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Críticas ordenadas por utilidad
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3,4
36
6
23 de mayo de 2021
23 de mayo de 2021
21 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
«The Harvesting» es una cinta que traspúa oscuridad toda ella; envuelta de un halo psíquico, una neblina que la sume en el misterio, extraños secretos. No sólo en lo que se refiere al contenido de su argumento, cuya simple esencia viene vestida de una densa carga de símbolos con la que queda encriptada. Sinó también respecto a su más que desapercibido paso ante el público (pocas referencias he hallado de ella en los buscadores de la red, y todas en páginas de habla anglosajona, que fechan su lanzamiento en 2018 o en 2019, cuando aquí, en Film Affinity nos marcan 2015 como año de realización), y por lo anónimos que resultan los componentes de su elenco: desde el director, el montenegrino Ivan Kraljevic (nacido cinco días antes que yo, en 1975), del que en esta base de datos no consta otra ópera, pero que tiene creditados otros tres títulos («Paper», de 2013, con algunos premios; el corto «Shadows», de2014; e «Infernal», de 2015), hasta los actores protagonistas, a los que en bien escasas otras producciones he podido localizar.
Algo que se puede deducir, es que este filme se debió quedar algún tiempo en un cajón, antes de ser tímidamente puesto a disposición del público. Incluso desconozco si fue estrenado en salas de cine, o pasó directamente al deuvedé. Pero como ahora uno encuentra casi todo «online», pues es un dato al que no he prestado más importancia. Sólo que agradezco al azar haber encontrado esta rara avis, que sin ser la joya del Nilo, tiene su interés y su encanto.
El relato nos trae al mundo de Stephen King. Sólo ya empezando por el escenario, que nos ubica en los parajes remotos de la norteamérica profunda, en las inmediaciones de una comunidad amish, encuadre de una de las dos subtramas en las que se divide el argumento. Éste, también sigue los patrones del escritor estadounidense, de los que podemos identificar perfectamente el cariz del terror basado en la manifestación de lo maligno en la vida de unos personajes que se ven arrastrados a traumas del pasado, narrado desde el imaginario colectivo de ese rancio ruralismo yankie, ligado a una mezcla de los ancestrales mitos, tanto los de los indígenas, como los de los primeros colonos blancos llegados de Europa.
La fotografía de Cody Cuellar, más que unos diálogos que prácticamente hacen de adorno, es la que carga con el peso de desarrollar el guión, y contarnos la historia desde el elocuente lenguaje de la imagen, que aquí usa un complejo código de metáforas, parábolas y alegorías.
Con la cámara compone dos encuadres antagónicos, que se encontrarán en el clímax del desarrollo narrativo, se fundirán en el significado de la constante referencia de los personajes al solsticio, figura de donde emana la simbología central de la trama.
La casa de campo, rodeada de una vasta planície inundada de luz, a dónde Jake (Chris Conner) y Dinah (Elena Nikitina Bick) van a pasar unos días de vacaciones con sus dos hijos, para escapar de la asfixiante rutina urbanita que, junto a los escarceos de ella, han estado minando la unidad familiar. Más allá de los confines de este soleado paraje, delimitados por la siniestra y silenciosa presencia de unos personajes que se supone que son miembros de la comunidad amish que vive a los alrededores, el denso bosque, sombrío, tupido de naturaleza ruda y salvaje, y de extrañas presencias espirituales, cuyas voces parecen querer atraer a los que allí se aventuran. La alegoría del más allá, donde conviven las almas prisioneras del mal, y las que son centinelas o guardianas, encargadas de vigilar y advertir a los que potencialmente puedan ser presas de la perniciosa energía que mora en lo más profundo de la selva.
La exposición que hace la cámara de esta dinámica entre los dos mundos, por la que lo tenebroso va invadiendo sibilinamente el espacio diurno en el que la familia de Jake tiene su refugio, de por sí nos desvela claramente el proceso de la historia; desde la evolución que van haciendo los personajes, hasta la paralela poderosa inercia que va transformando el set, hacia lo más lúgubre.
Más o menos decente, la música de Joel Douek, y los efectos de sonido, ponen las tildes y los realces a la cuidadosa explicación que refiere la imagen.
En ambos lados de la dualidad luz-tinieblas, los dos actores sobre los que cae el peso del argumento (Chris Conner, el protagonista, y Alex Yurcaba, en el papel de Jacob) son los que, en sus respectivos planos, encarnan el pulso en el que se debate la arquetípica lucha de la libertad del ser humano por hacer el bien, y la perniciosa atracción que sobre él ejercen las fuerzas del mal. La evolución que experimentan ambos, es la que, de forma centrífuga, también irá arrastrando a los que se hallan a su alrededor, aunque algunos de estos, como el abuelo de Jacob (Greg Wood), o Dinah, en el caso de Jake, intentarán hacer de contrapeso.
De forma desigual, tanto en su trabajo como en el resultado, todos ellos dan forma a unas personalidades sometidas al poderoso arrastre de la maldición que se cierne fatalmente sobre ellos.
La pena, es que Chris Conner no es el imponente James Brolin, que en la cinta que inauguró la franquicia de «Amityville» nos presenta a una personalidad de casi idénticas características que las del principal de «The Harvesting». Poco a poco, va siendo como poseído por esta ponzoñosa inercia a lo destructivo, que lo abduce y parece ir atrayéndole a la comisión del mismo múltiple crimen al que asistimos al principio de la película, en donde Amos (Jack Buckley), uno de los miembros de la comunidad amish, despacha a toda la familia con un hacha.
Otra cinta imperdible que nos llegó de mano de Stephen King, en la que podemos hallar este mismo leitmotif, es «El Resplandor». El hacha que blande Jack Nicholson en la culminación de un continuo e irreversible proceso de desquiciamiento, también inducido por presencias malignas que juegan con sus traumas del pasado, es el instrumento del horror.
Algo que se puede deducir, es que este filme se debió quedar algún tiempo en un cajón, antes de ser tímidamente puesto a disposición del público. Incluso desconozco si fue estrenado en salas de cine, o pasó directamente al deuvedé. Pero como ahora uno encuentra casi todo «online», pues es un dato al que no he prestado más importancia. Sólo que agradezco al azar haber encontrado esta rara avis, que sin ser la joya del Nilo, tiene su interés y su encanto.
El relato nos trae al mundo de Stephen King. Sólo ya empezando por el escenario, que nos ubica en los parajes remotos de la norteamérica profunda, en las inmediaciones de una comunidad amish, encuadre de una de las dos subtramas en las que se divide el argumento. Éste, también sigue los patrones del escritor estadounidense, de los que podemos identificar perfectamente el cariz del terror basado en la manifestación de lo maligno en la vida de unos personajes que se ven arrastrados a traumas del pasado, narrado desde el imaginario colectivo de ese rancio ruralismo yankie, ligado a una mezcla de los ancestrales mitos, tanto los de los indígenas, como los de los primeros colonos blancos llegados de Europa.
La fotografía de Cody Cuellar, más que unos diálogos que prácticamente hacen de adorno, es la que carga con el peso de desarrollar el guión, y contarnos la historia desde el elocuente lenguaje de la imagen, que aquí usa un complejo código de metáforas, parábolas y alegorías.
Con la cámara compone dos encuadres antagónicos, que se encontrarán en el clímax del desarrollo narrativo, se fundirán en el significado de la constante referencia de los personajes al solsticio, figura de donde emana la simbología central de la trama.
La casa de campo, rodeada de una vasta planície inundada de luz, a dónde Jake (Chris Conner) y Dinah (Elena Nikitina Bick) van a pasar unos días de vacaciones con sus dos hijos, para escapar de la asfixiante rutina urbanita que, junto a los escarceos de ella, han estado minando la unidad familiar. Más allá de los confines de este soleado paraje, delimitados por la siniestra y silenciosa presencia de unos personajes que se supone que son miembros de la comunidad amish que vive a los alrededores, el denso bosque, sombrío, tupido de naturaleza ruda y salvaje, y de extrañas presencias espirituales, cuyas voces parecen querer atraer a los que allí se aventuran. La alegoría del más allá, donde conviven las almas prisioneras del mal, y las que son centinelas o guardianas, encargadas de vigilar y advertir a los que potencialmente puedan ser presas de la perniciosa energía que mora en lo más profundo de la selva.
La exposición que hace la cámara de esta dinámica entre los dos mundos, por la que lo tenebroso va invadiendo sibilinamente el espacio diurno en el que la familia de Jake tiene su refugio, de por sí nos desvela claramente el proceso de la historia; desde la evolución que van haciendo los personajes, hasta la paralela poderosa inercia que va transformando el set, hacia lo más lúgubre.
Más o menos decente, la música de Joel Douek, y los efectos de sonido, ponen las tildes y los realces a la cuidadosa explicación que refiere la imagen.
En ambos lados de la dualidad luz-tinieblas, los dos actores sobre los que cae el peso del argumento (Chris Conner, el protagonista, y Alex Yurcaba, en el papel de Jacob) son los que, en sus respectivos planos, encarnan el pulso en el que se debate la arquetípica lucha de la libertad del ser humano por hacer el bien, y la perniciosa atracción que sobre él ejercen las fuerzas del mal. La evolución que experimentan ambos, es la que, de forma centrífuga, también irá arrastrando a los que se hallan a su alrededor, aunque algunos de estos, como el abuelo de Jacob (Greg Wood), o Dinah, en el caso de Jake, intentarán hacer de contrapeso.
De forma desigual, tanto en su trabajo como en el resultado, todos ellos dan forma a unas personalidades sometidas al poderoso arrastre de la maldición que se cierne fatalmente sobre ellos.
La pena, es que Chris Conner no es el imponente James Brolin, que en la cinta que inauguró la franquicia de «Amityville» nos presenta a una personalidad de casi idénticas características que las del principal de «The Harvesting». Poco a poco, va siendo como poseído por esta ponzoñosa inercia a lo destructivo, que lo abduce y parece ir atrayéndole a la comisión del mismo múltiple crimen al que asistimos al principio de la película, en donde Amos (Jack Buckley), uno de los miembros de la comunidad amish, despacha a toda la familia con un hacha.
Otra cinta imperdible que nos llegó de mano de Stephen King, en la que podemos hallar este mismo leitmotif, es «El Resplandor». El hacha que blande Jack Nicholson en la culminación de un continuo e irreversible proceso de desquiciamiento, también inducido por presencias malignas que juegan con sus traumas del pasado, es el instrumento del horror.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En esta misma tesitura de paralelismos, por mucho que se esfuerce en su interpretación, Elena Nikitina Bick (Dinah), no consigue ni por un momento emular las brillantes actuaciones (y chillidos) de Margot Kidder (la que en su día fue la novia de Superman), o de Shelley Alexis Duvall, aunque no sea tanto por su falta de entusiasmo, como porque su actuación, como la del resto de artistas, queda ensombrecida por la locuacidad de la cámara, y los efectos visuales bien dosificados, que se superponen a los fantásticos planos y panorámicas que encuadra, al compás del desarrollo del guión.
El ritmo narrativo es lacónico, lento, pero eficaz en su objetivo de inducir al espectador en una creciente tensión, generada en el preámbulo, con el múltiple y brutal asesinato. Momento desde el que la trama se subdivide en dos pistas paralelas; entre ellas, se produce como un proceso de osmosis, en el que la maldición del Solsticio hace de membrana semipermeable, a través de la cual los traviesos espíritus, capitaneados por el alma errante, condenada, de Amos, hacen de las suyas en el frondoso bosque, e invadiendo la casa vacacional de los recién llegados.
Estas dos subtramas en las que va andando el argumento, pues, quedan unidas, de una parte por el macabro comienzo; en la parte central, por las difusas conexiones entre el angustiante deterioramiento del sistema de relaciones entre Jake, Dinah, Steve y Michaela, y el terrible enigma del solsticio del que el abuelo amish quiere proteger al joven Jakob con sus aleccionadoras advertencias; y, en tercer lugar, en la resolución final, el espeluznante descubrimiento, primero del destino de un joven, Elroy Dwyer (Peter Patrikios) que vivió en la misma casa, y se suicidó después de asesinar a toda su família (segunda referencia a la horripilante historia de los Dafoe en Amityville), y en el último plano, el dantesco desfile de multitud de almas hacia el centro del «resplandor» (valga la redundancia del vocablo como cita a Stephen King) de luz amarillenta/anaranjada, en el centro de un campo de cultivo, alegoría del fuego del infierno. Plano que evoca a uno de los cuadros de macabras visiones de El Bosco.
Aquí, en el final, se nos revela la naturaleza de este genuíno mal que es la fuente de la maldición originaria, que como un poderoso remolino atrae y engulle el destino de todos aquellos a los que puede atraer a sus fauces: la cosecha del Mal. De poco sirven, pues, las advertencias de los atormentados personajes con los que Dinah y los niños se cruzan en el bosque, y que resultan ser, como el caso de Sarah, o la lavandera loca del río, las almas de los que en su día perecieron, víctimas del demoníaco voto.
Nueva referencia a la obra de Stephen King, en este caso a la bien conocida «Los Chicos del Maíz», de la que la industria cinematográfica explotó una pingüe franquicia de varias entregas, de similar argumento (que tiene su predecesora homóloga del maestro Narciso Ibáñez, «¿Quién puede matar a un niño?»; 1976), en la que unos muchachos de una comunidad rural, inducidos por una entidad maligna que mora en los campos, «sacrifican» a los mayores a esa especie de deidad.
Si escarbamos en el sustrato del imaginario colectivo, encontraremos el mito que bebe de la tradición de las primeras culturas agrícolas, que como precio de las cosechas de las que dependía su supervivencia, debían libar sangre en sacrificios (las veces humanos), para tener contentos a los dioses y diosas que garantizaban la fertilidad de las tierras. Su destino estaba ligado a ellas, como en «The Harvesting» se acaba revelando que el destino de Jake estaba irremediablemente unido a aquél perverso lugar: identificamos como él es el Jakob que hacía muchos años había huído de allí, pero acaba volviendo para cerrar el círculo y ser engullido por el sino que siempre le ha aguardado y llamado.
Interesante pieza de celuloide, que merece circular más entre el público aficionado al terror, y tener su cuota de reconocimiento.
El ritmo narrativo es lacónico, lento, pero eficaz en su objetivo de inducir al espectador en una creciente tensión, generada en el preámbulo, con el múltiple y brutal asesinato. Momento desde el que la trama se subdivide en dos pistas paralelas; entre ellas, se produce como un proceso de osmosis, en el que la maldición del Solsticio hace de membrana semipermeable, a través de la cual los traviesos espíritus, capitaneados por el alma errante, condenada, de Amos, hacen de las suyas en el frondoso bosque, e invadiendo la casa vacacional de los recién llegados.
Estas dos subtramas en las que va andando el argumento, pues, quedan unidas, de una parte por el macabro comienzo; en la parte central, por las difusas conexiones entre el angustiante deterioramiento del sistema de relaciones entre Jake, Dinah, Steve y Michaela, y el terrible enigma del solsticio del que el abuelo amish quiere proteger al joven Jakob con sus aleccionadoras advertencias; y, en tercer lugar, en la resolución final, el espeluznante descubrimiento, primero del destino de un joven, Elroy Dwyer (Peter Patrikios) que vivió en la misma casa, y se suicidó después de asesinar a toda su família (segunda referencia a la horripilante historia de los Dafoe en Amityville), y en el último plano, el dantesco desfile de multitud de almas hacia el centro del «resplandor» (valga la redundancia del vocablo como cita a Stephen King) de luz amarillenta/anaranjada, en el centro de un campo de cultivo, alegoría del fuego del infierno. Plano que evoca a uno de los cuadros de macabras visiones de El Bosco.
Aquí, en el final, se nos revela la naturaleza de este genuíno mal que es la fuente de la maldición originaria, que como un poderoso remolino atrae y engulle el destino de todos aquellos a los que puede atraer a sus fauces: la cosecha del Mal. De poco sirven, pues, las advertencias de los atormentados personajes con los que Dinah y los niños se cruzan en el bosque, y que resultan ser, como el caso de Sarah, o la lavandera loca del río, las almas de los que en su día perecieron, víctimas del demoníaco voto.
Nueva referencia a la obra de Stephen King, en este caso a la bien conocida «Los Chicos del Maíz», de la que la industria cinematográfica explotó una pingüe franquicia de varias entregas, de similar argumento (que tiene su predecesora homóloga del maestro Narciso Ibáñez, «¿Quién puede matar a un niño?»; 1976), en la que unos muchachos de una comunidad rural, inducidos por una entidad maligna que mora en los campos, «sacrifican» a los mayores a esa especie de deidad.
Si escarbamos en el sustrato del imaginario colectivo, encontraremos el mito que bebe de la tradición de las primeras culturas agrícolas, que como precio de las cosechas de las que dependía su supervivencia, debían libar sangre en sacrificios (las veces humanos), para tener contentos a los dioses y diosas que garantizaban la fertilidad de las tierras. Su destino estaba ligado a ellas, como en «The Harvesting» se acaba revelando que el destino de Jake estaba irremediablemente unido a aquél perverso lugar: identificamos como él es el Jakob que hacía muchos años había huído de allí, pero acaba volviendo para cerrar el círculo y ser engullido por el sino que siempre le ha aguardado y llamado.
Interesante pieza de celuloide, que merece circular más entre el público aficionado al terror, y tener su cuota de reconocimiento.
6
9 de abril de 2023
9 de abril de 2023
31 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bueno. Pues, ¿qué decir de «El Exorcista del Papa» (2023)»? Russell Crowe vuelve a Roma para luchar en la lid, pero no ataviado con el atuendo y las armas de un gladiador para la diversión del pérfido emperador Cómodo (180 – 193 d.C.), sino vestido con sotana negra y armado de crucifijo y agua bendita, al servicio de un papa inventado (en 1987 el pontífice máximo de la Iglesia Católica era el polaco, y canonizado Karol Wojtila, conocido por todos como Juan Pablo II), al que da vida un Franco Nero, que no me esperaba ver tan bien conservado y con ganas todavía de dar guerra en el cine, aunque al hombre ya se le notan un poquillo los achaques de la edad. Uno de los principales iconos del cine italiano («La Batalla de Argel», 1966; «Augustine: The Decline of the Roman Empire», 2010; «John Wick: Chapter 2», 2017).
Desde que en 1973 William Friedkin destapó la «caja de los exorcismos» con su adaptación de la obra de William Peter Blatty con la magnífica y colosal cinta (para mí, la más terrorífica de todos los tiempos, junto con «The Omen», 1976 , de Richard Donner) interpretada por Max Von Sydow, Lauren Bacall, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb y Jason Miller, el listón para este (llamémoslo) «subgénero» quedó puesto de entrada tan alto, que de todas las secuelas, precuelas, «remakes», refritos y demás derivados, sólo atino a colocar cerca del hito, al «Exorcista III» (1990), dirigida por el propio Blatty (con George C. Scott, Brad Douriff, Jason Miller repitiendo y Ed Flanders); y «The Rite» (2011), de Mikael Håfström, muy dignificada por las actuaciones de Sir Anthony Hopkins, Rutger Hauer y Cyarán Hinds, como capaces de conservar ese aura tan intensa de sobrecogimiento y terror primario (teniendo en cuenta que en mi educación y cultura católicas, el demonio da mucho «yuyu»), Incluso me atrevería a añadir a esas excepciones «The Exorcism of Emily Rose» (2005), de Scott Derrickson, con el gran papel de Tom Wilkinson, y «The Devil Inside» (2012), de William Brent Bell, que a pesar de ser un «mockumentary» de serie inferior, es una de las pocas de este estilo que consiguió que me tuviera que cambiar los calzoncillos después de verla.
Cuando entré en la sala del cine, la primera imagen que quedó impresa en mis retinas fue la cantidad de asistentes con cajas repletas de palomitas; me dio un respingo intuitivo (y no supe porque hasta bien avanzado el metraje), porque jamás había asociado dicho manjar con una película realmente terrorífica que exigiese las dos manos en todo momento, para agarrarse a los brazos de la butaca. Después comprendí que «The Pope’s Exorcist» (2023), no llega ni mucho menos a las cotas de sudor frío, congestión de garganta y frío en la espalda a las que ponían (y ponen si alguien tiene arrestos de verlas en la completa oscuridad y soledad de la noche) las inmortales que he mencionado más arriba. Éstas abogan por un terror contemplativo, que apela a lo más primitivo de nuestros miedos, alimentado por los elementos culturales que hemos mamado de pequeños, y son hasta como un crisol en el que se reflexiona, y hasta se puede oler, atisbar, palpar… el mal en su origen, en su más pura esencia. Ese concepto o idea del mal que deja literalmente paralizado.
La propuesta de Julius Avery («Samaritan», 2022; «Overlord», 2018; «Son of a Gun», 2014), es una hibridación hacia una narrativa más aventuresca y/o detectivesca, que contiene trazas de cine fantástico en general, añadidos a lo que tendría que ser la pura y dura médula del terror, sobre todo cuando se trata del ejercicio de echar demonios. Es cierto que, a nivel temático se nos puede presentar como «una más de exorcismos», y de ello se cuida, pues el guion se sostiene básicamente por los referentes de «El Exorcista» y «The Rite», de los que, no es que toma prestadas, sino que directa y descaradamente confisca ideas, no sólo en lo que concierne al discurso, sino incluso en ciertos momentos de los que se podrían desprender calcos y referencias gráficas de las dos mencionadas anteriormente. Coge la masa madre, no para cocer un auténtico pan. En vez de eso, se hace una pizza algo estrafalaria, que lleva al espectro de una audiencia más generalista, claramente su público diana, a la que le va más el enfoque del horror al estilo de parque temático: «¡Bienvenidos al Exorcismo de Port Aventura!», en el que los contenidos del género terminan por caer casi a cotas caricaturescas.
La parte técnica del «film» es lo más decente. En lo que respecta a la fotografía de Khalid Mohtaseb, que combina la tétrica luz rebajada con tonos calientes en las escenas que se quieren impregnar de inquietud, de la presencia del Mal, con agradables vistas panorámicas de verdes bosques que rodean la casa señorial (una abadía), que a simple y primera vista, desde el exterior, parecerá mentira que en sus tripas se desarrollen tan aciagos y horribles hechos.
La banda sonora de Jez Kurzel es correcta. Pero sosa. Destaca y se agarra más a ese carácter que busca el misterio e intriga, haciendo un caldo marino con la partitura de la orquesta, apto para cocinar unas albóndigas con sepia (entiéndase la metáfora, en alusión al híbrido que refería antes), pero que destrozaría por completo una pieza de ternasco al horno.
El «set» principal es la abadía en ruinas que Julie (Alex Essoe) hereda de su recientemente fallecido esposo en un accidente de tráfico, y a la que la madre, con lo puesto, se muda con sus dos hijos, la inadaptada y rebelde adolescente Amy (Laurel Marsden), y su hermano menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney), para vivir allí mientras la restauran, y venderla después. El caserón, tanto de exterior como en el interior, nos recordará a innumerables decorados que en la historia del cine han representado la morada de icónicos monstruos, como el Conde Drácula. El polvo, las telarañas, el mobiliario de época, las cristaleras, las habitaciones y un espeluznante sótano que parecerá ser la ruta que conduce a la puerta del mismísimo infierno,
Desde que en 1973 William Friedkin destapó la «caja de los exorcismos» con su adaptación de la obra de William Peter Blatty con la magnífica y colosal cinta (para mí, la más terrorífica de todos los tiempos, junto con «The Omen», 1976 , de Richard Donner) interpretada por Max Von Sydow, Lauren Bacall, Ellen Burstyn, Lee J. Cobb y Jason Miller, el listón para este (llamémoslo) «subgénero» quedó puesto de entrada tan alto, que de todas las secuelas, precuelas, «remakes», refritos y demás derivados, sólo atino a colocar cerca del hito, al «Exorcista III» (1990), dirigida por el propio Blatty (con George C. Scott, Brad Douriff, Jason Miller repitiendo y Ed Flanders); y «The Rite» (2011), de Mikael Håfström, muy dignificada por las actuaciones de Sir Anthony Hopkins, Rutger Hauer y Cyarán Hinds, como capaces de conservar ese aura tan intensa de sobrecogimiento y terror primario (teniendo en cuenta que en mi educación y cultura católicas, el demonio da mucho «yuyu»), Incluso me atrevería a añadir a esas excepciones «The Exorcism of Emily Rose» (2005), de Scott Derrickson, con el gran papel de Tom Wilkinson, y «The Devil Inside» (2012), de William Brent Bell, que a pesar de ser un «mockumentary» de serie inferior, es una de las pocas de este estilo que consiguió que me tuviera que cambiar los calzoncillos después de verla.
Cuando entré en la sala del cine, la primera imagen que quedó impresa en mis retinas fue la cantidad de asistentes con cajas repletas de palomitas; me dio un respingo intuitivo (y no supe porque hasta bien avanzado el metraje), porque jamás había asociado dicho manjar con una película realmente terrorífica que exigiese las dos manos en todo momento, para agarrarse a los brazos de la butaca. Después comprendí que «The Pope’s Exorcist» (2023), no llega ni mucho menos a las cotas de sudor frío, congestión de garganta y frío en la espalda a las que ponían (y ponen si alguien tiene arrestos de verlas en la completa oscuridad y soledad de la noche) las inmortales que he mencionado más arriba. Éstas abogan por un terror contemplativo, que apela a lo más primitivo de nuestros miedos, alimentado por los elementos culturales que hemos mamado de pequeños, y son hasta como un crisol en el que se reflexiona, y hasta se puede oler, atisbar, palpar… el mal en su origen, en su más pura esencia. Ese concepto o idea del mal que deja literalmente paralizado.
La propuesta de Julius Avery («Samaritan», 2022; «Overlord», 2018; «Son of a Gun», 2014), es una hibridación hacia una narrativa más aventuresca y/o detectivesca, que contiene trazas de cine fantástico en general, añadidos a lo que tendría que ser la pura y dura médula del terror, sobre todo cuando se trata del ejercicio de echar demonios. Es cierto que, a nivel temático se nos puede presentar como «una más de exorcismos», y de ello se cuida, pues el guion se sostiene básicamente por los referentes de «El Exorcista» y «The Rite», de los que, no es que toma prestadas, sino que directa y descaradamente confisca ideas, no sólo en lo que concierne al discurso, sino incluso en ciertos momentos de los que se podrían desprender calcos y referencias gráficas de las dos mencionadas anteriormente. Coge la masa madre, no para cocer un auténtico pan. En vez de eso, se hace una pizza algo estrafalaria, que lleva al espectro de una audiencia más generalista, claramente su público diana, a la que le va más el enfoque del horror al estilo de parque temático: «¡Bienvenidos al Exorcismo de Port Aventura!», en el que los contenidos del género terminan por caer casi a cotas caricaturescas.
La parte técnica del «film» es lo más decente. En lo que respecta a la fotografía de Khalid Mohtaseb, que combina la tétrica luz rebajada con tonos calientes en las escenas que se quieren impregnar de inquietud, de la presencia del Mal, con agradables vistas panorámicas de verdes bosques que rodean la casa señorial (una abadía), que a simple y primera vista, desde el exterior, parecerá mentira que en sus tripas se desarrollen tan aciagos y horribles hechos.
La banda sonora de Jez Kurzel es correcta. Pero sosa. Destaca y se agarra más a ese carácter que busca el misterio e intriga, haciendo un caldo marino con la partitura de la orquesta, apto para cocinar unas albóndigas con sepia (entiéndase la metáfora, en alusión al híbrido que refería antes), pero que destrozaría por completo una pieza de ternasco al horno.
El «set» principal es la abadía en ruinas que Julie (Alex Essoe) hereda de su recientemente fallecido esposo en un accidente de tráfico, y a la que la madre, con lo puesto, se muda con sus dos hijos, la inadaptada y rebelde adolescente Amy (Laurel Marsden), y su hermano menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney), para vivir allí mientras la restauran, y venderla después. El caserón, tanto de exterior como en el interior, nos recordará a innumerables decorados que en la historia del cine han representado la morada de icónicos monstruos, como el Conde Drácula. El polvo, las telarañas, el mobiliario de época, las cristaleras, las habitaciones y un espeluznante sótano que parecerá ser la ruta que conduce a la puerta del mismísimo infierno,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
y del que emanará la fuente de maldad que hará imposible la vida a los nuevos inquilinos de la casa, poseyendo a Henry, oprimiendo a Amy, (busquen ustedes la diferencia entre posesión y opresión demoníaca) desesperando a su sufrida progenitora y retando a los dos sacerdotes, el Padre Esquivel (Daniel Zovatto) y el Padre Amorth (Crowe), que acudirán en auxilio de las víctimas, a enfrentarse al demonio que tiene ahí su guarida.
En la aventura y empeño de los dos religiosos, los efectos especiales (algunos muy bien conseguidos, otros mediocres, hasta deplorables, por el nivel de desarrollo de las tecnologías de imagen y sonido de nuestra época, de todo el clásico repertorio de las posesiones) se cargan cualquier vestigio de realismo de las situaciones que se representan, supuestamente basadas en los casos verídicos que trató el Padre Gabriel Amorth. La patente desvergüenza en primar el exceso de aparatosidad a los fenómenos que se pretende relatar al espectador, da al traste con toda posible sugestión del «miedo espiritual» que debería inspirar un «film» de estas características.
Los diálogos son flojos, acorde con esa prioridad dada a la acción y a la pomposidad visual, y lo poco que de ello tiene sustancia, está compuesto por un collage de frases lapidarias que emanan del ingenio chistoso del personaje de Amorth, o tomadas de películas primas hermanas suyas.
El elenco protagonista está encabezado por la pareja de sacerdotes, cuyo rol y dinámica relacional entre ellos se construye sobre la clásica estructura de un «buddy film»; como de dos agentes del FBI en misión gubernamental de pillar a un peligroso terrorista (nada más ver la última escena en la que aparecen las «oficinas secretas» del Vaticano, como en una de «Mission: Impossible»), o, como en la saga de «Men In Black», de buscar y eliminar a peligrosos alienígenas que han venido a nuestro planeta (en referencia a la mitología del demonio que posee a Henry, uno de los 200 ángeles caídos que Dios mandó al Infierno, por 200 puntos de la Tierra que figuran ser puertas al averno, entre ellos la Abadía).
No podemos obviar las nostálgicas referencias y guiños que un desgastado Crowe actúa; la más evidente, su llegada en «scooter» a la propiedad de los Vásquez, como si hubiera viajade en ese vehículo a España, desde el Vaticano (donde también se desplaza por sus calles en una de estas motocicletas), recordándonos el tan poco creíble como mítico galope de Máximo Décimo Meridio, de las hibernales fronteras del Imperio hasta su Hispania natal, en un tiempo récord, para encontrarse su villa saqueada y a su familia asesinada por los pretorianos del emperador.
El libreto, sobremanera acartonado y hecho a base de cosidos y recortes de otras piezas, no profundiza, ni es capaz de dar el suficiente trasfondo dramático (ni con los «flashbacks») al atormentado pasado de los curas, que el demonio utilizará para confundirles y vencerles. Así como tampoco confiere ningún tipo de relieve a los miembros de la familia Vásquez, que una vez liberado Henry del demonio al estilo («entra en mí»), que actuó Miller en el 73, son despachados de la escena, montándoles el padre español en el Seat Marbella en el que se vinieron, como si molestaran ya ante la cámara después del número de la posesión (Henry, poseído, resulta bastante cómico diciendo palabrotas y mostrando los «brackets» dentales, en una figuración que es clavada a la de Smeagol en «The Lord of Rings»).
Ni el último giro de un guion que se aguanta con pinzas de arrancar cejas, consigue enmendar una desvirtuada trama que, seguramente, no será plato de buen gusto para todos los incondicionales de las posesiones cinematografiadas, entre los que me cuento. Pero a pesar de no cumplir las esperadas expectativas, entre ellas las de hacer un retrato real (y no ficticio) del Padre Amorth, consigue entretener de manera simpática (excepto en el enésimo resobao de determinadas «secuencias-cliché»), a lo largo de sus 103 minutos de duración.
En la aventura y empeño de los dos religiosos, los efectos especiales (algunos muy bien conseguidos, otros mediocres, hasta deplorables, por el nivel de desarrollo de las tecnologías de imagen y sonido de nuestra época, de todo el clásico repertorio de las posesiones) se cargan cualquier vestigio de realismo de las situaciones que se representan, supuestamente basadas en los casos verídicos que trató el Padre Gabriel Amorth. La patente desvergüenza en primar el exceso de aparatosidad a los fenómenos que se pretende relatar al espectador, da al traste con toda posible sugestión del «miedo espiritual» que debería inspirar un «film» de estas características.
Los diálogos son flojos, acorde con esa prioridad dada a la acción y a la pomposidad visual, y lo poco que de ello tiene sustancia, está compuesto por un collage de frases lapidarias que emanan del ingenio chistoso del personaje de Amorth, o tomadas de películas primas hermanas suyas.
El elenco protagonista está encabezado por la pareja de sacerdotes, cuyo rol y dinámica relacional entre ellos se construye sobre la clásica estructura de un «buddy film»; como de dos agentes del FBI en misión gubernamental de pillar a un peligroso terrorista (nada más ver la última escena en la que aparecen las «oficinas secretas» del Vaticano, como en una de «Mission: Impossible»), o, como en la saga de «Men In Black», de buscar y eliminar a peligrosos alienígenas que han venido a nuestro planeta (en referencia a la mitología del demonio que posee a Henry, uno de los 200 ángeles caídos que Dios mandó al Infierno, por 200 puntos de la Tierra que figuran ser puertas al averno, entre ellos la Abadía).
No podemos obviar las nostálgicas referencias y guiños que un desgastado Crowe actúa; la más evidente, su llegada en «scooter» a la propiedad de los Vásquez, como si hubiera viajade en ese vehículo a España, desde el Vaticano (donde también se desplaza por sus calles en una de estas motocicletas), recordándonos el tan poco creíble como mítico galope de Máximo Décimo Meridio, de las hibernales fronteras del Imperio hasta su Hispania natal, en un tiempo récord, para encontrarse su villa saqueada y a su familia asesinada por los pretorianos del emperador.
El libreto, sobremanera acartonado y hecho a base de cosidos y recortes de otras piezas, no profundiza, ni es capaz de dar el suficiente trasfondo dramático (ni con los «flashbacks») al atormentado pasado de los curas, que el demonio utilizará para confundirles y vencerles. Así como tampoco confiere ningún tipo de relieve a los miembros de la familia Vásquez, que una vez liberado Henry del demonio al estilo («entra en mí»), que actuó Miller en el 73, son despachados de la escena, montándoles el padre español en el Seat Marbella en el que se vinieron, como si molestaran ya ante la cámara después del número de la posesión (Henry, poseído, resulta bastante cómico diciendo palabrotas y mostrando los «brackets» dentales, en una figuración que es clavada a la de Smeagol en «The Lord of Rings»).
Ni el último giro de un guion que se aguanta con pinzas de arrancar cejas, consigue enmendar una desvirtuada trama que, seguramente, no será plato de buen gusto para todos los incondicionales de las posesiones cinematografiadas, entre los que me cuento. Pero a pesar de no cumplir las esperadas expectativas, entre ellas las de hacer un retrato real (y no ficticio) del Padre Amorth, consigue entretener de manera simpática (excepto en el enésimo resobao de determinadas «secuencias-cliché»), a lo largo de sus 103 minutos de duración.
1 de julio de 2022
1 de julio de 2022
20 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de veinte años en el congelador, la claqueta de Roger Corman volvió a marcar el compás de “acción!!”, sin que, seguramente, nadie del gran público aficionado a las pelis de terror se esperara tal retorno, básicamente porque había pasado casi una generación, y, como mucho, el regreso al futuro (valga la redundancia) del director norteamericano fue algo realmente significativo para los que entonces (y ahora también, a sus 96 años) éramos incondicionales fans de su cine, que marcó un período referente en la historia del terror norteamericano entre los años 50 y principios de los 70.
El que, en no pocos ámbitos, se haya calificado a sus cintas con ese tan puesto en boca (y en tinta; ahora en caracteres digitales) “serie B”, no le quita a Corman el mérito, también, de haber sido capaz de exportar con maestría al celuloide las historias más macabras y celebradas del consagrado Edgar Allan Poe. Y es normal, sobre todo en esta generación en la que predomina la iconoclastia del pasado, que idiotiza a través de los medios de comunicación y del sistema educativo, y evita el acceso al gran público de nuestra ancestral historia, cultura, arte…, que nombres que deberían ser de culto, y tener calles con su nombre, estatuas y bustos de bronce en las avenidas, queden cubiertos de polvo en las estanterías del olvido.
Y a prueba de desmemoriados es este gesto, como volviendo de entre los muertos, cuya motivación para ponerse al mando de un film, para después no realizar otro jamás, permanecerá no sin sombra de misterio, a pesar de la literatura que ha generado tal hecho.
Así, después del fallido “Gas-s-s-s” (1970), una comedia negra de catástrofes que entre la crítica causó opiniones muy dispares, el Corman director entró en un letargo casi definitivo con “El Barón Rojo” (1971), película con la que, por cierto, se salió de su zona de confort habitual del terror.
“Frankenstein Unbound” (1990), después de 19 años, y justamente 19 años después, el galardón que le otorgó la Academia con el Óscar Honorífico, fueron como los dos etéreos ecos a una carrera cinematográfica que vio condensada su actividad prácticamente también en 20 años. Parece ser, pues, que este lapso de tiempo es como una constante obtusa que marcó los tempos.
A pesar de lo que pueda antojar en apariencia, la película que supone esta especie de firma y rúbrica, a modo de carta de ajuste y cierre que se presenta como una onda expansiva de largo recorrido de todo su trabajo, dista mucho del estilo que predominó justo entre mediados de los setenta y principios de los 90, en los que la casquería, el derroche de látex, maquillaje y la ideación de los más vomitivos monstruos y bichos, monopolizaron la narrativa en la industria cinematográfica del terror. Aunque Corman se permite la puesta en escena de ovejas destripadas, cabezas y corazones arrancados a puñado (estas escenas, bajo mi punto de vista constituyen más una crítica o burla del tipo de productos que se lanzaban en aquél entonces), “Frankenstein Unbound” es una cinta en la que la ciencia ficción, el drama y el romance se conjuran eclipsando al propio “miedo” tal y como se concibe ahora en muchos sectores del vulgo, y hasta me atrevería a decir que en varios segmentos de la historia, roza ese aire de sátira esperpéntica a la que nos tenía acostumbrados el director de Detroit.
Estamos ante una pieza que va más allá de todo esto: no se trata sólo de un producto más de exhibición de efectos del tiempo y con un guion para públicos palomiteros; el discurso de “Frankenstein, Unbound” es un desafío a la reflexión sobre el propio ser, la confrontación del Yo consigo mismo, con el devenir, los recuerdos del passado, el sentimiento de culpa, la asunción de las consecuencias de los propios actos… de la propia existencia en su conjunto, en su “todo”.
Joe Buchanan (John Hurt) es un científico que desarrolla un arma en 2031, que es capaz de eliminar objetivos sin alterar el entorno. Un arma que, sin embargo, que puede tener unos efectos secundarios devastadores pues puede causar efectos irreversibles en el clima, y saltos espacio-temporales, de los que el propio acaba siendo víctima después de una prueba con su innovador artilugio: él mismo es succionado al pasado, con su “coche fantástico”, una clara referencia al supermoderno bólido de la serie de Michael Knight, y no menos descarada al que crea el Dr.Emmett Brown (Doc), en “Regreso al Futuro” (1985).
El destino no es otro que una Ginebra decimonónica donde predomina una cultura basada en la superstición, en la que destacan, por un lado, la figura de un obsesionado Dr. Frankenstein (Raul Julia), su mortífera criatura (Nick Brimble), y las tres gracias de la literatura: Mary Shelley (Bridget Fonda), Lord Byron (Jason Patrick), y el marido de la primera, Percy Shelley (Michael Hutchence).
En el contexto aparentemente idílico de la Suiza en los inicios del romanticismo, de la que da clara cuenta la espléndida fotografía de Armando Nannuzzi y Michael Scott, con su aterciopelada textura sobre los bellos paisajes alrededor del lago, que contrastan con los góticos encuadres nocturnos protagonizados por Frankenstein y su monstruo, se produce el cara a cara de las imágenes especulares de dos siniestros personajes que constituyen, cada uno, el reflejo del otro.
El ingenioso script de F.X. Feeney y del propio Corman lleva al protagonista a darse de bruces con una especie de alter ego, en un Víctor Frankenstein bastante diferente del que creó Shelley en sus orígenes. Ambos encarnan lo mismo: el afán del ser humano, de pretender adquirir el control total más allá de su función de administrador o cuidador de la Creación. Incluso traspasando la roja línea que separa la Vida de la Muerte. Dos hombres cuyos respectivos destinos se cruzan en la audacia de jugar a ser Dios, y las consecuencias que ello conllevará, no sólo a sus propias vidas, sinó también a las de todos los que se hallarán a su alrededor.
El que, en no pocos ámbitos, se haya calificado a sus cintas con ese tan puesto en boca (y en tinta; ahora en caracteres digitales) “serie B”, no le quita a Corman el mérito, también, de haber sido capaz de exportar con maestría al celuloide las historias más macabras y celebradas del consagrado Edgar Allan Poe. Y es normal, sobre todo en esta generación en la que predomina la iconoclastia del pasado, que idiotiza a través de los medios de comunicación y del sistema educativo, y evita el acceso al gran público de nuestra ancestral historia, cultura, arte…, que nombres que deberían ser de culto, y tener calles con su nombre, estatuas y bustos de bronce en las avenidas, queden cubiertos de polvo en las estanterías del olvido.
Y a prueba de desmemoriados es este gesto, como volviendo de entre los muertos, cuya motivación para ponerse al mando de un film, para después no realizar otro jamás, permanecerá no sin sombra de misterio, a pesar de la literatura que ha generado tal hecho.
Así, después del fallido “Gas-s-s-s” (1970), una comedia negra de catástrofes que entre la crítica causó opiniones muy dispares, el Corman director entró en un letargo casi definitivo con “El Barón Rojo” (1971), película con la que, por cierto, se salió de su zona de confort habitual del terror.
“Frankenstein Unbound” (1990), después de 19 años, y justamente 19 años después, el galardón que le otorgó la Academia con el Óscar Honorífico, fueron como los dos etéreos ecos a una carrera cinematográfica que vio condensada su actividad prácticamente también en 20 años. Parece ser, pues, que este lapso de tiempo es como una constante obtusa que marcó los tempos.
A pesar de lo que pueda antojar en apariencia, la película que supone esta especie de firma y rúbrica, a modo de carta de ajuste y cierre que se presenta como una onda expansiva de largo recorrido de todo su trabajo, dista mucho del estilo que predominó justo entre mediados de los setenta y principios de los 90, en los que la casquería, el derroche de látex, maquillaje y la ideación de los más vomitivos monstruos y bichos, monopolizaron la narrativa en la industria cinematográfica del terror. Aunque Corman se permite la puesta en escena de ovejas destripadas, cabezas y corazones arrancados a puñado (estas escenas, bajo mi punto de vista constituyen más una crítica o burla del tipo de productos que se lanzaban en aquél entonces), “Frankenstein Unbound” es una cinta en la que la ciencia ficción, el drama y el romance se conjuran eclipsando al propio “miedo” tal y como se concibe ahora en muchos sectores del vulgo, y hasta me atrevería a decir que en varios segmentos de la historia, roza ese aire de sátira esperpéntica a la que nos tenía acostumbrados el director de Detroit.
Estamos ante una pieza que va más allá de todo esto: no se trata sólo de un producto más de exhibición de efectos del tiempo y con un guion para públicos palomiteros; el discurso de “Frankenstein, Unbound” es un desafío a la reflexión sobre el propio ser, la confrontación del Yo consigo mismo, con el devenir, los recuerdos del passado, el sentimiento de culpa, la asunción de las consecuencias de los propios actos… de la propia existencia en su conjunto, en su “todo”.
Joe Buchanan (John Hurt) es un científico que desarrolla un arma en 2031, que es capaz de eliminar objetivos sin alterar el entorno. Un arma que, sin embargo, que puede tener unos efectos secundarios devastadores pues puede causar efectos irreversibles en el clima, y saltos espacio-temporales, de los que el propio acaba siendo víctima después de una prueba con su innovador artilugio: él mismo es succionado al pasado, con su “coche fantástico”, una clara referencia al supermoderno bólido de la serie de Michael Knight, y no menos descarada al que crea el Dr.Emmett Brown (Doc), en “Regreso al Futuro” (1985).
El destino no es otro que una Ginebra decimonónica donde predomina una cultura basada en la superstición, en la que destacan, por un lado, la figura de un obsesionado Dr. Frankenstein (Raul Julia), su mortífera criatura (Nick Brimble), y las tres gracias de la literatura: Mary Shelley (Bridget Fonda), Lord Byron (Jason Patrick), y el marido de la primera, Percy Shelley (Michael Hutchence).
En el contexto aparentemente idílico de la Suiza en los inicios del romanticismo, de la que da clara cuenta la espléndida fotografía de Armando Nannuzzi y Michael Scott, con su aterciopelada textura sobre los bellos paisajes alrededor del lago, que contrastan con los góticos encuadres nocturnos protagonizados por Frankenstein y su monstruo, se produce el cara a cara de las imágenes especulares de dos siniestros personajes que constituyen, cada uno, el reflejo del otro.
El ingenioso script de F.X. Feeney y del propio Corman lleva al protagonista a darse de bruces con una especie de alter ego, en un Víctor Frankenstein bastante diferente del que creó Shelley en sus orígenes. Ambos encarnan lo mismo: el afán del ser humano, de pretender adquirir el control total más allá de su función de administrador o cuidador de la Creación. Incluso traspasando la roja línea que separa la Vida de la Muerte. Dos hombres cuyos respectivos destinos se cruzan en la audacia de jugar a ser Dios, y las consecuencias que ello conllevará, no sólo a sus propias vidas, sinó también a las de todos los que se hallarán a su alrededor.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
De la novela escrita por Brian W. Aldiss en 1973, Corman toma prestado el insólito facto de la coexistencia real del mito de Frankenstein y su aberrante creación, y de la joven escritora que les dio a luz en la literatura. El libreto salva con ello la paradoja temporal que podría suponer la impresión que hace el auto-computadora, de las páginas de la obra de Mary, que Buchanan le muestra como el trabajo que la inmortalizará, y que nos hace suponer, por lo tanto, que no dejará de estar inspirado en lo que la joven sabe de su coetáneo, el científico que crea una arma de poder mortífero análogo a la ideada por el Dr. Buchanan.
En la constelación de personajes de la trama, sus respectivos vínculos y relaciones, vemos alrededor de la díada principal de hombres de ciencia, que creen sin parpadear en sus dictados, a los que representan la opuesta hermenéutica de las humanidades; los que en aras de la literatura representan los implacables jueces de la osadía de los dos doctos investigadores, que tendrán que asumir, al final de la aventura, las terribles consecuencias de sus descarnados experimentos.
Ejemplares, las actuaciones de John Hurt, injustamente desaparecido a causa de un cáncer de páncreas cuando todavía le quedaba un pequeño trecho para culminar su carrera; el impecable Raul Julia, también prematuramente fallecido, y que dota a su personaje de un peculiar carácter histriónico e inusitadamente malvado, parejo a los que daba vida el legendario Vincent Price, actor fetiche de Corman; la cándida (quizás demasiado) y de desairado espíritu libre, Bridget Fonda; y los, aunque cameantes, Jason Patrick y Michael Hutchence (en el que en su vida real, irónicamente, se cumplió tristemente el mito romántico de la corta existencia exprimida al máximo). Y sin olvidarnos del sufrido Nick Brimble (“Robin Hood, Príncipe de los Ladrones”, de 1991; “Guillermo Tell”, serie de Tv de 1987 a 1990… ), quien debajo del estrambótico maquillaje de ojos grandes y mandíbula cuadrada, aparece aparentemente inspirado en el estilo de Charles Ogle, en la adaptación del corto de diez minutos de 1910, del cuento de Mary Shelly. Un elenco de lujo con el que se quería asegurar el relieve metafísico, a través de unas sobrias y excelentes interpretaciones que transcienden unos diálogos de dudosa solidez.
El indiscutible colofón lingüístico de la trama lo pone la música de Carl Davis, conocido por poner banda sonora a muchas películas del cine mudo, que nacieron desnudas de un digno traje de banda sonora a la gran pantalla (p.e. la versión de “Ben-Hur”, de 1925). Así como por la inestimable cooperación que el compositor brindó al ex–beatle Paul Mc.Cartney, en la primera incursión que éste hizo en el mundo de la música clásica con el “Liverpool Oratorio”, en 1991. Davis colorea brillantemente la pieza, dándole un toque dramático, a la altura de lo que nos transmite la trama, y con esencia claramente británica, con sus bajos obstinados, con los que parece marcar el inexorable paso del destino. Davis no repara en el uso de todos los recursos tímbricos, rítmicos y melódicos, y crea una partitura que emularía a cualquier obra romántica de la época en la que la historia del film está ambientada. Y nada le tiene que envidiar a la partitura que posteriormente compondría Patrick Doyle (otro de los grandes), para el Frankenstein de Keneth Brannagh, de 1994.
De un amplio repertorio de estilos, Roger Corman es capaz de coger retazos de “El Coche Fantástico”, “Regreso al Futuro”, innumerables referencias al “Dr.Who”, incluso de “Starwars”: el duelo final entre Buchanan y el monstruo de Frankenstein, en esa confrontación entre ego y su proyección, en el set de desballestadas computadoras no recuerda al legendario duelo entre Luke Skywalker y Darth Wader? De este modo, el genio del terror se hace suyo el vastísimo corpus de imagos del mito, y con estos pedazos, construye su propia criatura, para despedirse de nosotros, sus incondicionales. Buen trabajo, Roger!!
En la constelación de personajes de la trama, sus respectivos vínculos y relaciones, vemos alrededor de la díada principal de hombres de ciencia, que creen sin parpadear en sus dictados, a los que representan la opuesta hermenéutica de las humanidades; los que en aras de la literatura representan los implacables jueces de la osadía de los dos doctos investigadores, que tendrán que asumir, al final de la aventura, las terribles consecuencias de sus descarnados experimentos.
Ejemplares, las actuaciones de John Hurt, injustamente desaparecido a causa de un cáncer de páncreas cuando todavía le quedaba un pequeño trecho para culminar su carrera; el impecable Raul Julia, también prematuramente fallecido, y que dota a su personaje de un peculiar carácter histriónico e inusitadamente malvado, parejo a los que daba vida el legendario Vincent Price, actor fetiche de Corman; la cándida (quizás demasiado) y de desairado espíritu libre, Bridget Fonda; y los, aunque cameantes, Jason Patrick y Michael Hutchence (en el que en su vida real, irónicamente, se cumplió tristemente el mito romántico de la corta existencia exprimida al máximo). Y sin olvidarnos del sufrido Nick Brimble (“Robin Hood, Príncipe de los Ladrones”, de 1991; “Guillermo Tell”, serie de Tv de 1987 a 1990… ), quien debajo del estrambótico maquillaje de ojos grandes y mandíbula cuadrada, aparece aparentemente inspirado en el estilo de Charles Ogle, en la adaptación del corto de diez minutos de 1910, del cuento de Mary Shelly. Un elenco de lujo con el que se quería asegurar el relieve metafísico, a través de unas sobrias y excelentes interpretaciones que transcienden unos diálogos de dudosa solidez.
El indiscutible colofón lingüístico de la trama lo pone la música de Carl Davis, conocido por poner banda sonora a muchas películas del cine mudo, que nacieron desnudas de un digno traje de banda sonora a la gran pantalla (p.e. la versión de “Ben-Hur”, de 1925). Así como por la inestimable cooperación que el compositor brindó al ex–beatle Paul Mc.Cartney, en la primera incursión que éste hizo en el mundo de la música clásica con el “Liverpool Oratorio”, en 1991. Davis colorea brillantemente la pieza, dándole un toque dramático, a la altura de lo que nos transmite la trama, y con esencia claramente británica, con sus bajos obstinados, con los que parece marcar el inexorable paso del destino. Davis no repara en el uso de todos los recursos tímbricos, rítmicos y melódicos, y crea una partitura que emularía a cualquier obra romántica de la época en la que la historia del film está ambientada. Y nada le tiene que envidiar a la partitura que posteriormente compondría Patrick Doyle (otro de los grandes), para el Frankenstein de Keneth Brannagh, de 1994.
De un amplio repertorio de estilos, Roger Corman es capaz de coger retazos de “El Coche Fantástico”, “Regreso al Futuro”, innumerables referencias al “Dr.Who”, incluso de “Starwars”: el duelo final entre Buchanan y el monstruo de Frankenstein, en esa confrontación entre ego y su proyección, en el set de desballestadas computadoras no recuerda al legendario duelo entre Luke Skywalker y Darth Wader? De este modo, el genio del terror se hace suyo el vastísimo corpus de imagos del mito, y con estos pedazos, construye su propia criatura, para despedirse de nosotros, sus incondicionales. Buen trabajo, Roger!!
7
27 de mayo de 2022
27 de mayo de 2022
23 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de una efímera etapa embrionaria que coincidió con el fin de la época zarista, el cine ruso quedó totalmente vallado por los condicionantes del régimen soviético, hasta tal punto que, cuando hablamos de películas rusas o de la Federación Rusa, perfectamente se podrían abstraer de las siete décadas en que su corpus histórico se desarrolló bajo las directrices ideológicas y políticas de los dirigentes socialistas, especialmente durante el mandato de Stalin, y asimilar que el cine ruso termina de nacer, después de las tímidas aperturas de los años sesenta, setenta y ochenta, caído el Muro de Berlín, desgajado el Telón de Acero.
Han pasado treinta años, y hay quién afirmará que aún anda en pañales. Especialmente el cine de terror que, admitiendo la omnipresente clasificación canónica en géneros y subgéneros, no tuvo ni arraigo ni oportunidad de germinar, en una predominancia de estilos cinematográficos marcados por el realismo y el constructivismo como líneas artísticas de pensamiento exclusivas.
Hace apenas un par de décadas que se muestra cierto interés en el horror como temática para el cine, y no será por la falta de recursos argumentales en la tradición cultural eslava. Y no nos confundamos: lo que a algunos les pueda parecer copia de clichés trillados en otras veredas (como la hollywoodiense o la europea), no es más que la inevitable similitud, analogía o paralelismo que podemos encontrar entre los corpus mitológicos de diferentes orígenes (étnicos, religiosos, sociales…), aunque admitiremos que cada uno mantendrá sus particularidades esenciales y signos de identidad propios.
Svyatoslav Podgaevskiy es uno de los directores que, con títulos como el que nos ocupa (“Nevesta”, 2017), y otros tantos que la precedieron (“La Torre del Mal”, 2014; “Queen of Spades: The Dark Rite”, 2015), o que la sucedieron (“Baba Yaga: Terror of The Dark Forest”, 2019; “Dark Spell”, 2021…), con variables e irregulares éxitos en taquilla y critica, pero siempre con el respaldo pecuniario de la administración de cultura rusa, supo ver una oportunidad en su carrera el embarcarse en la tarea de diversificación y explotación del potencial de un cine que venía del encasquetamiento en los cánones de una tradición monolítica y castrante, en cuanto a creatividad y proyección internacional se refiere.
Para algunos, ello es signo de vitalidad y el inicio de una evolución hacia la generación de productos potentes con sello propio; para otros, es la disolución de las esencias culturales patrias en el uniformismo globalista que marca los cánones estilísticos y temáticos, podríamos decir, “occidentales” (con mayor peso específico de lo anglosajón). En el sentido que, si me permiten la metáfora culinaria, independientemente de la original y genuina paella valenciana de carne (a lo que seria toda la legión de profesionales del cine que en su día se largaron de Europa, Rusia…, y que marcaron las pautas del sistema de producción y arte cinematográfico en los USA), Podgaevskiy se suma a la ingente masa de variedades y sucedáneos (a lo que llaman paella de marisco, por ejemplo), creando él su “paella” propia, con ingredientes autóctonos (como los del anuncio de la San Miguel, que hacían el arroz con carne de avestruz), de modo que se le critique la falta de valentía de elaborar su recetario propio, como el italiano lo haría con el “risotto” o el indio con el “chicken tikka massala” o el japonés con el “sushi”.
Y mal les pique a los fundamentalistas de la originalidad y “lo nuevo”, todos estos son platos de arroz… y usar la base (el “cliché”, como tantos nombran despectivamente), no es incompatible con el recurso de la creatividad.
¿Llegará algún día este cineasta, u otros compatriotas suyos, al estadio de completa y definitiva “consagración” de lo que se podría denominar “terror ruso”? Pues como diría mi amigo Tarzán: “Mi no saber”. Podgaevskiy ha tomado una clara línea de mimética de esos cánones globales que hemos mencionado, básicamente en lo técnico y lo que respecta al concepto de “script”, pero añadiendo un considerable espectro de elementos folklóricos de sus propias raíces socio-culturales.
El cine, sea ruso, europeo, yankee, japonés… tiene tres formas de abrirse paso: como obra de arte, como objeto de entretenimiento, así como (y sobretodo, porque los mortadelos están en la base de todo) producto comercial, fabricado por una industria, que espera de él obtener sus beneficios. Sólo para empezar con los paganos, es obvio que lo que dará más pasta (y de paso otros réditos sociales, políticos y económicos) es centrarse en el ocio y lo que tiene que ser vendido. Por eso, que la sobreabundancia, hasta lo descarado y aburrido, de aplicación de criterios publicistas y especulativos, para atraer al máximo número posible de consumidores potenciales, llega a eclipsar lo auténtico y legítimo de una producción como esta.
Para poder acceder, tanto a un mercado local invadido de “especies” foráneas, como a los mercados de donde proceden dichas “especies” que en su momento ya bombardearon a la “población diana” rusa con sus productos, Podgaevskiy decide diluir las aspiraciones más puramente artísticas a las que puede optar, en el mar de las exigencias canónicas del consumo en el sector del entretenimiento. Al servicio de las facciones más palomiteras, y para rasgadura de vestidos de los gafapastas y los académicos estirados.
Sin embargo, y quizás la más de todas las realizadas hasta la fecha por Podgaevskiy, “Nevesta” (2017) se resiste a ser simplemente un artículo más de la gran concurrencia de espectadores comechurros, y aporta (no sólo como residuo nostálgico), un estilo continuador de la corriente gótica; el toque de romanticismo rural en el que lo terrorífico se genera ya no tanto de sustos baratos, ectoplasmas hechos de FX barato y señoras con negras greñas de mocho caminando como artrópodos deformes (que de eso también hay…);
Han pasado treinta años, y hay quién afirmará que aún anda en pañales. Especialmente el cine de terror que, admitiendo la omnipresente clasificación canónica en géneros y subgéneros, no tuvo ni arraigo ni oportunidad de germinar, en una predominancia de estilos cinematográficos marcados por el realismo y el constructivismo como líneas artísticas de pensamiento exclusivas.
Hace apenas un par de décadas que se muestra cierto interés en el horror como temática para el cine, y no será por la falta de recursos argumentales en la tradición cultural eslava. Y no nos confundamos: lo que a algunos les pueda parecer copia de clichés trillados en otras veredas (como la hollywoodiense o la europea), no es más que la inevitable similitud, analogía o paralelismo que podemos encontrar entre los corpus mitológicos de diferentes orígenes (étnicos, religiosos, sociales…), aunque admitiremos que cada uno mantendrá sus particularidades esenciales y signos de identidad propios.
Svyatoslav Podgaevskiy es uno de los directores que, con títulos como el que nos ocupa (“Nevesta”, 2017), y otros tantos que la precedieron (“La Torre del Mal”, 2014; “Queen of Spades: The Dark Rite”, 2015), o que la sucedieron (“Baba Yaga: Terror of The Dark Forest”, 2019; “Dark Spell”, 2021…), con variables e irregulares éxitos en taquilla y critica, pero siempre con el respaldo pecuniario de la administración de cultura rusa, supo ver una oportunidad en su carrera el embarcarse en la tarea de diversificación y explotación del potencial de un cine que venía del encasquetamiento en los cánones de una tradición monolítica y castrante, en cuanto a creatividad y proyección internacional se refiere.
Para algunos, ello es signo de vitalidad y el inicio de una evolución hacia la generación de productos potentes con sello propio; para otros, es la disolución de las esencias culturales patrias en el uniformismo globalista que marca los cánones estilísticos y temáticos, podríamos decir, “occidentales” (con mayor peso específico de lo anglosajón). En el sentido que, si me permiten la metáfora culinaria, independientemente de la original y genuina paella valenciana de carne (a lo que seria toda la legión de profesionales del cine que en su día se largaron de Europa, Rusia…, y que marcaron las pautas del sistema de producción y arte cinematográfico en los USA), Podgaevskiy se suma a la ingente masa de variedades y sucedáneos (a lo que llaman paella de marisco, por ejemplo), creando él su “paella” propia, con ingredientes autóctonos (como los del anuncio de la San Miguel, que hacían el arroz con carne de avestruz), de modo que se le critique la falta de valentía de elaborar su recetario propio, como el italiano lo haría con el “risotto” o el indio con el “chicken tikka massala” o el japonés con el “sushi”.
Y mal les pique a los fundamentalistas de la originalidad y “lo nuevo”, todos estos son platos de arroz… y usar la base (el “cliché”, como tantos nombran despectivamente), no es incompatible con el recurso de la creatividad.
¿Llegará algún día este cineasta, u otros compatriotas suyos, al estadio de completa y definitiva “consagración” de lo que se podría denominar “terror ruso”? Pues como diría mi amigo Tarzán: “Mi no saber”. Podgaevskiy ha tomado una clara línea de mimética de esos cánones globales que hemos mencionado, básicamente en lo técnico y lo que respecta al concepto de “script”, pero añadiendo un considerable espectro de elementos folklóricos de sus propias raíces socio-culturales.
El cine, sea ruso, europeo, yankee, japonés… tiene tres formas de abrirse paso: como obra de arte, como objeto de entretenimiento, así como (y sobretodo, porque los mortadelos están en la base de todo) producto comercial, fabricado por una industria, que espera de él obtener sus beneficios. Sólo para empezar con los paganos, es obvio que lo que dará más pasta (y de paso otros réditos sociales, políticos y económicos) es centrarse en el ocio y lo que tiene que ser vendido. Por eso, que la sobreabundancia, hasta lo descarado y aburrido, de aplicación de criterios publicistas y especulativos, para atraer al máximo número posible de consumidores potenciales, llega a eclipsar lo auténtico y legítimo de una producción como esta.
Para poder acceder, tanto a un mercado local invadido de “especies” foráneas, como a los mercados de donde proceden dichas “especies” que en su momento ya bombardearon a la “población diana” rusa con sus productos, Podgaevskiy decide diluir las aspiraciones más puramente artísticas a las que puede optar, en el mar de las exigencias canónicas del consumo en el sector del entretenimiento. Al servicio de las facciones más palomiteras, y para rasgadura de vestidos de los gafapastas y los académicos estirados.
Sin embargo, y quizás la más de todas las realizadas hasta la fecha por Podgaevskiy, “Nevesta” (2017) se resiste a ser simplemente un artículo más de la gran concurrencia de espectadores comechurros, y aporta (no sólo como residuo nostálgico), un estilo continuador de la corriente gótica; el toque de romanticismo rural en el que lo terrorífico se genera ya no tanto de sustos baratos, ectoplasmas hechos de FX barato y señoras con negras greñas de mocho caminando como artrópodos deformes (que de eso también hay…);
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
sino que la semilla del miedo emana todavía de lo arraigado en lo más profundo de los temores inconscientes (pero candentes), de individuo y de los colectivos en los que éste se agrupa: la muerte, la soledad, el aislamiento, el pánico a perder la propia integridad e identitad… el incontrolable apego emocional a las cosas y a las personas, que lleva a un hombre de ciencia, aparentemente cuerdo e inteligente, a cometer las más abyectas atrocidades para intentar recuperar lo perdido, revertir el tiempo, convertir en imperecedero lo que, por naturaleza, es caduco y temporal. Lo que vulgarmente diríamos “jugar a ser Dios”.
Ello nos trae al mito de Frankenstein, como base del hilo argumental de una historia basada en lo que tantas y tantas ya desde los orígenes, no sólo del cine, sino de la literatura, han intentado plasmar (en las hojas de un libro, o en las pantallas, respectivamente). Este acto de desespero con el que se construye el prólogo de la cinta, es presentado incluso con un toque de humor negro por parte de Podgaevskiy, cuando vemos que Barin (el histriónicamente caracterizado Igor Khripunov), en su intento de fotografiar a su difunta esposa, cada vez que intenta tomar el plano con la cámara, tiene que retroceder para recolocarla en su pose, pues en su contumaz inercia, es como si el mismo cadáver se resistiera a tan macabro ritual.
El set creado, y la cuenta que de él da la cámara de Ivan Burlakov, cumple con la intención de caracterizar lo más efectivamente posible un entorno que destila inquietud, miedo, y un imparable delirio intuitivo en la vorágine de angustias y crueldades a las que es sometida Nastya (muy correctamente interpretada por Victoriya Agalakova, que no precisará de su príncipe azul, Vanya (el apuesto rubiales Vyacheslav Chepurchenko, a quién el propio Podgaevskiy supera en belleza), más que una función de apoyo accesorio, para sacarse ella misma las castañas del fuego. De hecho, el “partener” de la protagonista desaparecerá prácticamente durante toda la parte central de la trama, y su presencia quedará bastante oscurecida por el buen actuar de los siniestros antagonistas (Aleksandra Rebenok, Natalia Grinshpun y Victor Solovyev).
La partitura, escrita a cuatro manos por Halfdan E y Jesper Hansen, parece empezar, en la escena inicial, como un tributo a Wojciech Kilar: en un atisbo de tonalidad dramática nos acerca al “Drácula” de Bram Stoker (1992). Desciende luego a una especie de impresionismo minimalista en el que destacan oscuros temas, en las secciones donde se pretende realzar el terror en la manera más convencional, con derivas atonales y dodecafónicas, arítmicas; las que usualmente suelen pincelar la presencia del mal. Siempre, eso sí, en un plano discreto y dosificado, sin despuntar por encima de la narrativa.
Donde más cojea esta película, es en el desarrollo de un guión que decae en su ritmo después de la trepidante promesa de la introducción. El contraste de este acelerado prólogo, con la lacónica y el lento progreso de la experiencia de Nastya en la casa de su suegra es demasiado pronunciado y no termina de arrancar hasta el final, que se precipita a base de injertos forzados de acción, con la que sobreviene el cierre. Asimismo, dejan confusión y más de un brochazo chapucero, varias licencias, inconexiones y elipsis, que si se pretende sirvan a ajustar los encajes con los que Podgaevskiy quiere coser a su criatura (y que al igual que el monstruo de Frankestein, a la vista no honra demasiado a la estética), restan credibilidad y coherencia a la composición del script.
En su conjunto, la película es una metáfora del propio cine ruso de terror actual: como el personaje de Barin, que intenta conservar el alma de su difunta esposa, Podgaevskiy procura captar la esencia del imaginario cultural ruso, plasmarlo en su celuloide, y hacerlo revivir en el cuerpo ajeno de los cánones del cine occidental, del imperante estilo del “mainstream”, y ello puede convertirse en su propia maldición.
Ello nos trae al mito de Frankenstein, como base del hilo argumental de una historia basada en lo que tantas y tantas ya desde los orígenes, no sólo del cine, sino de la literatura, han intentado plasmar (en las hojas de un libro, o en las pantallas, respectivamente). Este acto de desespero con el que se construye el prólogo de la cinta, es presentado incluso con un toque de humor negro por parte de Podgaevskiy, cuando vemos que Barin (el histriónicamente caracterizado Igor Khripunov), en su intento de fotografiar a su difunta esposa, cada vez que intenta tomar el plano con la cámara, tiene que retroceder para recolocarla en su pose, pues en su contumaz inercia, es como si el mismo cadáver se resistiera a tan macabro ritual.
El set creado, y la cuenta que de él da la cámara de Ivan Burlakov, cumple con la intención de caracterizar lo más efectivamente posible un entorno que destila inquietud, miedo, y un imparable delirio intuitivo en la vorágine de angustias y crueldades a las que es sometida Nastya (muy correctamente interpretada por Victoriya Agalakova, que no precisará de su príncipe azul, Vanya (el apuesto rubiales Vyacheslav Chepurchenko, a quién el propio Podgaevskiy supera en belleza), más que una función de apoyo accesorio, para sacarse ella misma las castañas del fuego. De hecho, el “partener” de la protagonista desaparecerá prácticamente durante toda la parte central de la trama, y su presencia quedará bastante oscurecida por el buen actuar de los siniestros antagonistas (Aleksandra Rebenok, Natalia Grinshpun y Victor Solovyev).
La partitura, escrita a cuatro manos por Halfdan E y Jesper Hansen, parece empezar, en la escena inicial, como un tributo a Wojciech Kilar: en un atisbo de tonalidad dramática nos acerca al “Drácula” de Bram Stoker (1992). Desciende luego a una especie de impresionismo minimalista en el que destacan oscuros temas, en las secciones donde se pretende realzar el terror en la manera más convencional, con derivas atonales y dodecafónicas, arítmicas; las que usualmente suelen pincelar la presencia del mal. Siempre, eso sí, en un plano discreto y dosificado, sin despuntar por encima de la narrativa.
Donde más cojea esta película, es en el desarrollo de un guión que decae en su ritmo después de la trepidante promesa de la introducción. El contraste de este acelerado prólogo, con la lacónica y el lento progreso de la experiencia de Nastya en la casa de su suegra es demasiado pronunciado y no termina de arrancar hasta el final, que se precipita a base de injertos forzados de acción, con la que sobreviene el cierre. Asimismo, dejan confusión y más de un brochazo chapucero, varias licencias, inconexiones y elipsis, que si se pretende sirvan a ajustar los encajes con los que Podgaevskiy quiere coser a su criatura (y que al igual que el monstruo de Frankestein, a la vista no honra demasiado a la estética), restan credibilidad y coherencia a la composición del script.
En su conjunto, la película es una metáfora del propio cine ruso de terror actual: como el personaje de Barin, que intenta conservar el alma de su difunta esposa, Podgaevskiy procura captar la esencia del imaginario cultural ruso, plasmarlo en su celuloide, y hacerlo revivir en el cuerpo ajeno de los cánones del cine occidental, del imperante estilo del “mainstream”, y ello puede convertirse en su propia maldición.
8
16 de junio de 2021
16 de junio de 2021
22 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay duda alguna de que al bueno de Stephen King, gran maestro, hay que reconocerle su prolífica literatura. Ha sido una de las principales minas para la producción de largometrajes que han dejado huella en la historia del cine desde principios de los 70-80, como en su día lo fueron los cuentos de Edgar Alan Poe, otro de los grandes reconocidos del terror sobrenatural norteamericano. Ambos ostentan una posición privilegiada, pues de sus respectivos relatos abundan las adaptaciones cinematográficas.
Si en el caso de Poe, nos vamos a un estilo gótico, más mimético del imaginario europeo, en el contexto decimonónico, en el auge del romanticismo, King, un siglo después, logra aportar la llave del horror, dejándonos penetrar en las fauces del inconsciente; toda aquella masa de recuerdos, condicionamientos... que representan en sus ricos simbolismos, el entorno social y cultural del que el escritor de Maine proviene.
Prueba es el constante reflejo del mundo onírico del que echa mano en sus obras; las que han sido llevadas al cine dan buena cuenta de ello. Y de este mundo de los sueños, que invierte y fragmenta la realidad al antojo creativo, nos trae, en colaboración con su hijo Joe Hill, «In the Tall Grass» («En la hierba alta»), una historia cargada de imágenes psíquicas y religiosas. Mucho más que en ninguna de sus otras obras, aquí se sumerge de lleno en estas temáticas, que tienen su eco temporal en otras creaciones anteriores como «Children of the Corn» (1984), y de las que películas como «The Harvesting» (2015) beben claramente. Ésta última mantiene muhas similitudes y paralelismos con la que nos ocupa. Básicamente, en la amalgama de elementos mitológicos judeocristianos que influyen en King por su formación espiritual metodista, muy propia de la herencia de su contexto vital, y el imaginario nativo de los cultos a las deidades de la tierra.
Podríamos decir, incluso, que toda la película es una cita o alegoría de la escatología bíblica, con injertos de leyendas indígenas, más o menos recreadas de modo sincrético. Siendo bastante polémico el resultado, ya que las múltiples críticas no parecen ponerse de acuerdo sobre el trabajo que hizo Vincenzo Natali, titular de la claqueta, así como de la pluma con el propio King.
No me he leído ninguna novela de este reconocido escritor, así como de Poe fui forofo en su tiempo. Pero dado el carácter de su estilo narrativo, no tiene que ser fácil trasladar cualquiera de sus historias a la pantalla. Sí que, en cambio, he visto varias de las adaptaciones cinematográficas de su producción, y por lo general, no es tarea simple el saber comprender los entresijos de las tramas de no pocas de ellas.
Con lo que Natale, nunca mejor dicho, se mete en un buen berenjenal del que, igual que los protagonistas del filme, tendrá un poco complicado salir airoso, ya que no para todo el mundo el resultado es lo digno a lo que apuntan las expectativas. Meterse en la mente de Stephen King puede traer de cabeza, y por andurriales escabrosos.
La fotografía de Craig Wrobleski, con los grandes planos iluminados de la inmensidad del herbazal, flanqueado por la carretera, con la iglesia y los coches aparcados a su lado en aparente estado de abandono..., en contraposición a las sobrecogedoras vistas nocturnas del campo, y los planos de los personajes andando en este laberinto enfangado, intentando sin éxito salir de él, acentúa esa angustiosa desesperación, la atmósfera claustrofóbica en una especie de cárcel vegetal. Así se nos puede antojar una metáfora de la mente humana: llena de vida y de riqueza desde lo alto, desde una amplia perspectiva; y al mismo tiempo lo terrible que puede ser, hasta la locura, perderse en sus vericuetos.
La música de Mark Korven, muy discreta, tenue, como un constante murmullo de fondo, dibuja el carácter siniestro del ruído del viento meciendo las plantas que, tal vez producto de la mente, o presencia real, se confunde con los susurros insinuantes y tenebrosos de las almas aprisionadas en el lugar.
No se prodiga en efectos rocambolescos. Algún sustete de obligado cumplimiento para que no se diga en boca de los palomiteros (a los que encarecidamente no recomiendo un plato que no está echo para su paladar), pero ningún sobresalto que provoque el vertido de «cocacola» en el regazo propio o ajeno. Con los recursos más básicos, que acompañan una discutible interpretación de los protagonistas en la mayoría de casos, se consigue un escenario asfixiante, realzado por todo lo que hacen resonar en nuestra imaginación.
En lo que al trabajo de realización respecta, todo este arsenal bien provisto navega en momentos a la deriva y pone en peligro el viaje, por la torpeza de Natale en manejar esos vaivenes en el espacio y el tiempo a través de los cuales desarrolla la trama, con un montaje que despista en la parte central de la cinta. Siendo el argumento tan simple, lo rizan de un modo que ni la peluquera más hábil con los rulos y el peine se atrevería; requiere un esfuerzo cognitivo considerable, el tener controlado el mapa de los acontecimientos, y uno hasta siente la necesidad de darle al «rew», para no perderse nada. Un desilachado causado por una distracción momentánea, o falta de atención por un más que comprensible sopor que provoca algun plano, o secuencia de ellos, supone perderse más en ese laberinto, ponerse nervioso porque no se sabe qué rayos está pasando, y hacerse todavía más difícil entenderlo.
De todos los artistas congregados en este megabucle sin aparente salida, los papeles de Laysla de Oliveira (Becky) y Patrick Wilson (Ross), archiconocido ya por las del Expediente «Guarren», son los más decentes, mejor trabajados y bien construídos. Con el perverso padre de la família que se pierde en el herbazal, evocamos al mítico y consagrado Vincent Price, cuyos personajes, precisamente en historias adaptadas de Edgar Allan Poe, acostumbran a ser los «mediums» de lo maligno que se manifiesta.
Si en el caso de Poe, nos vamos a un estilo gótico, más mimético del imaginario europeo, en el contexto decimonónico, en el auge del romanticismo, King, un siglo después, logra aportar la llave del horror, dejándonos penetrar en las fauces del inconsciente; toda aquella masa de recuerdos, condicionamientos... que representan en sus ricos simbolismos, el entorno social y cultural del que el escritor de Maine proviene.
Prueba es el constante reflejo del mundo onírico del que echa mano en sus obras; las que han sido llevadas al cine dan buena cuenta de ello. Y de este mundo de los sueños, que invierte y fragmenta la realidad al antojo creativo, nos trae, en colaboración con su hijo Joe Hill, «In the Tall Grass» («En la hierba alta»), una historia cargada de imágenes psíquicas y religiosas. Mucho más que en ninguna de sus otras obras, aquí se sumerge de lleno en estas temáticas, que tienen su eco temporal en otras creaciones anteriores como «Children of the Corn» (1984), y de las que películas como «The Harvesting» (2015) beben claramente. Ésta última mantiene muhas similitudes y paralelismos con la que nos ocupa. Básicamente, en la amalgama de elementos mitológicos judeocristianos que influyen en King por su formación espiritual metodista, muy propia de la herencia de su contexto vital, y el imaginario nativo de los cultos a las deidades de la tierra.
Podríamos decir, incluso, que toda la película es una cita o alegoría de la escatología bíblica, con injertos de leyendas indígenas, más o menos recreadas de modo sincrético. Siendo bastante polémico el resultado, ya que las múltiples críticas no parecen ponerse de acuerdo sobre el trabajo que hizo Vincenzo Natali, titular de la claqueta, así como de la pluma con el propio King.
No me he leído ninguna novela de este reconocido escritor, así como de Poe fui forofo en su tiempo. Pero dado el carácter de su estilo narrativo, no tiene que ser fácil trasladar cualquiera de sus historias a la pantalla. Sí que, en cambio, he visto varias de las adaptaciones cinematográficas de su producción, y por lo general, no es tarea simple el saber comprender los entresijos de las tramas de no pocas de ellas.
Con lo que Natale, nunca mejor dicho, se mete en un buen berenjenal del que, igual que los protagonistas del filme, tendrá un poco complicado salir airoso, ya que no para todo el mundo el resultado es lo digno a lo que apuntan las expectativas. Meterse en la mente de Stephen King puede traer de cabeza, y por andurriales escabrosos.
La fotografía de Craig Wrobleski, con los grandes planos iluminados de la inmensidad del herbazal, flanqueado por la carretera, con la iglesia y los coches aparcados a su lado en aparente estado de abandono..., en contraposición a las sobrecogedoras vistas nocturnas del campo, y los planos de los personajes andando en este laberinto enfangado, intentando sin éxito salir de él, acentúa esa angustiosa desesperación, la atmósfera claustrofóbica en una especie de cárcel vegetal. Así se nos puede antojar una metáfora de la mente humana: llena de vida y de riqueza desde lo alto, desde una amplia perspectiva; y al mismo tiempo lo terrible que puede ser, hasta la locura, perderse en sus vericuetos.
La música de Mark Korven, muy discreta, tenue, como un constante murmullo de fondo, dibuja el carácter siniestro del ruído del viento meciendo las plantas que, tal vez producto de la mente, o presencia real, se confunde con los susurros insinuantes y tenebrosos de las almas aprisionadas en el lugar.
No se prodiga en efectos rocambolescos. Algún sustete de obligado cumplimiento para que no se diga en boca de los palomiteros (a los que encarecidamente no recomiendo un plato que no está echo para su paladar), pero ningún sobresalto que provoque el vertido de «cocacola» en el regazo propio o ajeno. Con los recursos más básicos, que acompañan una discutible interpretación de los protagonistas en la mayoría de casos, se consigue un escenario asfixiante, realzado por todo lo que hacen resonar en nuestra imaginación.
En lo que al trabajo de realización respecta, todo este arsenal bien provisto navega en momentos a la deriva y pone en peligro el viaje, por la torpeza de Natale en manejar esos vaivenes en el espacio y el tiempo a través de los cuales desarrolla la trama, con un montaje que despista en la parte central de la cinta. Siendo el argumento tan simple, lo rizan de un modo que ni la peluquera más hábil con los rulos y el peine se atrevería; requiere un esfuerzo cognitivo considerable, el tener controlado el mapa de los acontecimientos, y uno hasta siente la necesidad de darle al «rew», para no perderse nada. Un desilachado causado por una distracción momentánea, o falta de atención por un más que comprensible sopor que provoca algun plano, o secuencia de ellos, supone perderse más en ese laberinto, ponerse nervioso porque no se sabe qué rayos está pasando, y hacerse todavía más difícil entenderlo.
De todos los artistas congregados en este megabucle sin aparente salida, los papeles de Laysla de Oliveira (Becky) y Patrick Wilson (Ross), archiconocido ya por las del Expediente «Guarren», son los más decentes, mejor trabajados y bien construídos. Con el perverso padre de la família que se pierde en el herbazal, evocamos al mítico y consagrado Vincent Price, cuyos personajes, precisamente en historias adaptadas de Edgar Allan Poe, acostumbran a ser los «mediums» de lo maligno que se manifiesta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Sin ser lo que se podría llamar un «malo» en el estricto sentido, siempre una mezcla de instrumento de lo diabólico, y al mismo tiempo víctima de ello. Así se nos antoja la figura de este hombre, que es quien maneja la fuerza centrífuga que arrastra a los demás a la roca negra del medio del campo, símbolo del núcleo de lo sagrado, el epicentro de la energía (aparentemente maligna), que atrapa a todo el que se adentra en aquél infierno. Claro es, pues, el guiño al grande del terror de mediados del siglo pasado.
Este punto neurálgico, tanto a nivel narrativo de la historia (porque todos acaban allí, como en «The Harvesting» (2015): todas las almas del lugar absorbidas por la luz en un campo cuando el solsticio), como a nivel escénico, y también en lo simbólico, se puede interpretar como el centro de la mente: el ego, el «yo»: el que juzga, y en consecuencia se permite decidir e intentar imponerse (entre el «Bién» y el «Mal», y a veces por encima; ¿no suena eso a lo de Adán, Eva y demás?).
Esa roca, relacionada con la iglesia de la otra banda de la carretera, en un simbolismo invertido, nos trae a la frase de Jesús de Nazaret a su primer discípulo cuando le dice que ya no se llamará más Simón, sinó «kefa’h» (que significa piedra, «petrus» en latín, Pedro). Y sobre esta piedra Él edificará su iglesia. Curiosa referencia.
Como lo es, de un capítulo del Libro del Apocalipsis, el viaje de Becky, sobriamente intrerpretada, sin artificios ni exageraciones, con un sobrecogedor realismo en su puesta en escena: la Mujer que huye al desierto, para ponerse a salvo, ella y al hijo del que está embarazada, del Dragón de no se cuantas cabezas, que posa esperando a que el niño nazca para devorarlo. Interesante inversión, también, porque Becky precisamente huye, no para tener el niño, sinó para abortarlo, acompañada de Cal (Avery Whitted), su hermano, que desempeña un papel totalmente secundario.
Harrison Gilbertson (Travis), el padre de la criatura y novio de Becky, tiene un rol más relevante. En él podemos ver perfectamente a ese Dios, padre de la humanidad que está por nacer (o lo que representa la esperanza de ésta), que se encarna para sacrificarse, para la salvación de todos los demás... eso sí, sólo los que quieren, porque Ross decide entregarse al poder de la Roca.
Finalmente, la redención viene por mano del niño Tobin, el hijo del malvado (o poseído, mejor dicho?) Ross. El muchacho es quien encuentra el camino, a través de la misteriosa puerta trasera de la iglesia, para salir a salvar a Becky y a Cal. El niño que pedía auxilio desde la entraña del mismísmo infierno de hierbas, es el niño que les salva de entrar en ellas, cerrando así el círculo. La figura del chaval, que representa la inocencia, la falta del pérfido juzgar de los adultos, es el que impide la condenación de los hermanos. Aquí podríamos citar de nuevo al Evangelio, con la frase de Cristo: «Sólo siendo como los niños podréis entrar en el Reino de los Cielos»; en este caso la paráfrasis es «podréis salir del Infierno».
La hierba alta aquí es, pues, una metáfora del mundo, de la realidad consciente que nos construímos, y que con nuestros miedos, condicionamientos, egoísmos, odios... (todo deriva del miedo), podemos transformar en un averno de sufrimiento, parándonos en el camino que nos ha tocado andar (unos a pie, otros en un coche rojo, o una camioneta, o una ranchera familiar...)... uno podría pensar (y no falta el fantaseo de hacerlo) en coger una segadora y cargarse el herbazal, como le sugirieron los discípulos a Jesús, viendo que las malas hierbas crecían entre la mies. A lo que el nazareno les responde: «no, dejad las malas hierbas, porque arrancándolas podríais malbaratar el trigo; ya el Día de la Siega, serán separados, y las malas hierbas arderán en el fuego que jamás se apaga». Otra cita que nos invita a dejar los juicios para Alguien de más arriba, y vivir como los niños... en estado de pura inocencia, disfrutando del simple fluir de la vida.
Este punto neurálgico, tanto a nivel narrativo de la historia (porque todos acaban allí, como en «The Harvesting» (2015): todas las almas del lugar absorbidas por la luz en un campo cuando el solsticio), como a nivel escénico, y también en lo simbólico, se puede interpretar como el centro de la mente: el ego, el «yo»: el que juzga, y en consecuencia se permite decidir e intentar imponerse (entre el «Bién» y el «Mal», y a veces por encima; ¿no suena eso a lo de Adán, Eva y demás?).
Esa roca, relacionada con la iglesia de la otra banda de la carretera, en un simbolismo invertido, nos trae a la frase de Jesús de Nazaret a su primer discípulo cuando le dice que ya no se llamará más Simón, sinó «kefa’h» (que significa piedra, «petrus» en latín, Pedro). Y sobre esta piedra Él edificará su iglesia. Curiosa referencia.
Como lo es, de un capítulo del Libro del Apocalipsis, el viaje de Becky, sobriamente intrerpretada, sin artificios ni exageraciones, con un sobrecogedor realismo en su puesta en escena: la Mujer que huye al desierto, para ponerse a salvo, ella y al hijo del que está embarazada, del Dragón de no se cuantas cabezas, que posa esperando a que el niño nazca para devorarlo. Interesante inversión, también, porque Becky precisamente huye, no para tener el niño, sinó para abortarlo, acompañada de Cal (Avery Whitted), su hermano, que desempeña un papel totalmente secundario.
Harrison Gilbertson (Travis), el padre de la criatura y novio de Becky, tiene un rol más relevante. En él podemos ver perfectamente a ese Dios, padre de la humanidad que está por nacer (o lo que representa la esperanza de ésta), que se encarna para sacrificarse, para la salvación de todos los demás... eso sí, sólo los que quieren, porque Ross decide entregarse al poder de la Roca.
Finalmente, la redención viene por mano del niño Tobin, el hijo del malvado (o poseído, mejor dicho?) Ross. El muchacho es quien encuentra el camino, a través de la misteriosa puerta trasera de la iglesia, para salir a salvar a Becky y a Cal. El niño que pedía auxilio desde la entraña del mismísmo infierno de hierbas, es el niño que les salva de entrar en ellas, cerrando así el círculo. La figura del chaval, que representa la inocencia, la falta del pérfido juzgar de los adultos, es el que impide la condenación de los hermanos. Aquí podríamos citar de nuevo al Evangelio, con la frase de Cristo: «Sólo siendo como los niños podréis entrar en el Reino de los Cielos»; en este caso la paráfrasis es «podréis salir del Infierno».
La hierba alta aquí es, pues, una metáfora del mundo, de la realidad consciente que nos construímos, y que con nuestros miedos, condicionamientos, egoísmos, odios... (todo deriva del miedo), podemos transformar en un averno de sufrimiento, parándonos en el camino que nos ha tocado andar (unos a pie, otros en un coche rojo, o una camioneta, o una ranchera familiar...)... uno podría pensar (y no falta el fantaseo de hacerlo) en coger una segadora y cargarse el herbazal, como le sugirieron los discípulos a Jesús, viendo que las malas hierbas crecían entre la mies. A lo que el nazareno les responde: «no, dejad las malas hierbas, porque arrancándolas podríais malbaratar el trigo; ya el Día de la Siega, serán separados, y las malas hierbas arderán en el fuego que jamás se apaga». Otra cita que nos invita a dejar los juicios para Alguien de más arriba, y vivir como los niños... en estado de pura inocencia, disfrutando del simple fluir de la vida.
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