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Críticas 19
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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1 de febrero de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
¿Quién no ha tenido alguna vez la impresión, en algún momento de su vida, de no pertenecer a la familia que le ha tocado en gracia, de no tener nada en común con ellos (física, mental o conductualmente) y que, tal vez, por aquellas cosas de la vida, uno haya sido adoptado, secuestrado o algo parecido? Yo reconozco haberlo pensado. Y bajo esa incómoda perspectiva, ¿cómo se supone que debe actuar uno con aquellos con los que está obligado a convivir? ¿Permanecer, quizá, desubicado en ese espacio ajeno a la espera de que el tiempo ponga fin a lo que la rutina ha construido? ¿Trabajar, tal vez, por (re)descubrir a nuestra familia desde el convencimiento o la hipocresía? ¿Huir, acaso, en busca de uno mismo y de nuestro lugar en el mundo?

No cabe duda que el protagonista de Solo el fin del mundo (Xavier Dolan, 2016) pasó por este aprieto existencial en su juventud y su respuesta fue clara: la huida. Ahora, a sus treinta y cuatro años y tras doce de ausencia, Louis (Gaspard Ulliel) regresa de su autoexilio en una odisea de un solo día al punto de partida para tratar de comunicar ¿a los suyos? que padece una enfermedad terminal, labor que no le resultará nada fácil cuando a lo que se enfrenta este flemático escritor homosexual es a una madre (Nathalie Baye) frívola aunque abnegada, un hermano mayor (Vincent Cassel) resentido y de comportamiento pasivo-agresivo, una hermana adolescente (Léa Seydoux) confundida e indolente con querencia a las drogas y, sobre todos ellos, la figura de un padre ausente del que apenas nadie quiere o puede hablar.

Con esta presentación, resulta evidente que el precoz y polifacético cineasta Xavier Dolan (Yo maté a mi madre, Laurence Anyways o Mommy) ha pergeñado para su sexto largometraje todo un drama familiar para el que, acostumbrado a escribir sus propios textos, ha empleado el libreto de la popular pieza teatral, con mucho de autobiografía, del francés Jean-Luc Lagarce.

En esencia, Dolan respeta la integridad del texto de Lagarce, interesado como parece estar el director canadiense en representar familias disfuncionales con conflicto sexual al fondo. Así, en ambas tramas, acompañaremos desde el primer momento a Louis en su casera carrera de obstáculos hacia la redención personal y, tal vez en el proceso, la de su familia.

Esos obstáculos no serán otros que los de su propia familia, cuñada incluida (una siempre primorosa Marion Cotillard), con la que Louis tratará de ir limando los desoladores efectos del paso del tiempo y la distancia a través de conversaciones privadas con cada uno de ellos que, en realidad, se revelarán como diálogos en los que solo se conjuga la primera persona, a modo de confesión. Los personajes hablan pero no dialogan, exponiendo con ello su soledad, su aislamiento, buscando al mismo tiempo exorcizar sus demonios. A todos estos encuentros, Louis (o Mr. Tres Palabras, como su madre le llama por su parquedad verbal en singular contraste con su labor como escritor teatral de afamado prestigio) asistirá circunspecto, cobrando así la idea de incomunicación un peso central en un espacio familiar donde nunca nada se dice con facilidad.

Y hasta aquí cualquier parecido entre ambas obras porque, fiel a su arrolladora personalidad, Dolan nos presenta un producto, aparentemente diseñado para un público joven por lo excesivo, donde saca a relucir todo su arsenal audiovisual: secuencias elaboradas para comprimir en un breve espacio de tiempo la historia de toda una vida al más puro estilo videoclip, música a todo volumen de grupos (fugazmente) reconocidos, imágenes saturadas, desenfocadas, a cámara lenta… Un auténtico desbordamiento de la pantalla de cine que choca con la que, por su escaso reparto y localizaciones, podría haber sido concebida como una obra de cámara.

Otro aspecto que Dolan se permitirá modificar respecto a la obra original será el del orden que los hermanos ocupan en la familia, porque el orden sí importa: mientras en Lagarce, Louis (nombre históricamente vinculado a la realeza francesa) es el hermano mayor y Antoine, el mediano, para el canadiense será Louis el que ocupe el segundo lugar lo que, junto a la mencionada ausencia de una figura paterna, sacará a colación el decisivo asunto de los roles dentro de la familia.

Finalmente, el que parecía en un principio ser el tema central de la obra de Lagarce-Dolan, el miedo a la muerte en diferido y la imposibilidad de su asimilación, se diluye sin solución entre el miedo a los recuerdos acumulados durante toda una vida, el miedo a la creciente incomunicación en el seno familiar, el miedo a una velada cuestión homosexual nunca tratada, el miedo a la responsabilidad de amor parental y al abandono y distanciamiento (de uno mismo y de los demás) como respuesta para evitar sufrir sus consecuencias.

Miedos, todos ellos y algunos más, que explotarán en un conflicto final a través de los actos enajenados de Antoine y de Suzanne, pero también, de alguna forma, de la madre, de Catherine y del propio Louis, de un grupo de gente en deuda consigo mismo, víctimas del miedo porque, en palabras del propio Antoine, «de miedo es de lo que se trata».
1 de febrero de 2017 Sé el primero en valorar esta crítica
Títulos de crédito iniciales; sobre negro, el ruido de lo que parece ser una ventana rota y, acto seguido, sonidos de algún tipo de agresión (¿sexual?) a una mujer —lo que se confirma pocos segundos después—; primer plano de un gato, único e indiferente testigo del ataque; e, inmediatamente, tras la huida del agresor, recogida de los desperfectos (físicos y emocionales) y, sin solución de continuidad, retorno a las rutinas familiar y profesional por parte de la agredida sin mediar palabra ante este abrupto suceso sobre el que girará el resto de la película.

Así, con esa misma indiferencia absoluta de la mascota felina, se inicia Elle, última propuesta tras las cámaras del pretendidamente controvertido Paul Verhoeven (Instinto básico, Showgirls), basada en la novela Oh… (Gallimard, 2012), del escritor francés Philippe Djian, según Le Figaro, el «retrato de una heroína moderna… dentro de una época emblemática, la nuestra, que suscita un vértigo metafísico saludable».

Ella es Michèle (Isabelle Huppert), la protagonista de este drama contemporáneo. Ella, madre divorciada, empresaria, exigente, moderna y libre. Ella, junto a un inmaduro hijo que espera descendencia fruto de su relación con una mujer que no le respeta. Ella y su sexualmente desenfadada madre, que la obligará a enfrentarse a un trauma del pasado. Ella junto a su exmarido, escritor fallido con dudas profesionales y aun más sentimentales. Ella y su insaciable amante, actual pareja de su mejor amiga. Ella y su insólito vecino, que le ha despertado apetito carnal. En definitiva, ella contra todos pero al frente de todos, cabeza visible, pero no por ello menos aturdida, de distintas generaciones de urbanitas totalmente desorientadas sentimentalmente.

«El modelo dominante siempre me ha parecido aburrido. Si algo es dominante, ¿para qué tomarse la molestia? Solo cuando las cosas son distintas se vuelven más interesantes», afirmaba Verhoeven antes de la presentación de la película en Cannes. Bajo esta premisa, el director holandés parece querer eludir desde el comienzo el incidente con el que se abría la película en un ejemplo más del inquebrantable carácter de la protagonista, un suceso del todo inesperado que no va mermar su determinación personal y profesional, que no va a convertirla en víctima frente a las autoridades policiales, víctima frente a sus allegados, víctima… como en su infancia.

Aparentemente insensible a las relaciones sociales, Michèle solo parece mostrar interés por las personas en la medida en que tienen o han tenido un vínculo sexual con ella (como fuente de vida o de entretenimiento, según el caso), pero que en su madurez se manifiesta como un cierto deseo de reivindicación hedonista (tan propio de nuestro tiempo), ansia de placer, incluso (o a pesar) del dolor.

Por todo ello, la película cobra mayor interés cuanto más profundizamos en la pertinaz voluntad de ruptura con el papel tradicional de mujer de Michèle, en su condición de mujer liberada de ataduras aclaratorias, en su, por qué no, osadía sexual. Una inusual figura femenina, por otro lado, no del todo ajena a Isabelle Huppert, quien ya representara caracteres femeninos algo alejados de la norma (La pianista). Por ello mismo, todo este discurso se tambalea cuando, por momentos, Verhoeven juguetea tras las sombras con la posibilidad del thriller criminal (merodeador encapuchado incluido) o con la jugosa oportunidad de construir un lacrimoso relato sobre el trauma infantil de la protagonista y un padre ausente de tendencias psicópatas cuya herencia sobrevuela al personaje durante todo el filme. No por nada, la muerte de éste marcará un nuevo camino entre un antes autodestructivo y un después expiatorio. «Dejé de mentir», reconocerá Michèle a su mejor amiga durante una fiesta.

«El universo es violento por definición, y el sexo forma parte de él. El animal que seguimos siendo se comporta de manera violenta: agrediendo, matando y practicando la dominación sexual», concluye Verhoeven en esta misma entrevista. En definitiva, animales sexualmente violentos, confusos e indiferentes, pero que pueden llegar a revelar el lado oculto en algunos de nosotros tan claramente como un libro abierto.
20 de diciembre de 2008 Sé el primero en valorar esta crítica
Hay momentos imborrables de la Historia que por su trascendencia, bondad y, probablemente, carácter utópico, son vistos con ojos de abuela, incapaces de enjuiciar. Eso sucede con la época marcada por el hippismo (movimiento contracultural juvenil de los años 60 con la misma trascendencia histórica que esta película, ninguna).

Ése es el período que quiere retomar en este film Roger Gual a través de un reencuentro de viejos amigos en una casa rural con el fin de poder rememorar, e incluso retomar, anécdotas y prácticas pasadas bañadas en el espíritu de aquella adictiva década pero que se topará con la abstinente realidad: el futuro no es lo que era.

En esta historia de personajes fracasados son precisamente estos, los actores (quizá lo mejor de la película), Juan Diego al frente, y entre los que ni siquiera defrauda el conjunto de jóvenes actores que completan el reparto, amén de la cándida presencia de Marta Etura, quienes logran sacar adelante, no sin esfuerzo, este sobrio alegato sobre las responsabilidades de aquellos que en su momento optaron por carecer de ellas y que alcanza su punto álgido en la relación de Damían -Juan Diego- y su hijo Víctor –Juan Navarro- en un final un tanto indefinido.

FIN.
7 de junio de 2007
7 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un ya televisivamente curtido Carlos Iglesias se adentra de lleno, sin pena ni gloria, en el mundo cinematográfico en las labores de director, guionista y actor principal de un drama autobiográfico con (escasas) pinceladas cómicas y pretensiones de radiografía histórica.

Del mismo modo en que nuestros abuelos nos pueden rememorar sus años mozos, Carlos Iglesias nos presenta la historia (que lo fue) de sus padre, familiares y él mismo en un época, los represivos años 60, que a él le sorprendieron muy chico pero que, como a mucho otros, les obligó a emigrar para ganarse la vida fuera de nuestras fronteras. Pero como todas esas historias, si no se las sabe exprimir bien el jugo, se van convirtiendo en una sucesión de anécdotas que no enganchan al espectador con el riesgo añadido de poder crear somnolencia.

Un reparto mediocre, un estimable (por lo que tiene de bisoño) guión aunque predecible, lleno de tópicos y personajes arquetípicos (la familia que se separa, los desencuentros esperados con una cultura distinta, la nostalgia patriotera, los “encuentros” inesperados, etc. etc.), y una concepción de Suiza bastante particular (el país transalpino acaba pareciendo el maravilloso, entrañable y verde mundo de los Teletubbies) convierten a esta película en una producción meramente correcta.
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