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España España · MADRID
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Críticas 62
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
20 de junio de 2018 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una de sus acepciones la RAE define el dolor como “un sentimiento de pena y congoja”, pero seguramente si se preguntase a Marguerite Duras ésta podría aportar más riqueza a la definición. Sin duda, después de visionar Marguerite Duras. París 1944 (Emmanuel Finkiel, 2017) uno sale con la sensación de haber experimentado el dolor más agudo, profundo y gris del mundo. Respecto a su trama, la película está basada en la obra de la propia Marguerite Duras, El dolor, y nos cuenta la angustiosa espera que tuvo que sufrir la escritora tras la deportación de su marido, Robert Antelme, que como ella luchaba en la resistencia frente a la ocupación nazi. Es interesante como la cinta hace hincapié en el sufrimiento de aquellos que están a la espera. Personas que no sufren en primera persona la ira de los nazis, en este caso, pero que no por ello lo tienen más fácil. Muy al contrario, posiblemente Marguerite hubiera preferido ser deportada al igual que su marido. De hecho son varios los momentos en los que se odia a sí misma por estar sana y salva o por quedar en un restaurante en el que abunda la comida, cuando sabe que su marido estará pasando un sinfín de penurias.
No obstante, el dolor que sufre la protagonista es de una intensidad pocas veces vista en el cine. Eso sí, un dolor interior que solamente en las últimas secuencias de la cinta aflora desaforadamente a su rostro. A todo esto se añade la soledad del personaje, que aunque tiene muchos compañeros de batalla e incluso un amante, no encuentra una persona con la que abrirse de forma sincera. Por eso quizás Marguerite tiene esa necesidad constante de verbalizar su dolor, que el realizador decide recoger a través de una voz en off. Aunque lo más curioso es la escisión que la protagonista sufre en varias ocasiones, lo que hace aumentar la sensación de que se está presenciando un relato espectral. De alguna forma en Marguerite parece que se dan cita tanto la mujer que espera, como la que se deja llevar por la desesperación. Por otro lado, algo normal si uno para a imaginarse todo por lo que tiene que pasar esta mujer.
Al mismo tiempo merece unas líneas la relación que Marguerite establece con el nazi, responsable de la detención de su marido, ante la posibilidad de que interceda por él. En ningún momento se saben las verdaderas intenciones del policía nazi, del que sabemos poco. Ante la cámara se nos presenta como un hombre extasiado por la obra y la inteligencia de Duras, pero nosotros no podemos evitar preguntarnos si un monstruo es capaz de desarrollar algún sentimiento artístico. Por ello la ambigüedad preside toda la relación y ambos van a escindirse para así evitar que sus cartas sean descubiertas.
En cuanto al estilo, la cinta recrea bien un ambiente tenso y opresor a base de muchos tonos grises y multitud de planos cortos, en los que la actriz Melanie Thierry se luce. Sin embargo, la cinta carece de ritmo y tiene que luchar contra un metraje excesivo. Son muchas las vueltas que se dan sobre lo mismo, sin llegar a una conclusión, provocando un fuerte hastío en el espectador que su academicismo formal tampoco mitiga. La machacona voz en off resulta poética, pero extenuante, si se pretende acercar la obra de Duras al gran público. Y por mucho que su personaje femenino tenga una determinación y un interés innegable, se echan en falta alguna otra trama menor que enriquezca la historia que vista en el papel podría haber sido fascinante.
Laura Acosta
planoamericano.wordpress.com
20 de junio de 2018 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La dureza de los que tienen que inmigrar nos trae una nueva película original y alejada de los estereotipos, de la mano de la directora argentina Julia Solomonoff. La cinta se titula Nadie nos mira (Julia Solomonoff, 2017) y se centra en el día a día de Nico, un actor homosexual que está en Nueva York en busca de su oportunidad, tras dejar una complicada relación con un hombre casado. Lo primero que hay que destacar en la película es la lucha de Nico por encontrar su identidad, en una ciudad enorme pero propensa a la deshumanización. Porque después de todo, ¿quién es Nico Lenke? Uno, si se queda en la superficie, puede pensar que es un actor argentino que ha tenido bastante éxito en su país, gracias a varias telenovelas, y que ahora ha decidido ir a Nueva York para hacer su carrera aún más exitosa. Sin embargo, en un nivel más profundo uno descubre que este personaje está en Nueva York más que por elección por necesidad, llevando una vida que no se asemeja en nada a la de un actor de éxito. Muy al contrario, podríamos definir a Nico como un personaje “borderline”, ya que se encuentra permanentemente al límite, con muchos problemas de índole económica y sentimental.
De este modo la ciudad de Nueva York se presenta como un lugar más de desencuentro que de encuentro, en la que Nico tendrá que poner en suspenso su identidad maltrecha para prestarse al azar. Un azar doloroso que le hace invisible ante todos, por mucho que él sea un actor conocido en su país. Solamente alguna niñera hispana le reconoce y esto sumado a los numerosos problemas que tiene para encontrar algún proyecto, provocan que Nico busque las miradas ajenas a través de las cámaras de seguridad, con las que se va topando, en una actitud desafiante propia de aquel que está perdiendo su especificidad en favor de la más triste alineación. Por suerte, Nico tiene un lugar al que regresar si el frío de la ciudad y la soledad se tornan letales. Al fin y al cabo él no es ya un niño y después de subir tantas pendientes con su bicicleta las fuerzas empiezan a flaquearle.
Para localizar esta historia Solomonoff decide sorprender al situar su cámara frente a un Nueva York distinto, alejado de las típicas imágenes de calendario, fruto seguramente de la experiencia de la propia directora. Sin olvidar el pulso exquisito que Solomonoff demuestra al filmar a este hombre sensible que cuida a un bebé y mira con nostalgia las fotografías junto a un amor que se sabe tóxico. La puesta en escena es muy sencilla y naturalista, pero tiene algunos momentos muy bellos y profundos como esa conversación de Nico con su antigua pareja a cerca de las diferencias entre “ser” y “estar”. Sin darse cuenta Nico ha perdido su ser y tendrá que intentar recuperarlo como sea.
Laura Acosta
planoamericano.wordpress.com
Dancer
Documental
Reino Unido2016
7,1
829
Documental, Intervenciones de: Sergei Polunin
9
20 de marzo de 2018 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sergei Polunin (Ucrania, 1989) lo fue todo en el mundo de la danza. En 2009 con diecinueve años se convirtió en uno de los bailarines principales del British Royal Ballet School y a los veinte años fue el bailarín principal más joven en la historia de la compañía. Sin embargo en 2012 Sergei decidió dejarlo y acabó refugiándose en Rusia donde, gracias al bailarín Igor Zelansky, consiguió ser bailarín principal en varias compañías importantes. Pero su hastío era tal que en 2014 Polunin decidió abandonar la danza, a un nivel profesional, con un último vídeo de despedida. Una coreografía de la canción de Hozier, Take me to church, que consiguió al instante ser uno de los vídeos más virales del momento. ¿Cómo es posible que con todo el éxito y admiración que suscitaba Polunin decidiera abandonar en su plenitud? Dancer (Steven Cantor, 2016) nos lo cuenta a través de un recorrido por su infancia, en un pobre barrio de Ucrania, hasta su última coreografía rodada en Miami.
En un primer momento, uno al ver el documental piensa en todos los artistas y genios atormentados que llegan a la cima de sus profesiones para después abandonarlas de forma traumática. Polunin era un genio de la danza, con unas capacidades naturales que podía perfeccionar, pero que no se pueden aprender desde cero. Hay un momento del documental en el que su madre cuenta como al nacer las enfermeras se asombraron al ver la capacidad que tenía para abrir las piernas. Sergei era un niño hiperlaxo, con una destreza inaudita para abordar los saltos. Él literalmente podía volar, durante unos segundos, y controlar su cuerpo con una delicadeza infinita. La gente sacaba las entradas con meses, para verle a él únicamente. Y aquellos que repetían asiduamente juraban que cada noche hacía algo especial. Era un tipo único y también era un genio insatisfecho. Desde muy joven se tatuó gran parte del cuerpo, como queriendo renegar de esa institución tradicional que penaliza los cuerpos distintos. Además se grababa fumando y bebiendo y no ocultaba su consumo de drogas para rendir al máximo nivel. Por todo ello Sergei pronto se ganó el apodo de rebelde. Aunque después de ver el documental uno le puede ver simplemente como un niño asustado, que tuvo que cargar con demasiada presión sobre sus espaldas. Con sus diferencias, su historia recuerda mucho a la de Andre Agassi, que tan bien descrita está en su autobiografía. Los dos fueron unos rebeldes en sus profesiones y unos genios. Los dos estuvieron cerca de los infiernos y los dos tenían una relación de amor-odio con sus trabajos. Agassi odiaba y amaba el tenis, fruto de una relación problemática con un padre represor y Polunin comenzó su amor-odio hacia el baile tras tomar conciencia de que su familia no volvería a ser nunca la misma.
La familia Polunin era una familia pobre que tuvo que hacer muchos esfuerzos para que el hijo pudiera estudiar en la prestigiosa British Royal Ballet School. Mientras Sergei y su madre estaban en Londres, el padre tuvo que irse a Portugal a ganar dinero y la abuela marchó a Grecia a cuidar a una persona mayor. A todo esto hay que añadir que nada más llegar, la madre de Sergei se vio obligada a marchar (por problemas con su visado) y Sergei, que solo tenía trece años, se quedó solo en Londres. Así que desde muy pequeño Sergei supo que no podía decepcionarles. No después de que su familia se hubiera separado. Por ello él era el primero en llegar a clase y el que se quedaba hasta que cerraban ensayando. De alguna forma su madre había depositado todas sus esperanzas de futuro en él. Por nada del mundo quería que tuviera una vida como la que ellos habían tenido y en el baile vio una esperanza para su hijo. Pero cuando Sergei se enteró de que sus padres se iban a divorciar y de que por mucho que ensayara y por muchos aplausos que generara en los escenarios, su esfuerzo no iba a servir para unir a su familia, el baile dejó de ser su motivación principal. Ya no tenía fuerza para seguir aguantando los dolores que inevitablemente le inundaban después de cada actuación. Resulta muy potente visualmente una secuencia en la que vemos a Sergei solo y exhausto en su camerino tras un número. Apenas puede respirar, su asistente le tiene que dar agua y sus piernas están repletas de magulladuras. Sin duda el baile es un arte duro que necesita de la mayor de las motivaciones y en ese instante dudamos de la motivación de Sergei.
Porque ¿él había elegido el baile o el baile le había elegido a él? Sergei reconoce que solo por esos instantes en los que se suspende en el aire, merece la pena bailar, pero al mismo tiempo se da cuenta de que quiere hacer otras cosas. Por ello finalmente decide dar por finalizada su carrera profesional en la danza, con una preciosa coreografía, hecha por uno de sus mejores amigos y compañero en la British Royal Ballet School. La canción elegida es Take me to church, una canción alejada del clasicismo que imperaba en sus actuaciones y que se puede leer como un canto de amor a la danza.
Respecto al documental en sí, llama la atención la enorme cantidad de material audiovisual con el que cuenta. Podemos ver vídeos caseros de la infancia de Sergei en Ucrania, de sus años en Londres o de su paso por Moscú. Sin duda Cantor se aprovecha de la contemporaneidad de su personaje para hacer un documental muy pegado a la tierra y que destila gran amor hacia la danza.
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28 de enero de 2018 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el año 1990 Martin Scorsese se sacó de la manga una de sus películas más redondas y más recordadas entre público y crítica. Se trata de Uno de los nuestros (Martin Scorsese, 1990) en la que el realizador italoamericano radiografiaba a la mafia y a sus mafiosos. Exactamente Scorsese nos cuenta la historia de un niño, fascinado por los mafiosos de su barrio, que con el paso del tiempo se va haciendo un hueco en la organización, hasta llegar casi a rozar la cúspide. Un viaje iniciático para Henry que Scorsese va a filmar crudamente y con una dosis de un humor negro muy socarrón. Muy significativo y logrado está ese inicio en el que vemos a Henry conduciendo tranquilamente, junto a Jimmy (Robert De Niro) y Tommy (Joe Pesci), hasta que unos ruidos se escuchan. No sabemos que es y ellos también parecen confundidos. Uno dice que puede ser que hayan atropellado a alguien. Otro sugiere que puede ser un pinchazo. Hasta que finalmente paran y se dan cuenta que el problema está en el maletero. El tipo que pensaban que estaba muerto no lo está, así que tienen que solucionarlo de la forma más rápida posible. Deben cargárselo.
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Más allá del genial inicio, durante toda la cinta asistimos a la necesidad de este chico llamado Henry (Ray Liotta) de ser aceptado por el grupo. Henry vive en una familia disfuncional, con un padre violento y amargado y con un hermano enfermo, con lo que ve en el grupo de gángsters un buen lugar en el que sentirse protegido. En el barrio los mafiosos son los tipos más respetados y quienes se unen a ellos parecen contar con su protección absoluta, así que Henry ve una oportunidad de descargar toda su frustración, sabiendo que cuenta con el amparo de la organización. Lo que empieza como un simple trabajo como chico de los recados, va a ser el inicio de una “bonita amistada” entre la familia y Henry. Junto a este grupo de hombres, Henry consigue evitar tener que ir al colegio, tiene acceso a los coches más lujosos y en definitiva pasa de ser uno más cuando está haciendo un recado, a tener un trato preferente entre los vecinos. Porque Henry se pasa toda la película intentando escapar de su destino sin suerte, ya que en la última escena reconoce que es un don nadie. Después de todos los crímenes, las fiestas, las casas, los lujos y la vidorra que se ha pegado, Henry acaba saliendo a recoger el periódico en pantuflas, comiendo unos macarrones con ketchup y reconociendo que está abocado a vivir el resto de su vida como un gilipollas.
No obstante, antes de terminar, Scorsese da rienda suelta a su cinefilia y nos presenta un plano de Tommy disparando hacia cámara, en un claro homenaje a la cinta de Edwin S. Porter, Asalto y robo de un tren (1903) en la que también veíamos el disparo de un pistolero directamente hacia la cámara. Atendiendo a posibles significados en Uno de los nuestros, podríamos decir que Henry se ha deshecho totalmente de todos sus vínculos con la mafia, ya que les ha denunciado, y ahora ya está libre de esa vida sinuosa, para encauzar una vida dentro de la ley, aunque esa vida sea la de un don nadie.
Resumiendo, Uno de los nuestros es una película densa, con un ritmo impecable y una planificación de la puesta en escena para el recuerdo. Especialmente destacable es su montaje, repleto de planos largos y con momentos de montaje paralelo que combinan a la perfección el humor negro con la violencia más extrema. Es el caso del montaje paralelo final con el guiso y la llegada de la droga. Además la cinta cuenta con un plantel actoral de primer orden, en el que destaca el muy gestual Ray Liotta, un terrorífico Joe Pesci y un siempre recomendable Robert De Niro.
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28 de enero de 2018 3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Patricia Highsmith es posiblemente una de las escritoras que cuenta con mayores adaptaciones cinematográficas. Muchas veces cantidad no es igual a calidad, pero en el caso de las películas basadas en la obra de la norteamericana hay tres que cuentan con un gran respaldo. En primer lugar se puede mencionar Extraños en un tren (Alfred Hitchcock, 1951), después llega la reciente y maravillosa Carol (Todd Haynes, 2015) y por último, aparece El talento de Mr. Ripley (Anthony Minghella, 1999).
El caso que nos ocupa es el de El talento de Mr. Ripley, una cinta que narra las peripecias de un joven del montón, que gracias a sus dotes para la mentira y la usurpación, consigue inmiscuirse en las vidas de una estirpe de ricachones americanos. No obstante, lo que en un inicio parece cosa de un buscavidas sin noción de los límites, se acaba convirtiendo en algo más parecido al macabro plan de un psicópata. Como se puede deducir en El talento de Mr. Ripley el protagonismo absoluto lo ostenta Tom Ripley (Matt Damon). Un Tom Ripley, al que desde su inicio Minghella va a presentar siguiendo la narrativa tradicional del doble.
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En la primera secuencia Tom va a adquirir una identidad sobre la marcha, movido por las circunstancias y en el segundo tramo va directamente a usurpar la identidad de un muerto. Hechos que no hubieran sucedido sin la aparición del azar, que en la trama se torna fundamental. Al inicio Tom, gracias a su chaqueta prestada, es confundido, por el padre de Dickie, (Jude Law) por un antiguo compañero de universidad de su hijo, posteriormente van a repetirse los encuentro entre Tom y Marge (Gwyneth Patrow) y al final se va a producir un encuentro inesperado y muy casual en un crucero entre el bueno de Tom y Meredith (Cate Blanchett). Además la planificación juega un papel importante en el subrayado de esta conducta, gracias a planos en los que aparecen enmarcados o espejos en los que Tom se nos presenta como un ser escindido, junto al uso del vestuario de cada personaje como un elemento vertebrador en la construcción de cada identidad. De este modo, en las primeras secuencias asociamos a Dickie con sus anillos, su ropa cara y su pelo desenfadado y a Tom con sus gafas, su traje soso y su pelo repeinado. Aspectos que en un primer momento pueden parecer irrelevantes, pero que la trama enfatiza, anticipando los hechos que se van a ir sucediendo. Por ello, los anillos serán claves para descubrir a Tom, el casual encuentro inicial con Meredith nos deparará casi la única información sobre Tom (gracias a ello sabemos que su apellido empieza por R) y cuando Tom le confiesa a Dickie sus talentos, descubriremos que cuando Tom dice algo está en lo cierto (Tom falsifica las firmas con gran soltura como se irá descubriendo).
El significado del talento es otro de los elementos abordados en esta historia. Hay una secuencia muy relevante en la que Dickie le pregunta a Tom por sus talentos y éste le responde que son tres: mentir, falsificar firmas e imitar voces. En ese momento todo espectador queda encogido en su butaca, en una buena estrategia de guión, hasta que Dickie contesta que uno normalmente solo tiene un talento. Acto seguido Tom sorprende a Dickie con una genial imitación del padre de éste y Dickie queda rendido hacia su misterioso amigo. De todo esto pueden sacarse dos conclusiones. En primer lugar parece que cuando llevas una conducta ilegal lo mejor es decir toda la verdad, ya que ante una verdad aparentemente tan sincera, nadie puede dudar. Y después, uno llega a preguntarse si a todo puede llamárselo talento y si uno puede alabar el talento de alguien para acometer conductas reprobables. ¿Es un talento la mentira? ¿Tiene mucho talento el que logra millones a costa de la hacienda pública? Quizás más bien se trate de pillería y ausencia de remordimientos.

Aunque por mucho que su falta de escrúpulos consigue que Tom se codee con la jet set, él no deja de ser un chico obsesionado y acomplejado. Tom quiere ser como Dickie en todo y como sabe que eso es imposible, nada de lo que hace consigue contentarle por completo. Es tal la obsesión que llega a sentir por Dickie, que sus sentimientos pasan a transitar por los senderos del amor. Momento en el que el donjuán y muy machito Dickie, empieza a distanciarse de él y focalizar su atención en su amigo Freddie (Phillip Seymour Hoffman). Porque aquí nadie es completamente bueno o malo. Dickie es una víctima, pero no deja de ser un niño bien, caprichoso que, como dice Margaret, reparte sus afectos de forma interesada y sin reparar en los daños emocionales que puede causar.
Una muy digna adaptación de la obra de Patricia Highsmith, con un elenco interpretativo que no pasa desapercibido. Matt Damon está más que correcto en su papel de tipo “normal” con una doble cara. Jude Law brilla con luz propia metiéndose en la piel de un vividor con aura. Phillip Seymour Hoffman arrolla, como acostumbraba, en sus pocas apariciones. Y quizás los mayores déficits se encuentren en el elenco femenino. Gwyneth Paltrow está muy monótona y Cate Blanchett bastante desaprovechada.
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