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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
5
31 de enero de 2008
83 de 128 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película extremadamente ambiciosa, pero, en mi opinión, fallida. El guionista ha percibido con cierta profundidad la naturaleza de reacciones y comportamientos, ha avistado, incluso con hondura, los entresijos del alma humana, pero sin embargo algo falla. Pienso que la película no funciona porque una cosa es un personaje y otra una máquina de soltar discursos a toda pastilla. La película adolece de sobresaturación dialógica y eso, en cine, suele ser grave. Esa continua búsqueda de la quintaesencialidad en el discurso, acompañada de la imprescindible sobriedad, produce obras geniales en los genios; pero, víctima de una especie de maníaca embriaguez, autoseducido por su propia locuacidad, Aristarain —que podría ser un buen director pero no es un genio— construye un guión aquejado de principio a fin de hipertrofia verborreica. Se puede admirar su extraordinaria habilidad para construir técnicamente los diálogos, y no se discute que escribir un guión así no sea fácil; el problema es que tampoco el triple salto mortal es fácil, pero, excluyendo el circo, su utilidad es escasa.

Uno se pregunta cómo es posible que unos personajes que hablan como filósofos consumados, siempre con la frase justa, precisa, redonda, de brillantez argentina —en ambos sentidos—, puedan andar por la vida tan absolutamente perdidos, empezando por ese insufrible Dante que parece un compendio de filosofía práctica para deslumbramiento de jóvenes posmodernos. ¿Será quizás porque — exceptuando a Hache, el único personaje que todavía conserva vagamente algo que recuerda a la condición humana— jamás asoma en ellos ni la más leve sombra de una duda? No lo sé; en todo caso, la película merecería tener al final un índice analítico, como los libros de ensayo.

Buena la interpretación, cierto, aunque el lenguaje cinematográfico sea, en general, más bien pobretón. Parece que todas las energías se les fueron en el lenguaje oral.
4
11 de febrero de 2013
47 de 56 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1957 se constituye la Internacional Situacionista. Guy Debord está entre sus fundadores y va a ser el principal referente teórico del grupo que, se supone de forma discutible, tendrá un papel destacado en la inspiración de los acontecimientos del 68 en Francia. Un año antes, en 1967, Debord había escrito su obra fundamental, “La sociedad del espectáculo”, que él mismo llevará al cine en 1973. En su libro, Debord había desarrollado a lo largo de 221 tesis sus ideas fundamentales acerca de la moderna sociedad capitalista como sistema totalitario estructurado en torno al concepto de “mercancía”, en el que la vida, sustituida por su imagen, se ha convertido en mera representación o espectáculo.

Por más que Debord y el situacionismo aparecieran en su época como un movimiento radicalmente innovador y escandalosamente heterodoxo en el panorama político, en realidad solo los cuadriculados y ramplones esquemas de la izquierda comunista de la época, ya fuera prosoviética, trotskista o maoísta, le hicieron aparecer de ese modo. Vistos en perspectiva, los análisis de Debord no se apartan, en lo esencial y en el fondo, de la ortodoxia marxista más estricta. Únicamente la estrechez de su universo confería magnitud a diferencias que no pasarían de ser matices, contempladas desde un marco de referencia más amplio. Pero ya se sabe que para los militantes políticos de todo signo lo real se identifica con lo social.

Llevar al cine un ensayo de filosofía social como “La sociedad del espectáculo” parece un proyecto descabellado. Y, en efecto, lo es. Debord hace una selección de fragmentos de su libro, que, sin cambiar una coma, son recitados por una voz en off, mientras en la pantalla aparecen imágenes, más o menos relacionadas con el texto, tomadas de fuentes diversas: noticiarios de la época, anuncios publicitarios, fragmentos de conocidas películas, etc. Todo ello de acuerdo con el característico “détournement” situacionista: recuperación de elementos ya existentes para reutilizarlos en un sentido crítico-revolucionario. En cualquier caso, el discurso oral es el elemento rector del film y las imágenes no pasan de tener el papel secundario de una mera ilustración.

Sin entrar a juzgar el texto de Debord, y aún aceptando su interés, la película, en mi opinión, fracasa; a quienes conozcan el libro, el film no les aportará nada nuevo, y quienes no lo conozcan se quedarán a dos velas, pues la complejidad conceptual del discurso hace de él, de manera obvia, un texto destinado a ser leído y no a ser escuchado. Las imágenes escasamente aportan nada al conjunto. No discuto la importancia de Debord como teórico de sociología marxista, incluso, si se quiere, como “filósofo”, pero como cineasta creo que su papel es más bien irrelevante. Por otra parte, ¿creía verdaderamente él mismo en la posible eficacia revolucionaria de sus películas? Debord era lo bastante inteligente como para pensar una cosa así. ¿Cual era entonces su intención?...

Sé que al formular estas críticas, entro en ese espacio al que se dirigía el propio Debord, cuando, unos años después, afirmaba: “Los especialistas en cine han dicho que había en la película una mala política revolucionaria; y los políticos de todas las izquierdas ilusionistas han dicho que era mal cine. Pero cuando se es a la vez revolucionario y cineasta se demuestra fácilmente que su acritud general deriva de la evidencia de que el film en cuestión es la crítica exacta de la sociedad que ellos no saben combatir y el primer ejemplo del cine que ellos no saben hacer”. La arrogancia intelectual de Debord y su incapacidad para aceptar cualquier crítica queda bien patente no solo en esas palabras, sino, sobre todo, en el título mismo del cortometraje que firmaría dos años más tarde: “Refutación de todos los juicios tanto elogiosos como hostiles formulados hasta ahora sobre el film ‘La sociedad del espectáculo’”.

El mesianismo de Debord, que se creía iluminado y en posesión de una verdad absoluta y completa que, curiosamente y a lo que parece, no estaba dispuesto a compartir ni siquiera con sus amigos, es un hecho lamentablemente común. Pero Debord cree ser el único en ver la verdad y toda la verdad. Todo el cine forma parte de la sociedad del espectáculo... salvo el suyo. Toda actitud ante el hecho social es farisaica y aliada del poder... salvo la suya. Demasiado vulgar y demasiado banal. Si Debord hubiera sido capaz de trascender su visión cerrilmente ideológica, habría podido percibir que ese arte, que él despreciaba aunque cultivara, puede desvelar realidades que se abren más allá de sus análisis, tan brillantes en sus reducidos límites como miopes en su capacidad para abarcar un ámbito más amplio.

En ese canto de autoexaltación que es “In girum imus nocte...” realizada pocos años después, Debord diría, entre otras cosas: “Yo he merecido el odio universal de la sociedad de mi tiempo, y me hubiera disgustado tener otros méritos a los ojos de esa sociedad... es en el cine donde he provocado la indignación más completa y unánime... mi mera existencia sigue siendo una hipótesis generalmente refutada. Me veo situado por encima de todas las leyes del género... No es poca satisfacción para mí presentar una obra que está absolutamente por encima de toda crítica...».

Con toda su inteligencia, parece que Debord no llegó a comprender nunca que él era parte del espectáculo que denunciaba (alguien podrá decir que del área conocida como “psicopatología”) y que su cine estaba destinado a formar parte integrante --mucho más que el de otros cineastas menos “espectacularmente revolucionarios”-- de la sociedad que pretendía combatir. Sus partidarios, me podrán acusar de una crítica fácil y ya antes formulada. Concedido; no pretendo, por supuesto, tener la brillantez de Debord; pero que dos y dos sean cuatro no es menos cierto por el hecho de ser una verdad insistentemente repetida y formar parte del acervo común.
17 de abril de 2012
42 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas inclasificables, que no sólo escapan a la lógica del género al que aparentemente pertenecen, sino que incluso hacen difícil un análisis coherente (sobre todo si, además, como es el caso, ha de ser breve). Vampyr me parece una de ellas. Puede fascinar, pero es difícil razonar por qué. La mente racionalista no encontrará en ella más que limitaciones, cosas inexplicadas, contradicciones --incluso absurdos--, y sin embargo... Y aunque no se trata de sustituir la experiencia suprarracional de su visión por un intento de descodificación, como si de un mensaje en clave se tratara, creo que una cierta interpretación puede facilitar una recepción más plena.

Vampyr es, sobre todo, una película con alma. Una de esas películas que pueden llegar muy hondo, pasando a formar parte de ese pequeño grupo de experiencias de “revelación” que se van atesorando a lo largo de una vida y que se conservan en lo más íntimo de uno mismo como poseedoras de las claves mismas de la existencia. Ahí pueden coexistir con ciertos sueños especiales, con unos recuerdos lejanos, con ciertas visiones interiores, con algunas experiencias estéticas mágicas...

C.D. Friedrich, el gran pintor del Romanticismo alemán, decía: «Cierra tu ojo corporal a fin de ver con el ojo de tu espíritu y haz surgir a la luz del día lo que has visto en la oscuridad». Sin duda Dreyer, maestro de maestros, sabía mirar con el ojo del espíritu y ver allí donde la mirada física no alcanza; pero no sólo eso: era, además, capaz de transmitir lo que había visto.

Posiblemente Vampyr desconcierte en una primera visión. A pesar de que la acción se desarrolla en el curso de una sola noche y en unos escenarios limitados (castillo, guarida de los vampiros, posada y molino), por algún motivo nos hace perder las referencias espaciotemporales. Y no es casual que así sea, pues Dreyer nos traslada a un mundo donde tiempo y espacio ya no son esas magnitudes uniformes y medibles con las que estamos familiarizados, sino que adquieren una dimensión cualitativa. Estamos sencillamente en otro mundo, en ese mundo intermedio que Henry Corbin --el filósofo occidental que mejor lo ha tematizado-- designó como “mundo imaginal” y que tan perfectamente conocía Swedemborg, el teósofo sueco del siglo XVIII, por el que tanto interés había demostrado Dreyer. Mundo imaginal, es decir, mundo intermedio del alma, entre lo material y lo puramente espiritual, en el que se espiritualizan los cuerpos y se corporifica el espíritu y, por eso mismo, más real y más “objetivo” que el mundo meramente físico de nuestra experiencia común.

Ése es el mundo de la experiencia visionaria, de los sueños “verdaderos” (los que entran por la “puerta de cuerno”, según Homero), que si bien se eleva por encima del mundo físico, tiene también un submundo inferior, pues puede ser tanto puerta de los cielos como entrada a los infiernos.

(Termino en el spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Es en ese mundo intermedio --en el que predomina ese tono intermedio que es el gris, pero con una impactante e inexplicada presencia de luces y sombras (expresión sensorial de una Luz y una Tiniebla meta-físicas)-- en el que penetra Allan Gray. Lo hace en la hora fronteriza, intermedia, del crepúsculo (como siempre en los relatos visionarios; véase Corbin). Al llegar a la posada, Gray quiere mirar por la ventana y, para su sorpresa la luz se apaga (hay que cerrar los ojos del cuerpo, pues ahí sólo se puede ver con los ojos del espíritu). Será en la cama, en ese momento privilegiado, intermedio también, entre la vigilia y el sueño (como, una vez más, en tantos relatos visionarios; de nuevo, Corbin), cuando aparece el castellano con su misterioso mensaje. ¿Por qué está ahí, cómo ha llegado a la posada, por qué ha elegido a Gray? Preguntas como éstas podríamos formular por docenas en relación con las situaciones que se suceden a lo largo del film. Imposible darles una respuesta con esa lógica, en el fondo cartesiana, con que se despliegan la mayor parte de los relatos de terror. Hemos entrado en un espacio imaginal, donde la presencia no es el resultado de un desplazamiento físico sino de un movimiento del alma y donde la ley de la causalidad, tal como habitualmente se la entiende, deja de ser determinante.

Gray ha recibido una misión, pero el ocultismo burdo y limitado con el que él estaba familiarizado le va a servir de poco a la hora de afrontar la realidad de ese mundo superior. Por eso va siempre como perdido, corriendo tras los acontecimientos más que protagonizándolos, como espectador atónito más que como actor. Necesita la ayuda de un libro, una fuente de sabiduría superior a su estrecho conocimiento mental. Y, de hecho, quien actúa de forma decisiva en realidad no es él, sino el viejo criado, su yo celestial, su ángel tutelar (Corbin, por descontado). Es éste quien asume el protagonismo real y, por supuesto, quien acaba con la bruja vampiro.

Dar respuesta a las aparentes incoherencias, enigmas o sencillamente cosas inexplicadas que el film plantea (si se analiza el argumento con detenimiento se encontrarán por docenas) exigiría el espacio de un libro, pero las respuestas existen; hay que buscarlas.

Al final, Gray y Léone no se dirigen al castillo, como sería lo normal, sino que cruzan el río (el simbólico “paso a la otra orilla” de tantos relatos iniciáticos) y se adentran en un mundo edénico y luminoso al despuntar el día, cuando por fin se alza la luz del espíritu (la “cognitio matutina”). La noche queda atrás, la luz ha vencido a la tiniebla.

Imagino que esta interpretación parecerá a muchos demasiado “mística”. Piénsese que fueran cuales fuesen las ideas de Dreyer en la época, lo que está claro es que era cualquier cosa menos materialista. En todo caso, esbozo esta lectura como una posible entre otras. Las grandes obras de arte --y Vampyr, en mi opinión, lo es-- nunca son unívocas.
6 de febrero de 2018
38 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra de Bresson me parece presidida por cuatro categorías fundamentales: gracia, predestinación, libertad y pecado, que podríamos imaginar dispuestas en forma de cruz: a ambos lados, formando el tramo horizontal, la libertad y la predestinación, en un combate perpetuo que nunca deja de manifestarse en este mundo. En el eje vertical, arriba y abajo, la gracia y el pecado («la gravedad y la gracia», que decía Simone Weil). En el centro, el alma humana sometida a esa cuádruple y heterogénea tensión. Y podemos imaginar el conjunto dispuesto sobre un círculo que no sería otra cosa que la prisión del mundo, idea que recorre toda su obra y que se repite a nivel macrocósmico —la humanidad encerrada en la prisión del mundo— y microcósmico —el alma encerrada en la prisión del cuerpo—. No es casual que Bresson dedicase una de sus primeras películas a contarnos la evasión de «un condenado a muerte», título que acaso deba leerse de forma más metafórica que literal y que bien podría aludir a la propia condición humana.

En la primera mitad de su filmografía —es decir, hasta «Al azar de Baltasar», que se sitúa justo en el punto medio, séptimo de los trece largometrajes que la integran— libertad y predestinación mantienen un difícil equilibrio, pero la gracia prevalece sobre el pecado. El cineasta, como el cura de su «Diario...», parece pensar que, en definitiva, «todo es gracia».

En la segunda mitad, incluyendo «Al azar...», la fatalidad, por el contrario, puede más que la libertad y el pecado superará abrumadoramente a la gracia. Esas dos ideas esenciales de la obra bressoniana, la predestinación y la naturaleza pervertida del hombre caído, son también dos ideas esenciales del jansenismo, al que parece casi obligado referirse al hablar de su cine. ¿Era el cineasta realmente jansenista? Es difícil deducir de sus películas lo que concretamente pensaba, pero la segunda mitad de su filmografía parece ser el terreno en que se desarrolla un agudo conflicto, nunca resuelto, entre su inclinación jansenista y un creciente rechazo de Dios.

La dialéctica entre predestinación y libre albedrío, que a nivel profano se manifiesta como el conflicto entre determinismo y libertad, aparece ya desde «Los ángeles del pecado»; no obstante, hasta su sexta película, «El proceso de Juana de Arco», ese sentimiento de fatalidad se ve contrarrestado por unos protagonistas con motivaciones fuertes, impulsados por una firme voluntad personal que parece darles la suficiente fortaleza para oponerse, con más o menos éxito, a su destino. No ocurre ya así en «Al azar...», donde la joven protagonista, Marie, es absolutamente impotente y donde la sensación de fatalidad se muestra inevitable, asfixiante, y se enfatiza aún más en la figura de Baltasar. Bresson subraya incluso con amarga ironía el carácter ilusorio de la libertad y la seguridad del ser humano a la hora de formular sus propósitos, como vemos en un par de ocasiones al principio del film. La naturaleza pecaminosa del hombre caído —si se prefiere, la presencia del mal en el mundo— pasa a ocupar un lugar central, y será, a partir de ahí, el tema de fondo dominante en sus películas. La visión de la condición humana se ensombrece, el sufrimiento se impone, el libre albedrío choca con la injusticia insuperable del mundo y la ausencia de fe, que deja paso a la desesperanza, retiene el poder de la gracia. La pregunta que se plantea en «Al azar...», más problemáticamente que en cualquier película anterior de Bresson, es cómo se puede creer en un universo dirigido por Dios frente a la devastadora presencia de la ignorancia, la brutalidad, la insensatez. Esta cuestión presidirá y conformará todo su trabajo posterior.

Consecuentemente, la narración ya no va a estar impulsada por una acción virtuosa o una conducta positiva, sino que será generada siempre por un comportamiento inicuo, o, en términos teológicos, por el pecado. Bresson no es, desde luego, un discípulo de Rousseau: el hombre no es bueno por naturaleza, aunque, en realidad, el mal no es tanto el resultado de una voluntad personal cuanto la inevitable expresión de la naturaleza caída del mundo, lo que agrava su condición al situarlo más allá de la voluntad humana. El mal tiene un origen difuso, indistinto, inalcanzable.

La creación parece cada vez más alejada de Dios. ¿Es esa la descreída visión de un Bresson que va perdiendo la fe? ¿O es que Dios se separa del mundo, como parte de su inescrutable proyecto? ¿O acaso es la humanidad pervertida la que se aparta de Dios? En todo caso, desaparecida la fe en la redención, el amor ya no es posible, la soledad se impone, y el suicidio es frecuente, como única forma de escapar a la prisión del mundo. La vida siempre ha sido un viacrucis para Bresson, pero, en sus primeras películas, sus personajes encontraban una salida. Y no solo Fontaine («Un condenado...»), también Michel («Pickpocket»), que encuentra el sentido de su vida en la prisión, y el cura de Ambricourt («Diario...»), al que la muerte le llega de forma providencial para liberarlo interiormente. Y algo equivalente podría decirse de Juana («El proceso...»). Pero ya no va a ser así a partir de «Al azar...»; ahora se diría que ya no cabe esperar nada de la providencia, ni siquiera la salida liberadora de la muerte.

«Al azar...» y su siguiente película, «Mouchette», me parecen las dos alas indisociables de un mismo díptico, y el «destino natural» de Marie parece ser a todas luces el suicidio, como lo será en el caso de Mouchette. Pero, desde el punto de vista de la estructura dramática del film, la muerte de Marie encajaría mal en la trama, al entrar en competencia con la de Baltasar. Bresson prefiere entonces dejarlo en la ambigüedad: «Marie se ha ido y ya no volverá» afirma la madre con una seguridad que llama la atención, como si se hubiera querido dejar al espectador la posibilidad de una interpretación más metafórica que literal de esas palabras.
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Indefinición del destino de Marie, en sí misma significativa: «Al azar...» parece más preocupada, al igual que sus últimos títulos, —«Lancelot...», «El diablo...», «El dinero»—, por un derrumbe general de los valores que por el destino de los individuos, más por la naturaleza humana, que por las conductas de los hombres. En todo caso, Mouchette, en su siguiente película, materializará «por delegación» el suicidio de Marie que a Bresson le había quedado pendiente. En cierto sentido, no era necesario «matar» a Marie; la muerte de Baltasar representará la muerte de ambos, pues la vida del burro y la de Marie siguen caminos paralelos.

Por su parte, el juguetón Baltasar de los primeros días crecerá y se convertirá en una bestia de carga; conocerá la dureza de la vida y la crueldad humana. Será golpeado, explotado, maltratado. Tan solo Marie demuestra amor por él. En un mundo brutal e insensible, el destino de Baltasar, modelo de inocencia y humildad, representa el triunfo letal de la monotonía y la derrota de toda esperanza. Baltasar, herido por los disparos de los guardias fronterizos, morirá solo en el campo, aún con sus alforjas a cuestas, sin que ni siquiera en el momento de la muerte le sea posible liberarse de la pesada carga que los hombres le imponen. Ni siquiera hay belleza ni solemnidad ninguna en esa imagen del pobre animal, tirado en el suelo, sin vida, en las montañas.

Se ha pretendido, a mi entender de forma excesiva, que Baltasar era una figura de Cristo, lo que vendría a suponer una cierta idealización que me parece contraria a los propósitos de Bresson. Baltasar no redimirá a nadie. Ni resucitará al tercer día; ni siquiera su cuerpo descansará bajo la tierra; las aves carroñeras devorarán sus despojos y esparcirán sus huesos sobre el suelo. Nadie más se volverá a acordar de él. Su sufrimiento ha sido completa y desoladoramente inútil. Como el de tantos y tantos seres humanos.

En estas circunstancias, es lógico preguntarse si hay todavía espacio para Dios en la obra de Bresson a partir de este film. La respuesta no es sencilla. En la primera mitad de su filmografía, la idea bressoniana de Dios es esencialmente la de un «Dios oculto» al que solo es posible acercarse desde una teología negativa. En algunas de sus primeras películas, la palabra «Dios» ni siquiera es mencionada, pero se puede percibir la tenue e intangible luz de lo sobrenatural, tan intensa como radicalmente elusiva, colándose por entre las rendijas de la historia. En «Al azar...» el nombre de Dios tampoco se menciona, pero su huella, si es que existe, me parece prácticamente imperceptible. Es significativo que, en Mouchette, Dios reaparezca abiertamente en el personaje de la madre, a la que veremos en el prólogo, rezando en una iglesia. Pero poco después morirá, y uno se pregunta si no muere también con ella la propia idea de Dios en el cine de Bresson. Es cierto que —en buena parte por ineludibles exigencias del tema— reaparecerá momentáneamente en «Lancelot...», pero la impactante imagen de la cruz desenfocada ante la que reza el extraviado Lancelot y el amargo desenlace del film dejan serias dudas al respecto.

Sea lo que fuere lo que Bresson pensara de «Dios» a partir de Baltasar, el conjunto de su obra me parece un ejemplo de la más depurada espiritualidad, que, como siempre, deberá ser buscada en el estilo más que en ideas y conceptos; espiritualidad sombría, áspera, atormentada incluso; muy distante, por ejemplo, del trascendentalismo dreyeriano en «Ordet». Intuyo que Bresson —a quien la esperanza debía de parecer una virtud sospechosa—, al revés que Dreyer, simpatizaría más con Peter el sastre que con Morten Borgen, y las muertes de Baltasar y Mouchette (¿y de Marie?) se me antojan exactas antítesis de la resurrección de Inger, sin ser por ello menos «espirituales»: dos genios, Bresson y Dreyer, similarmente preocupados por el hecho religioso, cuyas obras podrían iluminarse mutuamente por contraste.
11 de septiembre de 2011
35 de 37 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Elegía de un viaje” es un título que podría convenir, al menos en un sentido metafórico, a casi todas las películas de Sokurov. El tono elegíaco es inherente a la perspectiva intelectual del director siberiano, y , como tal, se transmite a la mayor parte de sus películas; perspectiva intelectual sin duda anacrónica, desde el punto de vista de los criterios en vigencia, de un hombre que no se identifica en absoluto con las pautas y los modelos de la modernidad y que más bien añora un mundo perdido; un mundo que —no se confunda— no se sitúa en el plano de lo históricamente anterior, sino de lo ontológicamente superior: no se añoran unas formas sociales o políticas del pasado, sino un estado del ser del que el hombre —disfrutara o no de él en épocas pretéritas— se encuentra ahora existencialmente privado; sentimiento, podríamos decir, “cinematográficamente heredado” de su maestro reconocido, Andrei Tarkovsky.

Como apuntaba en mi crítica a otra de sus elegías —la “Elegía oriental”— “viajes” son también, en un sentido, todas sus películas, pues, el arte, y, por ende, el cine, es para Sokurov —tanto desde el punto de vista del creador como del espectador—, un camino de conocimiento que puede hacer avanzar en la consecución de un destino transcendente. Viaje o trayecto, pues, espiritual o iniciático, que implica la posibilidad de una experiencia transformadora, que se ofrece en sus películas, como se ofrece en toda obra arte que merezca tal nombre.

Pero en este caso estamos también ante la descripción de un viaje en el sentido más literal, un fascinante recorrido por esos parajes imaginales, que tan bien conoce Sokurov, en los que parece espiritualizarse lo material y materializarse lo espiritual, que le llevarán hasta un lugar remoto en el que se consumará una experiencia de “revelación”, en realidad el reencuentro con lo de algún modo ya conocido, pues, como decía Platón, todo conocimiento es en realidad un re-conocimiento, vehiculado en este caso por una serie de obras pictóricas y, en particular, por un cuadro de Pieter Saenredam, pintor neerlandés del siglo XVII.

La nostalgia del paraíso perdido, el anhelo por regresar a la patria celestial de origen, impregna y da forma como sentimiento dominante a todos los llamados “documentales” (?) de Sokurov y me parece especialmente presente —o al menos particularmente explícito— en éste. Probablemente, a quien no participe en alguna medida de ese sentimiento, su cine le resultará aburrido y escasamente interesante. Pero quien se sienta en el exilio, quien piense que —como dice el Zohar, y como bien sabe el autor de “Madre e hijo”— “el misterio nos envuelve y es nuestro destino”, quien crea que “lo secreto habita en el corazón de la apariencia”, y anhele llegar a desvelar ese misterio, quien aspire a “volver a casa”, como decían los románticos, podrá encontrar en las películas de Aleksander Sokurov una mina inagotable de sentido.
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