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Críticas ordenadas por utilidad
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6,1
561
8
6 de agosto de 2022
6 de agosto de 2022
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En las secuencias iniciales de Hasta el límite (Rush, 1991), opera prima de Lili Fini Zanuck, el capitán Dodd (Sam Elliott) indica a Kristen (Jennifer Jason Leigh), recién graduada como policía, que no será la misma, sino diferente, tras experimentar su primer trabajo como infiltrada para recabar pruebas sobre el narcotráfico. En las secuencias finales, Kristen comentará a quien, ya curtido en esas lides, le había elegido para tal labor, el detective Raynor (Jason Patrick), que no encuentra diferencia alguna entre uno y otro lado de la ley, tras que el jefe de policía Nettle (Tony Frank) les haya instado a que testifiquen en falso para incriminar a Will Gaines (Greg Allman), propietario de bares y negocio pornográfico con el que está obsesionado por detener. Para conseguir su propósito el puritano Nettle no duda en chantajear a Raynor con exponer cómo ha caído en la adicción durante su labor policíaca. Hasta el límite es una obra sobre la fragilidad y la corrupción. La acción dramática de la película, que acontece en 1975, se inspira en un caso real, acontecido a finales de los setenta en Texas, que vivió Kim Wozencraft, como policía infiltrada, la autora de la novela adaptada (guionizada por Pete Dexter), cuando, junto a su compañero, testificaron contra su jefe de policía. La narración se inicia con un brillante plano secuencia que sigue el desplazamiento de Gaines por el escenario en que es figura dominante, su bar, hasta que sale al exterior. Durante ese desplazamiento, uno de los cuerpos que se resalta, jugando al billar, es Raynor. Esa es su labor, confundirse con su entorno, aparentar que es parte de él, una labor de camuflaje que implica comprar droga para ir recopilando base para incriminar a quienes realizan diversas actividades en la cadena del narcotráfico. Hacerse pasar por quien no es para conseguir persuadir que no es quien realmente es. Un difícil desafío, por cuanto implica mantenerse en el ejercicio funambulista de no ser devorado por el propio personaje (en concreto, el consumo de las drogas), en el que instruye a la novata Kristen, un cuerpo sin experiencia alguna en tal tarea y en el mismo consumo de droga. Un cuerpo, por otra parte, por el que se sentirá atraído. Dos cuerpos que aparentan ser lo que no son se sienten atraídos mutuamente por cómo son. La labor se sostiene sobre un doble filo, en el mantenimiento de lo auténtico en el fingimiento y la simulación. Su soledad, en cuanto aislamiento, y su vulnerabilidad se acrecienta por cuanto son cuerpos en una tierra intermedia o frontera que no pueden transparentar que lo es. Son cuerpos que bregan por no perderse, por no degradarse con el consumo de los estupefacientes, como criaturas de la noche que intentan mantenerse lejos de la luz para que no les queme. Ya el semblante, la expresión, de Raynor, en las secuencias iniciales (encuadrado significativamente a través de persianas o verjas) denota ese desgaste. Habitan esa realidad intermedia como seres en una mansión aislada que intentan que no se convierta en condena.
Poco se habló en su momento de Hasta el límite, un thriller tan áspero y descarnado como desgarradamente lírico. Era una singular rara avis en un momento álgido del género del thriller, entre finales de los ochenta e inicios de los sesenta, definido por la diversidad. Destacaban sobremanera thrillers que buscaban otras direcciones, o combinaciones, entre la abstracción, el artificio, el metalenguaje y la excentricidad, como reflejaban las obras de David Lynch, los Hermanos Coen o Jonathan Demme y Paul Verhoeven, que convivían con una recuperación del cine de gangsters, con las obras de Martin Scorsese o Francis Coppola como emblema más conspicuo, y que disponía de sus variantes con afroamericanos como protagonistas en New Jack City (1991), de Mario Van Peebles o Rage in Harlem (1991), de Bill Duke. Comenzaron a proliferar obras con incisivo talante crítico, o que hurgaban en los recovecos turbios de los representantes de la ley, dirigidas por John Frankenheimer Harold Becker, Joseph Ruben, John Flynn, o en particular la excelente Cop, con la ley o sin ella (1988), de James B Harris. Hasta el límite conecta en particular con el thriller de los setenta, como ejemplifica su dirección de fotografía tan sombría como gélida, de permanente nublado. La ambientación que acentúa la intemperie desacogedora, como esa refinería que destaca enfrente de la casa de su amigo Walker (Max Perlich), la impasibilidad en la que se enmascara las emociones vulnerables, la meticulosidad con la que están descritas las acciones, no hubieran disgustado a Melville. La atracción del abismo se convierte en una amenazante fuerza de gravedad. Los límites están continuamente desafiados. No resulta difícil perder el pie. Primero lo hará ella, después él, y será quien sufrirá más para superar la adicción. El amor que se va gestando entre ambos se convertirá en el principal sustento de supervivencia y apoyo en esa intemperie vital. La banda sonora compuesta por Eric Clapton se engarza de modo armónico. Los dolorosos rasgueos de su guitarra hacen música de lo que rasga a los personajes. En particular, destaca el magnífico montaje secuencial, al son del tema Preludin fugue, que describe su mutuo extravío, separados el uno del otro, como cuerpos a la deriva, como si la realidad fuera ya una centrifugadora que les superara.
Poco se habló en su momento de Hasta el límite, un thriller tan áspero y descarnado como desgarradamente lírico. Era una singular rara avis en un momento álgido del género del thriller, entre finales de los ochenta e inicios de los sesenta, definido por la diversidad. Destacaban sobremanera thrillers que buscaban otras direcciones, o combinaciones, entre la abstracción, el artificio, el metalenguaje y la excentricidad, como reflejaban las obras de David Lynch, los Hermanos Coen o Jonathan Demme y Paul Verhoeven, que convivían con una recuperación del cine de gangsters, con las obras de Martin Scorsese o Francis Coppola como emblema más conspicuo, y que disponía de sus variantes con afroamericanos como protagonistas en New Jack City (1991), de Mario Van Peebles o Rage in Harlem (1991), de Bill Duke. Comenzaron a proliferar obras con incisivo talante crítico, o que hurgaban en los recovecos turbios de los representantes de la ley, dirigidas por John Frankenheimer Harold Becker, Joseph Ruben, John Flynn, o en particular la excelente Cop, con la ley o sin ella (1988), de James B Harris. Hasta el límite conecta en particular con el thriller de los setenta, como ejemplifica su dirección de fotografía tan sombría como gélida, de permanente nublado. La ambientación que acentúa la intemperie desacogedora, como esa refinería que destaca enfrente de la casa de su amigo Walker (Max Perlich), la impasibilidad en la que se enmascara las emociones vulnerables, la meticulosidad con la que están descritas las acciones, no hubieran disgustado a Melville. La atracción del abismo se convierte en una amenazante fuerza de gravedad. Los límites están continuamente desafiados. No resulta difícil perder el pie. Primero lo hará ella, después él, y será quien sufrirá más para superar la adicción. El amor que se va gestando entre ambos se convertirá en el principal sustento de supervivencia y apoyo en esa intemperie vital. La banda sonora compuesta por Eric Clapton se engarza de modo armónico. Los dolorosos rasgueos de su guitarra hacen música de lo que rasga a los personajes. En particular, destaca el magnífico montaje secuencial, al son del tema Preludin fugue, que describe su mutuo extravío, separados el uno del otro, como cuerpos a la deriva, como si la realidad fuera ya una centrifugadora que les superara.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Kristen comenzará a perder pie en la excelente secuencia, de exasperada modulación, en la que por primera vez tiene que inyectarse droga, además de él, por recelo del narcotraficante Willie Red (Special K McCray), y que iniciará el descenso de Kristen en el enganche a las drogas, cuyo umbral traspasará tras recoger las pastillas que le provee Monroe (William Sadler), quien insiste en que consuma algunas (lo que determina que realice un tránsito en coche que no podrá concluir dado su estado; la carretera ya es una perspectiva en fuga en donde las líneas de luz se difuminan como meras manchas). Destaca sobremanera ese magnífico plano fijo en el que Raynor se encuentra de pies apoyado en la encimera de la cocina, dilatándose la duración del mismo hasta que súbitamente coge una plancha, a la que ha lanzado unas gotas de agua para comprobar si está caliente, y la presiona contra el brazo para eliminar las marcas de sus pinchazos. El tramo final es tan cortante como desolador. Pero hay en su negrura una belleza que sangra. La narración concluye con un ritornello, la repetición de una situación con una elocuente variación radical. En la primera secuencia, Gaines, tras salir de su local, advierte que en los asientos traseros está tumbado un borracho al que saca a patadas. En la secuencia final piensa que se ha repetido la situación, pero lo que asoma es el cañón de una escopeta que dispara sobre él, como plano cierre de la película, que funde en negro. No hace falta explicitar con ningún plano que quien ha disparado ha sido Kristen quien, durante el juicio, había expuesto que habían falsificado las pruebas sobre Gaines a instancia de Nettle, dado que no tenía sentido alguno seguir con la mascarada, ya que Raynor había sido asesinado. El autor había sido Gaines (como hace saber a Kristen acariciándose la mejilla del mismo modo que acarició la suya con el cañón de su escopeta antes de disparar sobre Raynor). De esa manera, Gaines consigue que sea declarado inocente pero también apuntala su condena de muerte. Kristen ejecuta, de distinto modo, a quienes dominaban el escenario de la ley y del otro lado de la ley, dos escenarios no tan diferentes.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
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7,4
627
8
15 de mayo de 2022
15 de mayo de 2022
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay narraciones que fluyen como el agua, como si se la mirada se deslizara en un transcurso, que es maridaje. Hay cambios, pero hay constantes, no la de las piedras, las de las rígidas tradiciones sino la del flujo que acoge y avanza. Hay películas en las que te meces, empapado con esa serenidad que ilumina las lágrimas que surcan la piel dejando heridas invisibles. Es el caso de la hermosa Veinticuatro ojos (Nijushi no hitomi, 1954), de Keisuke Kinoshita, cineasta que tuvo su considerable prestigio en Japón en las décadas de los cuarenta a los sesenta (de hecho, esta película fue votada entre las diez mejores películas japonesas en la lista realizada por varios críticos japoneses en 1999). La acción dramática abarca 18 años, desde 1928 a 1946; los saltos en el tiempo nos hacen sentir tanto las transformaciones como la erosión de su paso, las heridas y pérdidas, lo que fue y lo que no pudo ser. El tiempo discurre, los cuerpos cambian, las emociones se escoran con el peso de las lágrimas, y los cantos se entrecortan. La narración transcurre como una armonía que, pese a todo, pese a los escollos y embarrancamientos y naufragios de la vida, mantiene la proa enfilada hacia el horizonte, como ese inmarchitable amor entre la maestra Hisaki ( excepcional Hideko Takamine) y sus alumnos, los doce, esos veinticuatro ojos que empezó a alumbrar cuando eran sólo unos niños.
En las primeras secuencias, Hisaki es una recién llegada, ya que sustituye a la anterior profesora. A ojos de los habitantes de la isla de Shodoshima es una anómala irrupción, una mujer en bicicleta, que viste como los extranjeros, como los hombres, con traje y chaqueta. Hisaki mantendrá siempre combativo su talante nada subordinado a las tradiciones o convenciones (es una mujer que avanza), lo que suscitará que haya momentos en que sus superiores le llamen la atención, remarcándole la actitud amordazada: No digas nada. No mires, ni oigas ni hables. Hisaki no comparte los valores que incitan a los hombres a que sirvan a su patria en el ejército, institución a la que no tiene mucho aprecio. También no dejará de oponerse a la idea de la guerra, como se alegrará de que termine, cuando, según aquellos apegados a unos valores tradiciones, debería afectarle la derrota. Para quien la guerra es muerte, pérdidas, no hay honores ni orgullos que valgan. La guerra se llevó a los seres queridos, a su marido, a los que fueron sus alumnos, y algunos no volverán. Precisamente su marido ironizaba con que no acabará con las guerras poniendo un puesto de dulces. La resignación (enmascarada con el sentido realista) de él le llevará a la muerte; el inconformismo de ella, por ingenuo que sea, la mantendrá firme ante los embates de los desatinos humanos.
En las primeras secuencias, Hisaki es una recién llegada, ya que sustituye a la anterior profesora. A ojos de los habitantes de la isla de Shodoshima es una anómala irrupción, una mujer en bicicleta, que viste como los extranjeros, como los hombres, con traje y chaqueta. Hisaki mantendrá siempre combativo su talante nada subordinado a las tradiciones o convenciones (es una mujer que avanza), lo que suscitará que haya momentos en que sus superiores le llamen la atención, remarcándole la actitud amordazada: No digas nada. No mires, ni oigas ni hables. Hisaki no comparte los valores que incitan a los hombres a que sirvan a su patria en el ejército, institución a la que no tiene mucho aprecio. También no dejará de oponerse a la idea de la guerra, como se alegrará de que termine, cuando, según aquellos apegados a unos valores tradiciones, debería afectarle la derrota. Para quien la guerra es muerte, pérdidas, no hay honores ni orgullos que valgan. La guerra se llevó a los seres queridos, a su marido, a los que fueron sus alumnos, y algunos no volverán. Precisamente su marido ironizaba con que no acabará con las guerras poniendo un puesto de dulces. La resignación (enmascarada con el sentido realista) de él le llevará a la muerte; el inconformismo de ella, por ingenuo que sea, la mantendrá firme ante los embates de los desatinos humanos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La narración, con una arrebatadora delicadeza, relata el descarnado y áspero trayecto de unas vidas, quebradas por imprevistos accidentes, los que se llevan una vida, o los que determinan un giro brusco en una existencia, como la alumna que tiene que ser adoptada, y trabajar en un bar: el cruce de miradas entre ella e Hisaki es como una grieta que se expande irremisiblemente; de ahí la soberana belleza del reencuentro una decena de años después, en las conmovedoras secuencias finales, en las que se reúne la profesora con los alumnos supervivientes. El rostro de Hisaki parece cargar en su gesto, en sus arrugas, todo las heridas que ha recibido el amor que ha sentido, y entregado, por esos niños que impulsó al mundo (como si fueran parte de sus entrañas), con los que cantaba en las excursiones; en un caso, como la locomotora de un tren, entre almendros en flor, figura recurrente en el escenario: símbolo del renacimiento de la naturaleza y de la delicadeza.
Hay un uso de las canciones, como luz de armonía y unión, que evocan al empleo que hacía de las mismas John Ford, o luego Terence Davies, como esa emoción que brota soberana, como catarsis doliente, en detalles como sus lágrimas ante la tumba de aquel que cuando era niño, en una excursión (en un barco, sobre las aguas del río), llevaba unas zapatillas de talla más grande, lo que suscitó la sonrisa de todos, y sus nuevos alumnos, ahora, comienzan a llamarla llorona ( como aquellos primeros la llamaban guijarro; porque su nombre quiere decir piedra grande, y ella es menuda), y en un instante las lágrimas se tornan sonrisas, o se funden en los mismos rasgos, los de la vida; o esa bicicleta que le regalan al final los alumnos ya adultos, esa bicicleta con la que surcará los campos, bajo la lluvia, en las secuencias finales, porque su vocación, su vida, es la entrega a unos alumnos a los que siempre intentó despertar su mirada, con los que sufrió porque tuvieran que plegarse a unas rígidas y retrogradas tradiciones (que encalla y oprime en sus roles a hombres y mujeres) y a los que siempre intento infundir un generoso cariño como si fuera su madre, como si fuera el acogedor y nutriente flujo del agua que no cesa en su avance .
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Hay un uso de las canciones, como luz de armonía y unión, que evocan al empleo que hacía de las mismas John Ford, o luego Terence Davies, como esa emoción que brota soberana, como catarsis doliente, en detalles como sus lágrimas ante la tumba de aquel que cuando era niño, en una excursión (en un barco, sobre las aguas del río), llevaba unas zapatillas de talla más grande, lo que suscitó la sonrisa de todos, y sus nuevos alumnos, ahora, comienzan a llamarla llorona ( como aquellos primeros la llamaban guijarro; porque su nombre quiere decir piedra grande, y ella es menuda), y en un instante las lágrimas se tornan sonrisas, o se funden en los mismos rasgos, los de la vida; o esa bicicleta que le regalan al final los alumnos ya adultos, esa bicicleta con la que surcará los campos, bajo la lluvia, en las secuencias finales, porque su vocación, su vida, es la entrega a unos alumnos a los que siempre intentó despertar su mirada, con los que sufrió porque tuvieran que plegarse a unas rígidas y retrogradas tradiciones (que encalla y oprime en sus roles a hombres y mujeres) y a los que siempre intento infundir un generoso cariño como si fuera su madre, como si fuera el acogedor y nutriente flujo del agua que no cesa en su avance .
Alexander Zárate
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6,9
72
8
25 de octubre de 2021
25 de octubre de 2021
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Del mismo modo que en la Ealing no sólo se produjeron comedias, no todo era cine fantástico o de terror en la Hammer. Si en la Ealing el género bélico deparó joyas como El mar cruel (1953), de Charles Frend, en la Hammer nos encontramos con Ayer enemigos (Yesterday’s enemy, 1959), de Val Guest, producción rodada en imponente megascope (con un fascinante dominio del montaje interno, de la composición), escrita por Peter R Newman, quien adaptó su guion escrito para una producción televisiva de la BBC emitida en 1958 ( y que convertiría también en una obra teatral de tres actos en 1960), inspirado en un crimen de guerra perpetrado por un capitán del ejército británico en 1942, en Birmania. El film no tiene banda sonora, habla la naturaleza: El pantano en el que se arrastra, en la secuencia de apertura, ese destacamento liderado por el capitán Langford (espléndido Stanley Baker), como si fueran ya despojos, o restos de un naufragio. La guerra no es circunstancia para usar los guantes (como señala Langford), y menos los de la conciencia. El pantano de nuestros instintos, de nuestra pulsión destructiva, de la supervivencia es el que gobierna. En una secuencia Langford utiliza a dos campesinos birmanos del poblado para conseguir que un birmano que colabora con los japoneses suministre la información requerida (qué significa un mapa que han requisado); si no se aviene a hacerlo, los fusilará. Ese método es puesto en cuestión, como una abominación, por el sacerdote (Guy Rolfe) y el corresponsal de guerra, Max (Leo McKern). Más adelante, cuando la situación se haya invertido, es el oficial al mando japonés, Yamakuzi (Philip Ahn, luego célebre por interpretar al maestro ciego del protagonista en la serie Kung Fu, 1972-75), quien presiona a Langford con el fusilamiento de los supervivientes de su destacamento si no le indica qué fue de los japoneses a quienes mataron, cuando llegaron al poblado birmano, y requisaron el mapa que indica las posiciones actuales y las venideras de los japoneses. Se invierten las posiciones; tras los uniformes hay pocas diferencias; como señala una de las habitantes que quedaban en el poblado ni unos ni otros son buenos (todos traen la muerte). El mismo Yamakuzi admira como soldado a Langford, tanto que preferiría luchar con él en vez de contra él. Y se reconoce en él cuando Langford opta por exponer su vida para evitar la muerte de sus compañeros.
Ayer enemigos es una nueva constatación de que, en esa década, en el cine británico abundaron estimulantes producciones dentro del género bélico, como ejemplifican la citada obra de Frend, así como Fugitivos en el desierto (1957), de J Lee Thompson, Comando de la muerte (1958), de Guy Green, El único evadido (1957), de Roy Baker, La fuga de Colditz (1955), de Guy Hamilton o Yo fui el doble de Montgomery (1958), de John Guillermin. En la obra de Guest (autor de la también excelente El experimento del Dr. Quatermass, 1955) no hay maniqueísmos, posiciones bien diferenciadas en la que descargar la responsabilidad del horror. No hay oficiales abyectos, mezquinos, que ejercen el abuso de su poder. El oficial que encarna Langford no es personaje de una pieza; el desgarro le define a la vez que representa la firmeza sobre la que apoyarse aún para no ser engullidos por el pantano de la guerra; hay que mancharse las manos para sobrevivir en ese escenario; no se puede detener y pedir al director de escena un breve receso para deliberar sobre ética, como pretenden el periodista, el médico y el sacerdote. En cuanto vuelves a la jungla, en cada recodo, tras o sobre cada árbol, o entre la maleza, puede surgir la amenaza (las dos secuencias de enfrentamiento entre británicos y japoneses son tan escuetas como descarnadas; a destacar la tensión que se genera cuando el superviviente de la patrulla atacada intenta no ser descubierto entre la maleza)
Es una cuestión de pragmática y de proporciones (el sacrificio o la pérdida de unas pocas vidas puede evitar la de muchas). La guerra es como un buque que lentamente naufraga, y hay que intentar salvar al mayor número de personas; no se puede andar con componendas; hay que aplastar la conciencia en el barro y realizar con el gesto firme una aberración, lo que se califica como un crimen de guerra (como el fusilamiento de los dos civiles birmanos). ‘El enemigo de ayer coloca una corona para honrar a los muertos que su país mató’, expresa con rabia Max, cuando el sacerdote intenta dotar de sentido a su inminente muerte aludiendo a la dignidad de su sacrificio por el que serán recordados los soldados muertos. Los recuerdos se los lleva el viento, como los pétalos de las flores colocadas sobre las tumbas, y la sangre quedará sepultada en los pantanos, o entre la indistinta maleza. No hay honor, ni gloria. No hay sentido alguno, ni dignidad alguna, en una guerra. Sólo la legitimación para ejercer la crueldad, para poder destruir, en un escenario, en una representación en la hay que amoldarse al papel adjudicado, sin saber que se es un actor en una obra en la que los aplausos más bien son disparos.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Ayer enemigos es una nueva constatación de que, en esa década, en el cine británico abundaron estimulantes producciones dentro del género bélico, como ejemplifican la citada obra de Frend, así como Fugitivos en el desierto (1957), de J Lee Thompson, Comando de la muerte (1958), de Guy Green, El único evadido (1957), de Roy Baker, La fuga de Colditz (1955), de Guy Hamilton o Yo fui el doble de Montgomery (1958), de John Guillermin. En la obra de Guest (autor de la también excelente El experimento del Dr. Quatermass, 1955) no hay maniqueísmos, posiciones bien diferenciadas en la que descargar la responsabilidad del horror. No hay oficiales abyectos, mezquinos, que ejercen el abuso de su poder. El oficial que encarna Langford no es personaje de una pieza; el desgarro le define a la vez que representa la firmeza sobre la que apoyarse aún para no ser engullidos por el pantano de la guerra; hay que mancharse las manos para sobrevivir en ese escenario; no se puede detener y pedir al director de escena un breve receso para deliberar sobre ética, como pretenden el periodista, el médico y el sacerdote. En cuanto vuelves a la jungla, en cada recodo, tras o sobre cada árbol, o entre la maleza, puede surgir la amenaza (las dos secuencias de enfrentamiento entre británicos y japoneses son tan escuetas como descarnadas; a destacar la tensión que se genera cuando el superviviente de la patrulla atacada intenta no ser descubierto entre la maleza)
Es una cuestión de pragmática y de proporciones (el sacrificio o la pérdida de unas pocas vidas puede evitar la de muchas). La guerra es como un buque que lentamente naufraga, y hay que intentar salvar al mayor número de personas; no se puede andar con componendas; hay que aplastar la conciencia en el barro y realizar con el gesto firme una aberración, lo que se califica como un crimen de guerra (como el fusilamiento de los dos civiles birmanos). ‘El enemigo de ayer coloca una corona para honrar a los muertos que su país mató’, expresa con rabia Max, cuando el sacerdote intenta dotar de sentido a su inminente muerte aludiendo a la dignidad de su sacrificio por el que serán recordados los soldados muertos. Los recuerdos se los lleva el viento, como los pétalos de las flores colocadas sobre las tumbas, y la sangre quedará sepultada en los pantanos, o entre la indistinta maleza. No hay honor, ni gloria. No hay sentido alguno, ni dignidad alguna, en una guerra. Sólo la legitimación para ejercer la crueldad, para poder destruir, en un escenario, en una representación en la hay que amoldarse al papel adjudicado, sin saber que se es un actor en una obra en la que los aplausos más bien son disparos.
Alexander Zárate
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7,3
1.708
8
24 de junio de 2021
24 de junio de 2021
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El infierno (1994), de Claude Chabrol, culmina con un elocuente y afinado uso del desenfoque (un exterior nocturno a través de la ventana), acompañado de las palabras No hay fin. Ese plano, que corresponde a la mirada del protagonista, Paul (Francois Cluzet), refleja que ya no distingue lo que hace de lo que imagina. No sabe si ha matado a su mujer, o si ha sido un sueño. No hay ya fin para su trastorno, generado por sus desaforados celos. Ha quedado ya recluido en el desenfoque de su enajenación. En La mujer infiel (La femme infidele, 1969), con guion del propio Chabrol, hay otro significativo, y mordaz, uso del desenfoque, en este caso, en la secuencia inicial. Las primeras imágenes nos muestran un aparente cuadro armónico, el que conforma el matrimonio formado por Charles (Michel Bouquet) y Helene (Stephane Audran), en el jardín de su opulenta villa en el campo, acompañados de su pequeño hijo y la madre de él. El plano general sobre los cuatro se desenfoca, y sobre este desenfoque desfilan los títulos de crédito, para recuperar de nuevo la misma situación. Ese desenfoque funciona como un elocuente cortocircuito, insinuación, por un lado, de que esa armonía es aparente y no se corresponde con lo real, y anuncio, por otro lado, de la perturbación que dominará las acciones de Charles, su propio desenfoque, tras que haya entrevisto con nitidez lo que permanecía oculto o disimulado.
Se pondrá en evidencia que su relación se sustenta sobre una inercia que tiene algo de mascarada, como si fueran las máscaras las que convivieran, sin (atreverse a) compartir las insatisfacciones, dudas o miedos. El primer indicio, en forma de sobresalto, que quiebra la aparente armonía se manifiesta con un agudo uso del brusco corte de plano, cuando Charles vuelve a entrar en la casa tras despedir a su madre, y sorprende a Helene hablando por teléfono. Al gesto sorprendido de Helene le acompaña un percutante corte de plano. De algún modo, se ha producido un fugaz corte en la emisión de la inercial pantalla de su relación (sostenida en reflejos, en superficies ilusorias), apuntalado, con mordacidad, en el corte de emisión que sufre la programación televisiva que cierra la secuencia en la que conversan en el sofá. Durante esa conversación, la mascarada, que comienza a evidenciar sus flecos sueltos: una y otro se han tanteado con preguntas, escamoteando, de modo escurridizo, la intencionalidad de las mismas. Ella le pregunta cuándo irá al día siguiente al trabajo, pero se muestra elusiva sobre por qué lo pregunta. Charles siente que oculta algo pero no se atreve a confrontar sus dudas directamente. Esa oscuridad, lo no visible, lo que ocultan, que empaña ahora su relación de modo manifiesto, se refleja, en la secuencia posterior, en un plano sin luz en el dormitorio: se escucha a ambos que no pueden dormir (la inquietud les domina). Previamente, le hemos visto a él dentro de la cama, y ella sobre la cama (tras que la hayamos visto, al salir del baño, reflejada en un espejo); no están ya en el mismo plano, él siente que ella está fuera. Cuando despiertan, ella hace un amago de acercamiento, besándole, pero él se muestra elusivo y alega que está cansado.
La narración de La mujer infiel se define por su cualidad sintética, sutil, hilvanada sobre las insinuaciones y los reflejos, sobre lo que se oculta, modulando un turbador clima emocional siempre contenido como la mascarada en la que vivían sus personajes protagonistas.
Se pondrá en evidencia que su relación se sustenta sobre una inercia que tiene algo de mascarada, como si fueran las máscaras las que convivieran, sin (atreverse a) compartir las insatisfacciones, dudas o miedos. El primer indicio, en forma de sobresalto, que quiebra la aparente armonía se manifiesta con un agudo uso del brusco corte de plano, cuando Charles vuelve a entrar en la casa tras despedir a su madre, y sorprende a Helene hablando por teléfono. Al gesto sorprendido de Helene le acompaña un percutante corte de plano. De algún modo, se ha producido un fugaz corte en la emisión de la inercial pantalla de su relación (sostenida en reflejos, en superficies ilusorias), apuntalado, con mordacidad, en el corte de emisión que sufre la programación televisiva que cierra la secuencia en la que conversan en el sofá. Durante esa conversación, la mascarada, que comienza a evidenciar sus flecos sueltos: una y otro se han tanteado con preguntas, escamoteando, de modo escurridizo, la intencionalidad de las mismas. Ella le pregunta cuándo irá al día siguiente al trabajo, pero se muestra elusiva sobre por qué lo pregunta. Charles siente que oculta algo pero no se atreve a confrontar sus dudas directamente. Esa oscuridad, lo no visible, lo que ocultan, que empaña ahora su relación de modo manifiesto, se refleja, en la secuencia posterior, en un plano sin luz en el dormitorio: se escucha a ambos que no pueden dormir (la inquietud les domina). Previamente, le hemos visto a él dentro de la cama, y ella sobre la cama (tras que la hayamos visto, al salir del baño, reflejada en un espejo); no están ya en el mismo plano, él siente que ella está fuera. Cuando despiertan, ella hace un amago de acercamiento, besándole, pero él se muestra elusivo y alega que está cansado.
La narración de La mujer infiel se define por su cualidad sintética, sutil, hilvanada sobre las insinuaciones y los reflejos, sobre lo que se oculta, modulando un turbador clima emocional siempre contenido como la mascarada en la que vivían sus personajes protagonistas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La opción de Charles, ya carcomido por las dudas y sospechas, no será buscar la vía frontal, sino el desvío, o la línea retorcida, contratando a un detective para que las corrobore. Tras que se lo haya confirmado, observa, bajo la lluvia, la casa en la que está Helene con su amante, Victor (Maurice Ronet). Irónicamente, Helene (a la que vemos ahora dentro de la cama, tras hacer el amor), tomará consciencia de algo que desconocía con respecto a Víctor (su relación había comenzado hace dos o tres semanas): había estado casado, y tiene dos hijos (es como si empezara a verle ya no como el otro, fuera de lo corriente, sino como un reflejo de su marido; aunque Chabrol rehuye la explicitación de las motivaciones de Helene, y juega con las insinuaciones, con los reflejos indirectos, en acciones, miradas. Un irreversible corte de emisión culminará el posterior encuentro entre Charles y Víctor. El primero realiza la aproximación como otra mascarada, actuando como si no fuera un marido celoso (para perpleja sorpresa de Víctor), pero llega un momento en que musita que no puede más, y golpea en un impetuoso arrebato a Víctor con una pequeña estatua en su cabeza. La piedra de su máscara se ha quebrado irremediablemente. El plano final, extraordinario, se puede equiparar en cierto modo con el de El infierno. Es un plano que corresponde a la mirada de Charles, a quien los policías han venido a detener (sugerido en los gestos). El plano citado es un retrozoom, un travelling que comienza con un encuadre en la distancia de Helene y su hijo hasta que las figuras quedan ocultas en el encuadre por las hojas de un árbol.
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
7 de abril de 2021
7 de abril de 2021
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Las noches de la luna llena (Les nuits de la pleine lune, 1984), de Eric Rohmer, cuarta obra de su serie Comedias y proverbios, y reflejo de su sutil capacidad para elaborar complejas construcciones dramatúrgicas bajo una aparente transparencia formal carente de retóricas de estilo, es otra corrosiva reflexión sobre el teatro de las relaciones afectivas, con actores (conscientes o inconscientes) de la vida ordinaria, con ínfulas de dramaturgos (demiurgos), enfrentados a las contradicciones de sus planteamientos y diseños de modo de vida y relaciones. Y cómo la vida rasga el telón de las hojas de cálculo en las que se la intenta atrapar como un insecto en un ámbar. En Las noches de la luna llena , Louise (Pascale Ogier), como otros personajes de las obras de Eric Rohmer, tiene establecida como pauta un guion de vida que convierte a ésta en un escenario, lo cual implica que los componentes que la conforman (los otros) se ajusten (adapten) a ese modelo o diseño como réplica adecuada (asertiva). Las fricciones surgen cuando las otras voluntades (o los otros planteamientos de escenarios) no se pliegan a un consenso tramado sobre las concesiones, por lo que la ilusoria reciprocidad (por su forzado consenso) se diluye tarde o temprano en la divergencia irreparable. La comedia según Rohmer es poner en cuestión ese entramado mental, o constitución de modelo de realidad, al que los otros, y la propia realidad, deben plegarse con incondicional aceptación. La vida como hoja de cálculo que entrará no sólo en colisión con la voluntad de los otros y el azar, sino con las propias contradicciones, entre la palabra (pensamiento o discurso) y las acciones (los sentimientos). Louise, por tanto, es una bella durmiente, más bien, ensimismada, que despertará bruscamente cuando la realidad no se ajuste a su particular diseño. En el cine de Rohmer la palabra es un componente clave, pero no como explicitud, en consonancia con la supuesta transparencia de su puesta en escena. No son transparentes las palabras, como no lo son los propios personajes, ni para sí mismos. Por eso, esa transparencia de estilo es también equívoca, pues esa impresión de cotidiana realidad está poniendo en evidencia la condición de dramaturgos y actores de los personajes (muchas veces inconscientes de que lo son). Esa es la ironía subyacente en el cine de Rohmer. Es una transparencia con abismo. La forma de plantear y habitar la realidad, las relaciones, está tramada sobre un artificio, cual escenario, aunque el tratamiento formal se asemeje al registro de una realidad cero.
Louise mantiene una relación con Remy (Tcheky Karyo), pero quiere marcar unas pautas que espera sean aceptadas por él. Necesita su espacio y su tiempo libre de cualquier control ajeno, demanda que entra en fricción con lo que ella considera tendencias posesivas de Remy. No tienen por qué hacer todo juntos, o decir dónde ha estado o volver a una determinada hora, pero aunque Remy lo acepte, no logra encajar, por ejemplo, que cuando acude a reuniones con amigos de ella, Louise parece más bien que le rehúye, como si fuera un elemento ajeno, periférico. Ambos tienen una visión de un escenario de relación disímil que provoca tensiones e incluso estallidos de desencuentros. El planteamiento de Louise para lograr dotar respiración a la relación (para que se afirme el consenso) es que tenga otro piso en la ciudad, su espacio propio, para sentir que él no la ahoga con el marcaje de su escenario (lo que determina que sea él quien se adapte al de ella). Louise remarca tanto su espacio propio que su propósito se confunde con la interposición de distancia ¿Su actitud refleja la firmeza que posibilite el respeto de sus convicciones, inclinaciones y deseos, o hay en ella un obcecado empecinamiento en querer ajustar o adaptar la vida a su guion, cual control de aduana?. Louise declara que sólo ama o amará a quien le ame a ella, si hay una receptividad (¿se enamora del hecho de que le amen o deseen?¿Ama que le amen más que amar al otro, es decir, ama primordialmente que tengan en prioritaria consideración su voluntad y sus necesidades?). Amar a quien no le ama parece asemejarse a una inversión económica desperdiciada. Sin duda, una capitalista forma de amar. Como dice su petulante amigo escritor, Octave (Fabrice Lucchini), parece siempre elegir hombres más vulgares que ella, que parecen estar por debajo de ella en cuanto cualidades distintivas (un Octave , por su parte, que acepta plegarse a su condición de amigo aun cuando esté también enamorado de ella, siempre a la espera de que un día lo considere como pareja, lo que no obsta para que efectúe puntuales intentos, o asaltos).
Tras un irónico interludio, una serie de secuencias en la que vemos a Louise en la soledad de su otro piso, intentando infructuosamente citarse con amistades (el azar no parece corresponder a sus planteamientos; ¿irónias del azar que indican que su mirada no enfoca dónde o cómo debe en su empecinamiento?) se produce un irónico también cambio de escenario, aquel que pone en evidencia las contradicciones de Louise.
Louise mantiene una relación con Remy (Tcheky Karyo), pero quiere marcar unas pautas que espera sean aceptadas por él. Necesita su espacio y su tiempo libre de cualquier control ajeno, demanda que entra en fricción con lo que ella considera tendencias posesivas de Remy. No tienen por qué hacer todo juntos, o decir dónde ha estado o volver a una determinada hora, pero aunque Remy lo acepte, no logra encajar, por ejemplo, que cuando acude a reuniones con amigos de ella, Louise parece más bien que le rehúye, como si fuera un elemento ajeno, periférico. Ambos tienen una visión de un escenario de relación disímil que provoca tensiones e incluso estallidos de desencuentros. El planteamiento de Louise para lograr dotar respiración a la relación (para que se afirme el consenso) es que tenga otro piso en la ciudad, su espacio propio, para sentir que él no la ahoga con el marcaje de su escenario (lo que determina que sea él quien se adapte al de ella). Louise remarca tanto su espacio propio que su propósito se confunde con la interposición de distancia ¿Su actitud refleja la firmeza que posibilite el respeto de sus convicciones, inclinaciones y deseos, o hay en ella un obcecado empecinamiento en querer ajustar o adaptar la vida a su guion, cual control de aduana?. Louise declara que sólo ama o amará a quien le ame a ella, si hay una receptividad (¿se enamora del hecho de que le amen o deseen?¿Ama que le amen más que amar al otro, es decir, ama primordialmente que tengan en prioritaria consideración su voluntad y sus necesidades?). Amar a quien no le ama parece asemejarse a una inversión económica desperdiciada. Sin duda, una capitalista forma de amar. Como dice su petulante amigo escritor, Octave (Fabrice Lucchini), parece siempre elegir hombres más vulgares que ella, que parecen estar por debajo de ella en cuanto cualidades distintivas (un Octave , por su parte, que acepta plegarse a su condición de amigo aun cuando esté también enamorado de ella, siempre a la espera de que un día lo considere como pareja, lo que no obsta para que efectúe puntuales intentos, o asaltos).
Tras un irónico interludio, una serie de secuencias en la que vemos a Louise en la soledad de su otro piso, intentando infructuosamente citarse con amistades (el azar no parece corresponder a sus planteamientos; ¿irónias del azar que indican que su mirada no enfoca dónde o cómo debe en su empecinamiento?) se produce un irónico también cambio de escenario, aquel que pone en evidencia las contradicciones de Louise.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En los baños de un bar, en el que se ha citado con Octave, entrevé a Remy. Primera zozobra: le inquieta que él actúe como ella, es decir, que haya ido a París sin habérselo dicho (las propias pautas no se asimilan en el otro). Segunda zozobra: Octave le dice que cree haberla visto con una mujer que le resultaba familiar. Ante el persistente interrogatorio de Louise la especulación se convierte en convicción cuando piensan (o creen) que es Camille (Virginie Thevent), una amiga de Louise, a la que ésta había sugerido que algún día quedara con Remy ( y lo mismo a éste con ella), como expresión de su flexible y abierta actitud, que ahora los hechos ponen en cuestión: Se evidencia el desajuste entre la declaración de principios, en sentido figurado, es decir, que él podía citarse también con otras mujeres sin que ello supusiera inquietud para ella (como sí lo es abiertamente para Remy que ella se cite con otros hombres), con el hecho de que, con la posibilidad de que sus palabras las tomara literalmente, y por tanto se hayan convertido en hecho, asome el fantasma de la inquietud (la posibilidad de que esa cita derive en algo más). Es decir, esa posibilidad se convierte en un fuera de campo desestabilizante para Louise. Al respecto, Rohmer ha jugado habilidosamente con el literal fuera de campo (en ningún momento, vemos el contraplano de la mujer que cree reconocer Octave, sólo a éste mirando).
El tercer acto de la comedia se teje sobre otra ironía, ésta más sangrante, que desarma los escenarios sobre los que Louise tejía su guion de diseño de vida y relación. Como siente, o cree, que Remy se ha adaptado (plegado) a su voluntad de un modo que siente conmovedor, para no sentir compasión por él, como retorcida opción que refleja el ensimismamiento en su propio escenario mental, decide tener relación con otro hombre (con el que había bailado en aquella secuencia de la previa fiesta en la que Remy se sintió tan incómodo por sentirse fuera de lugar, o ignorado por ella, que optó por marcharse, enfadado; en esa secuencia incluía Rohmer un plano que rompía su planificación, una panorámica desde los rostros de Louise y el chico hasta sus piernas: una ruptura de planificación premonitoria). Tras haberse acostado con ese chico, ahora siente, piensa, que esta acción le ha hecho sentir de un modo radicalmente distinto (de nuevo, dicho de modo más coloquial, ella se lo guisa y ella se lo come). Hasta entonces pensaba que el hogar que compartía con Remy, en las afueras, era su exilio, y el piso en la ciudad, en el que vivía sola, su centro. Pero ahora siente que la ecuación se ha invertido, es decir, que vivía en fuga, y que su centro estaba en su relación con Remy. La sangrante ironía es que, al retornar a casa, Remy le notifica que se ha enamorado de otra mujer, aquella con la que Octave le vio en el bar (aunque no era Camille, la amiga de la que sospechaba). Louise ha forzado tanto la cuerda de un escenario de vida, al que la realidad, los otros deben ajustarse a su diseño, a su pulsión de control, y sus procesos, que se ha quebrado, desmontado, porque el fuera de campo de la vida, de los otros, es tan imprevisible como vulnerable a las variaciones de las voluntades o deseos de los otros, es decir, los otros escenarios, los cuales no dependen, o no de modo permanente, de cómo ella pretende diseñar el propio, por eso Octave realizaba sus intermitentes asaltos físicos, porque no desistía de que ella la correspondiera, y Remy se enamora de otra, también propiciado por la distancia interpuesta por ella para remarcar su no dependencia.
Alexander Zárate
http://elcinedesolaris.blogspot.com/
El tercer acto de la comedia se teje sobre otra ironía, ésta más sangrante, que desarma los escenarios sobre los que Louise tejía su guion de diseño de vida y relación. Como siente, o cree, que Remy se ha adaptado (plegado) a su voluntad de un modo que siente conmovedor, para no sentir compasión por él, como retorcida opción que refleja el ensimismamiento en su propio escenario mental, decide tener relación con otro hombre (con el que había bailado en aquella secuencia de la previa fiesta en la que Remy se sintió tan incómodo por sentirse fuera de lugar, o ignorado por ella, que optó por marcharse, enfadado; en esa secuencia incluía Rohmer un plano que rompía su planificación, una panorámica desde los rostros de Louise y el chico hasta sus piernas: una ruptura de planificación premonitoria). Tras haberse acostado con ese chico, ahora siente, piensa, que esta acción le ha hecho sentir de un modo radicalmente distinto (de nuevo, dicho de modo más coloquial, ella se lo guisa y ella se lo come). Hasta entonces pensaba que el hogar que compartía con Remy, en las afueras, era su exilio, y el piso en la ciudad, en el que vivía sola, su centro. Pero ahora siente que la ecuación se ha invertido, es decir, que vivía en fuga, y que su centro estaba en su relación con Remy. La sangrante ironía es que, al retornar a casa, Remy le notifica que se ha enamorado de otra mujer, aquella con la que Octave le vio en el bar (aunque no era Camille, la amiga de la que sospechaba). Louise ha forzado tanto la cuerda de un escenario de vida, al que la realidad, los otros deben ajustarse a su diseño, a su pulsión de control, y sus procesos, que se ha quebrado, desmontado, porque el fuera de campo de la vida, de los otros, es tan imprevisible como vulnerable a las variaciones de las voluntades o deseos de los otros, es decir, los otros escenarios, los cuales no dependen, o no de modo permanente, de cómo ella pretende diseñar el propio, por eso Octave realizaba sus intermitentes asaltos físicos, porque no desistía de que ella la correspondiera, y Remy se enamora de otra, también propiciado por la distancia interpuesta por ella para remarcar su no dependencia.
Alexander Zárate
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