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España España · Badajoz
Críticas de Weis
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
7
25 de febrero de 2014
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando uno piensa en Stephen Frears, piensa en elegancia. En sofisticación. En alegría a lo obvio. Destacados compañeros de oficio británicos como él optaron por la especialización tomando el drama de época (James Ivory) o el realismo social (Ken Loach), géneros y temáticas que el primero ha conjugado durante toda su carrera. Así, podemos pensar en su figura en términos de Las amistades peligrosas y The Queen tanto como de Liam o Tamara Drewe, respectivamente. Esto no hace sino sumar enteros en la versatilidad que en el imaginario colectivo de la cinefilia europea e internacional habita respecto a este veterano director.

Su tendencia a la comedia negra que otorga de forma inherente cierto tipo de drama, como bien inglés, es un atributo tangible en sus películas. Tutoriza el psicoanálisis de sus personajes y simplifica la carga más aversiva y corrosiva que sus relatos desprenden, en un fluir de armonía e igualdad. Así se entiende Philomena, el último trabajo estrenado del director en el que ha puesto, como nunca y a la vez como siempre, toda la carne en el asador en su pretensión por desarmar las categorías más formales y postizas de los géneros, fusionándolos y otorgando relevancia a su tan distinguido estilo.

Con ello logra que esta historia basada en hechos demasiado reales no caiga en el evidente cliché de la impostura y la evidencia, sino que remite a unos valores que, empleando buenas artes, pueden llegar a cautivar tanto como a redimir. Frears es ayudado en este cruce de caminos sobre ajustes de cuentas con la memoria y el pasado por dos personalidades en estado de gracia: Steve Coogan y Judi Dench. El primero, involucrado en el proyecto con las tripas colgando, pues asume no solo la interpretación sino también la producción y el guión.
Este segundo, especialmente tratado por el actor, que introduce un acertado carisma irónico a la desatada caja de Pandora, cuya deuda histórica para con personas que aún viven para contarlo constituye uno de los crímenes más abyectos de que se puede tener constancia.

La veterana actriz, por su parte, reúne todas sus dotes teatrales para proyectar un estudio de composición de personaje; un ejercicio de comprensión, comunicación y escucha a su desdoblamiento en la ficción, consiguiendo el milagro de la asunción corpórea y espiritual entre intérprete y carácter. Dench hace aquí un tour de forcé metamórfico y camaleónico, conduciendo la película y llevando la batuta de las emociones. Nos hace transitar de la risa al llanto con sutileza y entereza, esquivando el maniqueísmo. Ambos actores actúan con total frontalidad y sinceridad, derivando el drama intrínseco en ramificaciones de humor y en conversaciones tratadas con una excelente minuciosidad y reflexión.

La construcción de la relación entre sus protagonistas se entronca en la aceptación de la teoría cinematográfica más pura referida al guión, que asegura que estos cooperadores mutuos y necesarios funcionan con mayor brillantez cuando sus modos de ver la vida y el mundo son radicalmente diferentes. Es en este punto donde se enfrenta la disparidad generacional y la transmisión de identidades que nutre el apego humanista que la cinta desprende con notable sencillez. Agradecido resulta que Frears, en su dirección coral, haya evitado el tremedismo en pos de favorecer la inteligencia del espectador, sobre una base argumental que recuerda a la contenida virulencia que desplegó Peter Mullan en Las hermanas de la Magdalena. Ambos directores utilizan el soporte celuloide para tratar de aproximar toda una serie de tropelías que tan solo los afectados recuerdan, si bien actúan como liberalizador de conciencias para aquellos confusos anónimos que creen dar por sentada una realidad equivocada y humillante.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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8
27 de enero de 2014
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El legendario director hongkonés, creador de joyas como Deseando amar y 2046, retorna con la vida y obra de Ip Man, maestro de Bruce Lee, para otorgar un genial y vigoroso poema en movimiento, a ralentí del arte marcial, de arrolladora elocuencia lírica que, junto con su impagable hazaña visual, hipnotiza a ritmo coreográfico. Minucioso detallista y enfermizamente escrupuloso en su búsqueda de la exquisitez, The Grandmaster supone una regeneración, o más bien una continuación, de sus dotes narrativas para enlazar en armonía el intimismo del romance con la espectacularidad épica de los combates.

Son particularmente en estas escenas de acción donde Kar-Wai se recrea con bravura e inmortaliza su realización a través de la dispersión y fragmentación de los puntos de vista, que añaden riqueza y ritmo a sus secuencias. La lógica emocional, tan habitual en sus películas previas, da paso aquí a la lógica corporal, pues los combates condensan lo físico y lo filosófico en un solo atributo, llenando de energía el ritmo interno del relato. Apelando a su función puramente plástica, su espectacularidad es absolutamente abrumadora.
Weis
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4
30 de mayo de 2014
10 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo realmente inquietante de la propuesta española Todos están muertos no radica en su ajustado e inusual diseño de producción, ni en su dispar selección de casting, ni en la arbitraria mezcolanza de etnias, nacionalidades y costumbres. Tampoco en la distópica representación de la nostalgia ochentera madrileña musical en relación con una época presente indeterminada. Ni tampoco se encuentra en su confusión de géneros y temáticas, provocando un vaivén de organismos y emociones que fluctúan por el aire como entes siniestros sin caza. Lo realmente, rematadamente, inquietante de esta película es intentar averiguar cómo Beatriz Sanchís, la encargada de firmar la dirección y el guión, vendió la idea a sus inversores.

La bella y sensual Elena Anaya, cada vez más adherida peligrosamente al cine independiente más transgresor y alternativa, navega sin rumbo en una película que, temática y argumentalmente, hace aguas por todas partes. La sensación de desorientación expresiva es constante desde los primeros compases, pues la realizadora tiende a la carencia de explicaciones, al enrarecimiento estético y a la transición con calzador. Sanchís no acaba de perpetrar en su puesta escena la calculada borrosidad con la que sus personajes necesariamente se muestran alterados, confusos y perdidos.

Contrario a ello, la ausencia de una remarcada densidad descriptiva de los caracteres, encabezada por su personaje femenino protagonista, nos aleja persistentemente de un despliegue espacial que debería ser electrizante pero se queda en superfluo y neutral. Así mismo, se necesita en el espectador una amplia prueba de fe para justificar la verosimilitud de ciertos acontecimientos y la asunción de las decisiones y principios que definen, o que precisamente no acaban de definir, a nuestra errante heroína. La absoluta falta de nobleza del elemento popular ajeno a los protagonistas y la hondura pavorosa de su mezquindad son absolutos que solo se confirman en la película como activo programático, no como tangibles o demostrables en la imagen.

Pese a no resultar irritante o irascible, resulta en último término desconcertante que la conjugación audiovisual de esas pretensiones narrativas se desaproveche de tal forma que el conjunto se acabe presentando como un batiburrillo un tanto deslavazado al no extraer de ese montaje alternado demasiada consecuencia dramática. La narración se entremezcla, juega a resultar hipnótica utilizando tiempos muertos. Por momentos, el ritmo cae hasta el tedio. Nada ayuda a la función el reparto de actores latinoamericanos, que parecen estar protagonizando una película muy distinta a la que presagia Anaya, perdida en un sin rumbo de desconcierto e hieratismo interpretativo, jugada que sí le salió redonda en Hierro (Gabe Ibáñez, 2009) y que aquí obtiene unos resultados más que limitados.

Ese sombrío paisaje de rutinas inhumanas y delictivas se nos presenta como un hábitat simplemente inhóspito y desdeñado, con desaprensivo amparo en la atención caritativa. Provoca rechazo pero no desesperanza. Provoca conflicto pero no indignación. Su contemplativa ejecución no alcanza el estadio de gravedad existencial o reivindicación denunciadora que un planteamiento con tanta voluntad nostálgica podría haber aprovechado. La confusión es realmente trágica: uno ya no sabe si se encuentra ante un videoclip anabolizado de Mecano, un film de arte y ensayo o un despropósito con mayúsculas en el que cada uno actúa y circula como le viene en gana.

Una película que, en definitiva, no acaba de insuflar la fuerza visual y temática que sí presenta en bruto su línea eminentemente social. Dejando ya a un lado la encorsetada dirección de actores sobre su actriz principal, sumiéndola en un personaje que, de apático y reiterativo, no logra el impacto que su directora podría haber deseado. Su carácter es contemplativo y observacional cuando debería ser histérico y furioso, y ello dificulta el efecto de choque empático, algo que, en el último acto de la película, se antoja apresuradamente rematado y de imprevisible extrañeza. Pese a todo, ojo a la carrera del joven Patrick Criado. Muy prometedora su trayectoria.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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5
21 de marzo de 2014
7 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un tambor recorre una línea recta imaginaria por un salón hasta caer de forma lateral por su propia inercia. Segundo de Chomón sonreiría desde su tumba. Una hoja de afeitar posada en un lavabo de higiene tiene un remate en forma de crucifijo en su empuñadura. Luis Buñuel se revolvería desde la suya. Como una estrella fugaz que recorre el cielo, un instante efímero y a la vez eterno, Luis Miñarro expone un estimulante abanico de guiños y propuestas referenciales a la pintura, la música, la escultura y, por supuesto, al propio cine. El subtítulo de la película reza ‘divertimento’, y es precisamente esta apariencia la que se logra vislumbrar tras las cámaras de sus creadores: un vehículo de reflexión artística con alarde de encanto, frivolidad y jovialidad compartida.

Así como los films basados en hechos reales incluyen un rótulo de crédito inicial para prevenir o advertir a las audiencias, en este caso la enunciación vendría a decir: esta película no debería tomarse tan en serio como puede parecer. El breve y caótico reinado de Amadeo de Saboya en España es tratado por Miñarro tan solo como una coartada, un plantel expuesto en primer término, que le sirve de excusa para exhibir una sucesión de situaciones de pretendido tratamiento hilarante y emergente humor negro entre la aparente frialdad expositiva, que no deja de ser un complemento más del show. La comedia en bruto desprioritiza la fábula histórica y el concepto didáctico para devolvernos el brote más amargo de una crisis política, con un estado de ebullición ciudadana que en todo momento permanecerá fuera de campo, y una pérdida de identidad personal movida por la reclusión y la impotencia inmovilista ajena.

Miñarro da rienda suelta a la condensación de su bagaje cultural y rechaza concienzudamente tratar a su película como un aparato discursivo para saldar deudas con la memoria histórica. Quizás esta concepción hubiera resultado más convencional bajo semejante contexto, pero el director opta por hacer suyo el relato y compartirlo solo en pequeñas dosis, a través de guiños y sonrisas de complicidad. El resultado es una armoniosa comunión entre el cine de género y el cine de autor, pues la deserción expuesta discurre como un caudal que cruza pasado, presente y futuro sumergiendo al espectador en una especie de extraña embriaguez. El cineasta barcelonés, en su primera incursión en la ficción, da forma a un arte futuro mientras canaliza una sabiduría antigua, si bien relamida en su propia extrañeza, uniforme en su expresión.

Dentro de este juguetón recorrido por la historia española, no faltan los llamativos anacronismos, principalmente musicales, y los juegos psicosexuales insertados en la narración. Música pop francesa de los años setenta e incursiones en variopintas prácticas eróticas (con una más que destacada Lola Dueñas haciendo uso de una descarada carnalidad) aderezan un cierto espíritu camp que sobrevuela por los cuatro costados mientras las imágenes, de una belleza casi pictórica, nos remiten al origen de la composición fotográfica (desde la puesta en cuadro de Courbet y su origen del mundo hasta la filosofía de trabajo de Peter Greenaway) en un interesante ejercicio de depuración narrativa y ética.

Decir que cada plano de esta película supone una continua exhibición de maestría formal resultaría, para muchos, una afirmación pedante y sesgada. Recomiendo, a los más escépticos, que se suban a bordo de este barco y lo comprueben por sí mismos. Su rechazo a lo convencional otorga una de las cimas a las que todo director aspira: narrar sin ningún tipo de atadura, sin pagar peaje por los códigos del género. Junto a ello, enrareciendo la función, extrañando al personal, subyugando las mentes más aturdidas y, contra todo pronóstico, divirtiendo. Quizás sea esta la última y más importante de las consecuencias.

Crítica para www.cinemaldito.com
@WeisGuerrero @CineMaldito
Weis
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7
2 de octubre de 2013
7 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de Eugenio Mira es, a todas luces, una profunda reflexión hacia las formas operísticas. Estas, a través de sus amplios recursos visuales y principalmente escenográficos, se han representado tanto en su reverso tenebroso y claroscuro (Agnosia) como en su vertiente pictórica y luminosa (The Birthday y, ahora, Grand Piano).

El cineasta alicantino concibe sus películas no tanto como mero entretenimiento de encargo sino como un vínculo artístico para adentrarse en la posibilidad de las formas y los contornos de la imagen. Así mismo, a través de su puesta en escena eminentemente teatralizada, se sirve de sus brochazos autorales a través de un frecuente esmero de composición simétrica y ordenación espacial. En sus cuadros escénicos predominan la selección y la compilación, en un collage que aúna diversas sistematicidades plásticas. Sus imágenes, de forma recurrente, apelan a la sobrecarga de figuras y colores primarios vivísimos con ornamentos que aglutinan cada extremo de la imagen y ponen en jaque la atención usual del espectador.

Todos estos elementos, lejos de estar constituidos por capricho o al azar, se revelan como los motores que van engrasando, con la precisión minúscula de un reloj suizo, la maquinaria interna de sus géneros más habituales: el thriller y el suspense. Si hablamos de Grand Piano, ambos géneros se combinan de forma insospechada con un tercero, el musical, creándose, a partir de dicha mezcolanza y del tratamiento hiperbólico que Mira hace del relato, lo que podríamos denominar ‘thriller épico musical’.

Tanto el guión como su eminente dirección están ejecutados, deliberadamente, con un elevado componente de inverosimilitud. Al igual que los grandes thrillers de espionaje y suspense clásicos, la credibilidad es un capricho que pende de un hilo y la lógica se pone en jaque durante toda la función. Los acontecimientos se conciben con planteamientos y resultados superlativos y descaradamente pomposos. Ello, además, se reafirma en su técnica de filmación: subrayada, reiterativa, puntillista, excesiva. Intentando buscar el máximo fulgor del mínimo detalle. Excediendo el tempo y el ritmo con un montaje nervioso e imparable, un diseño de sonido embelesador y una banda sonora hiperactiva y apelativa a la grandilocuencia.

Tal amalgama de recursos, lanzados a la cara con semejante velocidad, provoca un desconcertante aturdimiento, una pretensión que sus creadores han sabido cumplir para asegurarse el histerismo colectivo y la división de opiniones. Todo resulta tan descarado y tan delirante que ese planteamiento hiperbólico es precisamente la piedra filosofal sobre la que se sustenta su carácter de ficcionalidad. Al igual que en una ópera, el histrionismo, la estridencia de los intérpretes y la sobresaturación formal de sus recursos escénicos provocan el pretendido estadio de gravedad existencial y delirio sensitivo.

En la raíz, en su germen textual, nos encontramos con un, más bien, esquemático tiralíneas de caza del gato y el ratón, un planteamiento inicial que traza ecos con la cinta de suspense urbano Phone Booth, de Joel Schumacher. A diferencia, mientras que esta se decantaba por una propuesta decididamente realista, Grand Piano busca la estruendosa teatralidad de una partitura febril de Beethoven, donde pequeños estados de calma dan paso a la incontinencia y la furia de las emociones musicales más inefables y soterradas.

Un planteamiento scorsesiano al estilo de The Key to Reserva, donde sus formas plásticas y las capacidades del thriller negro suponen, por sí solas, un notable sustento para llevar a cabo experimentos formales tan complejos y satisfactorios como algunos de los planos secuencia que recorren el primer tercio de la película.

La fusión de esta magnanimidad cinematográfica provoca un persistente alejamiento empático entre película y espectador, viéndose forzado este segundo a admirar la película desde la lejanía del espectáculo ensordecedor o a rechazarla precisamente por los mismos motivos.
En cualquier caso, una propuesta valiente y arriesgada que se sostiene de forma pendular entre la fragilidad de su verosimilitud y el impacto de sus formas, las cuales, según se mire, han podido tocar muchas notas en falso o ni una sola.
Weis
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