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5
22 de febrero de 2025
22 de febrero de 2025
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Pedro Almodóvar convierte Mujeres al borde de un ataque de nervios en una explosión de histeria, pasión y comedia, donde el amor es tanto un motor de vida como una fuente de locura. A través de una galería de mujeres que aman con desesperación, la película explora la necesidad femenina de ser comprendida, aceptada y, sobre todo, de no ser abandonada.
Mientras los hombres —representados en la figura de Iván, un Don Juan impenitente— utilizan el amor como un juego de poder, una reafirmación de su ego y su capacidad de conquista, las mujeres lo viven como una entrega absoluta. En este universo almodovariano, las protagonistas están dispuestas a todo: conspirar, mentir, correr detrás de un taxi, convertirse en cómplices de crímenes o incluso matar si el amor lo exige. No se trata solo de posesión, sino de una lucha desesperada contra la incertidumbre, contra la posibilidad de que la persona amada desaparezca sin explicación.
Pero, más allá de la comedia delirante y los colores vibrantes, Mujeres al borde de un ataque de nervios es también un reflejo de la condición femenina en un mundo donde los hombres pueden permitirse ser imperfectos, mientras que las mujeres navegan entre estados emocionales impredecibles, oscilando entre la fragilidad y la furia. En el universo de Almodóvar, el amor puede llevar a la locura, pero también es el único camino posible para sobrevivir.
Mientras los hombres —representados en la figura de Iván, un Don Juan impenitente— utilizan el amor como un juego de poder, una reafirmación de su ego y su capacidad de conquista, las mujeres lo viven como una entrega absoluta. En este universo almodovariano, las protagonistas están dispuestas a todo: conspirar, mentir, correr detrás de un taxi, convertirse en cómplices de crímenes o incluso matar si el amor lo exige. No se trata solo de posesión, sino de una lucha desesperada contra la incertidumbre, contra la posibilidad de que la persona amada desaparezca sin explicación.
Pero, más allá de la comedia delirante y los colores vibrantes, Mujeres al borde de un ataque de nervios es también un reflejo de la condición femenina en un mundo donde los hombres pueden permitirse ser imperfectos, mientras que las mujeres navegan entre estados emocionales impredecibles, oscilando entre la fragilidad y la furia. En el universo de Almodóvar, el amor puede llevar a la locura, pero también es el único camino posible para sobrevivir.

6,6
11.767
5
22 de febrero de 2025
22 de febrero de 2025
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Pedro Almodóvar construye en La ley del deseo un retrato visceral de la pasión, el deseo y la inevitable asimetría del amor. En cada relación, alguien siempre quiere más que el otro, y esa diferencia es el motor del drama que atraviesa la película.
El filme explora el dolor de aferrarse a un recuerdo feliz, sabiendo que nunca volverá a repetirse. Los personajes aman con intensidad, pero también con desesperación, atrapados en un juego donde el deseo nunca se satisface del todo. El amor no es un refugio seguro, sino un campo de batalla donde la obsesión, la frustración y el anhelo conviven en una danza destructiva.
Almodóvar despliega aquí su característico universo de emociones desbordadas, con una puesta en escena vibrante y una historia que se mueve entre la tragedia y el melodrama. La ley del deseo nos recuerda que amar es, muchas veces, aceptar la imposibilidad del otro. Porque el amor, como el deseo, no sigue reglas ni equilibrios, y cuando nos damos cuenta de ello, ya es demasiado tarde.
El filme explora el dolor de aferrarse a un recuerdo feliz, sabiendo que nunca volverá a repetirse. Los personajes aman con intensidad, pero también con desesperación, atrapados en un juego donde el deseo nunca se satisface del todo. El amor no es un refugio seguro, sino un campo de batalla donde la obsesión, la frustración y el anhelo conviven en una danza destructiva.
Almodóvar despliega aquí su característico universo de emociones desbordadas, con una puesta en escena vibrante y una historia que se mueve entre la tragedia y el melodrama. La ley del deseo nos recuerda que amar es, muchas veces, aceptar la imposibilidad del otro. Porque el amor, como el deseo, no sigue reglas ni equilibrios, y cuando nos damos cuenta de ello, ya es demasiado tarde.

8,0
28.808
9
8 de mayo de 2025
8 de mayo de 2025
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Desde su estreno, High Noon se impuso como algo más que un simple western. Bajo su apariencia de relato clásico del Lejano Oeste (el sheriff solo contra el peligro, el reloj avanzando, el duelo inevitable) se esconde una de las parábolas políticas más potentes del cine estadounidense. Una crítica directa, seca y sin concesiones al clima de miedo y delación que se vivía en plena Guerra Fría, cuando el macartismo transformó a Estados Unidos en un país donde la sospecha era más poderosa que la ley.
No es casual que la verdadera alma del proyecto fuera Carl Foreman, guionista y productor (aunque luego borrado de los créditos por razones políticas). Foreman escribió High Noon mientras era acechado por el Comité de Actividades Antiamericanas, que en esos años devoraba carreras, amistades y reputaciones con la frialdad de una máquina de guerra. Hollywood, que entonces vivía bajo la sombra de las listas negras, convirtió la sospecha en norma y el miedo en herramienta de control. Foreman no solo contó esa historia: la vivió. No pudo asistir siquiera a la postproducción de la película. Su nombre fue tachado, y su carrera, saboteada. Su socio, Stanley Kramer (progresista, sí, pero también pragmático) prefirió salvar su pellejo y dejarlo atrás.
Por eso High Noon no es simplemente la historia de un sheriff abandonado por todos antes del enfrentamiento. Es la metáfora amarga del intelectual aislado, del profesional acosado, del ciudadano traicionado por su comunidad. El pueblo que no quiere problemas, que mira hacia otro lado, que pide al héroe que se vaya "por el bien de todos", se convierte en símbolo de esa América pasiva que permitió la caza de brujas con su silencio. La valentía aquí no está en desenfundar rápido, sino en quedarse cuando todos se han ido.
La puesta en escena refuerza esa angustia: el tiempo real que avanza, los planos cerrados, los rostros que se cierran. La tensión no viene del peligro físico, sino del abandono moral. Gary Cooper, con su mirada cansada y su paso lento, encarna a la perfección a ese hombre que sabe que está solo, pero que no huye. No porque espere ganar, sino porque huir sería perderse a sí mismo.
High Noon es, en definitiva, un western político en su forma más pura. Una película que denuncia sin sermonear, que incomoda sin levantar la voz. Una obra que entendió antes que muchos que el verdadero peligro no viene del forastero armado, sino del vecino que calla. Porque a veces, el enemigo no está fuera… sino en el silencio de los que deberían haber hablado.
No es casual que la verdadera alma del proyecto fuera Carl Foreman, guionista y productor (aunque luego borrado de los créditos por razones políticas). Foreman escribió High Noon mientras era acechado por el Comité de Actividades Antiamericanas, que en esos años devoraba carreras, amistades y reputaciones con la frialdad de una máquina de guerra. Hollywood, que entonces vivía bajo la sombra de las listas negras, convirtió la sospecha en norma y el miedo en herramienta de control. Foreman no solo contó esa historia: la vivió. No pudo asistir siquiera a la postproducción de la película. Su nombre fue tachado, y su carrera, saboteada. Su socio, Stanley Kramer (progresista, sí, pero también pragmático) prefirió salvar su pellejo y dejarlo atrás.
Por eso High Noon no es simplemente la historia de un sheriff abandonado por todos antes del enfrentamiento. Es la metáfora amarga del intelectual aislado, del profesional acosado, del ciudadano traicionado por su comunidad. El pueblo que no quiere problemas, que mira hacia otro lado, que pide al héroe que se vaya "por el bien de todos", se convierte en símbolo de esa América pasiva que permitió la caza de brujas con su silencio. La valentía aquí no está en desenfundar rápido, sino en quedarse cuando todos se han ido.
La puesta en escena refuerza esa angustia: el tiempo real que avanza, los planos cerrados, los rostros que se cierran. La tensión no viene del peligro físico, sino del abandono moral. Gary Cooper, con su mirada cansada y su paso lento, encarna a la perfección a ese hombre que sabe que está solo, pero que no huye. No porque espere ganar, sino porque huir sería perderse a sí mismo.
High Noon es, en definitiva, un western político en su forma más pura. Una película que denuncia sin sermonear, que incomoda sin levantar la voz. Una obra que entendió antes que muchos que el verdadero peligro no viene del forastero armado, sino del vecino que calla. Porque a veces, el enemigo no está fuera… sino en el silencio de los que deberían haber hablado.
10
6 de mayo de 2025
6 de mayo de 2025
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The Young Pope es muchas cosas a la vez: una sátira provocadora, una meditación teológica, un ejercicio de estilo deslumbrante… pero, sobre todo, es una pregunta lanzada con fuerza al alma contemporánea: ¿y si Dios existiera… pero no fuera como lo esperábamos?
Desde su primer fotograma, la serie nos arrastra a un Vaticano onírico, opulento y decadente, gobernado por Lenny Belardo, Pío XIII (interpretado con una intensidad magnética por Jude Law). Un joven Papa que no quiere ser visto, que rechaza la evangelización, que prefiere el misterio al mensaje. Que cree que Dios es la ausencia que más duele y también el consuelo más definitivo. Y que, en un gesto casi suicida de autoridad espiritual, propone una Iglesia cerrada, sufriente y ferozmente selecta.
Esta no es la historia de un Papa reformista. Es el reverso tenebroso del pontificado moderno: el rechazo absoluto a la modernidad eclesial, una ofensiva estética y dogmática contra todo lo que huele a apertura. Pío XIII no quiere acercarse al mundo. Quiere que el mundo se arrodille.
“Amo a Dios porque es demasiado doloroso amar a los humanos”, confiesa Lenny en uno de los muchos monólogos cargados de lirismo teológico y nihilismo emocional. Este es un Papa herido, casi infantil, que ha reemplazado el amor por el miedo, la caridad por el juicio, la misericordia por el castigo. Un Papa que no ha madurado, porque (como él mismo dice) un cura nunca crece, porque nunca puede volverse padre.
Sorrentino convierte cada escena en una pintura barroca, cargada de símbolos, silencios, gestos detenidos y frases que parecen esculpidas en mármol. Pero tras la belleza visual hay una crítica feroz: al poder absoluto, al integrismo disfrazado de pureza, al autoritarismo que se disfraza de fe. El programa papal que plantea Lenny no es simplemente conservador: es integrista. Plantea la purga, el control total, la vigilancia, el castigo, la renuncia a toda libertad en nombre de una santidad inaccesible.
La serie es profundamente incómoda. Porque nos obliga a preguntarnos si el misterio divino puede convivir con la libertad humana. Porque nos enfrenta al miedo que sentimos al no comprender a Dios… y al pánico aún mayor de que Dios sí exista, pero sea indiferente. Porque Pío XIII, en su retorcida teología del dolor, refleja más nuestros temores que nuestras esperanzas.
The Young Pope no es una tesis. Es una experiencia. Una misa profana. Un espejo deformado de la Iglesia y, por extensión, de la condición humana. ¿Se puede amar sin sufrir? ¿Se puede tener poder sin corromperse? ¿Se puede creer sin comprender?
Sorrentino no da respuestas. Pero deja una frase flotando en el aire, como una condena o una salvación:
“Si queréis ver a Dios, tenéis los medios para hacerlo. Dios es amor.”
¿Y si el verdadero escándalo no fuera el pecado, sino la gracia?
Desde su primer fotograma, la serie nos arrastra a un Vaticano onírico, opulento y decadente, gobernado por Lenny Belardo, Pío XIII (interpretado con una intensidad magnética por Jude Law). Un joven Papa que no quiere ser visto, que rechaza la evangelización, que prefiere el misterio al mensaje. Que cree que Dios es la ausencia que más duele y también el consuelo más definitivo. Y que, en un gesto casi suicida de autoridad espiritual, propone una Iglesia cerrada, sufriente y ferozmente selecta.
Esta no es la historia de un Papa reformista. Es el reverso tenebroso del pontificado moderno: el rechazo absoluto a la modernidad eclesial, una ofensiva estética y dogmática contra todo lo que huele a apertura. Pío XIII no quiere acercarse al mundo. Quiere que el mundo se arrodille.
“Amo a Dios porque es demasiado doloroso amar a los humanos”, confiesa Lenny en uno de los muchos monólogos cargados de lirismo teológico y nihilismo emocional. Este es un Papa herido, casi infantil, que ha reemplazado el amor por el miedo, la caridad por el juicio, la misericordia por el castigo. Un Papa que no ha madurado, porque (como él mismo dice) un cura nunca crece, porque nunca puede volverse padre.
Sorrentino convierte cada escena en una pintura barroca, cargada de símbolos, silencios, gestos detenidos y frases que parecen esculpidas en mármol. Pero tras la belleza visual hay una crítica feroz: al poder absoluto, al integrismo disfrazado de pureza, al autoritarismo que se disfraza de fe. El programa papal que plantea Lenny no es simplemente conservador: es integrista. Plantea la purga, el control total, la vigilancia, el castigo, la renuncia a toda libertad en nombre de una santidad inaccesible.
La serie es profundamente incómoda. Porque nos obliga a preguntarnos si el misterio divino puede convivir con la libertad humana. Porque nos enfrenta al miedo que sentimos al no comprender a Dios… y al pánico aún mayor de que Dios sí exista, pero sea indiferente. Porque Pío XIII, en su retorcida teología del dolor, refleja más nuestros temores que nuestras esperanzas.
The Young Pope no es una tesis. Es una experiencia. Una misa profana. Un espejo deformado de la Iglesia y, por extensión, de la condición humana. ¿Se puede amar sin sufrir? ¿Se puede tener poder sin corromperse? ¿Se puede creer sin comprender?
Sorrentino no da respuestas. Pero deja una frase flotando en el aire, como una condena o una salvación:
“Si queréis ver a Dios, tenéis los medios para hacerlo. Dios es amor.”
¿Y si el verdadero escándalo no fuera el pecado, sino la gracia?
Episodio

6,0
12.173
5
24 de abril de 2025
24 de abril de 2025
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El primer episodio de la quinta temporada de Black Mirror no pretende escandalizarte. Lo que hace es algo mucho peor, te incomoda. Y lo hace sin aspavientos, sin gritarte al oído. Con esa frialdad quirúrgica que corta despacio, pero hondo. Empieza como una historia de amigos, de parejas, de consolas de videojuegos… y de repente estás metido en una reflexión brutal sobre el deseo, la identidad y la cobardía emocional que arrastra toda una generación criada entre pantallas y porno en streaming.
Lo que parecía una trama sobre relaciones modernas se convierte en un puñetazo seco al estómago: homosexualidad reprimida, masculinidad que no sabe qué hacer consigo misma, vínculos que se sostienen en el silencio y la negación. No hay morbo, ni lecciones de ética digital. Hay tristeza. Hay confusión. Y hay dos personajes que, sin saber cómo, se ven atrapados en un juego demasiado real, demasiado íntimo, demasiado revelador como para salir indemnes.
El episodio no da respuestas, ni pretende redimir a nadie. Solo muestra (con una frialdad que a ratos duele) lo que pasa cuando el cuerpo ya no sabe lo que quiere, cuando el alma no se atreve a decirlo y cuando la tecnología te ofrece una vía de escape tan seductora como aterradora. Las fronteras entre lo real y lo virtual, entre el amor y el deseo, entre la identidad y la máscara, se desdibujan hasta que lo único que queda es una pregunta sin resolver: ¿quiénes somos cuando nadie nos está mirando?
Esto no es ciencia ficción. Es un espejo, sucio y cruel, en el que muchos preferirían no mirarse. Pero Black Mirror, en su mejor versión, nunca te pregunta si quieres. Solo te obliga a hacerlo.
Lo que parecía una trama sobre relaciones modernas se convierte en un puñetazo seco al estómago: homosexualidad reprimida, masculinidad que no sabe qué hacer consigo misma, vínculos que se sostienen en el silencio y la negación. No hay morbo, ni lecciones de ética digital. Hay tristeza. Hay confusión. Y hay dos personajes que, sin saber cómo, se ven atrapados en un juego demasiado real, demasiado íntimo, demasiado revelador como para salir indemnes.
El episodio no da respuestas, ni pretende redimir a nadie. Solo muestra (con una frialdad que a ratos duele) lo que pasa cuando el cuerpo ya no sabe lo que quiere, cuando el alma no se atreve a decirlo y cuando la tecnología te ofrece una vía de escape tan seductora como aterradora. Las fronteras entre lo real y lo virtual, entre el amor y el deseo, entre la identidad y la máscara, se desdibujan hasta que lo único que queda es una pregunta sin resolver: ¿quiénes somos cuando nadie nos está mirando?
Esto no es ciencia ficción. Es un espejo, sucio y cruel, en el que muchos preferirían no mirarse. Pero Black Mirror, en su mejor versión, nunca te pregunta si quieres. Solo te obliga a hacerlo.
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