asume el papel de niñato resabido, lo cierto es que Moonrise Kingdom es poco más que un estímulo visual.
Anderson demuestra una enorme habilidad, no sólo en el uso de la luz y del color, sino también en el manejo de la cámara, con esos desplazamientos laterales, arriba y abajo, que lo convierten en el rey del travelín (palabro del diccionario de la RAE que también parece perseguir el gusto por lo antiguo). La agilidad que por momentos no encontramos en los guiones la obtenemos en el puro nervio de sus imágenes, como si ambos conceptos, continente y contenido, discurrieran por caminos opuestos.
A los fieles seguidores del director, sin embargo, poco les importará el mensaje. Moonrise Kingdom ofrece los suficientes guiños nostálgicos como para satisfacer a esa corriente posmoderna con la mirada puesta en el pasado. Vibrarán con el tocadiscos portátil de Suzy, objeto kitsch donde los haya, o con el baile de guateque que se marca Sam en la playa. Sólo cabe preguntarse qué ocurrirá con la película, cómo se mantendrá en el tiempo, cuando lo viejo deje de ser moderno. Es lo que tienen las modas, que son pasajeras.
El director de Academia Rushmore, de Los Tenenbaums, de Viaje a Darjeeling, mantiene en esta última obra ese humor surrealista revestido de look demodé, hoy más de moda que nunca. Es, sin duda, un estilo particular, muy meritorio, en el que cada fotograma destila comedia por sí mismo. La imagen requiere de pocas palabras para provocar ese efecto satírico y absurdo que desprenden todas sus películas. Pero en esta ocasión, más que nunca, se echa en falta una mínima trama, un argumento que complete el impresionante esfuerzo de fotografía.
Porque esa historia de amor preadolescente, esa fuga de amantes benjamines, provoca el mismo efecto que producen los niños ajenos, esa sonrisilla entre “fíjate qué monada” y “quítalos de mi vista lo antes posible”. Aunque muchos críticos se esfuercen en buscarle sentido al filme como un viaje a la etapa infantil, a pesar de lo increíblemente bien que Jared Gilman asume el papel de niñato resabido, lo cierto es que Moonrise Kingdom es poco más que un estímulo visual.
Anderson demuestra una enorme habilidad, no sólo en el uso de la luz y del color, sino también en el manejo de la cámara, con esos desplazamientos laterales, arriba y abajo, que lo convierten en el rey del travelín (palabro del diccionario de la RAE que también parece perseguir el gusto por lo antiguo). La agilidad que por momentos no encontramos en los guiones la obtenemos en el puro nervio de sus imágenes, como si ambos conceptos, continente y contenido, discurrieran por caminos opuestos.
A los fieles seguidores del director, sin embargo, poco les importará el mensaje. Moonrise Kingdom ofrece los suficientes guiños nostálgicos como para satisfacer a esa corriente posmoderna con la mirada puesta en el pasado. Vibrarán con el tocadiscos portátil de Suzy, objeto kitsch donde los haya, o con el baile de guateque que se marca Sam en la playa. Sólo cabe preguntarse qué ocurrirá con la película, cómo se mantendrá en el tiempo, cuando lo viejo deje de ser moderno. Es lo que tienen las modas, que son pasajeras.

6,4
47.444
3
4 de febrero de 2011
4 de febrero de 2011
216 de 349 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Alguna vez os habéis sentido seres extraños en una sala de cine, como bichos raros e incomprendidos en una platea que reacciona al unísono ante los estímulos de un filme? Mi sensación durante el preestreno en Barcelona de Primos, la tercera cinta de Daniel Sánchez Arévalo, fue precisamente esa. Quizá no es que la comedia fuera mala, quizá el problema grave lo tenía yo. Si ninguno de los chistes, ninguno de los gags, me hizo puñetera gracia, mientras todo el mundo a mi alrededor se descojonaba en sus asientos, lo más probable es que mi humor no pase por su mejor momento. O peor todavía, que me esté convirtiendo en uno de esos seres amargados y pedantes que no miran más allá de un determinado cine de autor.
Pero me niego a aceptarlo. Me gusta el humor inteligente, es cierto, al más puro estilo 7 vidas o El club de la comedia, por poner un ejemplo de nuestro país (curioso que no me venga ahora a la memoria ninguna comedia española destacable en la gran pantalla). Pero también me desternillo con el humor más chabacano y absurdo, como el de Aída o Torrente. No es verdad que mi mente sea obtusa. La cuestión es que no sé muy bien donde ubicar el humor que ha ideado Arévalo para Primos. Por momentos es costumbrista, por momentos rudo. En alguna ocasión roza el ingenio, pero en general es cafre y simplón. Pero sobre todo es contagioso. Menos para un servidor.
"Estoy igual de contento que un cerdo en la mierda", suelta uno de los tres primos protagonistas en un momento dado para dar paso de inmediato a una carcajada general entre el público. Es sólo un ejemplo de las perlas humorísticas que va vomitando el guión sin tiempo para digerirlas, para asimilar el nivel de esfuerzo intelectual vertido en el texto. Otra muestra la encontramos en el propio tráiler de la película, cuando Raúl Arévalo le suelta a unas guiris despampanantes “How do you do, rubias”. Sin duda, para partirse de risa.
El director Sánchez Arévalo, en mi opinión, está acumulando pasos en falso. Si la extraña mezcla de drama y comedia que supuso Gordos ya desinfló las expectativas generadas tras Azuloscurocasinegro, este salto a la comedia hilarante se me antoja casi suicida. Pero viendo las reacciones de crítica y público debo tragarme mis palabras. Primos es divertida, graciosa y, sobre todo, rentable, así que no debo preocuparme, de momento, por su futuro profesional. La película será un éxito y las cifras de taquilla harán que me sienta todavía más incomprendido. Extraño caso el mío.
Pero me niego a aceptarlo. Me gusta el humor inteligente, es cierto, al más puro estilo 7 vidas o El club de la comedia, por poner un ejemplo de nuestro país (curioso que no me venga ahora a la memoria ninguna comedia española destacable en la gran pantalla). Pero también me desternillo con el humor más chabacano y absurdo, como el de Aída o Torrente. No es verdad que mi mente sea obtusa. La cuestión es que no sé muy bien donde ubicar el humor que ha ideado Arévalo para Primos. Por momentos es costumbrista, por momentos rudo. En alguna ocasión roza el ingenio, pero en general es cafre y simplón. Pero sobre todo es contagioso. Menos para un servidor.
"Estoy igual de contento que un cerdo en la mierda", suelta uno de los tres primos protagonistas en un momento dado para dar paso de inmediato a una carcajada general entre el público. Es sólo un ejemplo de las perlas humorísticas que va vomitando el guión sin tiempo para digerirlas, para asimilar el nivel de esfuerzo intelectual vertido en el texto. Otra muestra la encontramos en el propio tráiler de la película, cuando Raúl Arévalo le suelta a unas guiris despampanantes “How do you do, rubias”. Sin duda, para partirse de risa.
El director Sánchez Arévalo, en mi opinión, está acumulando pasos en falso. Si la extraña mezcla de drama y comedia que supuso Gordos ya desinfló las expectativas generadas tras Azuloscurocasinegro, este salto a la comedia hilarante se me antoja casi suicida. Pero viendo las reacciones de crítica y público debo tragarme mis palabras. Primos es divertida, graciosa y, sobre todo, rentable, así que no debo preocuparme, de momento, por su futuro profesional. La película será un éxito y las cifras de taquilla harán que me sienta todavía más incomprendido. Extraño caso el mío.

5,3
25.919
3
20 de septiembre de 2015
20 de septiembre de 2015
144 de 206 usuarios han encontrado esta crítica útil
No puede ser. Nos lo han cambiado. Que el responsable de un gran salto en el cine de género español, el que nos sorprendió con su ópera prima Tesis y con su espeluznante salto internacional, Los otros, nos traiga ahora, unos cuantos años y bastantes euros más tarde, este subproducto de terror carente de ingenio, sin el más mínimo atisbo de novedad en el frente. Alejandro Amenábar se está adentrando peligrosamente en ese peligroso terreno de jóvenes directores promesa engullidos por una industria que los agasaja de dólares pero que los priva de lo más importante, su propio talento.
Estrenarse en el Festival de San Sebastián, como ha sido mi caso, con una película tan menor y absurda como Regresión ha sido un inesperado contratiempo, como también lo habrá sido para una organización que seguramente confiaba en la seguridad de un nombre y apellido hasta hace no tanto infalible. Pero Amenábar empezó a resbalar a medida que los proyectos agigantaban su ambición y su presupuesto, mientras un ejército de palmeros le ocultaba la caída en picado. Hoy, tras varios innecesarios cameos en el mundo de la publicidad y del reality de famoseo, se confirman las sospechas: el realizador de origen chileno navega a la deriva.
No hay nada peor que una cinta de suspense cuyo misterio carece de interés. La resolución de un caso de invasiones satánicas nos importa un bledo desde el momento en que el planteamiento se presenta a desgana, tirando de verborrea y renunciado incluso a los elementos más efectistas, pero siempre efectivos, del género. En Regresión, la única incógnita que resulta inquietante es conocer los motivos por los que uno de los integrantes de la secta decide inmortalizar sus sacrificios con una cámara Polaroid. Es sólo un extracto de la gran sarta de despropósitos que, bordeando el ridículo, nos presenta Amenábar y que demuestran su gran talento desperdiciado. Porque hasta Ethan Hawke y Emma Watson están de pena. Ahí está el auténtico crimen.
Estrenarse en el Festival de San Sebastián, como ha sido mi caso, con una película tan menor y absurda como Regresión ha sido un inesperado contratiempo, como también lo habrá sido para una organización que seguramente confiaba en la seguridad de un nombre y apellido hasta hace no tanto infalible. Pero Amenábar empezó a resbalar a medida que los proyectos agigantaban su ambición y su presupuesto, mientras un ejército de palmeros le ocultaba la caída en picado. Hoy, tras varios innecesarios cameos en el mundo de la publicidad y del reality de famoseo, se confirman las sospechas: el realizador de origen chileno navega a la deriva.
No hay nada peor que una cinta de suspense cuyo misterio carece de interés. La resolución de un caso de invasiones satánicas nos importa un bledo desde el momento en que el planteamiento se presenta a desgana, tirando de verborrea y renunciado incluso a los elementos más efectistas, pero siempre efectivos, del género. En Regresión, la única incógnita que resulta inquietante es conocer los motivos por los que uno de los integrantes de la secta decide inmortalizar sus sacrificios con una cámara Polaroid. Es sólo un extracto de la gran sarta de despropósitos que, bordeando el ridículo, nos presenta Amenábar y que demuestran su gran talento desperdiciado. Porque hasta Ethan Hawke y Emma Watson están de pena. Ahí está el auténtico crimen.

5,4
14.779
6
21 de marzo de 2013
21 de marzo de 2013
109 de 141 usuarios han encontrado esta crítica útil
De nuevo, la misma sinrazón. ¿Qué sentido tiene emular el modelo de cine espectáculo que en Hollywood son capaces de levantar con un simple pestañeo? ¿Para qué tantos medios y tanto esfuerzo técnico si ni siquiera desde el otro lado del Atlántico son ya capaces de sorprender? ¿A qué aspira la cinematografía de este país, a que el espectador salga del cine manifestando asombrado que la película no parece española? Quizá vaya siendo hora de competir desde una posición más honesta y realista, la que reconoce la falta de medios pero no del talento.
Porque la razón de ser de una película como Los últimos días es igual que la de Fin. Ninguna. El Apocalipsis, en sus múltiples variantes, ya ha sido abordado, y mucho mejor, por multitud de producciones. En Hijos de los hombres, la humanidad se enfrentaba a un mundo sin nacimientos. En A ciegas, la adaptación de Ensayo sobre la ceguera, una epidemia de invidencia amenazaba el futuro del planeta. Aquí la novedad es que la causa de todos los males es un brote de agorafobia. Pero poco importa, porque las consecuencias siempre terminan siendo el instinto de supervivencia y el caos social. Ninguna novedad al frente.
Aún así, la condescendencia termina imponiéndose, bien sea para no herir sensibilidades, bien para no menospreciar el innegable trabajo en equipo. La ilusión y el esfuerzo son tan palpables que el sentimiento de culpa aparece sin remedio ante el que osa valorar el resultado como un quiero y no puedo. O ante el que se pregunta, con respuesta negativa, si tanto trabajo ha merecido la pena.
Porque al final Los últimos días afronta el reto sacando pecho y brindando alguna escena memorable, más allá de las que están sirviendo como reclamo publicitario y que nos muestran una Barcelona devastada por el desorden. La persecución por los pasillos del metro o el primer caso de agorafobia en las oficinas del protagonista son un buen ejemplo de las buenas intenciones de la película. Pero al final la cordura cede paso a la imprudencia con escenas como las del supermercado o ciertas apariciones animales.
Así, mientras los hermanos Pastor persiguen el más difícil todavía, el espectador le demanda a Los últimos días un mayor coraje argumental. Porque si el filme buscaba alguna especie de terror psicológico, desde luego lo pierde apostando por un recurso tan trillado como el flashback. O si los objetivos eran la acción y el entretenimiento tampoco hacía falta profundizar demasiado en la relación entre los esforzados José Coronado y Quim Gutiérrez.
El cine español está repleto de casos en los que menos es más e incluso mejor. No hace falta que todos andemos buscando ahora financiaciones imposibles como las de Bayona. La primera entrega de [REC] o el excelente thriller La cara oculta, que Gutiérrez conoce perfectamente, son el claro exponente de que las buenas ideas pueden desarrollarse sin rimbombancia y mucha más trascendencia.
Porque la razón de ser de una película como Los últimos días es igual que la de Fin. Ninguna. El Apocalipsis, en sus múltiples variantes, ya ha sido abordado, y mucho mejor, por multitud de producciones. En Hijos de los hombres, la humanidad se enfrentaba a un mundo sin nacimientos. En A ciegas, la adaptación de Ensayo sobre la ceguera, una epidemia de invidencia amenazaba el futuro del planeta. Aquí la novedad es que la causa de todos los males es un brote de agorafobia. Pero poco importa, porque las consecuencias siempre terminan siendo el instinto de supervivencia y el caos social. Ninguna novedad al frente.
Aún así, la condescendencia termina imponiéndose, bien sea para no herir sensibilidades, bien para no menospreciar el innegable trabajo en equipo. La ilusión y el esfuerzo son tan palpables que el sentimiento de culpa aparece sin remedio ante el que osa valorar el resultado como un quiero y no puedo. O ante el que se pregunta, con respuesta negativa, si tanto trabajo ha merecido la pena.
Porque al final Los últimos días afronta el reto sacando pecho y brindando alguna escena memorable, más allá de las que están sirviendo como reclamo publicitario y que nos muestran una Barcelona devastada por el desorden. La persecución por los pasillos del metro o el primer caso de agorafobia en las oficinas del protagonista son un buen ejemplo de las buenas intenciones de la película. Pero al final la cordura cede paso a la imprudencia con escenas como las del supermercado o ciertas apariciones animales.
Así, mientras los hermanos Pastor persiguen el más difícil todavía, el espectador le demanda a Los últimos días un mayor coraje argumental. Porque si el filme buscaba alguna especie de terror psicológico, desde luego lo pierde apostando por un recurso tan trillado como el flashback. O si los objetivos eran la acción y el entretenimiento tampoco hacía falta profundizar demasiado en la relación entre los esforzados José Coronado y Quim Gutiérrez.
El cine español está repleto de casos en los que menos es más e incluso mejor. No hace falta que todos andemos buscando ahora financiaciones imposibles como las de Bayona. La primera entrega de [REC] o el excelente thriller La cara oculta, que Gutiérrez conoce perfectamente, son el claro exponente de que las buenas ideas pueden desarrollarse sin rimbombancia y mucha más trascendencia.
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