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Críticas 20
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
13 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Imagina que eres un hombre de ciencia. No solo dominas la medicina, sino que además vas como un pincel, luciendo outfits que cualquier influencer decimonónico envidiaría. Te has dejado una fortuna en tu educación, y cada paso que das está guiado por la lógica y el conocimiento.

Entonces te mandan a un pueblo remoto para realizar una autopsia. Pero no un pueblo cualquiera... Aquí la ciencia es una lengua muerta, sepultada bajo supersticiones, hechicerías y un miedo colectivo más denso que la niebla. Es como si ficharas a Guardiola para entrenar al Alpargatilla de Abajo, esperando una suerte de tiki-taka con once mastuerzos incapaces de atarse las botas.

Esta es la premisa de Operazione Paura (Operación Miedo. Kill, Baby... Kill! 1966) de Mario Bava, una obra en la que el argumento queda en un segundo plano, eclipsado por una atmósfera densa, casi tangible. No hay que pedirle más: al fin y al cabo, estamos ante una película de terror. En este caso, un ejemplo de terror gótico que mezcla lo sobrenatural, el misterio y el romanticismo, todo envuelto en decadencia y opresión.

Aunque Operazione Paura se aleja de las características más puras del gótico clásico, anticipa elementos que luego se consolidarían en el giallo, el subgénero de terror italiano por excelencia, del que Dario Argento se convertiría en el máximo exponente.

La trama puede parecer simple o predecible para los estándares modernos, pero eso no quita que tenga momentos fascinantes, especialmente en el apartado visual. La dirección de Bava brilla con su característico uso de planos contrapicados, zooms precisos y transiciones que transforman escenas cotidianas en pesadillas. Sin embargo, el clímax llega con una escena que es pura genialidad: Paul Eswai (Giacomo Rossi-Stuart) persiguiéndose a sí mismo.

Lo que empieza como una persecución convencional se desmorona en un bucle onírico. El protagonista queda atrapado en una espiral donde el espacio y el tiempo colapsan, reflejando la opresiva sensación de que no hay escapatoria. Es un giro surrealista que parece sugerir que el verdadero terror reside dentro de uno mismo.

Esta escena tiene un aire visionario que recuerda a las posteriores obras del recientemente fallecido David Lynch, especialmente Lost Highway o Mulholland Drive. Como en los trabajos de Lynch, la lógica narrativa se desmorona, pero lo que importa es el impacto emocional y simbólico. Bava consigue un efecto similar: un golpe maestro que trasciende lo narrativo para golpear al espectador en un nivel más visceral.

Imagina ahora a Guardiola, atrapado en un vestuario infinito, repitiéndose: «Solo tenemos que mantener la posesión», mientras se encuentra con su propio reflejo en cada puerta que abre. Mientras tanto, los jugadores del Alpargatilla de Abajo comen pipas con desgana, sin entender qué es eso del tiki-taka. El vestuario se ríe en silencio, porque sabe que no hay escapatoria.

Operazione Paura es una metáfora perfecta: hay lugares donde no encajamos, situaciones donde ni la lógica ni el esfuerzo nos salvarán. Y si nos empeñamos, corremos el riesgo de quedar atrapados en un bucle infinito, como el doctor, como Guardiola… o como cualquiera de nosotros enfrentándonos a un universo donde nada tiene sentido.
Gunbuster (Miniserie de TV)
MiniserieAnimación
Japón1988
6,9
217
Animación
8
7 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
¡Amigos, el mundo está en peligro! Es momento de recordar las palabras del gran pensador y profeta de nuestro tiempo, Carlos Jesús: «Hay que preparar al mundo para lo que viene, porque viene una evacuación mundial por extraterrestres». Sabemos que Antercherán nos va a dar la del pulpo y que «vendrán trece millones de naves de una confederación intergaláctica: de Ganímedes, de la constelación Orión, de Raticulín, de Alfa, de Beta…». Si has decidido enfrentarte a esta amenaza, necesitas tres elementos imprescindibles: robots gigantes, adolescentes hormonados y una buena dosis de desesperación cósmica. O, dicho de otra forma, necesitas Gunbuster.

Estrenada en 1988, esta miniserie de anime de seis episodios dirigida por Hideaki Anno anticipa muchos de los temas que más tarde consolidaría en su obra maestra, Neon Genesis Evangelion. En Gunbuster, Anno combina los elementos clásicos del género mecha con reflexiones emocionales, científicas y filosóficas. En el núcleo de la historia encontramos una amenaza singular: criaturas alienígenas biológicas que no son simples máquinas de guerra, sino seres vivos que siembran el caos en el cosmos. Estas criaturas evocan los monstruos primigenios, esas pesadillas que, aunque ocultas entre las estrellas, resultan profundamente personales.

¿Y quiénes deben enfrentar este apocalipsis interestelar? Por supuesto, un grupo de adolescentes en plena efervescencia emocional, cargados de traumas, inseguridades y más ganas de impresionar que de seguir un plan coherente. Mientras tanto, los adultos están demasiado ocupados en sus despachos para pilotar los robots humanoides que, en esta serie, funcionan tanto como armas de guerra como extensiones emocionales de sus pilotos. Los mechas de Gunbuster, aunque menos detallados que los EVA de Evangelion, son igualmente simbólicos: reflejan las luchas internas de los personajes, el peso de las expectativas y, a menudo, un refugio frente a sus miedos.

Un aspecto interesante de Gunbuster es su tratamiento del tiempo. La serie explora con sensibilidad y cierto rigor la relatividad temporal: al viajar a velocidades extremas, el tiempo transcurre de forma diferente para los protagonistas y las personas que dejan atrás en la Tierra. Este fenómeno no es solo un detalle científico, sino una herramienta narrativa que profundiza en temas como la soledad, la desconexión y la pérdida. Es una exploración que anticipa de manera notable lo que más tarde veríamos en Interstellar de Christopher Nolan.

En lo visual, se trata de una serie que ha resistido bien el paso del tiempo. Los diseños de personajes y robots tienen ese encanto ochentero que hoy resulta casi nostálgico, y la animación sigue siendo disfrutable más de tres décadas después. Además, los guiños a la cultura pop japonesa de la época (como los pósters de Totoro y Nausicaä en la habitación de Noriko) añaden un toque entrañable.

Por supuesto, también incluye ese toque de fanservice característico del género, con una sexualización de los personajes que está lejos de tener una justificación narrativa. Los más benévolos podrían verlo como una metáfora de la vulnerabilidad y las inseguridades de los protagonistas, pero en la práctica, casi siempre responde a esa tradición del anime ochentero de meter desnudos con calzador.

Pero, al final, si algo nos enseña Gunbuster es que, incluso cuando todo parece perdido, siempre puedes contar con la determinación humana, un buen par de robots humanoides y, cómo no, con Carlos Jesús para recordarte que «vendrán trece millones de naves».
30 de enero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Uno de los temas recurrentes en el filósofo esloveno Slavoj Žižek es la hipocresía en la vida pública: cómo, en ocasiones, nos ponemos «máscaras» que no solo esconden quiénes somos, sino que, paradójicamente, revelan más sobre nuestra verdadera naturaleza.

La comedia negra Eating Raoul (Paul Bartel, 1982) nos sumerge en una sátira de la sociedad hollywoodense de la época, retratándola como el epicentro de una deriva moral donde la violencia y la hipersexualización campan a sus anchas. Las personas parecen atrapadas en una orgía interminable de excesos y fetichismos.

Por un lado, la mayoría de los personajes no necesitan máscaras: actúan como si su lado más grotesco fuera su estado natural las 24 horas del día. Hombres incapaces de frenar sus impulsos más primarios pueblan esta fauna hipersexualizada, que no muestra filtro alguno. Irónicamente, cuando aparece el concepto de máscara física en la película (trajes de nazi, disfraces de niño malcriado o de hippie), estos disfraces se convierten en símbolos de una sociedad desenfrenada que Bartel no duda en ridiculizar.

En este contexto viven Paul (Paul Bartel) y Mary Bland (Mary Woronov), una pareja de clase media extremadamente conservadora. Su relación es tan puritana como carente de pasión: duermen en camas separadas y encuentran refugio mutuo en un ideal de orden y moralidad frente a la decadencia que los rodea. Sin embargo, su sueño de abrir un restaurante exclusivo choca con su precaria situación económica. Mary, a pesar de ser una mujer atractiva, ha elegido a Paul, un hombre corriente, precisamente como escudo frente a ese mundo abyecto.

Por azar, los Bland conocen a Doris (Susan Saiger), una dominatrix que lleva una doble vida como encantadora ama de casa y madre ejemplar. Aquí aparece la primera máscara: la de Doris, quien combina su rol familiar con un negocio sexual sin escrúpulos. Inspirados por ella, los Bland deciden emprender su propio camino hacia la prosperidad económica, asesinando a quienes consideran pervertidos con una herramienta tan ridícula como simbólica: una sartén. El golpe seco y el sonido hueco de la sartén subrayan no solo el tono absurdo de la película, sino que convierten la violencia en un elemento casi caricaturesco.

Sin embargo, la gran máscara no es física, sino moral. A pesar de su actitud conservadora y de su desprecio por la decadencia ajena, los Bland no encuentran oposición ética a sus crímenes. Su hipocresía queda al descubierto cuando su fachada de rectitud choca con la realidad de sus actos: asesinan sin remordimientos, movidos únicamente por el afán de recaudar dinero.

Esta hipocresía es especialmente evidente en Mary, quien, pese a su rígido puritanismo, se siente atraída por Raoul (Robert Beltran), un carismático hombre de origen hispano que se une a su negocio criminal. Con él, Mary explora su sexualidad reprimida, aunque no sin reservas: incluso en sus momentos de pasión, insiste en apagar las luces.

En mi caso, si tuviera que elegir entre irme de fiesta con un grupo de pervertidos o pasar una velada con unos tipos que, tras una fachada de rectitud moral, se dedican al asesinato ‘sartenero’, no tendría demasiadas dudas. Paul Bartel nos recuerda que, al final, la hipocresía puede ser tan peligrosa como cualquier sartén bien manejada.
24 de enero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
En The Addiction, Abel Ferrara nos muestra que los VANPIRO ESITEN… y no solo eso: también piensan. Bueno, más o menos. En un Nueva York en blanco y negro, vampirismo y filosofía se mezclan en una danza de mordiscos, adicciones y preguntas sobre el libre albedrío. ¿VAMPYRUS ERGO SUM? Tal vez, pero primero, vamos a acercarnos a este cóctel existencial de dientes afilados y citas de Kierkegaard y Sartre.

Ferrara toma el mito clásico del vampiro y lo reinterpreta con un enfoque posmoderno, a través de una lente urbana y filosófica. La música potencia esta dualidad con temas como «I Want to Get High» de Cypress Hill, que subraya el paralelismo entre el vampirismo y la adicción, dándole también un toque urbano y contemporáneo. Por otro lado, aunque la filosofía que aborda la película puede parecer algo superficial y cogida con alfileres, si en algún sitio se hace creíble es en un ambiente universitario.

La película establece un paralelismo claro entre el vampirismo y la adicción a las drogas. Ambas comparten dinámicas como la dependencia, la pérdida de control y el ciclo interminable de autodestrucción. Sin embargo, mientras el vampirismo, según su mito clásico, es una relación parasitaria directa, la adicción suele ser más autodestructiva, afectando principalmente al propio adicto.

Es posible que Ferrara utilice el vampirismo como metáfora no tanto para hablar de la adicción en sí, sino del impacto social de los actos humanos. Lleva la idea al extremo para reflexionar sobre cómo nuestras elecciones pueden tener repercusiones en los demás, incluso cuando creemos que son únicamente personales. La escena donde los vampiros actúan en grupo, puede interpretarse como una crítica al efecto colectivo de ciertas adicciones, especialmente aquellas que afectan a comunidades enteras.

Otro aspecto interesante es cómo Kathleen Conklin (Lili Taylor) se cruza con dos personajes que representan visiones contrapuestas de cómo lidiar con el vampirismo (y, por extensión, con la adicción). Por un lado, tenemos al personaje de Peina (Christopher Walken), que encarna el autocontrol casi ascético, y por otro a Casanova (Annabella Sciorra), que adopta una postura mucho más hedonista y desenfrenada. Este contraste enriquece el debate sobre las posibles formas de afrontar los impulsos destructivos.

La película también aborda cuestiones como la redención y el eterno retorno de Nietzsche, un tema que resuena en otros productos culturales contemporáneos, como los juegos de Hidetaka Miyazaki (Dark Souls, Bloodborne…). Al final, parece que la vida siempre da oportunidades para empezar de nuevo, ya sea para repetir los mismos errores o para tomar un rumbo distinto, como si de un New Game + se tratase. Es ese ciclo inquebrantable lo que deja la reflexión en el aire: ¿es posible romperlo o solo aprender a vivir con él?

En The Addiction, Abel Ferrara nos recuerda que, aunque el vampirismo sea eterno, la lucha contra nuestra propia naturaleza también lo es. Ya sea desde el hedonismo, el autocontrol o el eterno retorno, seguimos buscando sentido en medio del caos. Y quizá, después de todo, ser vampiro es existir, aunque sea en blanco y negro, con Cypress Hill sonando de fondo.
18 de enero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
La cultura hippie de los años 60 fue un fenómeno contracultural que desafió las normas establecidas, fascinando tanto como desconcertando. Sin embargo, no siempre fue fácil de comprender para los autores clásicos de la época, quienes, en muchos casos, parecían observar el movimiento desde la distancia, incapaces de conectar del todo con su esencia.

Fue una corriente que, con el tiempo, llegó a desvirtuarse y volverse más superficial, algo que incluso sorprendió a sus propios iniciadores. Recuerdo haber visto a un Jack Kerouac, ya destruido y desencantado, en el programa Firing Line de William F. Buckley, reflexionando entre espasmos sin entender del todo en qué se había convertido el movimiento que él ayudó a inspirar con On the Road (1951).

Aun así, algunas obras lograron capturar la energía y la esencia del momento, como Easy Rider (1969) de Dennis Hopper en el cine o Ponche de ácido lisérgico (1968) de Tom Wolfe en la literatura. Pero hoy traemos un ejemplo completamente distinto: Skidoo (1968), de Otto Preminger.

Preminger, conocido por obras maestras como Anatomía de un asesinato (1959) o Laura (1944), decide salir de su zona de confort con Skidoo. El resultado, sin embargo, es algo que bien podría resumirse con el meme de Brad Pitt en Érase una vez en Hollywood: «Fucking hippies, motherfuckers».

La película mezcla elementos de comedia clásica con momentos surrealistas, claramente influenciados por los cambios culturales de la época… y por el consumo accidental de LSD que ocurre en pantalla. No puedo evitar preguntarme si el ácido también alcanzó a los guionistas o incluso al propio Preminger, porque el resultado es un pastiche narrativo que rara vez funciona.

En este sentido, Skidoo recuerda a otros fracasos de la época, como Candy (Christian Marquand, 1968). Ambas películas intentan satirizar la contracultura, pero lo hacen con un trazo tan grueso que terminan siendo malas caricaturas.

Preminger parece pintar los cambios sociales de los 60 con brocha gorda, dividiendo el mundo en dos polos igualmente absurdos:
- Los hippies: errantes, cantando canciones de paz y con chicas desnudas de cuerpos pintados de colores.
- La burguesía snob: atrapada en sus casas domóticas llenas de gadgets extraños, retratada como hortera y desconectada.

El contraste podría haber sido interesante si contara con un poco más de profundidad o coherencia, pero la película nunca logra salir del absurdo superficial.

Si algo destaca en Skidoo, es la banda sonora del genial Harry Nilsson. Conocido por temas como Coconut (popularizada en Reservoir Dogs) o Everybody’s Talkin’ (Midnight Cowboy), Nilsson nos regala aquí una pegadiza canción en la que canta los créditos finales, nombrando uno por uno al elenco y al equipo técnico. Es raro, sí, pero también brillante, y probablemente lo más memorable de toda la película.

Otro detalle peculiar de Skidoo es que fue la última película de Groucho Marx, quien interpreta a un capo mafioso llamado “God”. Verlo en este papel es un recordatorio extraño de cómo incluso las leyendas pueden despedirse en proyectos que no están a la altura.

Al final, Skidoo es como cualquier otro viaje alucinógeno: puede salir bien o, como en este caso, puede salir mal.
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