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Críticas 35
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
23 de marzo de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Imagina esa casa familiar en Cadaqués, el típico refugio de veranos eternos donde todo parece perfecto. Pues olvídate de la paz: en "Casa en llamas", Dani de la Orden le mete una cerilla a los cimientos de la burguesía catalana y nos deja una tragicomedia que escuece más que una quemadura. No esperes paisajes bonitos de postal; aquí Cadaqués es un polvorín de secretos y rencores que estallan en cuanto alguien enciende la mecha.

La película empieza con un golpe bajo: Montse, la matriarca (una Emma Vilarasau que te parte el alma), decide ocultar un drama familiar con tal de no cancelar su fin de semana perfecto. ¿Suena exagerado? Quizá, pero es la clave para entender a esta familia que parece sacada de un manual de cómo arruinarlo todo. El hijo artista (Enric Auquer) es un niño grande que arrastra a una novia cada vez más harta, la hija (María Rodríguez Soto) se ahoga entre pañales y rutina, y el padre (Alberto San Juan) intenta sobrevivir a su divorcio con la elegancia de un elefante en una cacharrería.

El guion de Eduard Solà no tiene piedad: los diálogos cortan como cuchillos y retratan una familia que, aunque te dé vergüenza ajena, te suena de algo. No son héroes ni villanos, sino gente que se equivoca, se odia y, en el fondo, se necesita. La película no juzga, pero te obliga a mirar sin parpadear. Te ríes de sus tonterías, como cuando se ponen pedantes con el vino, pero también te duele reconocer sus miedos.

Compararla con Alexander Payne no es casual: tiene ese humor que duele y un ritmo que no te deja respirar. La dirección es sencilla pero inteligente, dejando que los actores brillen (y vaya si lo hacen). Hasta la banda sonora juega en silencio, subrayando las risas y los dramas sin empalagar.
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Lo mejor de "Casa en llamas" es que no perdona ni a sus personajes ni al público. Desde el primer minuto, cuando Montse ignora la muerte de su madre por no estropear el plan, sabes que esto va a doler. Y vaya si duele. El hijo "artista" no es solo un inmaduro: es un manipulador que usa a su novia como muleta emocional (esa escena del paracaídas es puro veneno). La hija no es una madre aburrida: es una mujer tan perdida que busca salidas estúpidas. Y el padre, con su nueva novia, parece un adolescente con midlife crisis.

Pero la verdadera pirómana es Montse. Su terapia familiar no es para sanar, sino para controlar. Hasta el tema de vender la casa es puro teatro: lo que quiere es seguir manejando los hilos, aunque sea desde las cenizas. El incendio final no es solo un efecto bonito: quema máscaras, mentiras y esa farsa de familia perfecta. ¿Y el abrazo final? Ni reconciliación ni leches. Es como ver a unos náufragos agarrados a un escombro: sabes que seguirán hundiéndose, pero al menos ya no fingen. Un final incómodo, como debe ser.

El final puede dividir: algunos querrán más fuego, otros menos azúcar. Pero aunque el último acto no convenza a todos, la película cumple su misión: te sacude, te hace reír con mala leche y te deja pensando. No hay moralejas ni finales felices, solo el retrato de una familia que arde mientras el Mediterráneo sigue ahí, indiferente. Cine español con carácter, de los que no se olvidan al salir de la sala.
20 de marzo de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ari Aster arrasa con su debut, "Hereditary", no solo reinventando el terror moderno, sino escupiendo en la cara de los clichés del género. Olvídate de sustos de falsa alarma y monstruos de cartón piedra. Esto es otra cosa: un drama familiar retorcido, cocinado a fuego lento, donde cada escena rezuma incomodidad. Una película que no te asusta, te infecta.

Desde el primer plano, te atrapa en esa casa de los Graham que parece respirar angustia. La cámara se pasea como un fantasma por pasillos y rincones, enseñándote detalles que no entiendes... hasta que lo haces. Y entonces quieres gritar. La abuela Ellen, recién muerta, no es la típica viejita de álbum de fotos, sino una sombra que envenena hasta su último aliento.

Aquí no hay sustos de portazo. El miedo es lento, pegajoso. Te lo meten con cuchara, en planos que se alargan hasta que te retuerces en el asiento. Y en medio, Toni Collette. Madre mía, qué bestia la mujer. Su Annie es un huracán de rabia, dolor y locura, una madre que araña paredes y te parte el alma. Se come la pantalla. Gabriel Byrne hace de contrapunto sereno (el pobre), Alex Wolff transpira miedo adolescente, y Milly Shapiro, con su Charlie, te deja un mal cuerpo que no se quita.

El guión es una bomba de relojería. Parece un drama sobre duelos y secretos familiares, pero bajo la alfombra hay algo podrido. ¿Locura heredada? ¿Maldición? Aster juega a no enseñar las cartas, dejándote tan perdido como los personajes. Cada escena normal (una cena, una charla) tiene un regusto amargo, como si algo se estuviera pudriendo en off.

La cámara de Pawel Pogorzelski es otro personaje: encuadres claustrofóbicos, colores que apagan el alma, sombras que se te cuelan por los ojos. La casa parece viva, enferma. Y la banda sonora... uf, esos gemidos de instrumentos que no sabes ni cómo se llaman. Te taladran los tímpanos sin necesidad de orquestazos.

No es perfecta. Hay quien le echa en cara que el ritmo se duerme en algún momento, o que el giro final (ese salto a lo sobrenatural explícito) rompe la magia. Es cierto: cuando todo se explica, pierde parte del misterio. Pero joder, qué final. Esas imágenes se te graban a fuego, aunque intentes borrarlas.

En resumen: "Hereditary" no es una peli para ver con las palomitas en una mano y el mando en la otra, esperando sustos de manual. Es una losa que te aplasta mientras te pregunta: "¿Y si el infierno es tu propia familia?". Te aviso: no sales indemne.
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Vale, hablemos del elefante en la habitación: el final. Toda la peli te hace dudar. ¿Están locos los Graham? ¿O hay algo más? Pues sorpresa: es una secta buscando encarnar a Paimon (un demonio de manual) en el cuerpo de Peter. La abuela Ellen era la jefa, y hasta la muerte de Charlie (¡esa escena del poste!) estaba planeada.

Aquí es donde la gente se divide. Los que prefieren el miedo psicológico se resienten: ¿tan necesario era explicarlo todo? La magia estaba en no saber si era locura o brujería. Pero hay que reconocer que las pistas estaban ahí: los símbolos raros, los libros de la abuela, la amiga Joan (Ann Dowd) que resulta ser sectaria... Hasta la cabeza de Charlie con el poste (improbable donde los haya) cobra sentido.

El remate final, con Peter poseído y los sectarios desnudos adorándolo, es de esos que no se olvidan. Pero sí, duele perder la ambigüedad. Lo que no ves siempre da más miedo. Aun así, qué puñetazo.

En definitiva: "Hereditary" genera debate como pocas. Puedes odiar el giro final o flipar con él, pero lo que no hace es dejarte indiferente. Y años después, seguirás recordando a Toni Collette arañando el techo o a Charlie cortando cabezas de pájaros. Eso no te lo quita nadie.
15 de marzo de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jesse Eisenberg, ese actor que siempre nos sorprende con su verborrea ágil y su magnetismo en pantalla, se mete de nuevo en la piel de director para su segundo largometraje, 'A Real Pain'. En esta cinta, que también escribe y protagoniza, nos lleva a Polonia junto a dos primos judíos estadounidenses: David (el propio Eisenberg) y Benji (Kieran Culkin). Lo que empieza como un viaje para honrar a su abuela, víctima del Holocausto, pronto se convierte en un retrato íntimo, incómodo y hasta divertido de la relación entre dos personalidades opuestas.

Eisenberg demuestra que tiene madera de director. Maneja los tiempos con soltura, equilibrando humor y drama sin forzar las situaciones. Su estilo, alejado de pirotecnias visuales, se centra en lo que importa: los gestos mínimos, las conversaciones que esconden emociones a punto de estallar. No es difícil encontrar guiños al estilo de Woody Allen en los diálogos neuróticos y rápidos, pero aquí hay algo más: una voz propia que mezcla ironía con ternura.

El guion, también obra de Eisenberg, brilla por sus diálogos. Las charlas entre David y Benji (y el pintoresco grupo de turistas que los acompaña) son ventanas abiertas a temas como el duelo, la identidad y cómo el pasado nos persigue. Aunque a veces la trama parece bailar entre la comedia ligera y el drama profundo sin decidirse, esa ambigüedad le da un aire realista. Eso sí, algunos temas quedan en el aire, como si el director prefiriera sugerir en lugar de profundizar.

Las actuaciones son el alma de la película. Eisenberg encarna a David con esa mezcla de ansiedad y autocontrol que ya le conocemos, pero es Kieran Culkin quien se lleva el gato al agua con una interpretación que te atrapa desde el primer momento. Su Benji es un caos encantador: payaso en la superficie, herido en el fondo. La química entre ambos es palpable, creando una dinámica tan creíble que a veces olvidas que estás viendo una ficción. Sus roces, bromas y silencios incómodos son el motor que mantiene la historia en marcha.

En cuanto a la fotografía, aunque no busca llamar la atención con efectos visuales, cumple a la perfección con lo que la historia necesita. Los tonos grisáceos y los planos cerrados reflejan la melancolía del viaje, mientras que los escenarios reales en Polonia desde las calles de Varsovia hasta los campos de concentración añaden un peso histórico que se siente en cada fotograma. La banda sonora, con Chopin de fondo, es un acierto... aunque a veces se pasa de intensa, como si quisiera recordarnos constantemente que esto es serio.

El tratamiento del Holocausto es quizá el punto más delicado. La película pone el dedo en la llaga al cuestionar cómo el turismo convierte el dolor en un producto consumible. Esa crítica, sin embargo, a veces se diluye entre los conflictos personales de los protagonistas. Para algunos, esto resta fuerza al mensaje; para otros, humaniza la tragedia, mostrando cómo el trauma histórico se cuela en lo cotidiano, incluso en viajes bienintencionados.

'A Real Pain' no es una obra maestra, pero tampoco lo pretende. Es una película pequeña, honesta, que te deja pensando en las cicatrices familiares y en cómo cargamos con el pasado. Si bien algunos temas se quedan en la superficie, se sostiene por sus actuaciones brillantes, diálogos afilados y una dirección que apuesta por la sutileza. Ideal para quienes prefieren personajes complejos antes que efectos especiales. No te cambiará la vida, pero te sacará una sonrisa triste y, quizás, te haga ver esos viajes "conmemorativos" con otros ojos.
14 de marzo de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Walter Salles vuelve a la dirección después de años de silencio con una película que logra algo íntimo y universal a la vez. "Aún Estoy Aquí" no es solo la adaptación del libro de Marcelo Rubens Paiva, sino un viaje a las cicatrices de una familia brasileña destrozada por la dictadura de los 70. Aquí no hay discursos grandilocuentes ni escenas épicas: Salles elige el silencio, los espacios vacíos y las miradas quebradas para contar cómo el horror político se cuela en lo cotidiano.

La historia arranca en 1971 con los Paiva, una familia de clase alta que parece vivir en una burbuja ajena al caos del país. La cámara juega con la luz, los colores cálidos y las escenas amplias y luminosas donde los niños ríen y la madre, Eunice (Fernanda Torres), organiza la casa con una calma engañosa. Pero pronto, ese contraste se rompe. Salles no necesita mostrar tanques en las calles; basta una puerta que se cierra de golpe, un teléfono que no suena, o la sombra de un uniforme militar en el reflejo de una ventana para que el miedo se instale en la sala.

Fernanda Torres entrega una actuación que duele de tan real. Su Eunice no llora a gritos ni se desmorona en escenas melodramáticas. Es una mujer que se agrieta por dentro mientras mantiene la compostura: basta una mirada perdida, un gesto mínimo al doblar la ropa de su esposo desaparecido, o esa manera de abrazar a sus hijos como si temiera que alguien se los arrebatara. Torres hace que hasta el acto de servir el café se sienta como un ritual cargado de ausencia.

La película evita lo explícito con una inteligencia que estremece. En lugar de torturas, vemos una mancha de sangre que alguien limpia con prisa. En vez de golpes, oímos los alaridos de otros presos a través de una pared. La música de Warren Ellis no inunda las escenas, sino que se cuela entre ellas como un suspiro inquietante, casi como si tuviera miedo de ser descubierta. Hasta los objetos hablan: una silla vacía en la mesa, una maleta que nunca se usará, las paredes que poco a poco se quedan sin fotos.

Pero "Aún Estoy Aquí" no es solo un retrato del dolor. Es también un homenaje a la terquedad de quienes se niegan a olvidar. Hay momentos de luz robados: los hijos cantando en el auto, una broma familiar que estalla en risas, el modo en que Eunice se aferra a pequeños rituales para no perder la cordura. Salles nos dice que la resistencia puede ser tan simple como seguir viviendo.

Eso sí, la película tambalea un poco en su segunda mitad. Cuando salta 25 años adelante para mostrar la lucha por justicia, pierde parte de la intensidad íntima del inicio. Aunque es comprensible (¿cómo condensar décadas de búsqueda sin apresurarse?), se extraña esa tensión que hacía contener la respiración en los primeros actos.

Sección de Spoilers (¡Ojo! De aquí en adelante hablamos sin filtro):
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La "detención" de Rubens Paiva es una de las escenas más frías que he visto. Él mismo conduce su auto custodiado por agentes, como si fuera un trámite rutinario. Esa falsa normalidad es más aterradora que cualquier escena de violencia: muestra cómo el régimen disfrazaba el terror de burocracia. Cuando años después confirman su asesinato (con un informe frío que Eunice lee en silencio), duele no por lo que muestran, sino por lo que ya sabíamos.

La decisión de no mostrar la tortura de Rubens es acertada. En su lugar, vemos a Eunice escuchando los gritos de otros detenidos mientras espera en una comisaría. La cámara se enfoca en sus manos temblorosas sosteniendo un vaso de agua, en el sudor que le escurre por la nuca. Así, el horror se vuelve personal, no espectáculo.

El final, con Eunice anciana y perdida en el Alzheimer, podría haber sido un golpe bajo, pero Salles lo rescata con delicadeza. En su habitación, mira una foto de Rubens y sonríe como si lo reconociera, aunque ya no recuerde su nombre. Luego, el plano se abre a la familia reunida décadas después: los hijos, los nietos, todos vivos. No es un "final feliz", pero sí un recordatorio de que la dictadura no pudo borrarlos.

En definitiva:

"Aún Estoy Aquí" duele, pero es un dolor necesario. Walter Salles no nos cuenta la historia de un héroe, sino la de una mujer que sobrevivió día a día, convirtiendo el amor en rebeldía. No es una película fácil, ni debería serlo. Es de esas que se te clavan en el pecho y te obligan a respirar hondo cuando se apagan las luces.
13 de marzo de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Brady Corbet, ese actor que quizás recuerdes de Funny Games, no se anda con medias tintas. En The Brutalist, su última obra, no solo dirige: lanza un martillo al concepto de "épico" y lo reconstruye desde los escombros. Tres horas y media de metraje, un intermedio y una trama que abarca tres décadas en la vida de László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto húngaro-judío que intenta resucitar en Estados Unidos tras sobrevivir al Holocausto. ¿Resultado? Una película que te hipnotiza y te agota en igual medida.

Desde el primer fotograma, The Brutalist juega a ser imán y espina. Te atrapa con su ambición desbordante, esa estética retro que homenajea al VistaVision de los 50, y una banda sonora que te eleva como un coro celestial. Pero también te pincha con su irregularidad: un guion que oscila entre lo brillante y lo pretencioso, subtramas que se enredan como cables sueltos, y momentos en que Corbet parece más interesado en impresionar que en contar.

El director quiere abarcarlo todo: el trauma del exilio, la farsa del sueño americano, la lucha entre identidad y ambición, la sombra eterna del Holocausto. Y lo hace a través de Tóth, un personaje que Brody interpreta con esa mezcla de fragilidad y terquedad que ya nos conquistó en El Pianista. Hay escenas donde su mirada lo dice todo —ese dolor silencioso, esa rabia contenida—, aunque a veces el guion lo arrastre por diálogos forzados o giros poco creíbles.

La Primera Parte: Cuando Todo (Casi) Funciona

El tramo inicial es puro fuego. Corbet nos sumerge en la llegada de Tóth a Nueva York, su encuentro con Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce, haciendo de villano irresistiblemente repulsivo), y ese proyecto de biblioteca minimalista que fracasa para luego triunfar. Aquí, el director despliega su mejor arsenal: planos que convierten el hormigón en poesía, secuencias donde la música y el silencio bailan, y una química entre Brody y Pearce que quema la pantalla. Es como ver a dos titanes: uno que construye, otro que destruye, ambos obsesionados con dejar su marca en el mundo.

El Desvío (Donde las Aguas se Enturbian)

Luego llega Erzsébet (Felicity Jones), la esposa de Tóth, y con ella, el primer tropiezo. La película se vuelve más íntima, sí, pero también más dispersa. Subtramas que nacen y mueren sin explicación (¿la sobrina? ¿el viaje a Italia?), escenas que duran lo que un partido de fútbol, y simbolismos que pasan de sutiles a sermón. Aún así, hay destellos de genialidad: la secuencia en las canteras de Carrara, con ese mármol blanco manchándose de sudor y ambición, es cine puro.
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El final (esa biblioteca convertida en monumento al Holocausto) divide aguas. Visualmente es un puñetazo: el hormigón crudo, las líneas limpias, el vacío que grita. Pero también sabe a discurso recalentado, como si Corbet desconfiara de nuestra capacidad para captar su mensaje. Y luego está la escena: la violación de Tóth por Van Buren en Italia. Brutal, incómoda, necesaria... o quizás no. ¿Es una metáfora del poder devorando al artista? ¿O solo un golpe bajo para sacudir al público?

Más polémico aún es el giro sionista. Sí, la película defiende abiertamente a Israel como refugio judío, y pinta a los no judíos (salvo el tierno Gordon) como envidiosos o malvados. ¿Propaganda? Puede ser. Pero también es la historia de un hombre roto buscando un hogar en un mundo hostil. Que ese hogar esté en Jerusalén no es tanto un mensaje político como la conclusión lógica de su viaje. O eso parece... hasta que el epílogo lo subraya con neon.

¿Vale la pena el Viaje?

Con sus 215 minutos, The Brutalist es como escalar una montaña: agotadora, sí, pero con cimas que quitan el aliento. Hay momentos que sobraron (¿esa trama del sobrino?), otros que faltaron (más de Felicity Jones, por favor), y otros que simplemente te dejan mudo. Es una película imperfecta, ambiciosa hasta la temeridad, que a veces triunfa y a veces se derrumba bajo su propio peso.

Si te gusta el cine que desafía, el que duele y hace pensar, dale una chance. Pero ve preparado: aquí no hay concesiones, ni finales fáciles, ni personajes de cartón. Solo hormigón, sudor y un Adrien Brody que debería tener ya su tercer Óscar.
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