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7,4
1.134
9
21 de julio de 2013
21 de julio de 2013
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tierra elabora y amplifica el final de Arsenal, la anterior película de Dovjenko, para mostrar la indestructibilidad de la clase trabajadora (en esta ocasión, los campesinos). Frente a la complejidad airada de aquella, destaca por su carácter simple y contemplativo, por la lentitud de su tempo.
Tierra es uno de los mejores ejemplos de que el cine puede servir para otras cosas diferentes de la narración de historias: desde el punto de vista de su contenido narrativo estricto, no parece ir más allá de la propaganda de la colectivización agraria soviética, y sus personajes carecen de individualidad, son meras encarnaciones de ideas o arquetipos.
Sin embargo la película se mantiene viva, y eternamente joven, por la belleza de sus imágenes (¿hay en la historia del cine algún plano más bello que el quinto de la película, que muestra a Yulia Solntseva, mujer del director, junto a un girasol?), potenciada por su combinatoria simple (el crescendo final del entierro recuerda la construcción de los grandes clímax en los tiempos lentos de las sinfonías de Bruckner).
Esta belleza no consiste en un adorno superpuesto a la trama, como el que estamos habituados a encontrar en el cine actual o la publicidad: las imágenes de Dovjenko construyen una estructura simbólica al margen de la narración, y crean, a su modo, un relato paralelo.
Hay un momento en que Dovjenko recurre a la técnica (habitual en Arsenal) de montar tres planos, cada vez más cercanos, del rostro de un actor: cuando el padre del protagonista expulsa al pope que se ha presentado a la puerta de su casa, con las palabras: No hay Dios. Ni popes. Pero la película constituye una especie de extraño evangelio alternativo, que incomodó (y no resulta sorprendente) a las autoridades soviéticas.
Tierra empieza en el paraíso, junto al árbol del conocimiento; allí la mujer aparece unida al sol, y el abuelo que está a punto de morir tiene el nombre de Semyon (etimológicamente, semilla).
El protagonista Vasili (etimológicamente, rey) parece una encarnación moderna y proletaria de los reyes sagrados que eran sacrificados ritualmente para garantizar las cosechas y la continuidad de las estaciones, propios de las primitivas religiones campesinas, que rescató Frazer en La rama dorada. En este evangelio, el personaje de Judas aparece rodeado por tres cruces, y una campesina desnuda toma el lugar de la mater dolorosa.
Al final, las gotas de lluvia sobre manzanas, peras y sandías recuerdan las gotas de sudor en el rostro de Vasili cuando manejaba el tractor recién llegado al pueblo, y dan paso a su resurrección simbólica, al nacimiento de un nuevo niño.
A través de esta visión panteísta, en la que el individuo se subsume en los ciclos de la naturaleza, Dovjenko, artista ingenuo, prosigue su labor como apóstol de una ideología totalitaria que le corresponderá, poco tiempo después, con la castración de su creatividad. Su sacrificio no ayudará a la construcción del paraíso comunista, sino del cine moderno: su semilla renacerá, muchos años después, en la obra de cineastas como Tarkovsky o Paradjanov.
Tierra es uno de los mejores ejemplos de que el cine puede servir para otras cosas diferentes de la narración de historias: desde el punto de vista de su contenido narrativo estricto, no parece ir más allá de la propaganda de la colectivización agraria soviética, y sus personajes carecen de individualidad, son meras encarnaciones de ideas o arquetipos.
Sin embargo la película se mantiene viva, y eternamente joven, por la belleza de sus imágenes (¿hay en la historia del cine algún plano más bello que el quinto de la película, que muestra a Yulia Solntseva, mujer del director, junto a un girasol?), potenciada por su combinatoria simple (el crescendo final del entierro recuerda la construcción de los grandes clímax en los tiempos lentos de las sinfonías de Bruckner).
Esta belleza no consiste en un adorno superpuesto a la trama, como el que estamos habituados a encontrar en el cine actual o la publicidad: las imágenes de Dovjenko construyen una estructura simbólica al margen de la narración, y crean, a su modo, un relato paralelo.
Hay un momento en que Dovjenko recurre a la técnica (habitual en Arsenal) de montar tres planos, cada vez más cercanos, del rostro de un actor: cuando el padre del protagonista expulsa al pope que se ha presentado a la puerta de su casa, con las palabras: No hay Dios. Ni popes. Pero la película constituye una especie de extraño evangelio alternativo, que incomodó (y no resulta sorprendente) a las autoridades soviéticas.
Tierra empieza en el paraíso, junto al árbol del conocimiento; allí la mujer aparece unida al sol, y el abuelo que está a punto de morir tiene el nombre de Semyon (etimológicamente, semilla).
El protagonista Vasili (etimológicamente, rey) parece una encarnación moderna y proletaria de los reyes sagrados que eran sacrificados ritualmente para garantizar las cosechas y la continuidad de las estaciones, propios de las primitivas religiones campesinas, que rescató Frazer en La rama dorada. En este evangelio, el personaje de Judas aparece rodeado por tres cruces, y una campesina desnuda toma el lugar de la mater dolorosa.
Al final, las gotas de lluvia sobre manzanas, peras y sandías recuerdan las gotas de sudor en el rostro de Vasili cuando manejaba el tractor recién llegado al pueblo, y dan paso a su resurrección simbólica, al nacimiento de un nuevo niño.
A través de esta visión panteísta, en la que el individuo se subsume en los ciclos de la naturaleza, Dovjenko, artista ingenuo, prosigue su labor como apóstol de una ideología totalitaria que le corresponderá, poco tiempo después, con la castración de su creatividad. Su sacrificio no ayudará a la construcción del paraíso comunista, sino del cine moderno: su semilla renacerá, muchos años después, en la obra de cineastas como Tarkovsky o Paradjanov.
8 de febrero de 2013
8 de febrero de 2013
19 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película no es de las más demostrativas de Ozu: como un koan, mantiene su secreto a costa del riesgo de resultar trivial para un espectador apresurado.
Pero las imágenes destacan por encima de la levedad de la anécdota que van mostrando: podemos descubrir paralelismos insospechados con obras de autores que nunca coincidieron con Ozu y que, por otra parte, no tienen nada que ver: la belleza de algunas de sus composiciones abstractas (torres metálicas, pasillos con estantes, calles con postes y cables de la luz, la ladera de una montaña y unas banderas superpuestas, la copa de un árbol que llena el encuadre) recuerda las imágenes de fotógrafos posteriores, como Robert Adams; los retratos de personajes solitarios pueden traernos ecos de algunos cuadros de Hopper y la presencia misteriosa de los objetos (lámparas, cubos alineados en un pasillo, jarros y cuencos) evoca quizá a Morandi. Muchas de estas imágenes podrían sostenerse como fotografías en una exposición, desgajadas de su contexto narrativo.
Esto puede parecer un elogio perverso para un cineasta, pero se trata de una verdad incompleta, porque la fuerza estática de esas imágenes se acrecienta según progresa la trama, mediante su alternancia con mínimos travellings que acompañan a los personajes o acrecientan la soledad de un pasillo, y por el montaje con los característicos saltos de eje: es sabido que Ozu incumple la convención del cine clásico de no invertir la perspectiva en los planos “objetivos”: es decir, que si vemos a Michiyo Kogure sola en su habitación, sentada de perfil en un plano cercano con una pared al fondo cubierta con papel floreado de estilo occidental, el siguiente plano, algo más distante, puede estar tomado desde aquella misma pared hacia el punto desde el que antes nosotros (espectadores) mirábamos, en un giro de cámara de 180º, y mostrarnos el otro perfil de la actriz, enmarcada entre algunos objetos silenciosos.
El salto de eje puede quizá concebirse como una filosofía vital: ser capaz de mirar las cosas desde puntos de vista enfrentados, sin temor al principio de contradicción. Y ello no con una voluntad direccional y hegeliana, ya que aquí la única conclusión es el sentimiento, tan oriental, de la futilidad de todos los deseos, de todos los pesares. Como dice un personaje, vistos en la calle desde lo alto de un edificio, todos los humanos nos parecemos.
La película supone una dramatización, dentro de unos márgenes de enorme discreción, de lo cotidiano: historias mínimas, pequeños detalles como el sabor (que viene desde la infancia, como en Proust) del arroz con té verde, que al final son lo único que tenemos.
En la penúltima escena de la película, el personaje de Michiyo Kogure le pide a su sobrina que se quede un poco más con ella, y esta le responde: “No, con esto me basta”.
Pero las imágenes destacan por encima de la levedad de la anécdota que van mostrando: podemos descubrir paralelismos insospechados con obras de autores que nunca coincidieron con Ozu y que, por otra parte, no tienen nada que ver: la belleza de algunas de sus composiciones abstractas (torres metálicas, pasillos con estantes, calles con postes y cables de la luz, la ladera de una montaña y unas banderas superpuestas, la copa de un árbol que llena el encuadre) recuerda las imágenes de fotógrafos posteriores, como Robert Adams; los retratos de personajes solitarios pueden traernos ecos de algunos cuadros de Hopper y la presencia misteriosa de los objetos (lámparas, cubos alineados en un pasillo, jarros y cuencos) evoca quizá a Morandi. Muchas de estas imágenes podrían sostenerse como fotografías en una exposición, desgajadas de su contexto narrativo.
Esto puede parecer un elogio perverso para un cineasta, pero se trata de una verdad incompleta, porque la fuerza estática de esas imágenes se acrecienta según progresa la trama, mediante su alternancia con mínimos travellings que acompañan a los personajes o acrecientan la soledad de un pasillo, y por el montaje con los característicos saltos de eje: es sabido que Ozu incumple la convención del cine clásico de no invertir la perspectiva en los planos “objetivos”: es decir, que si vemos a Michiyo Kogure sola en su habitación, sentada de perfil en un plano cercano con una pared al fondo cubierta con papel floreado de estilo occidental, el siguiente plano, algo más distante, puede estar tomado desde aquella misma pared hacia el punto desde el que antes nosotros (espectadores) mirábamos, en un giro de cámara de 180º, y mostrarnos el otro perfil de la actriz, enmarcada entre algunos objetos silenciosos.
El salto de eje puede quizá concebirse como una filosofía vital: ser capaz de mirar las cosas desde puntos de vista enfrentados, sin temor al principio de contradicción. Y ello no con una voluntad direccional y hegeliana, ya que aquí la única conclusión es el sentimiento, tan oriental, de la futilidad de todos los deseos, de todos los pesares. Como dice un personaje, vistos en la calle desde lo alto de un edificio, todos los humanos nos parecemos.
La película supone una dramatización, dentro de unos márgenes de enorme discreción, de lo cotidiano: historias mínimas, pequeños detalles como el sabor (que viene desde la infancia, como en Proust) del arroz con té verde, que al final son lo único que tenemos.
En la penúltima escena de la película, el personaje de Michiyo Kogure le pide a su sobrina que se quede un poco más con ella, y esta le responde: “No, con esto me basta”.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La escena anterior, en la que se produce la reconciliación entre la pareja protagonista, marca el clímax dramático de la historia: como en el teatro clásico, se omiten los gestos más dramáticos (en este caso, nada más que unas lágrimas, un beso), que son narrados posteriormente por la protagonista.
A cambio se nos muestra la excursión de la pareja al territorio desconocido de su propia cocina, porque el marido confiesa tener hambre: conmovidos por sus nuevas emociones, renuncian a despertar a la criada (a la que escuchan hablar en sueños), e inician sigilosamente la búsqueda de arroz, unos cuencos, palillos, salsa de soja, una tetera: es sin duda la escena más emotiva de la película, y dentro de ella el momento más bello me parece aquel en que la mujer abre el grifo para lavar algo que parece un pepino en escabeche, y su marido le sostiene las mangas del kimono, para que no se le mojen.
A cambio se nos muestra la excursión de la pareja al territorio desconocido de su propia cocina, porque el marido confiesa tener hambre: conmovidos por sus nuevas emociones, renuncian a despertar a la criada (a la que escuchan hablar en sueños), e inician sigilosamente la búsqueda de arroz, unos cuencos, palillos, salsa de soja, una tetera: es sin duda la escena más emotiva de la película, y dentro de ella el momento más bello me parece aquel en que la mujer abre el grifo para lavar algo que parece un pepino en escabeche, y su marido le sostiene las mangas del kimono, para que no se le mojen.

7,4
2.620
9
4 de mayo de 2014
4 de mayo de 2014
20 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Paisà está compuesta por seis episodios, como una recopilación de relatos breves que ilustran el avance de las tropas aliadas del sur al norte de Italia en la Segunda Guerra Mundial. El género del relato funciona aquí como un híbrido experimental entre el drama y la novela: retiene del primero su rapidez sin elementos accesorios, pero prescinde de sus cadenas causales estrictas, tratando de reflejar, como la novela, la claridad siempre incierta de lo real.
Como ocurre en toda la obra de Rossellini, la dificultad de Paisà radica en su misma desnudez y voluntad de transparencia, en su espontaneidad sin énfasis ni retórica: el reto que nos lanza es el de prestar atención a una voz no impostada, a una narración áspera y fragmentaria que demanda la reflexión como única vía para obtener una visión de conjunto.
Los tres primeros relatos que componen Paisà abordan las dificultades de comunicación entre americanos e italianos: el núcleo del primer episodio es la conversación improbable, pero que funciona como conversación al fin y al cabo, entre un soldado americano cuyo repertorio de italiano se reduce a: "Paisà, bambini, spaghetti, mangiare, Mussolini y c'est la guerre" (sic), y una campesina siciliana que ignora completamente el inglés; el desenlace de la trama apunta a una incomprensión más profunda que la meramente lingüística. El segundo está protagonizado por un niño napolitano al que las circunstancias obligan a comportarse como un adulto, y un ingenuo soldado negro que se comporta como un niño. El tercero, una historia sentimental narrada sin sentimentalismo, reúne a otro soldado americano desubicado y una joven “caída” en la prostitución. Como el anterior, este episodio describe la pobreza desesperanzada que siguió a la “liberación”.
El cuarto episodio transcurre en Florencia, en el momento en que el Oltrarno ha sido liberado pero la parte de la ciudad situada al norte del río permanece aún en manos de los nazis. La protagoniza una enfermera inglesa interpretada por una actriz que es como un boceto tosco de Ingrid Bergman, la cual, acompañada por un amigo, cruza al otro lado del río (a través del pasaje de los Uffizi) en busca de su amante, un pintor convertido en líder partisano. Es como una transposición del descenso de Orfeo a los infiernos, aliviada por momentos irónicos (el encuentro con el veterano friki en los tejados), que desemboca en un desenlace seco y amargo.
El quinto relato reproduce como comedia, a modo de intermedio, los conflictos de incomprensión debida al choque cultural, protagonizados por niños con apariencia de adultos: se trata en este caso de unos frailes mendicantes sobresaltados por la llegada a su convento de un protestante y un judío. Pero su confrontación es pacífica; la conclusión, que se expresa a través del parlamento final del capellán católico, nace de la generosidad: no critica la simpleza preconciliar de sus anfitriones sino que es capaz de ver el lado admirable de su reacción, impulsada por una fe pueril. Esa misma generosidad demandan del espectador las películas de Rossellini: quien ya crea saberlo todo, haberlo visto todo, no obtendrá de ellas más que un reflejo de su prisa y su negligencia.
El sexto y último relato transcurre en el delta del Po, y expresa la experiencia bélica como quizá ninguna otra película lo haya hecho.
Paisà pone de manifiesto una posición ética que es también política: su renuncia a obtener belleza de la violencia está en las antípodas de la visión cultivada por D'Annunzio y el fascismo. No es que aquí no haya héroes: los hay, pero son héroes cotidianos y en sordina, que distan de ser invencibles. En el mundo que muestra esta película, la muerte llega de improviso, abruptamente, sin ningún lirismo.
Como ocurre en toda la obra de Rossellini, la dificultad de Paisà radica en su misma desnudez y voluntad de transparencia, en su espontaneidad sin énfasis ni retórica: el reto que nos lanza es el de prestar atención a una voz no impostada, a una narración áspera y fragmentaria que demanda la reflexión como única vía para obtener una visión de conjunto.
Los tres primeros relatos que componen Paisà abordan las dificultades de comunicación entre americanos e italianos: el núcleo del primer episodio es la conversación improbable, pero que funciona como conversación al fin y al cabo, entre un soldado americano cuyo repertorio de italiano se reduce a: "Paisà, bambini, spaghetti, mangiare, Mussolini y c'est la guerre" (sic), y una campesina siciliana que ignora completamente el inglés; el desenlace de la trama apunta a una incomprensión más profunda que la meramente lingüística. El segundo está protagonizado por un niño napolitano al que las circunstancias obligan a comportarse como un adulto, y un ingenuo soldado negro que se comporta como un niño. El tercero, una historia sentimental narrada sin sentimentalismo, reúne a otro soldado americano desubicado y una joven “caída” en la prostitución. Como el anterior, este episodio describe la pobreza desesperanzada que siguió a la “liberación”.
El cuarto episodio transcurre en Florencia, en el momento en que el Oltrarno ha sido liberado pero la parte de la ciudad situada al norte del río permanece aún en manos de los nazis. La protagoniza una enfermera inglesa interpretada por una actriz que es como un boceto tosco de Ingrid Bergman, la cual, acompañada por un amigo, cruza al otro lado del río (a través del pasaje de los Uffizi) en busca de su amante, un pintor convertido en líder partisano. Es como una transposición del descenso de Orfeo a los infiernos, aliviada por momentos irónicos (el encuentro con el veterano friki en los tejados), que desemboca en un desenlace seco y amargo.
El quinto relato reproduce como comedia, a modo de intermedio, los conflictos de incomprensión debida al choque cultural, protagonizados por niños con apariencia de adultos: se trata en este caso de unos frailes mendicantes sobresaltados por la llegada a su convento de un protestante y un judío. Pero su confrontación es pacífica; la conclusión, que se expresa a través del parlamento final del capellán católico, nace de la generosidad: no critica la simpleza preconciliar de sus anfitriones sino que es capaz de ver el lado admirable de su reacción, impulsada por una fe pueril. Esa misma generosidad demandan del espectador las películas de Rossellini: quien ya crea saberlo todo, haberlo visto todo, no obtendrá de ellas más que un reflejo de su prisa y su negligencia.
El sexto y último relato transcurre en el delta del Po, y expresa la experiencia bélica como quizá ninguna otra película lo haya hecho.
Paisà pone de manifiesto una posición ética que es también política: su renuncia a obtener belleza de la violencia está en las antípodas de la visión cultivada por D'Annunzio y el fascismo. No es que aquí no haya héroes: los hay, pero son héroes cotidianos y en sordina, que distan de ser invencibles. En el mundo que muestra esta película, la muerte llega de improviso, abruptamente, sin ningún lirismo.
8
2 de septiembre de 2013
2 de septiembre de 2013
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas veces la obra de un cineasta es tan coherente: aquí, en este documental de juventud que dura diez minutos, está ya toda la obra de Antonioni. Ninguna imagen es casual o meramente informativa; la película revela, ante todo, una mirada única (que nada tiene que ver con la de un periodista o la de un curioso).
La coherencia alcanza incluso a su prehistoria como crítico: años antes de realizar la película, Antonioni publicó un artículo titulado “Para una película sobre el río Po” (que puede leerse en un librito de Carlo di Carlo “Michelangelo Antonioni, documentalista”, editado por Zinebi), en el que escribió: “nos gustaría una película que tuviera como protagonista al Po, y en la que no fuese el folclore, es decir, un amasijo de elementos exteriores y decorativos, lo que provocase el interés, sino el espíritu (…)”.
Como ocurre siempre con Antonioni (aunque en obras posteriores las ramas narrativas puedan a veces ocultar lo esencial), la única descripción que puede dar cuenta de la película es la de sus imágenes: planos que muestran figuras reencuadradas por una puerta o una ventana, o por unos juncos a la orilla del río; otros que siguen el movimiento de una primera figura y que enlazan con el movimiento, en otra dirección, de una segunda (ya sea un cargador y una gabarra, o una mujer que entra en una farmacia y otra mujer que sale, como en una sutil coreografía); insertos abstractos o grandes vacíos en los primeros planos; marcadas geometrías de líneas y superficies planas.
Las sutiles repeticiones expresan el aburrimiento de unas vidas siempre iguales, en el que insiste el texto. El viaje es ilusorio, puesto que sólo conduce al vacío del Adriático, con sus cielos lavados y sus mareas meteorológicas que inundan la tierra de aguas grises. Antonioni encuentra en el delta del Po la misma desolación que hallará más tarde en los paisajes suburbanos de la Italia renacida de las cenizas de la guerra y el subdesarrollo; descubre en los marinos del río un aburrimiento paralelo al que retratará en los burgueses alienados de los años 60.
Antonioni es como un pintor cuyo tema único es el paisaje poblado por algunas figuras humanas; un paisaje recreado como una especie de arquitectura (desde Sicilia y las islas Eolias al swinging London, del Valle de la Muerte a la China de Mao); en este caso, las riberas del Po, y la gente que está unida al río, a pesar del peligro y el sufrimiento asociados a sus ciclos naturales, con una especie de amor. La película también es un acto de amor, pero ejecutado sin ningún rastro de sentimentalismo, con una mirada hacia las personas que es la de un sociólogo antes que de un psicólogo, con la severidad de un pintor de abstracciones.
La coherencia alcanza incluso a su prehistoria como crítico: años antes de realizar la película, Antonioni publicó un artículo titulado “Para una película sobre el río Po” (que puede leerse en un librito de Carlo di Carlo “Michelangelo Antonioni, documentalista”, editado por Zinebi), en el que escribió: “nos gustaría una película que tuviera como protagonista al Po, y en la que no fuese el folclore, es decir, un amasijo de elementos exteriores y decorativos, lo que provocase el interés, sino el espíritu (…)”.
Como ocurre siempre con Antonioni (aunque en obras posteriores las ramas narrativas puedan a veces ocultar lo esencial), la única descripción que puede dar cuenta de la película es la de sus imágenes: planos que muestran figuras reencuadradas por una puerta o una ventana, o por unos juncos a la orilla del río; otros que siguen el movimiento de una primera figura y que enlazan con el movimiento, en otra dirección, de una segunda (ya sea un cargador y una gabarra, o una mujer que entra en una farmacia y otra mujer que sale, como en una sutil coreografía); insertos abstractos o grandes vacíos en los primeros planos; marcadas geometrías de líneas y superficies planas.
Las sutiles repeticiones expresan el aburrimiento de unas vidas siempre iguales, en el que insiste el texto. El viaje es ilusorio, puesto que sólo conduce al vacío del Adriático, con sus cielos lavados y sus mareas meteorológicas que inundan la tierra de aguas grises. Antonioni encuentra en el delta del Po la misma desolación que hallará más tarde en los paisajes suburbanos de la Italia renacida de las cenizas de la guerra y el subdesarrollo; descubre en los marinos del río un aburrimiento paralelo al que retratará en los burgueses alienados de los años 60.
Antonioni es como un pintor cuyo tema único es el paisaje poblado por algunas figuras humanas; un paisaje recreado como una especie de arquitectura (desde Sicilia y las islas Eolias al swinging London, del Valle de la Muerte a la China de Mao); en este caso, las riberas del Po, y la gente que está unida al río, a pesar del peligro y el sufrimiento asociados a sus ciclos naturales, con una especie de amor. La película también es un acto de amor, pero ejecutado sin ningún rastro de sentimentalismo, con una mirada hacia las personas que es la de un sociólogo antes que de un psicólogo, con la severidad de un pintor de abstracciones.
1 de febrero de 2013
1 de febrero de 2013
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al contrario que en mi reciente experiencia con Los corceles de fuego, desde el inicio de La leyenda de la fortaleza de Surami siento una sensación de verdad que está más allá del naturalismo y las convenciones del cine narrativo. Es como si los hombres y animales de los frescos perdidos de las iglesias y fortalezas georgianas medievales hubieran cobrado movimiento y vida, aunque sólo sea para volver a detenerse al cabo de un instante y posar para un plano hipnótico.
Es una película que no se parece a ninguna otra: como únicos paralelismos, se me ocurren las películas de ambientación exótica de Pasolini, en las que éste conseguió imaginar y recrear mundos aparentemente imposibles de concebir en cine (las tribus remotas en las que surgieron, según los antropólogos, los mitos griegos, o la Europa medieval y el misterioso oriente de los cuentos de Sheherezade); o también algunos momentos “mágicos” de películas de Fellini, Angelopoulos o Tarkovsky -pero la nigromancia de Paradjanov parece mucho más espontánea, menos intelectual que la de estos.
Aquí, por ejemplo, podemos ver en una escena cómo la joven Vardo abandonada por el protagonista se convierte mágicamente en adivina de edad madura: una da paso a la otra mediante un movimiento pendular que evoca “el paso del tiempo”, como se denomina el episodio. Es una buena muestra del genio enigmático de Paradjanov: si uno lo imagina al leerlo parece una tontería, pero al verlo funciona misteriosamente.
Metafóricamente, y sin duda con trasfondo autobiográfico, la película empieza como una historia de libertad y acaba con un joven emparedado en el muro de la fortaleza (como un conjuro para evitar que esta se desmorone, más eficaz que el mortero fabricado a base de huevos), según la leyenda autóctona en que se basa. Aunque los reyes se presentan como iguales a los demás hombres, el relato insiste en episodios de humillación y abuso de poder que marcan a sus víctimas.
Como el héroe legendario, Paradjanov eleva un monumento al país en el que nació, en forma de película. Georgia es un cruce entre oriente y occidente, frontera del Islam y la cristiandad, y su película encarna esa mezcla de barbarie, espiritualidad y refinamiento propia de un lugar en el que convergían las rutas comerciales que unían a Europa y el imperio bizantino con las sedas de China y los tapices de Persia, y que aún puede evocarse en las estilizadas ruinas de sus iglesias medievales que han quedado en territorio turco, ahora habitadas por la vegetación y el viento.
Hecha aparentemente con cuatro rublos y toneladas de imaginación, la película está habitada por cuernos de caza de profundo sonido, sutiles bailarines, mujeres de mirada profundísima, caballos blancos y negros, palomas blancas y negras, kilims púrpuras colgados de los muros de las fortalezas, largas telas azules agitadas por el viento, maquetas de barcos suspendidas en el aire, camellos, soldados que se arrastran por el suelo rodeando a un rebaño de ovejas, estandartes de terciopelo oscuro y cascos metálicos resplandecientes, ataúdes de madera, coronas de azafrán, tejidos de refinados arabescos sobre los que se posan samovares de formas delicadas, cuencos con granadas, sables curvos de empuñaduras tachonadas de piedras preciosas, gallos rojos, pavos reales o aves de cetrería.
Es una película que no se parece a ninguna otra: como únicos paralelismos, se me ocurren las películas de ambientación exótica de Pasolini, en las que éste conseguió imaginar y recrear mundos aparentemente imposibles de concebir en cine (las tribus remotas en las que surgieron, según los antropólogos, los mitos griegos, o la Europa medieval y el misterioso oriente de los cuentos de Sheherezade); o también algunos momentos “mágicos” de películas de Fellini, Angelopoulos o Tarkovsky -pero la nigromancia de Paradjanov parece mucho más espontánea, menos intelectual que la de estos.
Aquí, por ejemplo, podemos ver en una escena cómo la joven Vardo abandonada por el protagonista se convierte mágicamente en adivina de edad madura: una da paso a la otra mediante un movimiento pendular que evoca “el paso del tiempo”, como se denomina el episodio. Es una buena muestra del genio enigmático de Paradjanov: si uno lo imagina al leerlo parece una tontería, pero al verlo funciona misteriosamente.
Metafóricamente, y sin duda con trasfondo autobiográfico, la película empieza como una historia de libertad y acaba con un joven emparedado en el muro de la fortaleza (como un conjuro para evitar que esta se desmorone, más eficaz que el mortero fabricado a base de huevos), según la leyenda autóctona en que se basa. Aunque los reyes se presentan como iguales a los demás hombres, el relato insiste en episodios de humillación y abuso de poder que marcan a sus víctimas.
Como el héroe legendario, Paradjanov eleva un monumento al país en el que nació, en forma de película. Georgia es un cruce entre oriente y occidente, frontera del Islam y la cristiandad, y su película encarna esa mezcla de barbarie, espiritualidad y refinamiento propia de un lugar en el que convergían las rutas comerciales que unían a Europa y el imperio bizantino con las sedas de China y los tapices de Persia, y que aún puede evocarse en las estilizadas ruinas de sus iglesias medievales que han quedado en territorio turco, ahora habitadas por la vegetación y el viento.
Hecha aparentemente con cuatro rublos y toneladas de imaginación, la película está habitada por cuernos de caza de profundo sonido, sutiles bailarines, mujeres de mirada profundísima, caballos blancos y negros, palomas blancas y negras, kilims púrpuras colgados de los muros de las fortalezas, largas telas azules agitadas por el viento, maquetas de barcos suspendidas en el aire, camellos, soldados que se arrastran por el suelo rodeando a un rebaño de ovejas, estandartes de terciopelo oscuro y cascos metálicos resplandecientes, ataúdes de madera, coronas de azafrán, tejidos de refinados arabescos sobre los que se posan samovares de formas delicadas, cuencos con granadas, sables curvos de empuñaduras tachonadas de piedras preciosas, gallos rojos, pavos reales o aves de cetrería.
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