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Críticas ordenadas por utilidad
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6,2
36
8
20 de febrero de 2015
20 de febrero de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¡Formidable descubrimiento, vive Dios! Divulguen todos los afortunados del disfrute de sus cien minutos la existencia de este tesoro clandestino, para que su reputación no deje de crecer.
¿A qué se parece esta película, siendo distinta a cualquier otra cosa que hayas podido ver en tu vida? Por establecer una comparación orientadora, su pariente más cercano bien pudiera ser "El ángel exterminador", de Buñuel. Sin que, afortunadamente, se pueda encontrar en las afinidades con "Salto" un ánimo de emulación grosera o un deseo indecente de amoldar Konwicki su creación a determinados parámetros que, a la altura de 1965, eran manifiestamente del agrado de la crítica más inquieta y de los programadores de los festivales de postín.
Konwicki se marca una inquietante comedia onírica sobre asuntos muy serios: la identidad como ficción intercambiable, el remordimiento, la persecución, la libertad, la marginalidad de individuos y de pequeñas comunidades respecto a la corriente general. Y conviene, sobre todo en la primera visión, no perderse en especulaciones y mandar tu cabeza de excursión, a la caza de la correcta interpretación de símbolos y significados. Es tentación casi inevitable en las películas raras habitadas por personajes extraños, pero conviene eludirla. Porque todo lo que de críptico pueda tener este relato lo tiene también de luminoso, de divertido, de matemáticamente preciso.
La narración, circular, está dinamizada por el motor, verdaderamente espídico del protagonista encarnado por Zbigniew Cybulski, esa leyenda con gafas ahumadas. Huyendo como alma que lleva el diablo de no se sabe qué, Cybulski viene a dar en medio de una pequeña comunidad autosuficiente de pueblo. Tan separada de cualquier contacto exterior que las hipótesis sobrenaturales, entendidas de un modo mucho más sutil que el puesto de moda por Night Shyamalan muchos años después, te vendrán inevitablemente al pensamiento.
El beatnik paranoico y verborreico que encarna Cybulski comienza rápidamente su interactuación con todos y cada uno de los miembros de esa comunidad. Interpretados, en casi todos los casos, por asombrosos actores de esa sublime escuela polaca que siempre da un plus de fortaleza a su cine. A quienes Konwicki concede la gracia de tener, sucesivamente, sus minutos de gloria. El talento de actores como Gustaw Holoubek, Wlodzmierz Borunski o Zdzislaw Maklakiewicz, tan portentosos como desconocidos fuera de su país, es un deleite que no tiene precio.
Atención especial a un guión en el que se da el raro prodigio de que la extravagancia de las situaciones y diálogos no desactiva, por efectismo, el nervio del relato. Exactamente del mismo modo que los disparates de "El ángel exterminador" conseguían hacer más denso y más embrujador el argumento, en lugar de arrancarle toda coherencia.
Bajo el clima irreal que refuerza una partitura fastuosa del gran Wojiech Kilar, todo el elenco acaba reunido en un salón de baile. En este largo pasaje se hace más evidente la potencia y el rigor de la elaboración dramática de Konwicki. Conducida a ese territorio en el que el cine y el teatro confluyen en lo más puro y más seductor de su potencialidad.
Véanla con urgencia: es entretenidísima y fascina como pocas.
¿A qué se parece esta película, siendo distinta a cualquier otra cosa que hayas podido ver en tu vida? Por establecer una comparación orientadora, su pariente más cercano bien pudiera ser "El ángel exterminador", de Buñuel. Sin que, afortunadamente, se pueda encontrar en las afinidades con "Salto" un ánimo de emulación grosera o un deseo indecente de amoldar Konwicki su creación a determinados parámetros que, a la altura de 1965, eran manifiestamente del agrado de la crítica más inquieta y de los programadores de los festivales de postín.
Konwicki se marca una inquietante comedia onírica sobre asuntos muy serios: la identidad como ficción intercambiable, el remordimiento, la persecución, la libertad, la marginalidad de individuos y de pequeñas comunidades respecto a la corriente general. Y conviene, sobre todo en la primera visión, no perderse en especulaciones y mandar tu cabeza de excursión, a la caza de la correcta interpretación de símbolos y significados. Es tentación casi inevitable en las películas raras habitadas por personajes extraños, pero conviene eludirla. Porque todo lo que de críptico pueda tener este relato lo tiene también de luminoso, de divertido, de matemáticamente preciso.
La narración, circular, está dinamizada por el motor, verdaderamente espídico del protagonista encarnado por Zbigniew Cybulski, esa leyenda con gafas ahumadas. Huyendo como alma que lleva el diablo de no se sabe qué, Cybulski viene a dar en medio de una pequeña comunidad autosuficiente de pueblo. Tan separada de cualquier contacto exterior que las hipótesis sobrenaturales, entendidas de un modo mucho más sutil que el puesto de moda por Night Shyamalan muchos años después, te vendrán inevitablemente al pensamiento.
El beatnik paranoico y verborreico que encarna Cybulski comienza rápidamente su interactuación con todos y cada uno de los miembros de esa comunidad. Interpretados, en casi todos los casos, por asombrosos actores de esa sublime escuela polaca que siempre da un plus de fortaleza a su cine. A quienes Konwicki concede la gracia de tener, sucesivamente, sus minutos de gloria. El talento de actores como Gustaw Holoubek, Wlodzmierz Borunski o Zdzislaw Maklakiewicz, tan portentosos como desconocidos fuera de su país, es un deleite que no tiene precio.
Atención especial a un guión en el que se da el raro prodigio de que la extravagancia de las situaciones y diálogos no desactiva, por efectismo, el nervio del relato. Exactamente del mismo modo que los disparates de "El ángel exterminador" conseguían hacer más denso y más embrujador el argumento, en lugar de arrancarle toda coherencia.
Bajo el clima irreal que refuerza una partitura fastuosa del gran Wojiech Kilar, todo el elenco acaba reunido en un salón de baile. En este largo pasaje se hace más evidente la potencia y el rigor de la elaboración dramática de Konwicki. Conducida a ese territorio en el que el cine y el teatro confluyen en lo más puro y más seductor de su potencialidad.
Véanla con urgencia: es entretenidísima y fascina como pocas.

8,5
193.742
5
19 de febrero de 2015
19 de febrero de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dejó dicho Andrei Tarkovski que la diferencia entre el cine de autor y el otro está en la voluntad del verdadero creador cinematográfico de elaborar su propia poética, honestamente. En ningún caso podríamos considerar como un autor a quien busca levantar acta notarial de una situación desde el prosaísmo de la supuesta objetividad. En ese sentido, habrá que reconocer que Benigni se acoge sin posible discusión a los preceptos tarkovskianos, ya que su ficción, volcada argumentalmente en la segunda mitad de la película a construir una realidad paralela, para el exclusivo consumo del hijo del protagonista, no puede estar más determinada por las peculiaridades de Benigni como persona y artista. Y más liberada, conscientemente, de encadenarse a la verosimilitud. Así que no cabe reprocharle a esta propuesta falta de personalidad. Desborda personalidad. Lo que puede ser enormemente satisfactorio o terrible en función del aprecio que cada espectador acabe teniendo por las maneras de Benigni.
Incontestable éxito comercial y veneración apasionada hacia el producto por parte de una proporción muy ampliamente mayoritaria del público. Incluso, para sorpresa de muchos, beneplácito (en su momento; creo que el tiempo no jugará muy a favor del mantenimiento del prestigio de "La vida es bella") de una parte de la crítica especializada. Bastante mayor de la que pudiera asumir un espectador de la minoritaria facción escéptica, o incluso hostil, hacia este relato. Así que podemos poner muy en duda que Benigni sea un cineasta valioso, pero no que se trate (al menos aquí, ya que no en el resto de su escueta y no muy distinguida carrera como director) de un hipnotizador portentoso. De la misma escuela que su compatriota Tornatore, capaz de granjearle una proporción más o menos similar de apoyo popular y periodístico a la muy irritante "Nuovo Cinema Paradiso".
Pero, a diferencia de Tornatore, Benigni me cae bien y no tengo dudas sobre su naturaleza verdadera de tío simpático y seguramente de bellísima persona. Por tanto es de rigor reconocer al director toscano que su mirada, tan particular, es limpia, honesta y sincera. Otro asunto es que uno pueda asumir que su producto tenga una entidad perdurable y sea valioso artísticamente. Aquí es donde habrá que comenzar con la sucesión de reparos de grueso calibre.
Benigni no se muestra en posesión de recursos deslumbrantes en la puesta en escena. Más bien parece que el apartado visual va, casi siempre, a remolque, de la torrencial verbalidad. Sus gags, pese a ser algunos muy buenos, parece que funcionasen mejor desde el guión. Que ganan poco o nada en su resolución en imágenes. Se ha repetido que bebe generosamente de la sentimentalidad y el trasfondo discursivo de Chaplin y de la extravagancia de lo felliniano. Cierto, pero revelándose la combinación (nada indeseable en sí misma) francamente estéril por reblanceder y hasta desactivar el nervio chapliniano y reducir a un modesto carnaval (primera parte de la película) todo lo que en don Federico era fluidez y coherencia.
Como ya he dicho que creo en la buena voluntad de Benigni, no sería justo cebándome con la capacidad distanciadora que tiene el despliegue de sentimentalidad en la narración. Como no le considero un tramposo, que el análisis químico del producto revele una presencia tóxica de sacarina donde debiera haber un sutil espolvoreado de buen azúcar (nobilísimo ingrediente) habrá que considerarlo más como un accidente o una consecuencia de las limitaciones artísticas de este hombre que como resultado de un cálculo perverso de seducción de la buena conciencia del espectador. Más o menos siguiendo los procedimientos (estos, sí, perversos y guarrísimos) que tienen los redactores para dotar de contenido a ese bloque de corrección política que colocan los informativos de la televisión pública justo antes de los deportes. Con apelaciones reconfortantes a las causas más en boga en cada momento, que pueden ir de la mejora de hábitos nutritivos al igualitarismo feminista. El aprobadete raspado se lo gana Benigni por no ir de sermoneador.
Como en el fondo también ocurre con el pequeño Josué, conforme avanza el relato nos va poseyendo un triste escepticismo. Demasiados agujeros en un guión que hubiera necesitado de un muy exigente repaso. Demasiadas situaciones en las que Benigni no acierta, ni por aproximación, en lo de mantener el equilibrio entre la fantasía protectora elaborada por su Guido y la horrenda realidad del campo de concentración. Vista con un planteamiento y resolución pobres, escasamente imaginativos, nada rigurosos y muy excluyentes para todo lo que no fueran prisioneros miembros de la familia Orefice.
Otro asunto, en el que ya hay que exculpar totalmente a Benigni, es el trasfondo que queramos encontrarle a la sobrevaloración (bastante escandalosa) de ciertos productos fílmicos en las últimas tres décadas. ¿Escasa frecuentación de un cine clásico erradicado hace tiempo de la programación de las televisiones? ¿Cuestiones sociológicas merecedoras de unas cuantas tesis doctorales? ¿Perversión o amaneramiento del gusto por sumisión acrítica a nuevos valores, nuevos relativismos y nuevas realidades tecnológicas? Determine cada uno qué pueda encontrarse detrás de la consideración mayoritaria como "obras maestras" no ya de esta bienintencionada y un tanto torpona fábula de Benigni, sino de determinados productos de temática enrevesada y desarrollo ultraviolento, o de las queridísimas "distopías" de los hipsters.
Incontestable éxito comercial y veneración apasionada hacia el producto por parte de una proporción muy ampliamente mayoritaria del público. Incluso, para sorpresa de muchos, beneplácito (en su momento; creo que el tiempo no jugará muy a favor del mantenimiento del prestigio de "La vida es bella") de una parte de la crítica especializada. Bastante mayor de la que pudiera asumir un espectador de la minoritaria facción escéptica, o incluso hostil, hacia este relato. Así que podemos poner muy en duda que Benigni sea un cineasta valioso, pero no que se trate (al menos aquí, ya que no en el resto de su escueta y no muy distinguida carrera como director) de un hipnotizador portentoso. De la misma escuela que su compatriota Tornatore, capaz de granjearle una proporción más o menos similar de apoyo popular y periodístico a la muy irritante "Nuovo Cinema Paradiso".
Pero, a diferencia de Tornatore, Benigni me cae bien y no tengo dudas sobre su naturaleza verdadera de tío simpático y seguramente de bellísima persona. Por tanto es de rigor reconocer al director toscano que su mirada, tan particular, es limpia, honesta y sincera. Otro asunto es que uno pueda asumir que su producto tenga una entidad perdurable y sea valioso artísticamente. Aquí es donde habrá que comenzar con la sucesión de reparos de grueso calibre.
Benigni no se muestra en posesión de recursos deslumbrantes en la puesta en escena. Más bien parece que el apartado visual va, casi siempre, a remolque, de la torrencial verbalidad. Sus gags, pese a ser algunos muy buenos, parece que funcionasen mejor desde el guión. Que ganan poco o nada en su resolución en imágenes. Se ha repetido que bebe generosamente de la sentimentalidad y el trasfondo discursivo de Chaplin y de la extravagancia de lo felliniano. Cierto, pero revelándose la combinación (nada indeseable en sí misma) francamente estéril por reblanceder y hasta desactivar el nervio chapliniano y reducir a un modesto carnaval (primera parte de la película) todo lo que en don Federico era fluidez y coherencia.
Como ya he dicho que creo en la buena voluntad de Benigni, no sería justo cebándome con la capacidad distanciadora que tiene el despliegue de sentimentalidad en la narración. Como no le considero un tramposo, que el análisis químico del producto revele una presencia tóxica de sacarina donde debiera haber un sutil espolvoreado de buen azúcar (nobilísimo ingrediente) habrá que considerarlo más como un accidente o una consecuencia de las limitaciones artísticas de este hombre que como resultado de un cálculo perverso de seducción de la buena conciencia del espectador. Más o menos siguiendo los procedimientos (estos, sí, perversos y guarrísimos) que tienen los redactores para dotar de contenido a ese bloque de corrección política que colocan los informativos de la televisión pública justo antes de los deportes. Con apelaciones reconfortantes a las causas más en boga en cada momento, que pueden ir de la mejora de hábitos nutritivos al igualitarismo feminista. El aprobadete raspado se lo gana Benigni por no ir de sermoneador.
Como en el fondo también ocurre con el pequeño Josué, conforme avanza el relato nos va poseyendo un triste escepticismo. Demasiados agujeros en un guión que hubiera necesitado de un muy exigente repaso. Demasiadas situaciones en las que Benigni no acierta, ni por aproximación, en lo de mantener el equilibrio entre la fantasía protectora elaborada por su Guido y la horrenda realidad del campo de concentración. Vista con un planteamiento y resolución pobres, escasamente imaginativos, nada rigurosos y muy excluyentes para todo lo que no fueran prisioneros miembros de la familia Orefice.
Otro asunto, en el que ya hay que exculpar totalmente a Benigni, es el trasfondo que queramos encontrarle a la sobrevaloración (bastante escandalosa) de ciertos productos fílmicos en las últimas tres décadas. ¿Escasa frecuentación de un cine clásico erradicado hace tiempo de la programación de las televisiones? ¿Cuestiones sociológicas merecedoras de unas cuantas tesis doctorales? ¿Perversión o amaneramiento del gusto por sumisión acrítica a nuevos valores, nuevos relativismos y nuevas realidades tecnológicas? Determine cada uno qué pueda encontrarse detrás de la consideración mayoritaria como "obras maestras" no ya de esta bienintencionada y un tanto torpona fábula de Benigni, sino de determinados productos de temática enrevesada y desarrollo ultraviolento, o de las queridísimas "distopías" de los hipsters.

7,5
3.434
7
25 de febrero de 2015
25 de febrero de 2015
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La irregularidad de Truffaut va unida a la proximidad de cada proyecto al universo íntimo de su autor. Podía ser excelente en historias que buscasen la cercanía cálida con unos personajes a los que conoce y quiere. Podía ser anodino en ficciones que implicasen, por sus características de guión y producción, más ojo a la mecánica de la trama que a los sentimientos. Adorando ambos modelos, siempre fue mejor cuando ejercía de heredero de Renoir que emulando a Hitchcock de mala manera ("La novia vestía de negro").
"La piel suave" tiene un eco de Renoir y una voluntad de precisión hitchcockiana en la puesta en escena. Pero, sobre todo, contiene la sobria pero muy honda emotividad característica de Truffaut cuando está en sintonía con una historia que realmente le importa. Por eso pasamos por alto algún chirrido ocasional y se perdona que cierto cohete sea disparado antes de tiempo. Incluso pierde importancia que hubiéramos preferido, para algunas secuencias, más pausa y no tanto nervio como hay en el vigoroso montaje. Puede que el más milimetrado de toda su carrera. Huele a storyboard hiperminucioso: igual me equivoco. Con todo, la adecuación entre lo que se cuenta y la forma de contarlo es atinadísima. Cada plano está cuidadosamente estudiado en su formato, movimiento interno, duración y ensamblaje con los inmediatamente anteriores y posteriores. Ni una sola concesión a la pereza o a la improvisación. Las soluciones de Truffaut son sanamente académicas en algunas secuencias y vibrantemente heterodoxas en otras. Y su elección formal parece siempre la mejor de las posibles para la atmósfera del momento. Es un rigor emocionado que le hace grande y que se echará muchísimo de menos en esa etapa final de su carrera, en la que percibiremos, en sus decepcionantes películas de otoño, demasiada rutina; tal vez agotamiento por una cadencia de trabajo mucho más acelerada de la que parecía natural en él.
"La piel suave" es una historia de amor y cobardía. Triste, rigurosa, soterradamente tragicómica. Su aparente sencillez esconde una ambición entomológica que permite a Truffaut ser, a su manera, algo nada habitual en su espíritu: muy crítico, hasta despiadado, con alguno de sus personajes. Es el caso del protagonista, Pierre Lachenay, interpretado con auténtica clarividencia por Jean Desailly. Se dice que el actor mantuvo en el rodaje una relación escasamente cordial con Truffaut. Es posible que la película se haya beneficiado de aquella recíproca desconfianza. Truffaut, por antipatía a Desailly, se habría abstenido de edulcorar los rasgos despreciables o grotescos del personaje. Al que su intérprete, sin embargo, se cuida muy inteligentemente de transformar en una caricatura, pero sin maquillar las taras. Un tipo de presencia nada llamativa, pero con gancho para las mujeres, con las que puede dar el paso de involucrarse sin sentir pudor por el posible daño que pueda causar en ellas su naturaleza de hombre egoísta, más bien indiferente a los sentimientos ajenos, medroso, vanidoso y ostentador de un vacuo barniz intelectual con el que trata de revestir su frialdad. Lachenay no comprende ni sabe estar a la altura del amor verdadero que le tienen su mujer, France (más sólido, porque sobrevive al conocimiento del percal) y su amante, Nicole (pasión que conmueve más al espectador, por saber a la chica víctima del deslumbramiento por lo que parece y no es el fulano). Ese dolor, derivado de desvanecerse a nuestros ojos el aura de príncipe azul de Lachenay a mucha mayor velocidad que la pasión de Nicole, es el que logra inocularte todo el veneno empático que debe poseer un gran melodrama.
Las interpretaciones de Nelly Benedetti y, sobre todo, la malograda Françoise Dorleac, contribuyen decisivamente a la grandeza de este triste, oscuro y hermosísimo film. Triangular, como "Jules et Jim", pero escaleno.
"La piel suave" tiene un eco de Renoir y una voluntad de precisión hitchcockiana en la puesta en escena. Pero, sobre todo, contiene la sobria pero muy honda emotividad característica de Truffaut cuando está en sintonía con una historia que realmente le importa. Por eso pasamos por alto algún chirrido ocasional y se perdona que cierto cohete sea disparado antes de tiempo. Incluso pierde importancia que hubiéramos preferido, para algunas secuencias, más pausa y no tanto nervio como hay en el vigoroso montaje. Puede que el más milimetrado de toda su carrera. Huele a storyboard hiperminucioso: igual me equivoco. Con todo, la adecuación entre lo que se cuenta y la forma de contarlo es atinadísima. Cada plano está cuidadosamente estudiado en su formato, movimiento interno, duración y ensamblaje con los inmediatamente anteriores y posteriores. Ni una sola concesión a la pereza o a la improvisación. Las soluciones de Truffaut son sanamente académicas en algunas secuencias y vibrantemente heterodoxas en otras. Y su elección formal parece siempre la mejor de las posibles para la atmósfera del momento. Es un rigor emocionado que le hace grande y que se echará muchísimo de menos en esa etapa final de su carrera, en la que percibiremos, en sus decepcionantes películas de otoño, demasiada rutina; tal vez agotamiento por una cadencia de trabajo mucho más acelerada de la que parecía natural en él.
"La piel suave" es una historia de amor y cobardía. Triste, rigurosa, soterradamente tragicómica. Su aparente sencillez esconde una ambición entomológica que permite a Truffaut ser, a su manera, algo nada habitual en su espíritu: muy crítico, hasta despiadado, con alguno de sus personajes. Es el caso del protagonista, Pierre Lachenay, interpretado con auténtica clarividencia por Jean Desailly. Se dice que el actor mantuvo en el rodaje una relación escasamente cordial con Truffaut. Es posible que la película se haya beneficiado de aquella recíproca desconfianza. Truffaut, por antipatía a Desailly, se habría abstenido de edulcorar los rasgos despreciables o grotescos del personaje. Al que su intérprete, sin embargo, se cuida muy inteligentemente de transformar en una caricatura, pero sin maquillar las taras. Un tipo de presencia nada llamativa, pero con gancho para las mujeres, con las que puede dar el paso de involucrarse sin sentir pudor por el posible daño que pueda causar en ellas su naturaleza de hombre egoísta, más bien indiferente a los sentimientos ajenos, medroso, vanidoso y ostentador de un vacuo barniz intelectual con el que trata de revestir su frialdad. Lachenay no comprende ni sabe estar a la altura del amor verdadero que le tienen su mujer, France (más sólido, porque sobrevive al conocimiento del percal) y su amante, Nicole (pasión que conmueve más al espectador, por saber a la chica víctima del deslumbramiento por lo que parece y no es el fulano). Ese dolor, derivado de desvanecerse a nuestros ojos el aura de príncipe azul de Lachenay a mucha mayor velocidad que la pasión de Nicole, es el que logra inocularte todo el veneno empático que debe poseer un gran melodrama.
Las interpretaciones de Nelly Benedetti y, sobre todo, la malograda Françoise Dorleac, contribuyen decisivamente a la grandeza de este triste, oscuro y hermosísimo film. Triangular, como "Jules et Jim", pero escaleno.

8,1
17.090
7
24 de febrero de 2015
24 de febrero de 2015
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Importante por muchos motivos, "La mujer del cuadro" abre una etapa de absoluta madurez en el cine de Fritz Lang. Aquí se hace presente una sobriedad radical en el tratamiento de los temas preferidos y una puesta en escena de virtuosismo contenido, pero asombroso y emocionante para el espectador atento.
Estamos ante la obra de un hombre en posesión de todos los resortes de su oficio. Geómetra preciso en la organización del espacio; capaz de expresar con un leve movimiento de cámara, o con el desplazamiento de un actor en el encuadre, mucho más de lo que otros conseguirían transmitir con varias páginas de guión dialogado.
La genialidad de Lang estriba en la concordancia perfecta de sus historias con el modo de narrarlas. "La mujer del cuadro" es una fantasía onírica sobre la precariedad del entramado en el que un hombre aparentemente sencillo basa su estabilidad. En esto último nunca estuvieron más cerca Lang y Hitchcock. El guionista, Nunnally Johnson, proporciona al autor de "Metrópolis" un argumento ajustado como un guante a las preocupaciones subyacentes en su cine desde la etapa alemana. Lang, agradecido, lo traduce en imágenes deslumbrantes.
Asistimos a la inquietante pesadilla de un maduro profesor universitario que se siente fascinado por el retrato de una mujer misteriosamente bella. Lo contempla, arrobado, frente a un escaparate. La cara visible de Richard Wanley (una de las creaciones más sensibles de Edward G. Robinson) es la respetabilidad social y familiar, el soberano aburrimiento. Al otro lado esperan los deseos incumplidos, cada vez más lejanos. El viaje de Wanley al mundo de las sombras tiene mucho de elegía sobre el contraste entre una cotidianidad asfixiante y esa vía de escape contemplada por el protagonista con ansiedad de aventurero y temor de burgués en la cuerda floja. Pero el descreimiento es un contrapeso instalado en los sueños de Wanley. Los más atractivos personajes langianos contemplan el desajuste entre la magnitud de sus hechos y deseos, por una parte, y la pobreza de sus resultados prácticos, por la otra.
Bastante tiene en común "La mujer del cuadro" con los más acabados relatos de Jorge Luis Borges o Lewis Carroll. Los diferentes escenarios aparecen sobrecargados de relojes y espejos. Lang consigue un efecto de simetría perfecta en las evoluciones de Wanley a uno y otro lado de esa línea difusa que acaba por convertirse (símbolo de su derrota) en tabla de engañoso salvamento.
Estamos ante la obra de un hombre en posesión de todos los resortes de su oficio. Geómetra preciso en la organización del espacio; capaz de expresar con un leve movimiento de cámara, o con el desplazamiento de un actor en el encuadre, mucho más de lo que otros conseguirían transmitir con varias páginas de guión dialogado.
La genialidad de Lang estriba en la concordancia perfecta de sus historias con el modo de narrarlas. "La mujer del cuadro" es una fantasía onírica sobre la precariedad del entramado en el que un hombre aparentemente sencillo basa su estabilidad. En esto último nunca estuvieron más cerca Lang y Hitchcock. El guionista, Nunnally Johnson, proporciona al autor de "Metrópolis" un argumento ajustado como un guante a las preocupaciones subyacentes en su cine desde la etapa alemana. Lang, agradecido, lo traduce en imágenes deslumbrantes.
Asistimos a la inquietante pesadilla de un maduro profesor universitario que se siente fascinado por el retrato de una mujer misteriosamente bella. Lo contempla, arrobado, frente a un escaparate. La cara visible de Richard Wanley (una de las creaciones más sensibles de Edward G. Robinson) es la respetabilidad social y familiar, el soberano aburrimiento. Al otro lado esperan los deseos incumplidos, cada vez más lejanos. El viaje de Wanley al mundo de las sombras tiene mucho de elegía sobre el contraste entre una cotidianidad asfixiante y esa vía de escape contemplada por el protagonista con ansiedad de aventurero y temor de burgués en la cuerda floja. Pero el descreimiento es un contrapeso instalado en los sueños de Wanley. Los más atractivos personajes langianos contemplan el desajuste entre la magnitud de sus hechos y deseos, por una parte, y la pobreza de sus resultados prácticos, por la otra.
Bastante tiene en común "La mujer del cuadro" con los más acabados relatos de Jorge Luis Borges o Lewis Carroll. Los diferentes escenarios aparecen sobrecargados de relojes y espejos. Lang consigue un efecto de simetría perfecta en las evoluciones de Wanley a uno y otro lado de esa línea difusa que acaba por convertirse (símbolo de su derrota) en tabla de engañoso salvamento.
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