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Episodio

6,3
293
7
2 de abril de 2018
2 de abril de 2018
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Murder, smoke and shadows (Asesinato, tabaco y sombras) es un telefilm dirigido por James Frawley en 1989, segundo de la octava temporada y cuarenta y siete de la serie, anteriormente había dirigido A que no me coges (1977), Hazme un asesinato perfecto (1978) y Asesinato por teléfono (1978). En ocasiones el egocentrismo, la arrogancia o la inmodestia en exceso, perturba irremisiblemente la visión de la realidad, creándose otros espacios paralelos donde se puede llegar a tener la creencia que todo gira en derredor de uno mismo y su marcado narcisismo llevado al terreno profesional, tan peligroso para un joven realizador de efectos especiales, como el admirado Alex Brady (Fisher Stevens), tan alejado del pasado, que el pasado le visita a él, tan indolente con la sabiduría ajena, que lo ajeno le inunda.
Tras conocer el espectador mediante escena de interior con diferentes planos americanos y plano contraplano entre otros, el entorno de trabajo de nuestro protagonista y su relación profesional con él, James Frawley nos sitúa en exteriores mediante travelling de seguimiento donde los impresionados visitantes solo desean conocer los entresijos y las entrañas de la cocina cinematográfica, lugar donde se elaboran y sazonan los sueños. Entre los curiosos visitantes se encuentra Leonard Fisher (Jeff Perry) amigo lejano en el tiempo de Alex Brady que le visita para refrescarle un pasado imposible de olvidar unido irremisiblemente a dos nombres: Jenny y Buddy.
El caos emocional unido a la inesperada sorpresa de la visita, paraliza brevemente el acomodado mundo de Alex Brady entre los primerísimos planos de su sorprendido rostro acentuando su reacción. Un pequeño rollo de película de 16 mm y su contenido cambiarán las cosas en el triunfal mundo de éxitos del gran creador de efectos especiales: las imágenes contenidas en él se convierten en el sórdido enfrentamiento entre dos amigos y un malogrado resultado, que da origen a la intervención de un ensimismado personaje con el que, el afamado creador se encuentra en su personal refugio de descanso: Colombo (Peter Falk).
Pistas halladas (algunas circunstanciales), relacionan entre sí el cuerpo encontrado de un cadáver desconocido con el mago de los efectos especiales, trastocando su joven y triunfal mundo de éxitos, sin otra salida que la de esquivar incesantemente al obstinado y escurridizo Colombo entre inconsistentes argucias, las que no le suponen a nuestro investigador ningún obstáculo en sus pesquisas recibiendo además, las valiosas colaboraciones (para posterior sorpresa del ‘genio’) de la esplendida Ruth Jernigan (Molly Hagan) pareja circunstancial de Alex y, la veterana secretaria de este Rose Walker (Nan Martin).
Un amplio elenco al más puro estilo circense (con Colombo como jefe de pista) interviene de forma decisiva en la solución del caso que le ocupa para conseguir el mejor resultado final posible, entre los cuales: la enfermera Fran (Elizabeth Ruscio), la dama de la pamela Lisa (Gayle Harbor) y la camarera (Lisa Barnes). Una lección que todo egocéntrico no debe olvidar, y más cuando se ignora la mano que en su día lanzó al estrellato al joven creador Alex Brady: el Sr. Marosco (Steven Hill) y es que, el mundo está lleno de ingratos desagradecidos que no ven más allá de su entrecejo, de su inmodestia o de su inconsistente arrogancia.
Complemento genealógico. Colombo cita a su mujer en tres ocasiones y a su madre (de Colombo) en una ocasión.
Tras conocer el espectador mediante escena de interior con diferentes planos americanos y plano contraplano entre otros, el entorno de trabajo de nuestro protagonista y su relación profesional con él, James Frawley nos sitúa en exteriores mediante travelling de seguimiento donde los impresionados visitantes solo desean conocer los entresijos y las entrañas de la cocina cinematográfica, lugar donde se elaboran y sazonan los sueños. Entre los curiosos visitantes se encuentra Leonard Fisher (Jeff Perry) amigo lejano en el tiempo de Alex Brady que le visita para refrescarle un pasado imposible de olvidar unido irremisiblemente a dos nombres: Jenny y Buddy.
El caos emocional unido a la inesperada sorpresa de la visita, paraliza brevemente el acomodado mundo de Alex Brady entre los primerísimos planos de su sorprendido rostro acentuando su reacción. Un pequeño rollo de película de 16 mm y su contenido cambiarán las cosas en el triunfal mundo de éxitos del gran creador de efectos especiales: las imágenes contenidas en él se convierten en el sórdido enfrentamiento entre dos amigos y un malogrado resultado, que da origen a la intervención de un ensimismado personaje con el que, el afamado creador se encuentra en su personal refugio de descanso: Colombo (Peter Falk).
Pistas halladas (algunas circunstanciales), relacionan entre sí el cuerpo encontrado de un cadáver desconocido con el mago de los efectos especiales, trastocando su joven y triunfal mundo de éxitos, sin otra salida que la de esquivar incesantemente al obstinado y escurridizo Colombo entre inconsistentes argucias, las que no le suponen a nuestro investigador ningún obstáculo en sus pesquisas recibiendo además, las valiosas colaboraciones (para posterior sorpresa del ‘genio’) de la esplendida Ruth Jernigan (Molly Hagan) pareja circunstancial de Alex y, la veterana secretaria de este Rose Walker (Nan Martin).
Un amplio elenco al más puro estilo circense (con Colombo como jefe de pista) interviene de forma decisiva en la solución del caso que le ocupa para conseguir el mejor resultado final posible, entre los cuales: la enfermera Fran (Elizabeth Ruscio), la dama de la pamela Lisa (Gayle Harbor) y la camarera (Lisa Barnes). Una lección que todo egocéntrico no debe olvidar, y más cuando se ignora la mano que en su día lanzó al estrellato al joven creador Alex Brady: el Sr. Marosco (Steven Hill) y es que, el mundo está lleno de ingratos desagradecidos que no ven más allá de su entrecejo, de su inmodestia o de su inconsistente arrogancia.
Complemento genealógico. Colombo cita a su mujer en tres ocasiones y a su madre (de Colombo) en una ocasión.
Episodio

6,2
314
7
7 de marzo de 2018
7 de marzo de 2018
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Last salute to the Commodore (El ultimo adiós al Comodoro) (1976) dirigido por Patrick McGoohan, es el sexto y último telefilm de la quinta temporada y, treinta y siete de la serie (anteriormente dirigió Crisis de identidad en 1975) cerrándose así una temporada de interesantes metrajes donde cada entrega nos ha conquistado con elementos narrativos que de alguna manera se nos antojan próximos (que no repetidos), donde podemos saborear la trama y sus personajes con absoluta cercanía junto nuestro querido investigador que, en cada nuevo telefilm nos regala para el cine de intriga y acción con la complicidad con el espectador, casos de oscuros misterios por resolver desde la seguridad que nos da el sofá.
Por medio de un gran plano general el realizador nos introduce (risas y canción marinera incluida) en un pequeño barco de paseo pilotado por Swanny Swanson (Fred Draper). La sucesión en diferentes planos enlazados entre sí, generan la aproximación hacia el embarcadero hasta visualizar en un significativo travelling al comodoro Otis Swanson (John Dehner) en un contrapicado que anuncia al viejo cascarrabias su hartazgo, mostrándose circunspecto con los que le rodean debido al indisimulado ego colectivo hacia sus posesiones materiales, actitud de la que no se excluye ni tan siquiera a su hija Joanna Clay (Diane Baker) algo sobreactuada, y su avaricioso marido Charles ‘Charlie’ Clay (Robert Vaughn).
Un conflicto de intereses en el negocio naviero altera incluso al abogado Kittering (Wilfrid Hyde-White) alertando así todas las ambiciones encubiertas mediante preocupados primeros planos abocados hacia la imparable cascada de sucesos de los que el comodoro sale fatalmente perjudicado, instalándose entre la ‘tripulación’ de la naviera, sospechas y sospechosos, situación perfecta para que el teniente Colombo, Kramer y “Mac” el ‘recomendado’ ( Peter Falk, Bruce Kirby, y Dennis Dugan respectivamente), se presenten dialogando en plano contraplano mostrándonos a un sorprendido Colombo por la asignación del nuevo sargento a la investigación de su nuevo caso.
Al crecer los recelos entre los implicados tras encontrar el cuerpo del comodoro, crecen exponencialmente las sospechas sobre el ambicioso Charles, la amante del comodoro Lisa King (Susan Foster), el trabajador de confianza Wayne Taylor (Joshua Bryant), el aplomado abogado Kittering, el socio del comodoro Swanny Swanson, o incluso Joanna, la histérica hija del comodoro. Para 'Charlie' la situación no irá mucho más lejos al posteriormente en víctima. Dos casos de muerte por resolver y una codiciada herencia frente a un grupo de sospechosos reunidos en torno a Colombo en un largo y prolongado plano secuencia realizado con gran acierto en el uso de animados y diferentes planos entre los cuales subjetivo, detalle, medio..., que por momentos rozan la excesiva adulación hacia los personajes, sobreactuados en algunos casos.
Asistimos así a un final de temporada entre navegantes marinos, precedidos por los imposibles deseos en recuperar el estrellato de un pasado glorioso en la escena, el excesivo recelo de la disciplina, el oscuro juego de la doble identidad, la peligrosa muestra de valor y orgullo en el ruedo y, la magia del ilusionismo que nos transporta a otras realidades a las que Colombo ha podido acceder, como accede incluso a navegar, sin bitácora, ni carta de navegación sin goleta, mesana o abrazadera.
Complemento genealógico. Colombo cita a su mujer en una ocasión.
Por medio de un gran plano general el realizador nos introduce (risas y canción marinera incluida) en un pequeño barco de paseo pilotado por Swanny Swanson (Fred Draper). La sucesión en diferentes planos enlazados entre sí, generan la aproximación hacia el embarcadero hasta visualizar en un significativo travelling al comodoro Otis Swanson (John Dehner) en un contrapicado que anuncia al viejo cascarrabias su hartazgo, mostrándose circunspecto con los que le rodean debido al indisimulado ego colectivo hacia sus posesiones materiales, actitud de la que no se excluye ni tan siquiera a su hija Joanna Clay (Diane Baker) algo sobreactuada, y su avaricioso marido Charles ‘Charlie’ Clay (Robert Vaughn).
Un conflicto de intereses en el negocio naviero altera incluso al abogado Kittering (Wilfrid Hyde-White) alertando así todas las ambiciones encubiertas mediante preocupados primeros planos abocados hacia la imparable cascada de sucesos de los que el comodoro sale fatalmente perjudicado, instalándose entre la ‘tripulación’ de la naviera, sospechas y sospechosos, situación perfecta para que el teniente Colombo, Kramer y “Mac” el ‘recomendado’ ( Peter Falk, Bruce Kirby, y Dennis Dugan respectivamente), se presenten dialogando en plano contraplano mostrándonos a un sorprendido Colombo por la asignación del nuevo sargento a la investigación de su nuevo caso.
Al crecer los recelos entre los implicados tras encontrar el cuerpo del comodoro, crecen exponencialmente las sospechas sobre el ambicioso Charles, la amante del comodoro Lisa King (Susan Foster), el trabajador de confianza Wayne Taylor (Joshua Bryant), el aplomado abogado Kittering, el socio del comodoro Swanny Swanson, o incluso Joanna, la histérica hija del comodoro. Para 'Charlie' la situación no irá mucho más lejos al posteriormente en víctima. Dos casos de muerte por resolver y una codiciada herencia frente a un grupo de sospechosos reunidos en torno a Colombo en un largo y prolongado plano secuencia realizado con gran acierto en el uso de animados y diferentes planos entre los cuales subjetivo, detalle, medio..., que por momentos rozan la excesiva adulación hacia los personajes, sobreactuados en algunos casos.
Asistimos así a un final de temporada entre navegantes marinos, precedidos por los imposibles deseos en recuperar el estrellato de un pasado glorioso en la escena, el excesivo recelo de la disciplina, el oscuro juego de la doble identidad, la peligrosa muestra de valor y orgullo en el ruedo y, la magia del ilusionismo que nos transporta a otras realidades a las que Colombo ha podido acceder, como accede incluso a navegar, sin bitácora, ni carta de navegación sin goleta, mesana o abrazadera.
Complemento genealógico. Colombo cita a su mujer en una ocasión.
29 de mayo de 2017
29 de mayo de 2017
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
En ¿Qué tal, Pussycat? (1965) de Clive Donner y guión del entonces debutante y prometedor Woody Allen, un grupo de adorados interpretes caídos en gracia por sus triunfos internacionales del momento en plena ebullición: Lawrence de Arabia (1962) o Lord Jim (1965), Peter O'Toole; La noche de la iguana (1964) o Castillos en la arena (1965), Richard Burton; La Pantera Rosa (1963) o El irresistible Henry Orient (1964), Peter Sellers, entre otros, hizo que la película resultase más un divertimento cinematográfico para los reputados actores que el guión enmarcado en la pretendida sátira que Woody quería reflejar en su guión inicial hacia el mundo swinger o comedia física rayano en lo absurdo intencionado.
Rodada a un alto ritmo y continuadas escenas de complejas contradicciones físicas y psíquicas con moneda de cambio en lo emocional entre psiquiatras protagonistas y pacientes, maridos y amantes, mujeres escandalosamente voluptuosas y hombrecillos babeantes ávidos de enamorar entre tan alterado y explosivo alboroto emocional donde la confusión, la sorpresa y el fortuito encuentro entre conocidos, rezuma en su conjunto un considerable parecido con la comedia del absurdo y golpes sin dolor que generaban continuadas situaciones jocosas dadas en llamar slapstick, donde el elenco de peso generaba cambios y/o retoques en sus textos que a nuestro guionista de Brooklyn no le parecían del todo correctos (quizás estos incidentes, además de su vocación inicial, fue uno de los motivos que le animarían en el futuro a convertirse en guionista y director de sus propias películas, como así fue.
Entre atronadoras tubas wagnerianas, voluptuosas paracaidistas, desequilibrados psiquiatras, fracasados aficionados a gigoló a ritmo del interrumpido Pagliaccio (Woody Allen), infieles maridos huyendo de sus atronadoras mujeres walkirianas, lanza en ristre como la trenzada rubia Mrs. Werner (Eléonore Hirts) y un cúmulo de indeseados encuentros en el discreto, amoroso y pecaminoso escenario del Château Chantal, convierte A ¿Qué tal, Pussycat? en el alocado final posible donde todo rezuma confusión y amor, engaños descubiertos y desinteresadas declaraciones pasionales. Una comedia de enredo en la que el Dr. Fritz Fasbender (Peter Sellers), el empedernido mujeriego Michael James (Peter O'Toole), la casamentera Carole (Romy Schneider) y un amplio elenco, entre los cuales Paula Prentis y Úrsula Andress, completan una historia preñada de 'amables' conflictos al son de la poderosa voz del admirado Tom Jones y la música amable de Burt Bacharach.
Vale la pena disfrutar de la cuasi psicodélica película que nos ofreció Clive Donner, de la desinhibida y experimentada interpretación del famoso y admirado elenco de la época, y del debutante Woody Allen en su doble vertiente como guionista y actor, rubricando así un inicio de carrera que desde su adolescencia y las narraciones tempranas de instituto ya despuntaban hacia la futura cinematografía de la que hoy día podemos disfrutar sin otra pretensión que no sea la de acercarnos al íntimo y complejo mundo emocional de las personas.
Rodada a un alto ritmo y continuadas escenas de complejas contradicciones físicas y psíquicas con moneda de cambio en lo emocional entre psiquiatras protagonistas y pacientes, maridos y amantes, mujeres escandalosamente voluptuosas y hombrecillos babeantes ávidos de enamorar entre tan alterado y explosivo alboroto emocional donde la confusión, la sorpresa y el fortuito encuentro entre conocidos, rezuma en su conjunto un considerable parecido con la comedia del absurdo y golpes sin dolor que generaban continuadas situaciones jocosas dadas en llamar slapstick, donde el elenco de peso generaba cambios y/o retoques en sus textos que a nuestro guionista de Brooklyn no le parecían del todo correctos (quizás estos incidentes, además de su vocación inicial, fue uno de los motivos que le animarían en el futuro a convertirse en guionista y director de sus propias películas, como así fue.
Entre atronadoras tubas wagnerianas, voluptuosas paracaidistas, desequilibrados psiquiatras, fracasados aficionados a gigoló a ritmo del interrumpido Pagliaccio (Woody Allen), infieles maridos huyendo de sus atronadoras mujeres walkirianas, lanza en ristre como la trenzada rubia Mrs. Werner (Eléonore Hirts) y un cúmulo de indeseados encuentros en el discreto, amoroso y pecaminoso escenario del Château Chantal, convierte A ¿Qué tal, Pussycat? en el alocado final posible donde todo rezuma confusión y amor, engaños descubiertos y desinteresadas declaraciones pasionales. Una comedia de enredo en la que el Dr. Fritz Fasbender (Peter Sellers), el empedernido mujeriego Michael James (Peter O'Toole), la casamentera Carole (Romy Schneider) y un amplio elenco, entre los cuales Paula Prentis y Úrsula Andress, completan una historia preñada de 'amables' conflictos al son de la poderosa voz del admirado Tom Jones y la música amable de Burt Bacharach.
Vale la pena disfrutar de la cuasi psicodélica película que nos ofreció Clive Donner, de la desinhibida y experimentada interpretación del famoso y admirado elenco de la época, y del debutante Woody Allen en su doble vertiente como guionista y actor, rubricando así un inicio de carrera que desde su adolescencia y las narraciones tempranas de instituto ya despuntaban hacia la futura cinematografía de la que hoy día podemos disfrutar sin otra pretensión que no sea la de acercarnos al íntimo y complejo mundo emocional de las personas.

7,2
1.364
9
17 de marzo de 2017
17 de marzo de 2017
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando Robert Stevenson (1905-1986), se inició en la dirección con su obra prima codirigida con Paul Martin, Happy ever after (1932), poco sospechaba que cuatro años más tarde iba a realizar una de las más logradas adaptaciones para el gran cine de la inmortal obra de Charlotte Brontë: Jane Eyre, escribiendo el guión junto a John Houseman y Aldous Huxley, la música de Bernard Herrmann y la fotografía de George Barnes. Desde un primer momento todo presagiaba turbulencias, enconadas pasiones enfrentadas, rencores no superados y clamorosos arrepentimientos no perdonados. La fuerza arrebatadora de la historia en manos de Stevenson, nos traslada, sin solución de continuidad, al embravecido enfrentamiento entre inocencia y maldad, vileza y bondad, vacuidad y pensamiento.
La infancia de la pequeña huérfana adoptada Jane Eyre (Peggy Ann Garner) se nos muestra entre la mísera oscuridad de un trastero, y las innecesarias precauciones del servicio, exceptuando a la bondadosa sirvienta Bessie (Sara Algood). Ya, en las primeras escenas, Robert Stevenson utiliza las imágenes con fuertes cargas emocionales: claroscuros, subjetividad en planos, siniestra inquietud en los personajes acompañados y el plano detalle de la temblorosa vela que apenas ilumina los acontecimientos previos a la solución interesada de Mrs. Reed (Agnes Moorehead), de su caprichoso, vanidoso redomado, vago y consentido hijo, así como del oscuro e intransigente educador Henry Brocklehurst (Henry Daniel) quien dará credibilidad a las falsas acusaciones de la 'compungida tía' desligada emocionalmente de nuestra protagonista.
Ante las expectativas de un futuro mejor, Jane se da de bruces con la fría realidad en la Institución Lowood para señoritas huérfanas. Stevenson despierta a nuestra protagonista al crudo, desangelado y frío centro, y a la implacable intransigencia del director convencido que las bondades divinas solo se consiguen por medio de la disciplina, de la sumisión y del sacrificio severo. Tras el agrio recibimiento y la posterior soledad aplicada a Jane, sobre un trágico aunque brillante plano general, la pequeña Helen Burns (Elizabeth Taylor) se convertirá en su bienhechora, compartiendo juntas todo tipo de vicisitudes bajo el atento cuidado del Dr. Rivers (John Sutton) que se enfrentará a la indolente actitud del severo director del centro.
Una acertada elipsis en el tiempo nos sitúa, a la joven Jane Eyre (Joan Fontaine) ante la decisión de elegir entre impartir clases en la institución, o la suya propia: sentirse libre para encontrarse con su propio destino como institutriz, hallado en la mansión Grace Pool. El giro radical que provocan los acontecimientos venideros despierta a Jane del aletargado e irreal estado emocional en el que vivía entre los muros de la institución, a golpes de realidad y del sobresaltado jinete Edward Rochester (Orson Welles), quien entre la densa bruma del abrupto paraje que rodea la mansión, maldice sorprendido el accidentado encuentro entre la sorpresa y el estupor con la nueva institutriz, tratando de hallar respuesta entre los apropiados primeros planos contraplanos y planos detalle a la inesperada situación vivida, acompañada por los sonoros ladridos del gigantesco gran danés convertido en elemento trascendente para el desarrollo final de los acontecimientos.
La diversidad procesional de insustanciales personajes con distintos intereses volcados sobre la interesada belleza de la cazadotes Blanche Ingram (Hillary Brooke), entre planos generales de aparente tranquilidad emocional con el acento en iluminaciones planas, dan paso a los dramáticos planos medios y generales bañados en presagiados claroscuros, acompañando a la inevitable y dolorosa espiral que producirán los acontecimientos inmediatos, en oposición a la total indefensión de la pequeña Adele Varens (Margaret O'Brien), situada por las circunstancias en mitad del torbellino emocional provocado por el maldito pasado, y la realidad a la que nuestros protagonistas han de enfrentarse por diversos motivos, contrastando la necesidad de redimir tiempos pretéritos por medio de la bondadosa empatía de Jane Eyre, con la inesperada causalidad de Edward Rochester enfrentado al imparable torbellino de las desatadas locuras ocultas bajo llave durante tanto, tanto tiempo.
La infancia de la pequeña huérfana adoptada Jane Eyre (Peggy Ann Garner) se nos muestra entre la mísera oscuridad de un trastero, y las innecesarias precauciones del servicio, exceptuando a la bondadosa sirvienta Bessie (Sara Algood). Ya, en las primeras escenas, Robert Stevenson utiliza las imágenes con fuertes cargas emocionales: claroscuros, subjetividad en planos, siniestra inquietud en los personajes acompañados y el plano detalle de la temblorosa vela que apenas ilumina los acontecimientos previos a la solución interesada de Mrs. Reed (Agnes Moorehead), de su caprichoso, vanidoso redomado, vago y consentido hijo, así como del oscuro e intransigente educador Henry Brocklehurst (Henry Daniel) quien dará credibilidad a las falsas acusaciones de la 'compungida tía' desligada emocionalmente de nuestra protagonista.
Ante las expectativas de un futuro mejor, Jane se da de bruces con la fría realidad en la Institución Lowood para señoritas huérfanas. Stevenson despierta a nuestra protagonista al crudo, desangelado y frío centro, y a la implacable intransigencia del director convencido que las bondades divinas solo se consiguen por medio de la disciplina, de la sumisión y del sacrificio severo. Tras el agrio recibimiento y la posterior soledad aplicada a Jane, sobre un trágico aunque brillante plano general, la pequeña Helen Burns (Elizabeth Taylor) se convertirá en su bienhechora, compartiendo juntas todo tipo de vicisitudes bajo el atento cuidado del Dr. Rivers (John Sutton) que se enfrentará a la indolente actitud del severo director del centro.
Una acertada elipsis en el tiempo nos sitúa, a la joven Jane Eyre (Joan Fontaine) ante la decisión de elegir entre impartir clases en la institución, o la suya propia: sentirse libre para encontrarse con su propio destino como institutriz, hallado en la mansión Grace Pool. El giro radical que provocan los acontecimientos venideros despierta a Jane del aletargado e irreal estado emocional en el que vivía entre los muros de la institución, a golpes de realidad y del sobresaltado jinete Edward Rochester (Orson Welles), quien entre la densa bruma del abrupto paraje que rodea la mansión, maldice sorprendido el accidentado encuentro entre la sorpresa y el estupor con la nueva institutriz, tratando de hallar respuesta entre los apropiados primeros planos contraplanos y planos detalle a la inesperada situación vivida, acompañada por los sonoros ladridos del gigantesco gran danés convertido en elemento trascendente para el desarrollo final de los acontecimientos.
La diversidad procesional de insustanciales personajes con distintos intereses volcados sobre la interesada belleza de la cazadotes Blanche Ingram (Hillary Brooke), entre planos generales de aparente tranquilidad emocional con el acento en iluminaciones planas, dan paso a los dramáticos planos medios y generales bañados en presagiados claroscuros, acompañando a la inevitable y dolorosa espiral que producirán los acontecimientos inmediatos, en oposición a la total indefensión de la pequeña Adele Varens (Margaret O'Brien), situada por las circunstancias en mitad del torbellino emocional provocado por el maldito pasado, y la realidad a la que nuestros protagonistas han de enfrentarse por diversos motivos, contrastando la necesidad de redimir tiempos pretéritos por medio de la bondadosa empatía de Jane Eyre, con la inesperada causalidad de Edward Rochester enfrentado al imparable torbellino de las desatadas locuras ocultas bajo llave durante tanto, tanto tiempo.

6,9
361
8
31 de octubre de 2020
31 de octubre de 2020
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
The best man (El mejor hombre), es una película dirigida por Franklin J. Schaffner en 1964, guión de Gore Vidal, música de Mort Lindsey y fotografía de Haskell Wexler. El realizador se inmiscuye en el mundo de la política de forma abierta, entrando sin pudor alguno en la trastienda de nuestros dos protagonistas: el afable William Russell (Henry Fonda) y el incontenible ambicioso de poder Joe Cantwell (Cliff Robertson).
Algo, o muy poco ha cambiado la política actual desde los tiempos en los que se desarrollan los acontecimientos narrados donde: las artimañas se imponen, el pasado de los aspirantes inquieta, el juego sucio se convierte en un arma electoral prioritario, el estado social, emocional y psicológico tienen un peso fundamental sobre los candidatos y sus vidas privadas; todo, sin excepción se convierte en armas arrojadizas para el contrario.
Uno pretende jugar limpio, otro quiere utilizar todos los recursos posibles para conseguir ser el elegido, creyendo el candidato Joe Cantwell que con la información conseguida de forma no demasiado ortodoxa sobre su contrincante se muestra seguro del triunfo topándose con su propio pasado de la mano de un viejo conocido: Sheldon Bascomb (Shelley Berman) que pondrá en un serio aprieto las posibilidades de triunfo del codicioso Cantwell si sale a la luz temas demasiado íntimos como para mantenerlos silenciados.
La presidencia saliente en su discreción consigue hablar con los dos candidatos con más posibilidades; de sus conversaciones saldrán las razones por las que la influyente opinión del Presidente Art Hockstader (Lee Tracy) decidirá girar la balanza hacia uno de ellos y su futuro entre carreras de última hora, informes robados sobre los candidatos, acusaciones, reproches, dudas sin fundamento, y la peligrosa acción de airear problemas personales de uno de los aspirantes poniendo en peligro su continuidad en la carrera por conseguir la nominación a la presidencia.
Todo vale en campaña con tal de conseguir los compromisarios necesarios para salir elegido en el mágico día de las delegaciones que deberán posicionarse sobre los candidatos. La situación generará una acción no esperada por nadie, ni tan siquiera por Dick Jensen (Kevin McCarthy) secretario de campaña del afable candidato. Es lo que en ocasiones ofrece la política, cuando alguien cree que lo tiene, el valor de la conciencia de un candidato remueve los cimientos de la moral y de los resultados.
Algo, o muy poco ha cambiado la política actual desde los tiempos en los que se desarrollan los acontecimientos narrados donde: las artimañas se imponen, el pasado de los aspirantes inquieta, el juego sucio se convierte en un arma electoral prioritario, el estado social, emocional y psicológico tienen un peso fundamental sobre los candidatos y sus vidas privadas; todo, sin excepción se convierte en armas arrojadizas para el contrario.
Uno pretende jugar limpio, otro quiere utilizar todos los recursos posibles para conseguir ser el elegido, creyendo el candidato Joe Cantwell que con la información conseguida de forma no demasiado ortodoxa sobre su contrincante se muestra seguro del triunfo topándose con su propio pasado de la mano de un viejo conocido: Sheldon Bascomb (Shelley Berman) que pondrá en un serio aprieto las posibilidades de triunfo del codicioso Cantwell si sale a la luz temas demasiado íntimos como para mantenerlos silenciados.
La presidencia saliente en su discreción consigue hablar con los dos candidatos con más posibilidades; de sus conversaciones saldrán las razones por las que la influyente opinión del Presidente Art Hockstader (Lee Tracy) decidirá girar la balanza hacia uno de ellos y su futuro entre carreras de última hora, informes robados sobre los candidatos, acusaciones, reproches, dudas sin fundamento, y la peligrosa acción de airear problemas personales de uno de los aspirantes poniendo en peligro su continuidad en la carrera por conseguir la nominación a la presidencia.
Todo vale en campaña con tal de conseguir los compromisarios necesarios para salir elegido en el mágico día de las delegaciones que deberán posicionarse sobre los candidatos. La situación generará una acción no esperada por nadie, ni tan siquiera por Dick Jensen (Kevin McCarthy) secretario de campaña del afable candidato. Es lo que en ocasiones ofrece la política, cuando alguien cree que lo tiene, el valor de la conciencia de un candidato remueve los cimientos de la moral y de los resultados.
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