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Críticas de Doctor Zaius
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Críticas 49
Críticas ordenadas por utilidad
8
26 de julio de 2017
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Afirmaba el filósofo esloveno Slavoj Zizek en un escrito sobre David Lynch que los verdaderos sostenes y beneficiarios de nuestras sociedades tardocapitalistas son los criminales que las pueblan. El Bobby Perú de "Corazón Salvaje", el barón de Harkonen de "Dune" o el Frank Booth de "Terciopelo Azul" son ejemplos de los caracteres que encarnan los valores hegemónicos de esa cosa difusa que llamamos "el sistema". Nuestra sociedad está pensada para que tipos así prosperen y se erijan en ganadores y beneficiarios de todas las situaciones en las que actúan. Frente a ellos, el ser humano ético es la excepción, el sujeto que revienta el orden establecido siendo fiel a una idea de justicia o verdad que probablemente le cueste la vida. Un personaje emblemático de esta postura vital sería el Alvin Straight de la también lynchiana "Una Historia Verdadera".

Viene a cuento esta introducción porque en el ropaje existencial de Tsanko Petrov (grandísimo Stefan Denolyubov), el protagonista de "Un Minuto de Gloria", encontramos una hechura ética que remite a Alvin Straight y que lo emparenta genealógicamente con él. Tsanko es un guardavías que vive en el límite de la subsistencia en la Bulgaria neoliberal de nuestros días. Vive solo, haciendo su trabajo de la mejor manera posible y cuidando de su conejo y su pequeña huerta. Una situación inesperada lo pone en el centro de una campaña de imagen del ministerio de transportes del país y lo lleva a emprender una cruzada contra la jefa de prensa de éste. El laberinto administrativo en el que se va a internar podría remitir inicialmente al Kafka de "El Proceso", pero, sin embargo, el nivel de amateurismo de funcionarios y periodistas, y la desorganización e improvisación que evidencia el equipo de dicho ministerio, hace que dicha referencia le venga grande a la panda de incompetentes y buscavidas con los que se enfrenta Tsanko. Es más, de alguna manera el film parece establecer un paralelismo entre las vidas del cruzado protagonista y sus antagonistas, en especial Julia Staikova (una más que notable Margita Gosheva), la portavoz del ministerio. La única diferencia entre Tsanko y los otros es que él sabe de su precariedad y trata de sobrevivir en ella dentro de unos límites éticos y ellos no saben de la suya y tratan de sobrevivir como sea a costa de quien sea. Tsanko, es, en este sentido, un héroe lynchiano sin saberlo, y su determinación encarna una ruptura con el orden establecido que acarreará -como no puede ser de otra manera- consecuencias terribles, mientras que sus adversarios se nos presentan como una panda de semidelincuentes que aprovechan todas las ventajas posibles del sistema que los acoge.

La forma en la que la película recoge y estructura la peripecia de este Quijote contemporáneo se ajusta a cierto clasicismo narrativo (aquello del planteamiento-nudo-desenlace) salpicado de pequeñas audacias no menores como un tempo que transcurre calmado y por debajo de los estándares del cine comercial así como el uso contenido y eficaz de la cámara en mano en los momentos decisivos del metraje. Además de ofrecer una parábola sobre el estado de descomposición social de la Bulgaria contemporánea -que en lo básico podría ser la de cualquier país europeo actual- la película abre una línea de fuga con la historia del embarazo de la co-protagonista, un hilo argumental en el que resuena a nivel individual la imposibilidad de vivir una vida digna que implique tener hijos y, a nivel colectivo, la carga de la podredumbre que van a heredar los futuros habitantes de esa Bulgaria que tanto resuena con nuestra propia vivencia social y política.

Tsanko y Julia son, aparentemente, los antagonistas de este cuento sobre la lucha de clases. Sin embargo, su destino, anudado con inteligencia en un final anticlimático, va más allá del mero hecho de ser adversarios. Ambos comparten el papel de simples juguetes en manos de otros. A esa clase social que está por encima de las vidas corrientes de las personas apunta la película, tanto de forma directa en un encuentro entre Tsanko y el ministro de transportes, como indirectamente a través las consecuencias del mirar para otro lado de ese poder político que es duro con los honrados y los débiles y blando con los criminales y poderosos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
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8
9 de junio de 2020
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El corazón loco del loco mundo me ha impedido terminar esta película. Permanecerá inconclusa, un cuaderno de bocetos de lo que pretendía que fuera, un poema inacabado, un sutra del manicomio, un grito. Pero he decidido que debe ser visto, incluso en su forma por nacer. No hay tiempo suficiente y hay demasiadas cosas sin decir que deben decirse, no, gritarse! en la misma boca de nuestra locura”

Con este párrafo -casi a modo de disclaimer- arranca esta película de Jonas Mekas. La única de su extensa filmografía que entra dentro de la categoría de “ficción”, aunque, una vez que uno se introduce en ella descubre que dicha palabra, en las manos y la cámara del bueno de Jonas se aleja bastante de su significado al uso.

Atravesada simultáneamente por los problemas personales del autor en la época de su rodaje y por las incipientes convulsiones sociales que iban a sacudir la recién estrenada década de los sesenta, “guns of the trees” deja constancia de manera clara de ambas cosas. El núcleo narrativo está configurado alrededor del suicido de una de las protagonistas, Barbara, recogido a través de flashbacks en los que va expresando la falta de sentido de su vida y la fealdad del mundo mientras un hombre, Gregory, (entendemos que su novio) y otra pareja amiga (Argus y Ben) intentan hacerla desistir de su plan. Las preocupaciones existenciales de la protagonista, intuímos, corresponden isomórficamente con las del Mekas de principios de los sesenta (tal y como se recoge en las páginas de sus diarios). Y, mientras las conversaciones giran alrededor de esta problemática, el paisaje de fondo, su contexto social e histórico, va tomando forma lenta pero consistentemente a medida que avanza el metraje. Mekas acerca su cámara a un desgüace de barcos y al puerto ya en decadencia de la New York de la época (recordemos que la implantación del contenedor estándar de mercancías justo en esos años supuso una hecatombre laboral en los puertos de todo el mundo, reduciendo las plantillas de estibadores a cifras irrisorias). Se detiene también en las manifestaciones de protesta contra el racismo y la injerencia americana en Cuba. Mira, asimismo, a los primeros conflictos entre los beatniks y las fuerzas del orden y se para, con mucha frecuencia, en las calles mojadas de la ciudad, en los barrios pre-gentrificados repletos de una vida bulliciosa en la que niños, borrachos, gente ociosa y almas perdidas compartían calles y tiempo sin problemas, así como en la quietud de los parques neoyorkinos, en la paz de esos árboles que se limitan a dejarse ondear por el viento del norte que sacude el otoño norteamericano.

Rodada en un blanco y negro matizado por una amplísima gama de grises, “gun of the trees” apabulla visualmente e inquieta con su extensa variedad de recursos estilísticos: planos fijos de los rostros protagonistas desde ángulos extraños, largos viajes en coche atendiendo al paisaje de las afueras neoyorkinas, planos cámara en mano desde dentro de las manifestaciones con la policía mirando extrañada hacia el realizador, planos fijos extáticos de interiores en penumbra y claroscuros existenciales de resonancias barrocas. Junto a ellos, un uso vanguardista del sonido, mezclando música clásica contemporánea con canciones folk e intercalando la voz de Allen Ginsberg recitando “sutra del girasol” mientras los protagonistas hablan. A ratos el sonido “cuadra” con la escena que estamos presenciando, pero en la mayoría de las ocasiones va por libre, siguiendo una lógica propia a lo largo de todo el metraje, actuando como ruido de fondo o relegando a las imágenes a un segundo plano gracias a la fuerza de las disonancias sonoras, las melodías folk o los versos de Ginsberg.

Junto al angst personal de la protagonista, compartido en gran parte por su taciturno partenaire -interpretado por Adolfas Mekas, hermano del director-, epítome del atribulado intelectual existencialista de la época, la película despliega un interesante comentario sobre la clase y la raza gracias a la pareja amiga de los protagonistas. El dúo existencialista canónico que forman Barbara (una inquietante Frances Stillman) y Gregory (un hiératico Adolfas Mekas) resulta ser una pareja blanca de clase media separada por unos 10-15 años de edad. Su tono vital, quejoso por el sinsentido de la propia vida y atribulado por las condiciones históricas que están viviendo, contrasta vivamente con el de su pareja amiga, Argus y Ben (cuyos nombres proceden de los actores que los interpretan, la afroamericana Argus Spear Juillard y el “latino” Ben Carruthers). Si Barbara y Gregory se consumen en una agonía cocinada a fuego lento por las llamas de la conciencia de la alienación y el presentimiento de un inminente apocalipsis nuclear, Argus y Ben, atornillados a la misma situación y con idéntica conciencia de su posición, viven y disfrutan de una vida que intuyen frágil y destinada a la catástrofe: bailan, beben, se ríen de sus trabajos de mierda, participan en las manifestaciones de protesta, disfrutan del sexo y el afecto mutuo, hacen planes para el hijo del que Argus está embarazada y pasean por una ciudad otoñal y áspera que no pueden evitar reconocer como su hogar. Hay en este desdoble una intención extraña, como si Mekas fuera consciente de la situación un poco ridícula de estar del lado de la línea de los privilegiados (él, que pasó por un campo de concentración nazi y con veinte años tuvo que huir de la vieja Europa dejando atrás toda su vida) y vivir atenazado por la angustia, mientras sus dobles exactos, colocados en el lugar de la semi-marginalidad se dedican a bailar con sus ansiedades mientras viven la vida intensamente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
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7
14 de agosto de 2015
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En aquella salvajada de cómic que era "the boys", el guionista Garth Ennis ponía en boca de su protagonista principal (el carnicero, el cual hacía honor a su nombre) la siguiente afirmación: "el amor son dos personas que se encuentran". Hay en esta película una celebración continuada de eso mismo, tan frecuente y, al tiempo, tantas veces tan estéril: el encuentro.

Arranca con vigor inusitado este film con una secuencia en la que vemos al protagonista y a su hermano construyendo el ataúd con el que van a enterrar a su padre recién fallecido. Toda una declaración de intenciones. La música extradiegética a base de sintetizadores y gruesos beats parece querer llevarnos al comienzo de algo especialmente intenso. Sin embargo la escena se corta abruptamente, la música se para y los protagonistas siguen con su vida como si no hubiera ocurrido nada. Este formato de escenas anticlimáticas se repetirá con regularidad a lo largo del metraje. Con el apoyo de la música acompañaremos a los protagonistas en momentos de intensidad aparente que se cortarán súbitamente.

La historia, como todas las buenas historias de amor, es la de un encuentro que empieza siendo un error del sistema: dos personas sin nada en común entrelazan sus cuerpos por casualidad, y, a partir de ahí, primero el azar los hará ir coincidiendo a salto de mata y luego las voluntades de cada uno harán el resto del trabajo.

Hay muchos elementos singulares en esta narración de un amor que, sin estar contado bajo las coordenadas de la locura, es bastante loco en su planteamiento, es extraño, hiperbólico a ratos, rozando el delirio en secuencias puntuales. El primero es el binomio protagonista que subvierte la relación habitual de papeles: él es delicado, sensible y está entregado a ella casi desde el principio. Ella es brutal en sus acciones, aparentemente insensible a todo lo que no sea su misión en la vida y apenas dedica atención a su acompañante fílmico. Sin embargo, bajo esta subversión inicial hay un mensaje escondido: se puede ser todo lo que él es sin ser débil, se puede ser todo lo que ella es sin ser fuerte. Y es el descubrimiento de esta aparente contradicción y sus consecuencias el eje sobre el que discurre la película.

Otro elemento singular es el papel de la naturaleza que envuelve toda la narración. Como si estuviéramos en un escenario compartido con “take shelter” -aquella parábola sobre el fin del mundo que Michael Shannon protagonizaba con turbadora intensidad-, el cielo está permanentemente amenazando con una tormenta que adivinamos brutal, los bosques parecen a punto de arder, y, primeros planos de un montón de gusanos extraídos de la tierra revuelta o de pollitos congelados que van a ser utilizados como comida para una mascota nos recuerdan la finitud de lo vivo, el origen “bajo” de toda vida, los destinos impredecibles de toda criatura viva. La naturaleza, ominosa, amenazadora, turbadora en su crudeza, rodea a los protagonistas y parece querer devorarlos y dar vida a su historia al mismo tiempo.

La narración está estructurada episódicamente. Se pasa de la vida en una pequeña ciudad francesa en verano a la instrucción en un campamento militar de fuerzas de élite para terminar en una aventura de consecuencias impredecibles en medio de un bosque inmenso. El paso de un escenario a otro se lleva consigo a los personajes secundarios de cada capítulo. Es la relación entre los amantes improbables lo que importa. Todo lo demás es arrastrado por el discurrir de la narración, como si un cedazo lavara el flujo fílmico separando lo esencial de lo anecdótico. Esta capacidad para ir deshaciéndose de lo accidental, para reducir lo contado a un núcleo denso de sentimientos, afectos y emociones que sorprenden a sus propios protagonistas, produce un efecto de descoloque en el espectador. La película parece querer ir echándonos fuera de lo que cuenta, aunque en realidad nos está enfocando cada vez con mayor precisión en lo que verdaderamente importa.

Además de todo ésto, les combattants aprovecha para echar una mirada juguetona a este momento histórico, para acercarse a la percepción de la crisis a través de los ojos de una juventud europea que vive entre el escepticismo acerca de lo que está ocurriendo y las consecuencias de esa sensación de fin de época que rodea sus mundos privados. A la desorientación particular derivada de su etapa vital se añade el caos ambiental que los envuelve, la incertidumbre respecto a un futuro que parece apuntar a una catástrofe intuida, a un final que está comenzando a tomar forma, a definir unos contornos todavía difusos.

Visualmente preciosista y estéticamente muy calculada, les combattants es un catálogo de buenas ideas argumentales y atrevimiento formal que, curiosamente, falla globalmente al perderse de vez en cuando en los vericuetos de su propia historia, pero que deja un gran sabor de boca por sus muchos buenos momentos y por la originalidad de su propuesta. Estemos atentos, pues, a las próximas iniciativas de este novato Thomas Cailley que parece venir cargado de ideas, osadía y libertad cinematográfica.
Doctor Zaius
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10
17 de abril de 2020
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo que ha conseguido Celine Sciamma con esta película es un logro al alcance de escasísimos directores de cine: convertir una historia concreta de amor romántico (entre dos mujeres) en una historia universal que se eleva sobre sus circunstancias particulares para describir lo que es el amor desatado e incontrolable entre dos seres humanos. Lo hace además desde una perspectiva política militante, esbozando en el interlineado de su caligrafía la descripción de un protofeminismo no consciente de sí, reventando el test de Bechdel y dejando guiños a sus dos películas anteriores, así como mirando de frente a dos clásicos contemporáneos de la talla de “Carol” (Todd Haynes) y “Call me by your name” (Luca Guadanino).

El comienzo de la película no puede ser más brillante: en una atmósfera impregnada de azules desvaídos, una profesora de pintura posa para sus alumnas. La cámara se detiene en los rostros de cada una de ellas minuciosamente, como tratando de desentrañar el enigma que oculta cada cara (esta será una constante a lo largo de todo el metraje: los primeros planos sostenidos de los rostros de las actrices protagonistas). Y, de pronto, la magia: la cámara se acerca simultáneamente a la profesora y a un viejo cuadro pintado por ella (un “retrato de una mujer en llamas”). El travelling en los dos sentidos gira la flecha del tiempo, y, en el momento, en el que entramos en la imagen enmarcada, saltamos en el espacio y en el tiempo y aparecemos en un lugar indeterminado del pasado en medio del mar. El poder de estos recursos narrativos -la elipsis y el flashback- nos sitúa en otro momento y en otro lugar. Desorientados, como la propia protagonista, nos introducimos en su nuevo contexto: la pintora debe retratar a la hija de una señora de la nobleza rural francesa (del siglo XVII o XVIII) que va a casarse con un noble milanés del que lo desconoce todo. La tarea es secreta. La retratada no debe saber que la artista está ahí para eso, por lo que se hará pasar por una especie de dama de compañía contratada para no dejarla sola en sus paseos.

Lo primero que nos deslumbra es el uso que hace Sciamma del color para crear atmósferas y estados de ánimo. Las estancias de la casa se llenan de tonalidades rojizas, amarillentas y ocres. En contraste con el frío azul del comienzo, el nuevo escenario vibra con la calidez de lo hogareño. Las vestimentas de las protagonistas juegan con esta paleta de colores y propagan emociones casi visibles a partir de sus ropajes. Junto a este uso milimetrado del cromatismo, las escenas de interior también destacan por el virtuosismo de sus composiciones. No es solo que la protagonista sea pintora. Cada una de las escenas en las que participa es un tableau vivant (un “cuadro viviente” en imposible traducción al español) de diseño e iluminación exquisitos al servicio de la historia que se va contando. Los movimientos de cámara, lentos y tirando a imperceptibles, recogen la delicadeza de las relaciones entre las protagonistas (la madre, la hija, la pintora y una criada que va a aportar una profunda perspectiva tanto de clase como de género a toda la historia). El tempo lento de la narración funciona como un fuego a baja temperatura. Casi podemos percibir en el aire la vibración de la pasión que va creciendo entre las protagonistas. Las distintas escenas, que nos hipnotizan por su exactitud y su precisión en el nivel de lo visual, van transmitiendo la misma sensación que debe dar el ver desplazarse un glaciar mientras sabemos que bajo él se retuerce la energía brutal de un volcán a punto de entrar en erupción. Pero no es solo la casa el escenario de esta pasión. El exterior, dominado por una naturaleza agreste en la que el mar, los acantilados y un viento incesante parecen encarnar los sentimientos de las protagonistas, nos abruma por lo crudo y lo bello de su presencia. Como si fuera una postal típica del romanticismo más canónico, las amantes se miran durante segundos interminables mientras el aire revolotea entre sus cabellos y las olas rompen de fondo contra las paredes rocosas de los acantilados que las envuelven.

Simplemente con tener en cuenta el tempo de la narración y el preciosismo visual ya podríamos hablar de una obra sobresaliente. Pero “retrato de una mujer en llamas” va más allá de eso y exhibe un catálogo de recursos increíble que hacen que su visionado se convierta en una fiesta para los sentidos y la razón. Destaquemos el uso de la música. Ésta hace su aparición -solo en forma diegética- en tres momentos claves: uno para subrayar la intimidad, otro para celebrar la fiesta comunitaria y un tercero para certificar la persistencia de la pasión. Cada uno de estos momentos es excepcional dentro de un relato que nos succiona con su magnetismo. La escena musical comunitaria es el centro nuclear de la película: hay un antes y un después de ella muy claros. Su ejecución es deslumbrante y su finalización encarna el título del filme y cristaliza con dulzura, extrañeza y pasión el torbellino de emociones que posee a las protagonistas.

(Sigue en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
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8
23 de abril de 2016
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el libro que el festival de documentales Play-Doc de Tui (Pontevedra) ha dedicado a la figura de Charles Burnett, aparece de forma reiterada la expresión que da título a esta reseña. La frase es obra del guionista y escritor James Agee -coautor de la célebre crónica de la pobreza del medio-oeste norteamericana llamada “elogiemos ahora a hombres famosos-, y recoge la necesidad de enfocar las emociones de forma que den lugar a acciones capaces de transformar la realidad en vez de convertirse en semillero de pasiones negativas.

Film que se mueve entre el registro satírico y el trágico, My brohter´s wedding presenta los conflictos inherentes a la comunidad afroamericana del barrio de Watts (Los Ángeles) en el momento en el que parte de sus integrantes comienzan a ascender socialmente y a renegar de sus orígenes campesinos del Missouri de donde proceden. Pero no es sólo esta incipiente clase media que pretende homologarse a sus equivalentes blancos el objetivo de los dardos burnettianos. El protagonista, Pierce, hermano pequeño de un abogado que está a punto de casarse con la hija de un prestigioso médico, idealiza a sus iguales de clase social y a los pobres, despreciando simultáneamente sin concesiones a todos los que han logrado coger el tren del ascenso social principalmente por la vía de la educación. La trama se articula alrededor de la conflictiva relación que establece con sus padres, hermano y futura cuñada a raíz de la boda, y de las correrías por el barrio con un antiguo compañero de clase, Soldier, recién salido de la cárcel del que, de alguna manera, pretende hacerse responsable. Pese a sus buenas intenciones, todo le va a salir mal de principio a fin. Quizás porque, como dice el propio Burnett de él, es incapaz de hacer una reflexión desapasionada tanto del proceso que está experimentando su familia a través de su hermano como de la relación que mantiene con Soldier. A los primeros los juzga con una dureza extraordinaria y actúa evidenciando continuamente su desacuerdo con ellos. Al segundo, lejos de ser capaz de tenerlo a salvo de sí mismo, le permite todos los desmanes y excesos, actuando de cómplice cuando no de tapadera de sus asuntos cada vez más turbios.

Burnett se muestra, en esta película, especialmente atinado en tres puntos: en el retrato del día a día de su barrio -maravillosas todas las viñetas que tienen lugar en la tintorería de los padres del protagonista-, en la escenificación de las disputas familiares entre Pierce y sus parientes y en el rodaje de las escenas de carreras y persecuciones de Pierce y Soldier por las calles y descampados de Watts. A estas últimas las dota de una energía contagiosa, envolviendo cada secuencia en un ambiente humorístico hipercinético en el que cierta afirmación de la amistad incondicional vehicula el sentido de cada situación. También es destacable la elección de un registro visual lo más naturalista posible; gracias a él consigue elevar el tono de la película por encima del mero costumbrismo, dibujando una radiografía lúcida de las tensiones sociales y familiares que recorren el vecindario en proceso de transformación. En la combinación de actitud documental, respeto por los personajes y mirada sarcástica a su realidad social encontramos las claves de la capacidad de seducción de la película: en todo momento, pese a ciertos excesos argumentales y a algunas situaciones chocantes que buscan la carcajada, una sensación de verdad considerable permea cada fotograma.

Burnett reniega, por problemas con la producción, del final “oficial” de la película. Quizás sea este algo abrupto pero resulta interesante en tanto que deja abiertas las dos cuestiones centrales que han movido al personaje protagonista en su parte final, como dejando en manos del espectador el tomar una decisión sobre la finalización de las dos tramas. Quizás si hubiera dispuesto de los medios económicos adecuados y no hubiera tenido las dificultades que tuvo -uno de los actores desapareció durante meses cuando aún no habían terminado el rodaje- estaríamos ante una obra más redonda y mejor acabada. Sin embargo, hay, en sus imperfecciones y en su “hacer virtud de la necesidad” un algo que tiene que ver tanto con la rugosidad emocional del film como con su combinación de aridez y humor. Como si esa precariedad estimulase el ingenio y la rabia del director, afilando su lucidez y enfocando con nitidez cuestiones fundamentales.

Asimismo, uno no puede evitar cabecear afirmativamente ante esa mirada respetuosa y admirativa que dirige a los personajes de más edad de la narración: ellos, desde su durísima peripecia concreta -del esclavismo de sus padres y abuelos a la vida en el suburbio angelino-, testimonian cualidades humanas generales que trascienden las circunstancias de raza o clase social. El microcosmos burnettiano, así, se eleva de lo particular a lo universal, haciendo partícipe emocional e intelectual a cualquiera que se acerque a las aventuras y desventuras de sus protagonistas, esa comunidad afroamericana que vive en el Los Ángeles los años 70 del siglo XX desgajada de sus raíces, abandonada a su suerte por la administración norteamericana, despreciada explícita o implícitamente por la mayoría blanca acomodada y acosada y perseguida permanentemente por la maquinaria represiva del estado. Esa comunidad cuarteada por la desigualdad y tensionada por las transformaciones de las relaciones sociales y familiares. Esa comunidad resistente que toma cuerpo y nos interpela desde películas como ésta.

Cuanta falta nos hacen los directores como Charles Burnett.
Doctor Zaius
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