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9
14 de febrero de 2018
14 de febrero de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La Vida de los Otros es la brillante ópera prima de Florian Henckel von Donnersmarck, un director de reconocida formación filosófica y antropológica. Según confesión propia, el proyecto le sobrevino mientras escuchaba la “Appassionata” de Beethoven, a cuya apacible melodía se hace referencia en el filme. Ganadora del Oscar a la Mejor película de habla no inglesa, además de otros muchos premios internacionales, y sustentada por un lúcido guión, Florian realiza una de las mejores producciones europeas de su tiempo.
Das Leben der Anderen, con carácter de thriller de espionaje y el punto de mira puesto en la reciente historia de la Alemania socialista pre-Caída del Muro, aunando con maestría espíritu crítico y capacidad emocional, trata temas como la falta de libertad, la violación de la privacidad y la posición del artista en un contexto de extrema represión política.
La Vida de los Otros transcurre en el gris Berlín Este de 1984. El drama se concentra en el capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), un competente y riguroso oficial de la Stasi, la policía secreta de la República Democrática Alemana, que vela por la seguridad del Estado y ejerce un férreo control sobre los círculos intelectuales. Wiesler es elegido para investigar y grabar al reconocido dramaturgo Georg Dreyman (Sebastian Koch), un Premio Nacional de Literatura mimado por el régimen, y a su pareja Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck), una popular y guapa actriz. En realidad, se trata de un plan urdido por el ministro de cultura Bruno Hempf con la intención de encontrar pruebas inculpatorias contra Dreyman y así quedarse con su novia.
Mediante este vivir de Wisler que reside en el sólo asistir a “la vida de los otros”, a la postre más verdadera y plena, conocemos la singular mutación psicológica del espía, que comienza a sentirse éticamente decepcionado por la corrupción y los excesos de sus superiores. De esta manera, la película trata también la dignidad y responsabilidad del ser humano, conformando la optimista y esperanzadora idea de que cualquier hombre puede rebelarse y transformarse a fin de bien.
La Vida de los Otros es una película que se relaciona con la resiliencia: capacidad que tiene una persona para adaptarse positivamente a situaciones adversas o traumáticas –al caso el yugo comunista de la Alemania Oriental–. En el filme aparecen varios tipos humanos al respecto de esa capacidad. En primer lugar Dreyman, un intelectual que se refugia en el arte como respuesta a la desesperanza que le transmite el sistema político. Después Christa-Maria, una mujer que pese a su profundo amor hacia su novio se deja arrastrar hasta la máxima humillación y deslealtad por temor a perder su profesión. El tercero es Albert Jerska, amigo disidente de Dreyman e impedido de ejercer su labor como director teatral, que acabará suicidándose.
Y por último el oficial de la Stasi, el epicentro, el más resiliente. Wiesler es un hombre frío y solitario, al principio sin escrúpulos y totalmente convencido de los principios socialistas, pero que tras supervisar clandestinamente la vida íntima de la pareja (Wiesler tergiversa y oculta datos en los informes a su favor) encontrará algo anhelado pero desconocido para él: los sentimientos y las ideas, los cuales terminarán desmoronando la concepción del mundo que le rodea.
Si bien La Vida de los Otros constata los inflexibles condicionantes vitales y políticos soportados por la ciudadanía en el angustioso sistema represor de un determinado país y de una época concreta, es posible hacer una abstracción, ya que en ella se reflejan aspectos propios de cualquier otro régimen totalitario.
La película, que despliega una sobriedad y rigor sólo al alcance de un maestro, y que nos regala una parte final grandiosa, añade a sus muchas virtudes una soberbia dirección de actores, entre los que cabe destacar a un inmenso Ulrich Mühe, el cual estuvo seis años casado con una colaboradora de la Stasi y que sólo dos años después de haber interpretado al capitán Wiesler falleció a causa de un cáncer.
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Das Leben der Anderen, con carácter de thriller de espionaje y el punto de mira puesto en la reciente historia de la Alemania socialista pre-Caída del Muro, aunando con maestría espíritu crítico y capacidad emocional, trata temas como la falta de libertad, la violación de la privacidad y la posición del artista en un contexto de extrema represión política.
La Vida de los Otros transcurre en el gris Berlín Este de 1984. El drama se concentra en el capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), un competente y riguroso oficial de la Stasi, la policía secreta de la República Democrática Alemana, que vela por la seguridad del Estado y ejerce un férreo control sobre los círculos intelectuales. Wiesler es elegido para investigar y grabar al reconocido dramaturgo Georg Dreyman (Sebastian Koch), un Premio Nacional de Literatura mimado por el régimen, y a su pareja Christa-Maria Sieland (Martina Gedeck), una popular y guapa actriz. En realidad, se trata de un plan urdido por el ministro de cultura Bruno Hempf con la intención de encontrar pruebas inculpatorias contra Dreyman y así quedarse con su novia.
Mediante este vivir de Wisler que reside en el sólo asistir a “la vida de los otros”, a la postre más verdadera y plena, conocemos la singular mutación psicológica del espía, que comienza a sentirse éticamente decepcionado por la corrupción y los excesos de sus superiores. De esta manera, la película trata también la dignidad y responsabilidad del ser humano, conformando la optimista y esperanzadora idea de que cualquier hombre puede rebelarse y transformarse a fin de bien.
La Vida de los Otros es una película que se relaciona con la resiliencia: capacidad que tiene una persona para adaptarse positivamente a situaciones adversas o traumáticas –al caso el yugo comunista de la Alemania Oriental–. En el filme aparecen varios tipos humanos al respecto de esa capacidad. En primer lugar Dreyman, un intelectual que se refugia en el arte como respuesta a la desesperanza que le transmite el sistema político. Después Christa-Maria, una mujer que pese a su profundo amor hacia su novio se deja arrastrar hasta la máxima humillación y deslealtad por temor a perder su profesión. El tercero es Albert Jerska, amigo disidente de Dreyman e impedido de ejercer su labor como director teatral, que acabará suicidándose.
Y por último el oficial de la Stasi, el epicentro, el más resiliente. Wiesler es un hombre frío y solitario, al principio sin escrúpulos y totalmente convencido de los principios socialistas, pero que tras supervisar clandestinamente la vida íntima de la pareja (Wiesler tergiversa y oculta datos en los informes a su favor) encontrará algo anhelado pero desconocido para él: los sentimientos y las ideas, los cuales terminarán desmoronando la concepción del mundo que le rodea.
Si bien La Vida de los Otros constata los inflexibles condicionantes vitales y políticos soportados por la ciudadanía en el angustioso sistema represor de un determinado país y de una época concreta, es posible hacer una abstracción, ya que en ella se reflejan aspectos propios de cualquier otro régimen totalitario.
La película, que despliega una sobriedad y rigor sólo al alcance de un maestro, y que nos regala una parte final grandiosa, añade a sus muchas virtudes una soberbia dirección de actores, entre los que cabe destacar a un inmenso Ulrich Mühe, el cual estuvo seis años casado con una colaboradora de la Stasi y que sólo dos años después de haber interpretado al capitán Wiesler falleció a causa de un cáncer.
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8
29 de enero de 2018
29 de enero de 2018
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película nº 7 del holandés Paul Verhoeven es su primera coproducción norteamericano-europea, realizada antes de abandonar definitivamente la total libertad creativa de la que gozaba en su país en pos del encorsetamiento y merchandising de Hollywood. Rodada en un lustro donde proliferaban películas adscritas a la temática de espada y brujería (Excalibur, Conan, Lady Halcón), Los Señores del Acero es un puro condensado de las obsesiones truculentas y cínicas del director, para quien el hombre es un ser desdichado y malo por naturaleza y la violencia, el sexo y la codicia son los ejes que rigen el universo.
Pese a ser un relato de ficción, la trama estaba parcialmente inspirada, según Verhoeven, en el personaje de Jan van Leiden, un revolucionario anabaptista que en 1534 protagonizó un hecho histórico conocido como el cerco de Münster, una ciudad alemana que conquistó y gobernó durante dos años, autoproclamándose rey de “La nueva Jerusalén”, hasta que los ejércitos católicos retomaron el control, apresándolo y ejecutándolo públicamente. La película está ambientada en un lugar indeterminado de Europa Occidental en el año 1501, entre la convulsa Edad Media y el Renacimiento. Un ejército de mercenarios pone bajo asedio a una ciudad amurallada para devolvérsela a su antiguo gobernante, el noble Arnolfini (Fernando Hillbeck), quien a cambio les ha autorizado a saquearla durante veinticuatro horas.
La banda está liderada por el diestro en la guerra y muy religioso Martin (Rutger Hauer), un hombre turbulento y tan contradictorio como el Gerard Reeve de El Cuarto Hombre. Le acompaña una serie de variopintos personajes, entre ellos un niño tamborilero, un cura amoral y varias prostitutas. Lograda la conquista, Arnolfini los traiciona y, como represalia, secuestra y convierte en su amante a la princesa Agnes (Jennifer Jason Leigh, rechazadas Nastassja Kinski y Rebecca de Mornay), prometida de su hijo Steven (Tom Burlinson) y, como Christine en la anteriormente citada película, mitad víctima virginal, mitad ramera sin escrúpulos.
Tras la apariencia de típico cine de acción y de aventuras medievales, Los Señores del Acero esconde una mirada sombría y pesimista sobre la condición humana, tratando temas como la mezquindad, la superstición, el fanatismo religioso y el instinto de supervivencia. Verhoeven, con grandes dosis de incorrectismo político y acidez, vuelve a recrearse en lo perverso, la degeneración y el vicio, sin escatimar ningún tipo de violencia ni exacerbado realismo: violaciones, epidemias, torturas, cuerpos en descomposición, batallas cruentas, sexo descarnado y humor escatológico.
La cinta posee el sello artístico de los ochenta, la adecuada atmósfera de cuento y es visualmente elegante, no obstante el tono sucio del relato. La iluminación y la puesta en escena retrotraen a Rembrandt y a Brueghel el Viejo, respectivamente. El propio Verhoeven confesó que estaba muy identificado con la pintura holandesa del siglo XVI y XVII, especialmente con El Bosco y su inefable El Jardín de la Delicias. La banda sonora, fabulosa, está compuesta por Basil Poledouris, que sabe capturar las esencias más bárbaras gracias a su poderoso estilo sinfónico. La película fue íntegramente rodada en España (Cáceres, Oviedo y el castillo de Belmonte), país que también participó en la dirección artística y el vestuario.
Titulada originalmente Flesh+Blood, Carne y Sangre, o su reflejo Sexo y Muerte (a los que podríamos añadir Religión), Los Señores del Acero viene en resumir el apotegma del cine de Verhoeven, en el que, como dicen, el hombre no hace el amor, folla, no mata, se ensaña.
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Pese a ser un relato de ficción, la trama estaba parcialmente inspirada, según Verhoeven, en el personaje de Jan van Leiden, un revolucionario anabaptista que en 1534 protagonizó un hecho histórico conocido como el cerco de Münster, una ciudad alemana que conquistó y gobernó durante dos años, autoproclamándose rey de “La nueva Jerusalén”, hasta que los ejércitos católicos retomaron el control, apresándolo y ejecutándolo públicamente. La película está ambientada en un lugar indeterminado de Europa Occidental en el año 1501, entre la convulsa Edad Media y el Renacimiento. Un ejército de mercenarios pone bajo asedio a una ciudad amurallada para devolvérsela a su antiguo gobernante, el noble Arnolfini (Fernando Hillbeck), quien a cambio les ha autorizado a saquearla durante veinticuatro horas.
La banda está liderada por el diestro en la guerra y muy religioso Martin (Rutger Hauer), un hombre turbulento y tan contradictorio como el Gerard Reeve de El Cuarto Hombre. Le acompaña una serie de variopintos personajes, entre ellos un niño tamborilero, un cura amoral y varias prostitutas. Lograda la conquista, Arnolfini los traiciona y, como represalia, secuestra y convierte en su amante a la princesa Agnes (Jennifer Jason Leigh, rechazadas Nastassja Kinski y Rebecca de Mornay), prometida de su hijo Steven (Tom Burlinson) y, como Christine en la anteriormente citada película, mitad víctima virginal, mitad ramera sin escrúpulos.
Tras la apariencia de típico cine de acción y de aventuras medievales, Los Señores del Acero esconde una mirada sombría y pesimista sobre la condición humana, tratando temas como la mezquindad, la superstición, el fanatismo religioso y el instinto de supervivencia. Verhoeven, con grandes dosis de incorrectismo político y acidez, vuelve a recrearse en lo perverso, la degeneración y el vicio, sin escatimar ningún tipo de violencia ni exacerbado realismo: violaciones, epidemias, torturas, cuerpos en descomposición, batallas cruentas, sexo descarnado y humor escatológico.
La cinta posee el sello artístico de los ochenta, la adecuada atmósfera de cuento y es visualmente elegante, no obstante el tono sucio del relato. La iluminación y la puesta en escena retrotraen a Rembrandt y a Brueghel el Viejo, respectivamente. El propio Verhoeven confesó que estaba muy identificado con la pintura holandesa del siglo XVI y XVII, especialmente con El Bosco y su inefable El Jardín de la Delicias. La banda sonora, fabulosa, está compuesta por Basil Poledouris, que sabe capturar las esencias más bárbaras gracias a su poderoso estilo sinfónico. La película fue íntegramente rodada en España (Cáceres, Oviedo y el castillo de Belmonte), país que también participó en la dirección artística y el vestuario.
Titulada originalmente Flesh+Blood, Carne y Sangre, o su reflejo Sexo y Muerte (a los que podríamos añadir Religión), Los Señores del Acero viene en resumir el apotegma del cine de Verhoeven, en el que, como dicen, el hombre no hace el amor, folla, no mata, se ensaña.
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7,4
6.963
9
3 de marzo de 2018
3 de marzo de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
Andréi Zviáguintsev (Novosibirsk, 1964) es el director, de los considerados metafísicos o espirituales, más demoledor del nuevo milenio, si dejamos de banda al húngaro Béla Tarr, ya retirado tras El Caballo de Turín (2011). Su ópera prima, El Regreso, premiada con el León de Oro de Venecia en el año 2003, es un oasis en el desierto cinematográfico actual, más ocupado en distraer a los espectadores con intrascendentes espectáculos pirotécnicos que en mostrar verdadero talento artístico.
El Regreso es una pieza dura, hermética y de aire místico que, aunque enmarcada dentro del cine realista y más contemporáneo, bebe de Tarkovsky y, en menor medida, de Sokurov. Y es que Zviáguintsev es de esos directores en vías de extinción capaces de esculpir, con rica simbología, paisajes morales y anímicos de devastadora profundidad.
A modo de road movie metafísica, la película narra la historia de dos hermanos casi adolescentes, Iván (Ivan Drobonravov) y Andréi (Vladimir Garin), que sufren un brusco cambio en sus vidas cuando su desconocido Padre (Konstantin Lavronenko) regresa a casa después de doce años. Junto a él, emprenderán un viaje (estructurado en seis días) a través de Siberia, hacia una remota y solitaria isla, una especie de Zona tipo Stalker.
Con este exiguo argumento, el cineasta construye toda una reflexión acerca de la paternidad irresponsable, vista como destino y suplicio. Los Hijos odian y admiran a su Padre, que se muestra callado, severo e instrumentador. Mientras Iván está dolido por su ausencia y lo desafía con rabia, su hermano Andréi es más sumiso y confía en él. Fatalidades de la vida, el pequeño Vladimir (Andréi) moriría ahogado, poco después, en uno de los lagos donde se grabó la cinta.
¿Por qué se fue el padre? ¿Por qué regresa? ¿Qué es lo que busca en el viaje? El filme, un enigma en sí mismo, no responde explícitamente a muchos interrogantes. Seguramente no importa. Lo que Zviáguintsev propone es un viaje físico-mental lleno de sensaciones, miedos y esperanzas, como un itinerario de aprendizaje doloroso, pero necesario, hacia la transformación vital de unos niños, que regresarán a casa siendo otros.
Si bien El Regreso trata, sobre todo, las relaciones paterno-filiales y el ingreso en la edad adulta, también puede mirarse desde el plano alegórico: como una metáfora sobre Rusia, un país sin padre después de la caída del comunismo y la desintegración de la Unión Soviética, o como metáfora religiosa, encontrándose en la figura del Padre –en su primera primera aparición emulando la pintura Lamentación sobre Cristo Muerto, de Andrea Mantegna– una semblanza de Jesús.
Como en Tarkovsy, la Naturaleza, omnipresente, adquiere gran relevancia. Así, el frío y bello paisaje del norte de Rusia y las condiciones atmosféricas actúan como metonimia estético-visual de la psique de los protagonistas, conectándola con películas tan dispares como Dersu Uzala (ambientada en la estepa siberiana), El Cuchillo en el Agua (en los lagos polacos de Mazuria), Madre e Hijo (un campo ruso), La Eternidad y un Día (los Balcanes griegos), La Isla (un lago surcoreano) o con algunas de Antonioni.
Prodigiosa en sus aspectos técnicos y plásticos, dotada de quietud y elegancia, en ella se percibe el orden y el minimalismo. La película remite a Dreyer en cuanto a la pulcritud de los movimientos de cámara y encuadres (escenas interiores). La muy compleja iluminación y fotografía de Mikhail Krichman son memorables. Ésta, acuosa y en tonos ceniza, recoge influencias pictóricas del Romanticismo alemán (tragedia, paisaje) y presenta principalmente espacios abiertos (carretera, mar), no obstante cargados de claustrofobia y tensión latente a punto de estallar.
El Regreso, temprana obra maestra del siglo XXI, ostenta un calibre artístico insólito para los tiempos que corren. Insondable en sus propósitos, su director la definió como “una mirada mitológica a la naturaleza humana”.
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El Regreso es una pieza dura, hermética y de aire místico que, aunque enmarcada dentro del cine realista y más contemporáneo, bebe de Tarkovsky y, en menor medida, de Sokurov. Y es que Zviáguintsev es de esos directores en vías de extinción capaces de esculpir, con rica simbología, paisajes morales y anímicos de devastadora profundidad.
A modo de road movie metafísica, la película narra la historia de dos hermanos casi adolescentes, Iván (Ivan Drobonravov) y Andréi (Vladimir Garin), que sufren un brusco cambio en sus vidas cuando su desconocido Padre (Konstantin Lavronenko) regresa a casa después de doce años. Junto a él, emprenderán un viaje (estructurado en seis días) a través de Siberia, hacia una remota y solitaria isla, una especie de Zona tipo Stalker.
Con este exiguo argumento, el cineasta construye toda una reflexión acerca de la paternidad irresponsable, vista como destino y suplicio. Los Hijos odian y admiran a su Padre, que se muestra callado, severo e instrumentador. Mientras Iván está dolido por su ausencia y lo desafía con rabia, su hermano Andréi es más sumiso y confía en él. Fatalidades de la vida, el pequeño Vladimir (Andréi) moriría ahogado, poco después, en uno de los lagos donde se grabó la cinta.
¿Por qué se fue el padre? ¿Por qué regresa? ¿Qué es lo que busca en el viaje? El filme, un enigma en sí mismo, no responde explícitamente a muchos interrogantes. Seguramente no importa. Lo que Zviáguintsev propone es un viaje físico-mental lleno de sensaciones, miedos y esperanzas, como un itinerario de aprendizaje doloroso, pero necesario, hacia la transformación vital de unos niños, que regresarán a casa siendo otros.
Si bien El Regreso trata, sobre todo, las relaciones paterno-filiales y el ingreso en la edad adulta, también puede mirarse desde el plano alegórico: como una metáfora sobre Rusia, un país sin padre después de la caída del comunismo y la desintegración de la Unión Soviética, o como metáfora religiosa, encontrándose en la figura del Padre –en su primera primera aparición emulando la pintura Lamentación sobre Cristo Muerto, de Andrea Mantegna– una semblanza de Jesús.
Como en Tarkovsy, la Naturaleza, omnipresente, adquiere gran relevancia. Así, el frío y bello paisaje del norte de Rusia y las condiciones atmosféricas actúan como metonimia estético-visual de la psique de los protagonistas, conectándola con películas tan dispares como Dersu Uzala (ambientada en la estepa siberiana), El Cuchillo en el Agua (en los lagos polacos de Mazuria), Madre e Hijo (un campo ruso), La Eternidad y un Día (los Balcanes griegos), La Isla (un lago surcoreano) o con algunas de Antonioni.
Prodigiosa en sus aspectos técnicos y plásticos, dotada de quietud y elegancia, en ella se percibe el orden y el minimalismo. La película remite a Dreyer en cuanto a la pulcritud de los movimientos de cámara y encuadres (escenas interiores). La muy compleja iluminación y fotografía de Mikhail Krichman son memorables. Ésta, acuosa y en tonos ceniza, recoge influencias pictóricas del Romanticismo alemán (tragedia, paisaje) y presenta principalmente espacios abiertos (carretera, mar), no obstante cargados de claustrofobia y tensión latente a punto de estallar.
El Regreso, temprana obra maestra del siglo XXI, ostenta un calibre artístico insólito para los tiempos que corren. Insondable en sus propósitos, su director la definió como “una mirada mitológica a la naturaleza humana”.
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29 de enero de 2018
29 de enero de 2018
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Mutación, cambio. El ser humano se metamorfosea dependiendo de las condiciones de vida. Encerrado en las grandes concentraciones urbanas, el hombre ha desarrollado una serie de ansiedades y deformaciones psicológicas que lo han conducido a una paulatina e irreversible insensibilización. La respuesta de Tsukamoto frente a ese panorama de decadencia pasa por una (necesaria) transformación física y mental, por una (con)fusión de carne y metal que nos elevará a un estado superior dentro de la cadena evolutiva. Imposible no relacionar dicha idea con Videodrome (1983), la máxima somática de David Cronenberg.
Al comienzo de Tetsuo, un hombre conocido como The Metal Fetishist (Shinya Tsukamoto) se introduce, con vicioso placer, trozos de hierro oxidado en su cuerpo. De sus heridas infectadas empiezan a brotar gusanos. Asustado, huye a la carrera y es atropellado por un típico salaryman japonés (Tomorowo Taguchi). A partir de ese momento, el segundo hombre comienza a sufrir extraños síntomas en su propio cuerpo. De su cara y extremidades emergen protuberancias metálicas imposible de arrancar. Finalmente, ambos se enfrentan mientras mutan de manera inimaginable. No obstante, ante la imposibilidad de ganar uno de ellos, deciden fusionarse dando forma a una máquina de guerra dispuesta a “convertir el mundo entero en metal”, al grito de “Nuestro amor puede destruir este puto mundo. ¡Vamos allá! ¡Hagámoslo!”.
El muy transgresor y hombre-para-todo Shinya Tsukamoto (que se encarga de la dirección, del guión, de los efectos especiales, de la fotografía y hasta de interpretar a El Fetichista, su álter ego) propone una ficción de lo más desasosegante sobre la Caída de la Humanidad. Filmada en un granuliento 16 mm y en un blanco y negro que es pura tiniebla, Tetsuo se alza como una película de auténtico culto dentro de la reverenciada Nueva Carne en su vena más virulenta y psicótica, donde materia orgánica e inorgánica se alean obscena y compulsivamente en búsqueda de una raza perfecta, donde el cerebro queda supeditado a la voluntad del acero.
Realizado a partir de un cortometraje previo, The Phantom of Regular Size (1986), el primer largo de Shinya Tsukamoto recoge influencias de David Cronenberg (Videodrome, La Mosca), David Lynch (Cabeza Borradora) y el escritor William Gibson. Batiéndolas en una túrmix nipona junto al manga, el género mecha y el kaiju-eiga tipo Godzilla, la obra maestra del llamado Techno-Orientalism –o respuesta autóctona a la crisis de identidad causada por el entorno ultratecnológico, según Toshiya Ueno– posee sin embargo una personalidad propia irrefutable. Si a ello se le añade un montaje frenético, una banda sonora industrial perforante y un aspecto visual que remite inconscientemente al Futurismo, el Constructivismo y el Surrealismo, el resultado es una feroz pesadilla cyberpunk que rezuma ultraviolencia, sexo, mutaciones, dolor/placer y opresión tecnológica por los cuatro costados.
El mismo Tsukamoto, tres años después de realizar Tetsuo, el Hombre de Hierro (1989), con más medios y a color, hizo una especie de secuela/remake, Tetsuo 2: El Cuerpo del Martillo (1992), la cual no hace sino prolongar la apología de la destrucción masiva. La tercera entrega llegó veinte años más tarde: Tetsuo 3: The Bulletman (2009). Ninguna de ellas, obviamente, supera a la original.
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Al comienzo de Tetsuo, un hombre conocido como The Metal Fetishist (Shinya Tsukamoto) se introduce, con vicioso placer, trozos de hierro oxidado en su cuerpo. De sus heridas infectadas empiezan a brotar gusanos. Asustado, huye a la carrera y es atropellado por un típico salaryman japonés (Tomorowo Taguchi). A partir de ese momento, el segundo hombre comienza a sufrir extraños síntomas en su propio cuerpo. De su cara y extremidades emergen protuberancias metálicas imposible de arrancar. Finalmente, ambos se enfrentan mientras mutan de manera inimaginable. No obstante, ante la imposibilidad de ganar uno de ellos, deciden fusionarse dando forma a una máquina de guerra dispuesta a “convertir el mundo entero en metal”, al grito de “Nuestro amor puede destruir este puto mundo. ¡Vamos allá! ¡Hagámoslo!”.
El muy transgresor y hombre-para-todo Shinya Tsukamoto (que se encarga de la dirección, del guión, de los efectos especiales, de la fotografía y hasta de interpretar a El Fetichista, su álter ego) propone una ficción de lo más desasosegante sobre la Caída de la Humanidad. Filmada en un granuliento 16 mm y en un blanco y negro que es pura tiniebla, Tetsuo se alza como una película de auténtico culto dentro de la reverenciada Nueva Carne en su vena más virulenta y psicótica, donde materia orgánica e inorgánica se alean obscena y compulsivamente en búsqueda de una raza perfecta, donde el cerebro queda supeditado a la voluntad del acero.
Realizado a partir de un cortometraje previo, The Phantom of Regular Size (1986), el primer largo de Shinya Tsukamoto recoge influencias de David Cronenberg (Videodrome, La Mosca), David Lynch (Cabeza Borradora) y el escritor William Gibson. Batiéndolas en una túrmix nipona junto al manga, el género mecha y el kaiju-eiga tipo Godzilla, la obra maestra del llamado Techno-Orientalism –o respuesta autóctona a la crisis de identidad causada por el entorno ultratecnológico, según Toshiya Ueno– posee sin embargo una personalidad propia irrefutable. Si a ello se le añade un montaje frenético, una banda sonora industrial perforante y un aspecto visual que remite inconscientemente al Futurismo, el Constructivismo y el Surrealismo, el resultado es una feroz pesadilla cyberpunk que rezuma ultraviolencia, sexo, mutaciones, dolor/placer y opresión tecnológica por los cuatro costados.
El mismo Tsukamoto, tres años después de realizar Tetsuo, el Hombre de Hierro (1989), con más medios y a color, hizo una especie de secuela/remake, Tetsuo 2: El Cuerpo del Martillo (1992), la cual no hace sino prolongar la apología de la destrucción masiva. La tercera entrega llegó veinte años más tarde: Tetsuo 3: The Bulletman (2009). Ninguna de ellas, obviamente, supera a la original.
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