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7
9 de agosto de 2020
9 de agosto de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Le voleur du Tibidabo (La vida es magnífica), es una película dirigida por Maurice Ronet en 1964, con argumento y guión de Maurice Ronet y Jean Charles Tacchella, diálogos de R. Forlani y Juan Marce, música de Antoíne Duamel y Federico Martínez Tudó y fotografía de Alain Levent; es importante por su trascendencia, señalar la coreografía a cargo de Manuel Lombardero así como en lo musical el tema principal “La vida es magnífica” cantado por Anna Karina en la versión francesa y por Amparo Soler Leal en la versión española.
En ocasiones, cuando se visitan tiendas de segunda mano, stocks y mercadillos nos podemos encontrar con películas como ‘La vida es magnífica’ refrescándome al momento la filmografía parcial de Maurice Ronet pero, cuál fue mi sorpresa al ver en la contraportada de la carátula a la gran Anna Karina icono indiscutible de la Nouvelle Vague y a nuestro siempre recordado y queridísimo Luis Ciges. La inquietud por conocer el contenido de esta desconocida película me apresuró el tiempo para poder disfrutarla con la esperanza que, ante la evidencia, dado el año de rodaje y la coprotagonista (musa y esposa del gran Jean-Luc Godard), albergaría en su rodaje alguna temática que durante la década de los 60 revolucionó el cine francés de la mano de emblemáticos directores de la Nouvelle Vague como Agnès Varda, Louis Malle, François Truffaut o el propio Godard entre otros.
Frente a su larga experiencia como actor, Maurice Ronet se estrenó como director con ‘La vida es magnífica’, en lo que probablemente supuso su incursión por la vía de la nueva corriente cinematográfica que hacía furor en Francia poniendo en marcha un rodaje con características técnicas propias de la Nouvelle Vague en un ambicioso proyecto que nos descubre un metraje estrenado en Barcelona (1965 en Francia), que desde su aspecto técnico y estilístico nos está clamando discretamente a favor de la nueva ola cinematográfica en un alarde de secuencias envueltas en la rufianesca cotidianeidad de unos personajes cuya única preocupación es vivir el momento y casi siempre a cuenta de los demás, aunque no siempre es así: en personajes como el vendedor de helados Nicolás (Maurice Ronet) y la bailarina María (Anna Karina).
Entre el numeroso elenco de secundarios habría que destacar los pintorescos amigos de Nicolás cuyo único objetivo es pasárselo bien o mejor: el neerlandés Van Ecker (José Nieto), el Coronel (Enrique Herreros), el animador incansable Peperone (Luis Ciges) en lo que fue uno de sus primeros personajes en el cine con cierta relevancia y un silencioso oriental que siempre afirma o niega pero nunca habla…o casi; frente a ellos un grupo de chavales callejeros dispuestos a idealizar en un contexto donde la mirada de la cámara y el montaje retratan la condición humana callejera con múltiples encuadres entre los cuales: picado, travelling, panorámica, gran plano general, plano detalle y algún gran picado cenital asombrosamente combinado (como si de plano contraplano se tratara) mediante enloquecedores ángulos moviendo la cámara en mano con tal dinamismo que la convierte en otro personaje más integrado en la secuencia junto a la abrumadora algarabía en la escena del mercado resultando por la magia del montaje un gran plano secuencia.
Durante el desarrollo de los acontecimientos podemos disfrutar de la frescura interpretativa de Anna Karina con el mismo desparpajo y soltura que en sus películas francesas entre las cuales Una mujer es una mujer (1961), Banda aparte (1964), o Pierrot el loco (1965), poniendo a disposición del realizador su experiencia interpretativa ofreciéndonos junto a Ronet alguna actuación conjunta que no deja de sorprender por la ágil sincronía entre ambos en la historia del heladero y la bailarina resolviendo un guión que nos permite la inmersión en una Barcelona sesentera filmada en múltiples espacios naturales perfectamente reconocibles donde el movimiento de extras supuso un considerable trabajo adicional en una película merecedora de, como mínimo, ser revisada.
En ocasiones, cuando se visitan tiendas de segunda mano, stocks y mercadillos nos podemos encontrar con películas como ‘La vida es magnífica’ refrescándome al momento la filmografía parcial de Maurice Ronet pero, cuál fue mi sorpresa al ver en la contraportada de la carátula a la gran Anna Karina icono indiscutible de la Nouvelle Vague y a nuestro siempre recordado y queridísimo Luis Ciges. La inquietud por conocer el contenido de esta desconocida película me apresuró el tiempo para poder disfrutarla con la esperanza que, ante la evidencia, dado el año de rodaje y la coprotagonista (musa y esposa del gran Jean-Luc Godard), albergaría en su rodaje alguna temática que durante la década de los 60 revolucionó el cine francés de la mano de emblemáticos directores de la Nouvelle Vague como Agnès Varda, Louis Malle, François Truffaut o el propio Godard entre otros.
Frente a su larga experiencia como actor, Maurice Ronet se estrenó como director con ‘La vida es magnífica’, en lo que probablemente supuso su incursión por la vía de la nueva corriente cinematográfica que hacía furor en Francia poniendo en marcha un rodaje con características técnicas propias de la Nouvelle Vague en un ambicioso proyecto que nos descubre un metraje estrenado en Barcelona (1965 en Francia), que desde su aspecto técnico y estilístico nos está clamando discretamente a favor de la nueva ola cinematográfica en un alarde de secuencias envueltas en la rufianesca cotidianeidad de unos personajes cuya única preocupación es vivir el momento y casi siempre a cuenta de los demás, aunque no siempre es así: en personajes como el vendedor de helados Nicolás (Maurice Ronet) y la bailarina María (Anna Karina).
Entre el numeroso elenco de secundarios habría que destacar los pintorescos amigos de Nicolás cuyo único objetivo es pasárselo bien o mejor: el neerlandés Van Ecker (José Nieto), el Coronel (Enrique Herreros), el animador incansable Peperone (Luis Ciges) en lo que fue uno de sus primeros personajes en el cine con cierta relevancia y un silencioso oriental que siempre afirma o niega pero nunca habla…o casi; frente a ellos un grupo de chavales callejeros dispuestos a idealizar en un contexto donde la mirada de la cámara y el montaje retratan la condición humana callejera con múltiples encuadres entre los cuales: picado, travelling, panorámica, gran plano general, plano detalle y algún gran picado cenital asombrosamente combinado (como si de plano contraplano se tratara) mediante enloquecedores ángulos moviendo la cámara en mano con tal dinamismo que la convierte en otro personaje más integrado en la secuencia junto a la abrumadora algarabía en la escena del mercado resultando por la magia del montaje un gran plano secuencia.
Durante el desarrollo de los acontecimientos podemos disfrutar de la frescura interpretativa de Anna Karina con el mismo desparpajo y soltura que en sus películas francesas entre las cuales Una mujer es una mujer (1961), Banda aparte (1964), o Pierrot el loco (1965), poniendo a disposición del realizador su experiencia interpretativa ofreciéndonos junto a Ronet alguna actuación conjunta que no deja de sorprender por la ágil sincronía entre ambos en la historia del heladero y la bailarina resolviendo un guión que nos permite la inmersión en una Barcelona sesentera filmada en múltiples espacios naturales perfectamente reconocibles donde el movimiento de extras supuso un considerable trabajo adicional en una película merecedora de, como mínimo, ser revisada.
10
1 de marzo de 2020
1 de marzo de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Il giudizio universale (El juicio Universal) es una película de Vittorio de Sica dirigida en 1961. En la propuesta el realizador trata el sempiterno tema del fin del mundo, el caos como moneda de cambio, y el remover de las conciencias desde la comedia más incisiva mediante personajes de todos los estratos sociales en una puesta en escena que roza lo surrealista con evidentes influencias neorrealistas.
Un abundante abanico coral propuesto en el guión de Cesare Zavattini, sabiamente asumido por De Sica y recogido por el amplísimo elenco actoral, trata sobre la comprensión humana afectada entre la cual: maridos engañados, amigos aprovechados, cínicos mediadores, burladores sociales, defensores de lo indefendible, jóvenes ilusionados, indiferentes pretendientes, cantantes ensimismados, carteristas, bellezas arrebatadoras de lo efímero, conquistadores sin futuro, hedonistas que solo piensan en su propio bien y muchos, muchos más personajes incluso el arrepentido clamando al viento su mea culpa, recogido por la cruda belleza en la fotografía de Gábor Pogány.
Con un reparto de personajes propio de un cruce de destinos y de caracteres a menudo opuestos que se enfrentan a su futuro condicionado por el mensaje donde la experiencia y la procedencia ayudan a sacar adelante roles contrastados, Vittorio De Sica congrega una variopinta tabla de intérpretes que sobrepasan con creces la setentena, entre los cuales Durante, Fernandel, Melina Mercouri, Nino Manfredi, Vittorio Gassman, Jack Palance, Alberto Sordi, Silvana Mangano, o Ernest Borgnine, hasta completar un plantel que supera de largo las expectativas del metraje y sus historias cruzadas entre un variopinto colorido social.
El director consigue secuenciar microhistorias preñadas de interés frente al enigma de un juicio amenazante surgido de la nada afectando repentinamente la moral, las conciencias, la autoculpa, los afectos dormidos, o los odios frente a quienes solo les interesa sus propios problemas, haciendo caso omiso del amenazante mensaje global, donde no falta referencias al caos y la tragedia entre escépticos exaltados y desorientados redimidos en busca de la respuesta ante lo que se les echa encima, entre sugerentes momentos musicales aportados por la banda sonora de Alessandro Cicognini entre los cuales una preciosa nana, alguna polka, o un gran vals portador de un mensaje a tanta algarabía moral y emocional, que tan brillantemente puso en escena Vittorio De Sica.
Un abundante abanico coral propuesto en el guión de Cesare Zavattini, sabiamente asumido por De Sica y recogido por el amplísimo elenco actoral, trata sobre la comprensión humana afectada entre la cual: maridos engañados, amigos aprovechados, cínicos mediadores, burladores sociales, defensores de lo indefendible, jóvenes ilusionados, indiferentes pretendientes, cantantes ensimismados, carteristas, bellezas arrebatadoras de lo efímero, conquistadores sin futuro, hedonistas que solo piensan en su propio bien y muchos, muchos más personajes incluso el arrepentido clamando al viento su mea culpa, recogido por la cruda belleza en la fotografía de Gábor Pogány.
Con un reparto de personajes propio de un cruce de destinos y de caracteres a menudo opuestos que se enfrentan a su futuro condicionado por el mensaje donde la experiencia y la procedencia ayudan a sacar adelante roles contrastados, Vittorio De Sica congrega una variopinta tabla de intérpretes que sobrepasan con creces la setentena, entre los cuales Durante, Fernandel, Melina Mercouri, Nino Manfredi, Vittorio Gassman, Jack Palance, Alberto Sordi, Silvana Mangano, o Ernest Borgnine, hasta completar un plantel que supera de largo las expectativas del metraje y sus historias cruzadas entre un variopinto colorido social.
El director consigue secuenciar microhistorias preñadas de interés frente al enigma de un juicio amenazante surgido de la nada afectando repentinamente la moral, las conciencias, la autoculpa, los afectos dormidos, o los odios frente a quienes solo les interesa sus propios problemas, haciendo caso omiso del amenazante mensaje global, donde no falta referencias al caos y la tragedia entre escépticos exaltados y desorientados redimidos en busca de la respuesta ante lo que se les echa encima, entre sugerentes momentos musicales aportados por la banda sonora de Alessandro Cicognini entre los cuales una preciosa nana, alguna polka, o un gran vals portador de un mensaje a tanta algarabía moral y emocional, que tan brillantemente puso en escena Vittorio De Sica.
9
20 de febrero de 2020
20 de febrero de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Le testament d’Orphée (El testamento de Orfeo) es una película de Jean Cocteau realizada en 1959, con música de Georges Auric, Martial Solal y Jacques Météhen, y fotografía de Roland Pontoizeau. Cuando un cineasta gira la mirada hacia atrás, le suele venir a la memoria personajes paradigmáticos que de alguna manera definen la intención del realizador, en este caso, como carta de presentación al testamento anunciado, no puede dejar de citar mediante la retrospectiva por medio del inserto, a tres personajes irremediablemente ligados a la visión orfiana que del mito hace Jean Cocteau: La princesa Muerte (Maria Casares), Heurtebise (Françoise Périer) y Cégeste (Édouard Dermit).
Entre el orden narrativo y el caos atemporal existe la rebeldía de Cocteau que toma a su antojo la utilización del espacio-tiempo como elemento necesario para contar, idealizar o redimir a personajes introducidos en la historia órfica que justifican sus apariciones para dar credibilidad a la narrativa cinematográfica del director como es el caso del Profesor (Henri Crémieux), el Interno (Daniel Gélin) y el colegial Dargelos (Jean-Pierre Léaud), tres personajes interconectados en el tiempo sobre los que se reflejan algunas de las acciones del poeta para alcanzar un estado actualizado y contemporáneo de sí mismo con todas las consecuencias dejándonos a las puertas de lo que significarían los movimientos culturales en los años 60.
Como en sus anteriores films órficos Cocteau, a pesar de su divulgada rebeldía atemporal, procura mantener una estructura narrativa interna aglutinando recordadas escenas iniciales tocando temas como el sobresalto ante lo inanimado cobrando vida en La sangre de un poeta, los sucesivos decesos en Orfeo, y la recuperación del poeta después de haberle visitado la muerte en la película que nos ocupa, llevándonos a un segundo estadio, tratado por igual en las tres películas como la comunicación del tránsito y la inmortalidad con experiencias oníricas, junto al sacrificio para alcanzar el objetivo deseado, y la visión que sobre el presente y el futuro hace el cineasta sin tener la más mínima preocupación por la cronología y el orden temporal. Para finalizar este recorrido órfico, Cocteau trata con el juego y la muerte en La sangre de un poeta, el acto de envejecer por medio de los espejos en Orfeo y el transito surrealista que le lleva desde la condena a vivir impuesta hasta la virtual acción de Cégeste en un acto de recuperación en El Testamento de Orfeo.
No podemos dejar de citar las intervenciones de los amigos del cineasta que, excepto la aparición de Yul Brynner como ujier del inframundo, o Jean Marais como Edipo, entre otros personajes, las demás apariciones, a modo de brevísimos cameos presenciales como Luis Miguel Dominguín, Pablo Picasso, Jacqueline Roque, Françoise Sagan, Dora Mar, o Lucía Bosé, entre un amplio elenco de secundarios, no pasan de tener una acción simbólica en lo que podría ser una procesión adornada con la dolorosa saeta, el tétrico redoblar de los tambores en la muerte y resurrección del poeta velado por nobles nómadas entre ruinas arquitectónicas que no van más allá de simbolizar el paso del tiempo influenciado por la destrucción proveniente de la acción humana junto al poder devastador de la naturaleza reflejando a la perfección el significado último que el realizador ejemplifica como su propio devenir durante su vida creativa dejándonos para la posteridad quien, para él, es el verdadero protagonista de su película; a los demás, siempre nos quedará una trilogía órfica atrevida en el concepto, admirable en la realización, y atemporal en el mensaje del poeta Jean Cocteau.
Entre el orden narrativo y el caos atemporal existe la rebeldía de Cocteau que toma a su antojo la utilización del espacio-tiempo como elemento necesario para contar, idealizar o redimir a personajes introducidos en la historia órfica que justifican sus apariciones para dar credibilidad a la narrativa cinematográfica del director como es el caso del Profesor (Henri Crémieux), el Interno (Daniel Gélin) y el colegial Dargelos (Jean-Pierre Léaud), tres personajes interconectados en el tiempo sobre los que se reflejan algunas de las acciones del poeta para alcanzar un estado actualizado y contemporáneo de sí mismo con todas las consecuencias dejándonos a las puertas de lo que significarían los movimientos culturales en los años 60.
Como en sus anteriores films órficos Cocteau, a pesar de su divulgada rebeldía atemporal, procura mantener una estructura narrativa interna aglutinando recordadas escenas iniciales tocando temas como el sobresalto ante lo inanimado cobrando vida en La sangre de un poeta, los sucesivos decesos en Orfeo, y la recuperación del poeta después de haberle visitado la muerte en la película que nos ocupa, llevándonos a un segundo estadio, tratado por igual en las tres películas como la comunicación del tránsito y la inmortalidad con experiencias oníricas, junto al sacrificio para alcanzar el objetivo deseado, y la visión que sobre el presente y el futuro hace el cineasta sin tener la más mínima preocupación por la cronología y el orden temporal. Para finalizar este recorrido órfico, Cocteau trata con el juego y la muerte en La sangre de un poeta, el acto de envejecer por medio de los espejos en Orfeo y el transito surrealista que le lleva desde la condena a vivir impuesta hasta la virtual acción de Cégeste en un acto de recuperación en El Testamento de Orfeo.
No podemos dejar de citar las intervenciones de los amigos del cineasta que, excepto la aparición de Yul Brynner como ujier del inframundo, o Jean Marais como Edipo, entre otros personajes, las demás apariciones, a modo de brevísimos cameos presenciales como Luis Miguel Dominguín, Pablo Picasso, Jacqueline Roque, Françoise Sagan, Dora Mar, o Lucía Bosé, entre un amplio elenco de secundarios, no pasan de tener una acción simbólica en lo que podría ser una procesión adornada con la dolorosa saeta, el tétrico redoblar de los tambores en la muerte y resurrección del poeta velado por nobles nómadas entre ruinas arquitectónicas que no van más allá de simbolizar el paso del tiempo influenciado por la destrucción proveniente de la acción humana junto al poder devastador de la naturaleza reflejando a la perfección el significado último que el realizador ejemplifica como su propio devenir durante su vida creativa dejándonos para la posteridad quien, para él, es el verdadero protagonista de su película; a los demás, siempre nos quedará una trilogía órfica atrevida en el concepto, admirable en la realización, y atemporal en el mensaje del poeta Jean Cocteau.

5,6
212
8
24 de agosto de 2019
24 de agosto de 2019
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hot millions (Un cerebro millonario) dirigida por Eric Till en 1968, un realizador que reparte su trabajo entre el cine la televisión por diferentes países, le aportan reconocimientos (sobre todo en Canadá) por sus logros artísticos en ambos medios. Si consideramos exclusivamente su realización cinematográfica, entre las cuales Hot Millions donde la estafa se convierte en el argumento central en manos de un cerebro (no precisamente cibernético) sorprendentemente astuto, obtenemos una muy interesante comedia reflejada en el guión escrito por Ira Wallasch y el propio Peter Ustinov, con música de Laurie Johnson y fotografía de Kenneth Higgins.
En este entretenido metraje, además de conocer los devaneos de Marcus Pendleton o Caesar Smith (Peter Ustinov) según las circunstancias, y Patty Tewilliger Smith (Maggie Smith), asistimos a la sorprendente y progresiva dependencia de la informática que en la década de los 60 ya daba algún que otro susto a sus usuarios, entre los cuales nuestro protagonista quien tras unas vacaciones forzosas, cree que, en vista de las posibilidades laborales de la época, le atrae profundamente la programación en ordenadores con la vista puesta en el futuro, no sucediendo exactamente lo mismo con la tenaz señorita Smith. Dos caminos distintos que la casualidad hará que se conozcan.
Tras unos arreglos en los intercambios de intereses mutuos entre Marcus Pendleton y el excéntrico entomólogo Caesar Smith (Robert Morley), la acción se centra en el exquisito sigilo con el que Marcus se introduce en una gran empresa como programador después de haberse despejado las dudas que sobre él tenían su futuro jefe Carlton J. Klemper (Karl Malden) y su subordinado Willard C. Gnatpole (Bob Newhart).
Dada la confesada melomanía de Marcus, no duda en referenciar para su personal negocio a compositores egregios de la gran música despertando la sorpresa primero y el asombro después del propio Carlton y la ayuda del fiel Willard, situación que genera discretamente una serie de acontecimientos con la inestimable colaboración Patty Tewilliger Smith.
El metraje, salpicado de pequeños gags, transmite la picaresca del fullero con aspecto amable de quien nadie sospecha aprovechando su condición para introducirse en los ambientes necesarios en los que llevar a cabo su plan final; se trata pues de un guión sin malicia basado en la argucia algo recriminable en el mensaje graciosamente ofrecido por Marcus, Patty, Caesar, y Carlton, un cuarteto inolvidable para una historia revisable en la actualidad digna de un remake.
En este entretenido metraje, además de conocer los devaneos de Marcus Pendleton o Caesar Smith (Peter Ustinov) según las circunstancias, y Patty Tewilliger Smith (Maggie Smith), asistimos a la sorprendente y progresiva dependencia de la informática que en la década de los 60 ya daba algún que otro susto a sus usuarios, entre los cuales nuestro protagonista quien tras unas vacaciones forzosas, cree que, en vista de las posibilidades laborales de la época, le atrae profundamente la programación en ordenadores con la vista puesta en el futuro, no sucediendo exactamente lo mismo con la tenaz señorita Smith. Dos caminos distintos que la casualidad hará que se conozcan.
Tras unos arreglos en los intercambios de intereses mutuos entre Marcus Pendleton y el excéntrico entomólogo Caesar Smith (Robert Morley), la acción se centra en el exquisito sigilo con el que Marcus se introduce en una gran empresa como programador después de haberse despejado las dudas que sobre él tenían su futuro jefe Carlton J. Klemper (Karl Malden) y su subordinado Willard C. Gnatpole (Bob Newhart).
Dada la confesada melomanía de Marcus, no duda en referenciar para su personal negocio a compositores egregios de la gran música despertando la sorpresa primero y el asombro después del propio Carlton y la ayuda del fiel Willard, situación que genera discretamente una serie de acontecimientos con la inestimable colaboración Patty Tewilliger Smith.
El metraje, salpicado de pequeños gags, transmite la picaresca del fullero con aspecto amable de quien nadie sospecha aprovechando su condición para introducirse en los ambientes necesarios en los que llevar a cabo su plan final; se trata pues de un guión sin malicia basado en la argucia algo recriminable en el mensaje graciosamente ofrecido por Marcus, Patty, Caesar, y Carlton, un cuarteto inolvidable para una historia revisable en la actualidad digna de un remake.
Episodio

6,5
228
8
14 de mayo de 2018
14 de mayo de 2018
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Columbo: It’s a all in the game (Colombo: Todo está en juego), es un telefilm dirigido por Vincent McEveety en 1993, es el primer telefilm de la duodécima temporada y sesenta y dos de la serie, anteriormente había dirigido descanse en paz señora Colombo en 1990, Asesinato por la lotería en 1991 y Colombo: Más vale pájaro en mano… en 1992. El guión escrito por Peter Falk nos presenta un sólido y fluido relato donde la doble intención, el mantenimiento de la duda entre relaciones, el esclarecimiento a cuentagotas en los nexos de unión entre las protagonistas principales, así como la interesada respuesta para generar confusión y duda, se refleja brillantemente en la dirección de Vincent McEveety, acercándonos a una de las realizaciones más logradas en su paso por la serie.
Combinando en paralelo escenas de exterior e interior, el realizador nos muestra el glamour social en el que da inicio el perturbador relato It’s a all in the game. El contraste de sensaciones enfrentadas y compartidas es constante entre Lauren Staton (Faye Dunaway) y Lisa Martin (Claudia Christian), compinchadas en un solo objetivo: dar su merecido a quien en días pasados destrozó la convivencia de ambas.
El imperturbable hacedor de daños ajenos envueltos en paños de elegancia y belleza, reforzado por angulaciones que lo subrayan, esconde una actitud de dominio demasiado violenta, por lo que en algún momento de su azarosa y desdoblada vida amorosa Nick Franco (Armando Pucci) habrá de rendir cuentas. McEveety muestra al espectador las escenas necesarias en las que el fullero vividor paga, del modo más inesperado su múltiple juego de playboy, extorsionador, dominador de voluntades, amante múltiple e indolente consumidor de fortunas ajenas; tras lo cual, la intervención del teniente Colombo (Peter Falk) inicia el camino para desenmascarar al responsable de su asesinato.
Algunas pruebas circunstanciales permiten hilvanar las primeras pistas del caso. Con lo que no contaba Colombo era con la provisionalidad del amor. Lauren Staton se muestra afectiva, cercana, enamoradiza, atraída por el detective de la gabardina. Gran parte del telefilm, centra su atención sobre las evoluciones sentimentales entre ambos mientras, cualquier movimiento dirigido a esclarecer el caso que le ocupa, sigue su propio ritmo. Un imperturbable Colombo se deja querer como el paso del tiempo, una vía como otra para llegar al esclarecimiento del nuevo caso que le ocupa.
Barney (John Finnegan), es el amigo que todos querrían tener, al que acude Colombo cuando alguna duda le asalta, cuando se encuentra dubitativo, o cuando simplemente necesita desconectar, marcar distancias emocionales, incluso en el doble juego que Lauren Staton mantiene sobre él y el caso que lleva entre manos, indicando que se acerca el momento de aclarar varios puntos relacionados: temperatura, luces, frigorífico, afectos, intimidad inconfesable y un desconocido nombre al que Colombo aun no le ha puesto cara sospechando sobre la verdadera relación entre las protagonistas.
Vincent McEveety mantiene hasta el final con el excelente juego de la dole intencionalidad y la falsa creencia, la identidad del personaje que a lo largo del relato nadie, ni tan siquiera el espectador podía sospechar sobre su verdadera identidad, manteniéndonos en vilo haciéndonos creer lo evidente sobre la verdadera relación entre Lisa Martin y Lauren Staton; un final nada predecible aunque sí muy efectivo como broche final en el caso de Nick Franco, donde Faye Dunaway y Peter Falk, nos deja excelentes momentos de complicidad interpretativa.
Complemento genealógico. Colombo cita a su mujer en cuatro ocasiones, otro personaje lo hace en una ocasión, también cita Colombo a un cuñado en una ocasión.
Combinando en paralelo escenas de exterior e interior, el realizador nos muestra el glamour social en el que da inicio el perturbador relato It’s a all in the game. El contraste de sensaciones enfrentadas y compartidas es constante entre Lauren Staton (Faye Dunaway) y Lisa Martin (Claudia Christian), compinchadas en un solo objetivo: dar su merecido a quien en días pasados destrozó la convivencia de ambas.
El imperturbable hacedor de daños ajenos envueltos en paños de elegancia y belleza, reforzado por angulaciones que lo subrayan, esconde una actitud de dominio demasiado violenta, por lo que en algún momento de su azarosa y desdoblada vida amorosa Nick Franco (Armando Pucci) habrá de rendir cuentas. McEveety muestra al espectador las escenas necesarias en las que el fullero vividor paga, del modo más inesperado su múltiple juego de playboy, extorsionador, dominador de voluntades, amante múltiple e indolente consumidor de fortunas ajenas; tras lo cual, la intervención del teniente Colombo (Peter Falk) inicia el camino para desenmascarar al responsable de su asesinato.
Algunas pruebas circunstanciales permiten hilvanar las primeras pistas del caso. Con lo que no contaba Colombo era con la provisionalidad del amor. Lauren Staton se muestra afectiva, cercana, enamoradiza, atraída por el detective de la gabardina. Gran parte del telefilm, centra su atención sobre las evoluciones sentimentales entre ambos mientras, cualquier movimiento dirigido a esclarecer el caso que le ocupa, sigue su propio ritmo. Un imperturbable Colombo se deja querer como el paso del tiempo, una vía como otra para llegar al esclarecimiento del nuevo caso que le ocupa.
Barney (John Finnegan), es el amigo que todos querrían tener, al que acude Colombo cuando alguna duda le asalta, cuando se encuentra dubitativo, o cuando simplemente necesita desconectar, marcar distancias emocionales, incluso en el doble juego que Lauren Staton mantiene sobre él y el caso que lleva entre manos, indicando que se acerca el momento de aclarar varios puntos relacionados: temperatura, luces, frigorífico, afectos, intimidad inconfesable y un desconocido nombre al que Colombo aun no le ha puesto cara sospechando sobre la verdadera relación entre las protagonistas.
Vincent McEveety mantiene hasta el final con el excelente juego de la dole intencionalidad y la falsa creencia, la identidad del personaje que a lo largo del relato nadie, ni tan siquiera el espectador podía sospechar sobre su verdadera identidad, manteniéndonos en vilo haciéndonos creer lo evidente sobre la verdadera relación entre Lisa Martin y Lauren Staton; un final nada predecible aunque sí muy efectivo como broche final en el caso de Nick Franco, donde Faye Dunaway y Peter Falk, nos deja excelentes momentos de complicidad interpretativa.
Complemento genealógico. Colombo cita a su mujer en cuatro ocasiones, otro personaje lo hace en una ocasión, también cita Colombo a un cuñado en una ocasión.
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