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7,1
8.551
8
23 de enero de 2019
23 de enero de 2019
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una sonrisa budista
Lucky, o de cómo un galápago centenario en busca de su destino, un socarrón matasanos y la confidencia emocionada de un veterano de guerra pueden iluminar los últimos pasos de un vaquero solitario. Una joya fílmica, la que John Carroll Lynch y un puñado de amigos en estado de gracia nos ofrecen en hora y media escasa: en mi opinión, la duración perfecta para una película, aborreciendo como aborrezco la prolongación gratuita, tediosa hasta el bostezo, de los metrajes que vienen imponiéndonos las nuevas producciones.
Un paraje austero, semidesértico, en el imaginario fronterizo del oeste americano. Un nonagenario escuchimizado, ajeno al paso del tiempo hasta que la realidad viene a imponer sus reglas. El relato de los días en una población habitada por personajes entrañables, comprometidos todos, sin plena consciencia de ese acuerdo, a apoyarse, remisos en todo caso a reconocer abiertamente ese afecto colectivo.
Todo. Todo en Lucky es extraordinario. Lo es, para empezar, el valor preciso para elegir como protagonista omnipresente de una producción a Harry Dean Stanton, que ya había cumplido noventa años al inicio del rodaje (de hecho, el inolvidable Travis Henderson de Paris, Texas no alcanzó a asistir, por escasas fechas, al estreno del film). Lo es la colaboración espléndida de un buen número de viejos colegas de nuestro personaje: David Lynch, Ed Begley Jr., Tom Skerritt, James Darren, Barry Shabaka Henley, Beth Grant… que bordan sus papeles. Lo es el guión de Logan Sparks y Drago Sumonja, aparentemente simple pero riquísimo en sugerencias y matices, en la estela de otros “manuales” útiles para la preparación de nuestra despedida, desde el antiquísimo Libro de los muertos al también añejo Ars moriendi, auténtico “best seller” en una época azotada por la gran peste. Lo es, desde luego, la selección musical: la banda de Elvis Kuehn, los temas country de Michael Hurley y de Foster Timms, la conmovedora interpretación que el propio Dean Stanton hace del “Volver, volver” de Maldonado…
¡Qué privilegio disfrutar de esta primera realización de John Carroll Lynch, que ya había demostrado sus dotes interpretativas en Fargo, El fundador o Gran Torino! ¡Qué suerte ser testigos de las andanzas de Lucky, desinhibido propietario de calzoncillos pulgueros, fumador compulsivo de Américan Spirit, esforzado gimnasta capaz de completar, entre pitillo y pitillo, veintiún repeticiones de lo que atrabiliariamente califica como “ejercicios de yoga”, aficionado a los concursos televisivos y a resolver, no sin ayuda, crucigramas, individualista convencido, ateo! ¡Qué placer, por si todo ello no bastase, observar la creciente desolación de Howard (David Lynch, sosteniendo un portentoso equilibrio entre la sabiduría y el desatino) ante la fuga de Presidente Roosevelt -“el galápago planeaba su huida desde hace días”-, y su posterior conversión estoicista!
Cuanto talento el derrochado por Harry Dean Stanton para mostrar sin aspavientos las emociones aparejadas al descubrimiento de la propia finitud, a sentimientos de culpa soterrados durante décadas y a la voluntad de redimirlos, a la búsqueda de una aceptación reparadora. ¡Qué regalo la inserción en la historia de elementos autobiográficos de este prolífico actor: el recuerdo de un ruiseñor, fulminado involuntariamente en su Kentucky natal muchos años atrás, su servicio en la Armada como cocinero en un buque transportador de armamento que participó en la batalla de Okinawa, en la Segunda Guerra Mundial…!
Cuanta sabiduría, en fin, la mostrada por el director al basar la inspiración del protagonista, su reconciliación con su destino, en el encuentro casual de Lucky con un excombatiente en la misma contienda (soberbio Skerritt) y en la imagen vívida que éste conserva de la alegría de una pequeña en medio de aquel horror. Esa clave, y la intuición certera del ciclo de la vida (evidente incluso en el extremo de un cactus avejentado), harán brotar la sonrisa más hermosa que recuerdo haber visto en pantalla. Una sonrisa budista.
Lucky, o de cómo un galápago centenario en busca de su destino, un socarrón matasanos y la confidencia emocionada de un veterano de guerra pueden iluminar los últimos pasos de un vaquero solitario. Una joya fílmica, la que John Carroll Lynch y un puñado de amigos en estado de gracia nos ofrecen en hora y media escasa: en mi opinión, la duración perfecta para una película, aborreciendo como aborrezco la prolongación gratuita, tediosa hasta el bostezo, de los metrajes que vienen imponiéndonos las nuevas producciones.
Un paraje austero, semidesértico, en el imaginario fronterizo del oeste americano. Un nonagenario escuchimizado, ajeno al paso del tiempo hasta que la realidad viene a imponer sus reglas. El relato de los días en una población habitada por personajes entrañables, comprometidos todos, sin plena consciencia de ese acuerdo, a apoyarse, remisos en todo caso a reconocer abiertamente ese afecto colectivo.
Todo. Todo en Lucky es extraordinario. Lo es, para empezar, el valor preciso para elegir como protagonista omnipresente de una producción a Harry Dean Stanton, que ya había cumplido noventa años al inicio del rodaje (de hecho, el inolvidable Travis Henderson de Paris, Texas no alcanzó a asistir, por escasas fechas, al estreno del film). Lo es la colaboración espléndida de un buen número de viejos colegas de nuestro personaje: David Lynch, Ed Begley Jr., Tom Skerritt, James Darren, Barry Shabaka Henley, Beth Grant… que bordan sus papeles. Lo es el guión de Logan Sparks y Drago Sumonja, aparentemente simple pero riquísimo en sugerencias y matices, en la estela de otros “manuales” útiles para la preparación de nuestra despedida, desde el antiquísimo Libro de los muertos al también añejo Ars moriendi, auténtico “best seller” en una época azotada por la gran peste. Lo es, desde luego, la selección musical: la banda de Elvis Kuehn, los temas country de Michael Hurley y de Foster Timms, la conmovedora interpretación que el propio Dean Stanton hace del “Volver, volver” de Maldonado…
¡Qué privilegio disfrutar de esta primera realización de John Carroll Lynch, que ya había demostrado sus dotes interpretativas en Fargo, El fundador o Gran Torino! ¡Qué suerte ser testigos de las andanzas de Lucky, desinhibido propietario de calzoncillos pulgueros, fumador compulsivo de Américan Spirit, esforzado gimnasta capaz de completar, entre pitillo y pitillo, veintiún repeticiones de lo que atrabiliariamente califica como “ejercicios de yoga”, aficionado a los concursos televisivos y a resolver, no sin ayuda, crucigramas, individualista convencido, ateo! ¡Qué placer, por si todo ello no bastase, observar la creciente desolación de Howard (David Lynch, sosteniendo un portentoso equilibrio entre la sabiduría y el desatino) ante la fuga de Presidente Roosevelt -“el galápago planeaba su huida desde hace días”-, y su posterior conversión estoicista!
Cuanto talento el derrochado por Harry Dean Stanton para mostrar sin aspavientos las emociones aparejadas al descubrimiento de la propia finitud, a sentimientos de culpa soterrados durante décadas y a la voluntad de redimirlos, a la búsqueda de una aceptación reparadora. ¡Qué regalo la inserción en la historia de elementos autobiográficos de este prolífico actor: el recuerdo de un ruiseñor, fulminado involuntariamente en su Kentucky natal muchos años atrás, su servicio en la Armada como cocinero en un buque transportador de armamento que participó en la batalla de Okinawa, en la Segunda Guerra Mundial…!
Cuanta sabiduría, en fin, la mostrada por el director al basar la inspiración del protagonista, su reconciliación con su destino, en el encuentro casual de Lucky con un excombatiente en la misma contienda (soberbio Skerritt) y en la imagen vívida que éste conserva de la alegría de una pequeña en medio de aquel horror. Esa clave, y la intuición certera del ciclo de la vida (evidente incluso en el extremo de un cactus avejentado), harán brotar la sonrisa más hermosa que recuerdo haber visto en pantalla. Una sonrisa budista.

6,3
18.937
8
7 de febrero de 2009
7 de febrero de 2009
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Michel Gondry ofrece con Rebobine por favor (2008) un precioso regalo a, creo, todo tipo de cinéfilos. O, al menos, a quienes no deja de emocionar la capacidad que el cine tiene para alimentar nuestros sueños, para construir historias, para instruirnos. Y, al tiempo, a quienes buscan lenguajes nuevos, libres, originales; aunque éstos últimos adopten, como aquí, una apariencia extremadamente desaliñada.
No es casual que reiteradamente se haya calificado al realizador francés como el “Méliès del siglo XX”: como en el caso de su compatriota, el cine de Gondry está caracterizado por la imaginación, la creatividad, la utilización de recursos de apariencia, y muy probablemente sustancia, artesanal. Alimenta también sus trabajos, como el ya lejano precursor del cine de fantasía, de lirismo y nostalgia. Recursos todos ellos generosamente derrochados en su faceta de autor de videoclips (para intérpretes tan diversos como Björk, Radiohead, The Chemical Brothers, Kylie Minogue o Rolling Stones), anuncios comerciales (como el realizado para Levi´s, ganador del León de Oro publicitario en Cannes, en 1994), o largometrajes -Human Nature (2002), ¡Olvídate de mí! (2004), La ciencia del sueño (2006)...-.
Rebobine por favor presenta, sin embargo, un matiz diferenciador: no se limita a proyectar luz sobre el placer de crear, ¡invita expresamente a hacerlo!. Y con un resultado envidiable, por otra parte : basta consultar en YouTube el término “sweded” (esto es, “suecada”, como las versiones gloriosamente cutres que Jerry y Mike, los protagonistas de Rebobine..., se ven forzados a perpetrar de títulos clásicos del cine comercial) para comprobar hasta qué punto se han multiplicado los aficionados a hacer remakes, a menudo divertidísimos, de películas tan taquilleras como Jurassic Park, Back to the Future, Titanic, Kill Bill o Forest Gump.
No les desvelaré otras pistas. Me limito a apuntarles que Jack Black y Mos Def -acertados en sus respectivas interpretaciones, que comparten con Danny Glover y con los autoparódicos cameos de Mia Farrow y Sigourney Weaver- se atreven a “reinventar” todos los géneros en su agitada cruzada para salvar el decrépito videoclub de su patrón y amigo.
¿Coincidirán conmigo en que el espíritu de Frank Capra -y, más en concreto, de Qué bello es vivir- sobrevuela esta memorable película de Gondry, especialmente en su final maravilloso que justifica el juicio del crítico Alberto Bermejo, quien califica a Rebobine... como “una de las más bellas declaraciones de amor al cine de todos los tiempos”?.
No es casual que reiteradamente se haya calificado al realizador francés como el “Méliès del siglo XX”: como en el caso de su compatriota, el cine de Gondry está caracterizado por la imaginación, la creatividad, la utilización de recursos de apariencia, y muy probablemente sustancia, artesanal. Alimenta también sus trabajos, como el ya lejano precursor del cine de fantasía, de lirismo y nostalgia. Recursos todos ellos generosamente derrochados en su faceta de autor de videoclips (para intérpretes tan diversos como Björk, Radiohead, The Chemical Brothers, Kylie Minogue o Rolling Stones), anuncios comerciales (como el realizado para Levi´s, ganador del León de Oro publicitario en Cannes, en 1994), o largometrajes -Human Nature (2002), ¡Olvídate de mí! (2004), La ciencia del sueño (2006)...-.
Rebobine por favor presenta, sin embargo, un matiz diferenciador: no se limita a proyectar luz sobre el placer de crear, ¡invita expresamente a hacerlo!. Y con un resultado envidiable, por otra parte : basta consultar en YouTube el término “sweded” (esto es, “suecada”, como las versiones gloriosamente cutres que Jerry y Mike, los protagonistas de Rebobine..., se ven forzados a perpetrar de títulos clásicos del cine comercial) para comprobar hasta qué punto se han multiplicado los aficionados a hacer remakes, a menudo divertidísimos, de películas tan taquilleras como Jurassic Park, Back to the Future, Titanic, Kill Bill o Forest Gump.
No les desvelaré otras pistas. Me limito a apuntarles que Jack Black y Mos Def -acertados en sus respectivas interpretaciones, que comparten con Danny Glover y con los autoparódicos cameos de Mia Farrow y Sigourney Weaver- se atreven a “reinventar” todos los géneros en su agitada cruzada para salvar el decrépito videoclub de su patrón y amigo.
¿Coincidirán conmigo en que el espíritu de Frank Capra -y, más en concreto, de Qué bello es vivir- sobrevuela esta memorable película de Gondry, especialmente en su final maravilloso que justifica el juicio del crítico Alberto Bermejo, quien califica a Rebobine... como “una de las más bellas declaraciones de amor al cine de todos los tiempos”?.

6,7
2.257
9
26 de mayo de 2011
26 de mayo de 2011
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una aldeana añosa, robusta, embutida en un vestido negro fruncido por un sencillo broche, posa junto a un lienzo ocupado por un gran ramo de flores. Sujeta una paleta y un pincel. Su gesto destila ausencia, como si ignorase la presencia de quien está captando uno de sus escasísimos retratos. Alza el mentón y entrecierra los ojos, obstinadamente ajena a las indicaciones de la fotógrafa, quien le ha reclamado que se concentrara en el objetivo. “No, no -ha respondido-, tengo que levantar mi mirada. Mi inspiración viene de arriba”.
La anécdota -cuidadosamente reproducida por Martin Provost en Séraphine, su largometraje biográfico sobre Séraphine Louis, o de Senlis- resume magistralmente la existencia de la pintora naïf, descubierta por el coleccionista alemán Wilhelm Unde. Una vida difícil, marcada por la tempranísima muerte de sus padres: la de su madre, cuando apenas había cumplido doce meses; la de su padre, seis años después. Marcada por una extrema pobreza que la forzó a trabajar desde niña como pastora y, más tarde, como limpiadora en distintas casas de Senlis, localidad del Oise, al norte de París, de la que sólo saldría para ser internada en un manicomio, antesala de una fosa común.
Un universo tenebroso en el que aquella mujer, esquiva como un animal herido, acertó a producir cuadros de una belleza inquietante, luminosa, brutal. Plantas, flores, ramajes poblados de hojas a veces adornadas con plumas extremadamente sutiles, a veces concupiscentes, amenazadoramente carnosas como especies carnívoras que vigilaran a quien las observa. Hojas entrelazadas con hojas, creando un movimiento continuo, astral, un torbellino palpitante y refulgente, reflejo del éxtasis espiritual en el que transcurrían las noches insomnes de aquel ser guiado por ángeles exigentes.
Un mundo vegetal construido con pinturas amasadas en un proceso secreto, alquímico, del que nunca reveló las fórmulas. Trazado a menudo con las yemas de los dedos, como si el uso de los pinceles viniera a establecer una distancia excesiva en el proceso liberador de la obra.
Una biografía como la apuntada podría haberse traducido en un filme excesivo, como el que Minnelli dedicó a Van Gogh. Provost, por el contrario, compone en Séraphine una aproximación calma, sensible, al personaje. Secuencias trazadas sin urgencia alguna se recrean, teñidas en tonos pasteles, en la descripción de los objetos, los paisajes, las costumbres de sus pobladores, como en un ejercicio de catalogación etnográfica. La intensidad de las vidas de Wilhelm Unde -uno de los impulsores del fauvismo, el cubismo o el arte primitivista-, de su amante Helmut Kolle, de su hermana Anne Marie, autora de la fotografía a la que me refería al inicio de este apunte, o de la propia pintora, se remansa en los tonos armónicos que habitan buena parte de los planos de la película. Aquí, el director huye de cualquier atisbo de artificio, atento a la interpretación portentosa de una gigantesca Yolande Moreau.
La anécdota -cuidadosamente reproducida por Martin Provost en Séraphine, su largometraje biográfico sobre Séraphine Louis, o de Senlis- resume magistralmente la existencia de la pintora naïf, descubierta por el coleccionista alemán Wilhelm Unde. Una vida difícil, marcada por la tempranísima muerte de sus padres: la de su madre, cuando apenas había cumplido doce meses; la de su padre, seis años después. Marcada por una extrema pobreza que la forzó a trabajar desde niña como pastora y, más tarde, como limpiadora en distintas casas de Senlis, localidad del Oise, al norte de París, de la que sólo saldría para ser internada en un manicomio, antesala de una fosa común.
Un universo tenebroso en el que aquella mujer, esquiva como un animal herido, acertó a producir cuadros de una belleza inquietante, luminosa, brutal. Plantas, flores, ramajes poblados de hojas a veces adornadas con plumas extremadamente sutiles, a veces concupiscentes, amenazadoramente carnosas como especies carnívoras que vigilaran a quien las observa. Hojas entrelazadas con hojas, creando un movimiento continuo, astral, un torbellino palpitante y refulgente, reflejo del éxtasis espiritual en el que transcurrían las noches insomnes de aquel ser guiado por ángeles exigentes.
Un mundo vegetal construido con pinturas amasadas en un proceso secreto, alquímico, del que nunca reveló las fórmulas. Trazado a menudo con las yemas de los dedos, como si el uso de los pinceles viniera a establecer una distancia excesiva en el proceso liberador de la obra.
Una biografía como la apuntada podría haberse traducido en un filme excesivo, como el que Minnelli dedicó a Van Gogh. Provost, por el contrario, compone en Séraphine una aproximación calma, sensible, al personaje. Secuencias trazadas sin urgencia alguna se recrean, teñidas en tonos pasteles, en la descripción de los objetos, los paisajes, las costumbres de sus pobladores, como en un ejercicio de catalogación etnográfica. La intensidad de las vidas de Wilhelm Unde -uno de los impulsores del fauvismo, el cubismo o el arte primitivista-, de su amante Helmut Kolle, de su hermana Anne Marie, autora de la fotografía a la que me refería al inicio de este apunte, o de la propia pintora, se remansa en los tonos armónicos que habitan buena parte de los planos de la película. Aquí, el director huye de cualquier atisbo de artificio, atento a la interpretación portentosa de una gigantesca Yolande Moreau.
10
15 de febrero de 2009
15 de febrero de 2009
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
"La edad de la ignorancia" (2007) -la más reciente creación del quebequés Denys Arcand- viene a completar la trilogía iniciada en 1986 con "El declive del imperio americano", título al que siguió en 2003 "Las invasiones bárbaras", premiado con el Oscar a la Mejor película de habla no inglesa. El hilo de continuidad respecto a las dos obras anteriores es, sin embargo, menos evidente que el que unía a aquellas. Si "El declive..." y "Las invasiones..." estaban protagonizados por el mismo grupo de amigos, en "La edad de la ignorancia" descubrimos a uno solo de aquellos representantes de la clase “ilustrada” canadiense, Pierre, resumiendo en su calamitoso presente la visión feroz que sobre la sociedad y la vida mantiene el director desde sus primeros trabajos.
Existe, sin embargo, una lógica férrea en esa mirada a nuestro tiempo que permite a Arcand compararlo con otros períodos oscuros del pasado: la desintegración de la cultura clásica, la fragmentación política del medievo... Si en la secuencia inicial de "El declive..." uno de sus protagonistas, el profesor universitario Remy, afirmaba que “el derecho, la moral y la justicia son nociones ajenas a la historia”, en "Las invasiones..." aquel promiscuo docente, humanizado en su agonía, sostenía que “la historia de la humanidad es una historia de horror”. Y ese diagnóstico tiñe en "La edad...", radicalmente, el funcionamiento de un Quebec que Arcand dibuja como una sociedad fracasada, regida por una Administración radicalmente inútil.
En una de las reprimendas que el personaje principal de "La edad de la ignorancia" recibe de sus superiores, se le recuerda que en Quebec está prohibido pronunciar la palabra “enano”, vocablo maldito que debe sustituirse por “persona pequeña”. ¿No resulta dolorosamente chocante que se encomiende utilizar esa expresión presuntamente correcta a quien se sabe el más pequeño de los hombres, permanente fugista por medio de ensoñaciones a medio camino entre lo surreal y lo patético?.
El pesimismo social que sobrevuela el conjunto del trabajo del realizador (tamizado, desde luego, por una visión irónica de la existencia) se concreta aquí en un funcionario anodino, condenado a vivir rodeado por la avalancha de noticias de un mundo que se descoyunta por instantes, por la imbecilidad de la Administración para la que trabaja, por la frialdad de aquellos de quien reclama cariño y la impotencia para ofrecérselo de aquella que, de no estar atrapada por el Alzheimer, podría proporcionárselo.
Un cuadro negro, desde luego. Y, sin embargo, Denys Arcand apunta una posibilidad de redención, una vía para enderezar, siquiera individualmente, el curso de la existencia: apartar los subterfugios mentales, volver la mirada a los sentimientos y esperanzas más esenciales, reiniciar el camino desde la soledad... para que, como en la escena final de esta película, las frutas bañadas por una hermosa luz puedan convertirse en una obra de arte.
Existe, sin embargo, una lógica férrea en esa mirada a nuestro tiempo que permite a Arcand compararlo con otros períodos oscuros del pasado: la desintegración de la cultura clásica, la fragmentación política del medievo... Si en la secuencia inicial de "El declive..." uno de sus protagonistas, el profesor universitario Remy, afirmaba que “el derecho, la moral y la justicia son nociones ajenas a la historia”, en "Las invasiones..." aquel promiscuo docente, humanizado en su agonía, sostenía que “la historia de la humanidad es una historia de horror”. Y ese diagnóstico tiñe en "La edad...", radicalmente, el funcionamiento de un Quebec que Arcand dibuja como una sociedad fracasada, regida por una Administración radicalmente inútil.
En una de las reprimendas que el personaje principal de "La edad de la ignorancia" recibe de sus superiores, se le recuerda que en Quebec está prohibido pronunciar la palabra “enano”, vocablo maldito que debe sustituirse por “persona pequeña”. ¿No resulta dolorosamente chocante que se encomiende utilizar esa expresión presuntamente correcta a quien se sabe el más pequeño de los hombres, permanente fugista por medio de ensoñaciones a medio camino entre lo surreal y lo patético?.
El pesimismo social que sobrevuela el conjunto del trabajo del realizador (tamizado, desde luego, por una visión irónica de la existencia) se concreta aquí en un funcionario anodino, condenado a vivir rodeado por la avalancha de noticias de un mundo que se descoyunta por instantes, por la imbecilidad de la Administración para la que trabaja, por la frialdad de aquellos de quien reclama cariño y la impotencia para ofrecérselo de aquella que, de no estar atrapada por el Alzheimer, podría proporcionárselo.
Un cuadro negro, desde luego. Y, sin embargo, Denys Arcand apunta una posibilidad de redención, una vía para enderezar, siquiera individualmente, el curso de la existencia: apartar los subterfugios mentales, volver la mirada a los sentimientos y esperanzas más esenciales, reiniciar el camino desde la soledad... para que, como en la escena final de esta película, las frutas bañadas por una hermosa luz puedan convertirse en una obra de arte.
21 de julio de 2007
21 de julio de 2007
9 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Historia de la Humanidad -la Historia con mayúscula- la escriben los Faraones. O Julio César, o Napoleón, depende. Lo recordaba, con notable eficacia didáctica, Brecht en su poema a los constructores de civilizaciones. Sólo que -como reivindican los defensores de la microhistoria, las personas “de a pie” que defienden la aportación de sus semejantes al avance de las sociedades- la aventura humana es infinitamente más rica y compleja que la reducción a la que nos tienen acostumbrados sus relatores. Faraones, sí, ordenando levantar pirámides; pero, ¿quien daba el agua a los camellos que arrastraron las moles de piedra?.
Esta es, entre otras, una de las sugerencias de esta magnífica, deliciosa producción australiana, dirigida en 2.000 por Rob Sitch con el título original de “The Dish”. “La Luna en directo” -narración de un aspecto desconocido de la llegada del hombre a la superficie lunar, en julio de 1969, a bordo del Apolo XI- conecta, en este sentido, con la tradición del teatro clásico español, en el que una subtrama de personajes secundarios ofrece el contrapunto a las andanzas de las “primeras figuras”, mostrándolas desde una perspectiva más inmediata al espectador, a menudo más matizada y “radicalmente humana”.
Así, el film nos describe el papel que determinadas circunstancias iban a reservar a una minúscula población australiana, Parks, en la difusión de aquel logro tecnológico y sociopolítico de magnitud global a cientos de millones de boquiabiertos espectadores. De paso, y con la aparente sencillez que caracteriza buena parte del mejor cine de nuestras antípodas, nos habla de las limitaciones, sueños, deseos, voluntad de superación y ambiciones de sus lugareños, a quienes se encargaba una misión que, conforme a todas las apariencias, parecía venirles extremadamente grande.
El enorme acierto de Sitch consiste en haber sabido acercarse con todo el humor, y el amor, del mundo a esos personajes agobiados por una responsabilidad entreverada con un mal disimulado orgullo localista. Como resultado, una de las más divertidas y entrañables comedias de los últimos años, subrayada por la acertadísima actuación de sus intérpretes, impagables en sus matices. Toda una fiesta.
Esta es, entre otras, una de las sugerencias de esta magnífica, deliciosa producción australiana, dirigida en 2.000 por Rob Sitch con el título original de “The Dish”. “La Luna en directo” -narración de un aspecto desconocido de la llegada del hombre a la superficie lunar, en julio de 1969, a bordo del Apolo XI- conecta, en este sentido, con la tradición del teatro clásico español, en el que una subtrama de personajes secundarios ofrece el contrapunto a las andanzas de las “primeras figuras”, mostrándolas desde una perspectiva más inmediata al espectador, a menudo más matizada y “radicalmente humana”.
Así, el film nos describe el papel que determinadas circunstancias iban a reservar a una minúscula población australiana, Parks, en la difusión de aquel logro tecnológico y sociopolítico de magnitud global a cientos de millones de boquiabiertos espectadores. De paso, y con la aparente sencillez que caracteriza buena parte del mejor cine de nuestras antípodas, nos habla de las limitaciones, sueños, deseos, voluntad de superación y ambiciones de sus lugareños, a quienes se encargaba una misión que, conforme a todas las apariencias, parecía venirles extremadamente grande.
El enorme acierto de Sitch consiste en haber sabido acercarse con todo el humor, y el amor, del mundo a esos personajes agobiados por una responsabilidad entreverada con un mal disimulado orgullo localista. Como resultado, una de las más divertidas y entrañables comedias de los últimos años, subrayada por la acertadísima actuación de sus intérpretes, impagables en sus matices. Toda una fiesta.
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