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España España · Ávila
Críticas de Ludovico
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
La sociedad del espectáculo
Documental
Francia1973
7,0
328
Documental, Intervenciones de: Leonid Brezhnev, Fidel Castro, Guy Debord, Jacques Duclos, Robert Fabre ...
4
11 de febrero de 2013
46 de 55 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1957 se constituye la Internacional Situacionista. Guy Debord está entre sus fundadores y va a ser el principal referente teórico del grupo que, se supone de forma discutible, tendrá un papel destacado en la inspiración de los acontecimientos del 68 en Francia. Un año antes, en 1967, Debord había escrito su obra fundamental, “La sociedad del espectáculo”, que él mismo llevará al cine en 1973. En su libro, Debord había desarrollado a lo largo de 221 tesis sus ideas fundamentales acerca de la moderna sociedad capitalista como sistema totalitario estructurado en torno al concepto de “mercancía”, en el que la vida, sustituida por su imagen, se ha convertido en mera representación o espectáculo.

Por más que Debord y el situacionismo aparecieran en su época como un movimiento radicalmente innovador y escandalosamente heterodoxo en el panorama político, en realidad solo los cuadriculados y ramplones esquemas de la izquierda comunista de la época, ya fuera prosoviética, trotskista o maoísta, le hicieron aparecer de ese modo. Vistos en perspectiva, los análisis de Debord no se apartan, en lo esencial y en el fondo, de la ortodoxia marxista más estricta. Únicamente la estrechez de su universo confería magnitud a diferencias que no pasarían de ser matices, contempladas desde un marco de referencia más amplio. Pero ya se sabe que para los militantes políticos de todo signo lo real se identifica con lo social.

Llevar al cine un ensayo de filosofía social como “La sociedad del espectáculo” parece un proyecto descabellado. Y, en efecto, lo es. Debord hace una selección de fragmentos de su libro, que, sin cambiar una coma, son recitados por una voz en off, mientras en la pantalla aparecen imágenes, más o menos relacionadas con el texto, tomadas de fuentes diversas: noticiarios de la época, anuncios publicitarios, fragmentos de conocidas películas, etc. Todo ello de acuerdo con el característico “détournement” situacionista: recuperación de elementos ya existentes para reutilizarlos en un sentido crítico-revolucionario. En cualquier caso, el discurso oral es el elemento rector del film y las imágenes no pasan de tener el papel secundario de una mera ilustración.

Sin entrar a juzgar el texto de Debord, y aún aceptando su interés, la película, en mi opinión, fracasa; a quienes conozcan el libro, el film no les aportará nada nuevo, y quienes no lo conozcan se quedarán a dos velas, pues la complejidad conceptual del discurso hace de él, de manera obvia, un texto destinado a ser leído y no a ser escuchado. Las imágenes escasamente aportan nada al conjunto. No discuto la importancia de Debord como teórico de sociología marxista, incluso, si se quiere, como “filósofo”, pero como cineasta creo que su papel es más bien irrelevante. Por otra parte, ¿creía verdaderamente él mismo en la posible eficacia revolucionaria de sus películas? Debord era lo bastante inteligente como para pensar una cosa así. ¿Cual era entonces su intención?...

Sé que al formular estas críticas, entro en ese espacio al que se dirigía el propio Debord, cuando, unos años después, afirmaba: “Los especialistas en cine han dicho que había en la película una mala política revolucionaria; y los políticos de todas las izquierdas ilusionistas han dicho que era mal cine. Pero cuando se es a la vez revolucionario y cineasta se demuestra fácilmente que su acritud general deriva de la evidencia de que el film en cuestión es la crítica exacta de la sociedad que ellos no saben combatir y el primer ejemplo del cine que ellos no saben hacer”. La arrogancia intelectual de Debord y su incapacidad para aceptar cualquier crítica queda bien patente no solo en esas palabras, sino, sobre todo, en el título mismo del cortometraje que firmaría dos años más tarde: “Refutación de todos los juicios tanto elogiosos como hostiles formulados hasta ahora sobre el film ‘La sociedad del espectáculo’”.

El mesianismo de Debord, que se creía iluminado y en posesión de una verdad absoluta y completa que, curiosamente y a lo que parece, no estaba dispuesto a compartir ni siquiera con sus amigos, es un hecho lamentablemente común. Pero Debord cree ser el único en ver la verdad y toda la verdad. Todo el cine forma parte de la sociedad del espectáculo... salvo el suyo. Toda actitud ante el hecho social es farisaica y aliada del poder... salvo la suya. Demasiado vulgar y demasiado banal. Si Debord hubiera sido capaz de trascender su visión cerrilmente ideológica, habría podido percibir que ese arte, que él despreciaba aunque cultivara, puede desvelar realidades que se abren más allá de sus análisis, tan brillantes en sus reducidos límites como miopes en su capacidad para abarcar un ámbito más amplio.

En ese canto de autoexaltación que es “In girum imus nocte...” realizada pocos años después, Debord diría, entre otras cosas: “Yo he merecido el odio universal de la sociedad de mi tiempo, y me hubiera disgustado tener otros méritos a los ojos de esa sociedad... es en el cine donde he provocado la indignación más completa y unánime... mi mera existencia sigue siendo una hipótesis generalmente refutada. Me veo situado por encima de todas las leyes del género... No es poca satisfacción para mí presentar una obra que está absolutamente por encima de toda crítica...».

Con toda su inteligencia, parece que Debord no llegó a comprender nunca que él era parte del espectáculo que denunciaba (alguien podrá decir que del área conocida como “psicopatología”) y que su cine estaba destinado a formar parte integrante --mucho más que el de otros cineastas menos “espectacularmente revolucionarios”-- de la sociedad que pretendía combatir. Sus partidarios, me podrán acusar de una crítica fácil y ya antes formulada. Concedido; no pretendo, por supuesto, tener la brillantez de Debord; pero que dos y dos sean cuatro no es menos cierto por el hecho de ser una verdad insistentemente repetida y formar parte del acervo común.
Ludovico
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10
17 de abril de 2012
41 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas inclasificables, que no sólo escapan a la lógica del género al que aparentemente pertenecen, sino que incluso hacen difícil un análisis coherente (sobre todo si, además, como es el caso, ha de ser breve). Vampyr me parece una de ellas. Puede fascinar, pero es difícil razonar por qué. La mente racionalista no encontrará en ella más que limitaciones, cosas inexplicadas, contradicciones --incluso absurdos--, y sin embargo... Y aunque no se trata de sustituir la experiencia suprarracional de su visión por un intento de descodificación, como si de un mensaje en clave se tratara, creo que una cierta interpretación puede facilitar una recepción más plena.

Vampyr es, sobre todo, una película con alma. Una de esas películas que pueden llegar muy hondo, pasando a formar parte de ese pequeño grupo de experiencias de “revelación” que se van atesorando a lo largo de una vida y que se conservan en lo más íntimo de uno mismo como poseedoras de las claves mismas de la existencia. Ahí pueden coexistir con ciertos sueños especiales, con unos recuerdos lejanos, con ciertas visiones interiores, con algunas experiencias estéticas mágicas...

C.D. Friedrich, el gran pintor del Romanticismo alemán, decía: «Cierra tu ojo corporal a fin de ver con el ojo de tu espíritu y haz surgir a la luz del día lo que has visto en la oscuridad». Sin duda Dreyer, maestro de maestros, sabía mirar con el ojo del espíritu y ver allí donde la mirada física no alcanza; pero no sólo eso: era, además, capaz de transmitir lo que había visto.

Posiblemente Vampyr desconcierte en una primera visión. A pesar de que la acción se desarrolla en el curso de una sola noche y en unos escenarios limitados (castillo, guarida de los vampiros, posada y molino), por algún motivo nos hace perder las referencias espaciotemporales. Y no es casual que así sea, pues Dreyer nos traslada a un mundo donde tiempo y espacio ya no son esas magnitudes uniformes y medibles con las que estamos familiarizados, sino que adquieren una dimensión cualitativa. Estamos sencillamente en otro mundo, en ese mundo intermedio que Henry Corbin --el filósofo occidental que mejor lo ha tematizado-- designó como “mundo imaginal” y que tan perfectamente conocía Swedemborg, el teósofo sueco del siglo XVIII, por el que tanto interés había demostrado Dreyer. Mundo imaginal, es decir, mundo intermedio del alma, entre lo material y lo puramente espiritual, en el que se espiritualizan los cuerpos y se corporifica el espíritu y, por eso mismo, más real y más “objetivo” que el mundo meramente físico de nuestra experiencia común.

Ése es el mundo de la experiencia visionaria, de los sueños “verdaderos” (los que entran por la “puerta de cuerno”, según Homero), que si bien se eleva por encima del mundo físico, tiene también un submundo inferior, pues puede ser tanto puerta de los cielos como entrada a los infiernos.

(Termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Ludovico
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10
6 de febrero de 2018
34 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra de Bresson me parece presidida por cuatro categorías fundamentales: gracia, predestinación, libertad y pecado, que podríamos imaginar dispuestas en forma de cruz: a ambos lados, formando el tramo horizontal, la libertad y la predestinación, en un combate perpetuo que nunca deja de manifestarse en este mundo. En el eje vertical, arriba y abajo, la gracia y el pecado («la gravedad y la gracia», que decía Simone Weil). En el centro, el alma humana sometida a esa cuádruple y heterogénea tensión. Y podemos imaginar el conjunto dispuesto sobre un círculo que no sería otra cosa que la prisión del mundo, idea que recorre toda su obra y que se repite a nivel macrocósmico —la humanidad encerrada en la prisión del mundo— y microcósmico —el alma encerrada en la prisión del cuerpo—. No es casual que Bresson dedicase una de sus primeras películas a contarnos la evasión de «un condenado a muerte», título que acaso deba leerse de forma más metafórica que literal y que bien podría aludir a la propia condición humana.

En la primera mitad de su filmografía —es decir, hasta «Al azar de Baltasar», que se sitúa justo en el punto medio, séptimo de los trece largometrajes que la integran— libertad y predestinación mantienen un difícil equilibrio, pero la gracia prevalece sobre el pecado. El cineasta, como el cura de su «Diario...», parece pensar que, en definitiva, «todo es gracia».

En la segunda mitad, incluyendo «Al azar...», la fatalidad, por el contrario, puede más que la libertad y el pecado superará abrumadoramente a la gracia. Esas dos ideas esenciales de la obra bressoniana, la predestinación y la naturaleza pervertida del hombre caído, son también dos ideas esenciales del jansenismo, al que parece casi obligado referirse al hablar de su cine. ¿Era el cineasta realmente jansenista? Es difícil deducir de sus películas lo que concretamente pensaba, pero la segunda mitad de su filmografía parece ser el terreno en que se desarrolla un agudo conflicto, nunca resuelto, entre su inclinación jansenista y un creciente rechazo de Dios.

La dialéctica entre predestinación y libre albedrío, que a nivel profano se manifiesta como el conflicto entre determinismo y libertad, aparece ya desde «Los ángeles del pecado»; no obstante, hasta su sexta película, «El proceso de Juana de Arco», ese sentimiento de fatalidad se ve contrarrestado por unos protagonistas con motivaciones fuertes, impulsados por una firme voluntad personal que parece darles la suficiente fortaleza para oponerse, con más o menos éxito, a su destino. No ocurre ya así en «Al azar...», donde la joven protagonista, Marie, es absolutamente impotente y donde la sensación de fatalidad se muestra inevitable, asfixiante, y se enfatiza aún más en la figura de Baltasar. Bresson subraya incluso con amarga ironía el carácter ilusorio de la libertad y la seguridad del ser humano a la hora de formular sus propósitos, como vemos en un par de ocasiones al principio del film. La naturaleza pecaminosa del hombre caído —si se prefiere, la presencia del mal en el mundo— pasa a ocupar un lugar central, y será, a partir de ahí, el tema de fondo dominante en sus películas. La visión de la condición humana se ensombrece, el sufrimiento se impone, el libre albedrío choca con la injusticia insuperable del mundo y la ausencia de fe, que deja paso a la desesperanza, retiene el poder de la gracia. La pregunta que se plantea en «Al azar...», más problemáticamente que en cualquier película anterior de Bresson, es cómo se puede creer en un universo dirigido por Dios frente a la devastadora presencia de la ignorancia, la brutalidad, la insensatez. Esta cuestión presidirá y conformará todo su trabajo posterior.

Consecuentemente, la narración ya no va a estar impulsada por una acción virtuosa o una conducta positiva, sino que será generada siempre por un comportamiento inicuo, o, en términos teológicos, por el pecado. Bresson no es, desde luego, un discípulo de Rousseau: el hombre no es bueno por naturaleza, aunque, en realidad, el mal no es tanto el resultado de una voluntad personal cuanto la inevitable expresión de la naturaleza caída del mundo, lo que agrava su condición al situarlo más allá de la voluntad humana. El mal tiene un origen difuso, indistinto, inalcanzable.

La creación parece cada vez más alejada de Dios. ¿Es esa la descreída visión de un Bresson que va perdiendo la fe? ¿O es que Dios se separa del mundo, como parte de su inescrutable proyecto? ¿O acaso es la humanidad pervertida la que se aparta de Dios? En todo caso, desaparecida la fe en la redención, el amor ya no es posible, la soledad se impone, y el suicidio es frecuente, como única forma de escapar a la prisión del mundo. La vida siempre ha sido un viacrucis para Bresson, pero, en sus primeras películas, sus personajes encontraban una salida. Y no solo Fontaine («Un condenado...»), también Michel («Pickpocket»), que encuentra el sentido de su vida en la prisión, y el cura de Ambricourt («Diario...»), al que la muerte le llega de forma providencial para liberarlo interiormente. Y algo equivalente podría decirse de Juana («El proceso...»). Pero ya no va a ser así a partir de «Al azar...»; ahora se diría que ya no cabe esperar nada de la providencia, ni siquiera la salida liberadora de la muerte.

«Al azar...» y su siguiente película, «Mouchette», me parecen las dos alas indisociables de un mismo díptico, y el «destino natural» de Marie parece ser a todas luces el suicidio, como lo será en el caso de Mouchette. Pero, desde el punto de vista de la estructura dramática del film, la muerte de Marie encajaría mal en la trama, al entrar en competencia con la de Baltasar. Bresson prefiere entonces dejarlo en la ambigüedad: «Marie se ha ido y ya no volverá» afirma la madre con una seguridad que llama la atención, como si se hubiera querido dejar al espectador la posibilidad de una interpretación más metafórica que literal de esas palabras.
.../...
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Ludovico
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10
11 de septiembre de 2011
34 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Elegía de un viaje” es un título que podría convenir, al menos en un sentido metafórico, a casi todas las películas de Sokurov. El tono elegíaco es inherente a la perspectiva intelectual del director siberiano, y , como tal, se transmite a la mayor parte de sus películas; perspectiva intelectual sin duda anacrónica, desde el punto de vista de los criterios en vigencia, de un hombre que no se identifica en absoluto con las pautas y los modelos de la modernidad y que más bien añora un mundo perdido; un mundo que —no se confunda— no se sitúa en el plano de lo históricamente anterior, sino de lo ontológicamente superior: no se añoran unas formas sociales o políticas del pasado, sino un estado del ser del que el hombre —disfrutara o no de él en épocas pretéritas— se encuentra ahora existencialmente privado; sentimiento, podríamos decir, “cinematográficamente heredado” de su maestro reconocido, Andrei Tarkovsky.

Como apuntaba en mi crítica a otra de sus elegías —la “Elegía oriental”— “viajes” son también, en un sentido, todas sus películas, pues, el arte, y, por ende, el cine, es para Sokurov —tanto desde el punto de vista del creador como del espectador—, un camino de conocimiento que puede hacer avanzar en la consecución de un destino transcendente. Viaje o trayecto, pues, espiritual o iniciático, que implica la posibilidad de una experiencia transformadora, que se ofrece en sus películas, como se ofrece en toda obra arte que merezca tal nombre.

Pero en este caso estamos también ante la descripción de un viaje en el sentido más literal, un fascinante recorrido por esos parajes imaginales, que tan bien conoce Sokurov, en los que parece espiritualizarse lo material y materializarse lo espiritual, que le llevarán hasta un lugar remoto en el que se consumará una experiencia de “revelación”, en realidad el reencuentro con lo de algún modo ya conocido, pues, como decía Platón, todo conocimiento es en realidad un re-conocimiento, vehiculado en este caso por una serie de obras pictóricas y, en particular, por un cuadro de Pieter Saenredam, pintor neerlandés del siglo XVII.

La nostalgia del paraíso perdido, el anhelo por regresar a la patria celestial de origen, impregna y da forma como sentimiento dominante a todos los llamados “documentales” (?) de Sokurov y me parece especialmente presente —o al menos particularmente explícito— en éste. Probablemente, a quien no participe en alguna medida de ese sentimiento, su cine le resultará aburrido y escasamente interesante. Pero quien se sienta en el exilio, quien piense que —como dice el Zohar, y como bien sabe el autor de “Madre e hijo”— “el misterio nos envuelve y es nuestro destino”, quien crea que “lo secreto habita en el corazón de la apariencia”, y anhele llegar a desvelar ese misterio, quien aspire a “volver a casa”, como decían los románticos, podrá encontrar en las películas de Aleksander Sokurov una mina inagotable de sentido.
Ludovico
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4
12 de noviembre de 2012
102 de 173 usuarios han encontrado esta crítica útil
No me gusta John Ford. O, para ser más, preciso: no me interesa. Personajes planos y ramplones, ya sea en su “bondad” o en su “maldad” --siempre según los cánones del maniqueísmo más simplista--, actuando como marionetas programadas con un limitado repertorio. Situaciones repetidas en tramas destinadas a satisfacer los anhelos de la parte más primaria de nuestra psique: que ganen los buenos y vivamos sin problemas, protegidos por la ley, bajo la mirada paternal de la autoridad benefactora. Vista una, vistas todas. Situaciones tópicas que algunos (o muchos) contemplan tan fascinados como el niño que escucha por centésima vez el cuento que se sabe de memoria. El asunto es que hay cosas que están muy bien en la infancia, pero que conviene replantearse en la edad adulta, a riesgo, si no, de convertirse en patologías crónicas. Y, sobre todo, creo yo, hay que saber distinguir con claridad el mito --en el sentido más profundo del término, es decir, el relato arquetípico que, en su abstracción, sintetiza la sencillez de lo esencial-- de su caricatura, que, en su esquematización, reduce todo a la simpleza de lo banal. Digan lo que digan los estructuralistas, entre Perceval y Rambo hay ciertas diferencias no completamente desdeñables.

Ford imprimía carácter a cuanto tocaba, no hay duda; por ejemplo, a los actores. Cada vez que veo a John Wayne me parece estar contemplando un autómata. ¿Cómo ese amasijo de gestos y reacciones estereotipadas puede resultar convincente para alguien? ¿De verdad que es posible imaginarse a este ser, supongo que humano, expresando alguna vez algo parecido a un pensamiento? Si los personajes centrales carecen de todo interés en las películas de Ford, los secundarios son dignos de integrarse en una antología ilustrada de la estupidez: en particular, esos personajillos grotescos, supuestamente cómicos --Ford se debía creer con “sentido del humor”-- que destinados, se diría, a la primera infancia, en lugar de gracia provocan vergüenza ajena.

El cine de Ford, fabricado a la medida de la mentalidad popular USA, es lo más semejante al cine por ordenador que se ha hecho hasta la fecha: se introducen en el programa unos pocos datos cuidadosamente escogidos desde la psicología de masas, se elaboran las posibles combinaciones, se eliminan algunas según ciertos criterios de exclusión, se adereza todo con un sentimentalismo de pacotilla, y ahí tenemos ya su vasta filmografía: bien hecha, completamente ajustada al gusto de las mayorías y perfectamente hueca. Su “lirismo” (tema recurrente en las críticas) me parece, con todos los respetos, el propio de los cuadros de ciervos; su contenido intelectual, similar al que pueda encontrarse en un tebeo para niños.

Termino en el spoiler
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Ludovico
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