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7
19 de noviembre de 2016
19 de noviembre de 2016
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El año 2009, el realizador chileno Carlos Leiva ponía su nombre en el circuito internacional con su segundo cortometraje, ‘Ambiente Familiar’, alabado por la crítica en San Sebastián, Sao Paulo y Bruselles, entre otros. Hoy estrena ‘El Primero de la Familia’, su primer largometraje, inspirado en el cortometraje mencionado.
La cinta nos sitúa al interior de una familia en un barrio periférico de la ciudad de Santiago. Tomás (Camilo Carmona), el hermano mayor, se va a Londres a estudiar medicina; su hermana menor, Catalina (Catalina Dinamarca), esta embarazada de un tipo al que no quiere ni ver; su madre (Paula Zúñiga) sufre de una dolencia en la espalda y su padre (Claudio Riveros) se suma a la huelga junto a sus compañeros de trabajo por el retraso del pago de sueldo. A pesar de las carencias económicas y el duro presente de todos, prima el cariño y el afecto, sin embargo, una fuga de agua servida al interior de la casa removerá diferencias, secretos y desencuentros, el día de la despedida de Tomás.
‘El Primero de la Familia’ viene a sumarse a este segundo (o tercer) respiro del cine chileno, levantado por cintas como ‘Camaleón’, ‘Las Plantas’, ‘Fragmentos de Lucía’, ‘La Mujer de Barro’ y ‘Rara’, entre otras, donde el naturalismo, la narrativa construida desde los personajes, e interpretaciones sólidas muy lejos de la sobreactuación, son la piedra angular de jóvenes realizadores que ejercen con libertad audiovisual, limpios de cánones y géneros tipificados. Esta vez, Carlos Leiva -ganador en SANFIC- dibuja un retrato certero de una familia chilena atrapada por el sistema que no beneficia a los que no han tenido la oportunidad, que viven el día a día con más sacrificio que ganas, y que deben lidiar a diario con la violencia, el dolor y el esfuerzo.
La cinta es capaz de hacernos parte entre los estrechos pasillos de esa casa al borde del hacinamiento, y entre aromas de tierra seca y calaminas rotas, sentir el hedor que emerge desde las entrañas de un hogar que, en piezas, se rompe en silencio, detrás de la realidad de cada uno de sus integrantes. Graves problemas de salud, la falta de dinero a fin de mes, el peligro de un barrio marcado por la hostilidad, un embarazo no deseado, los deseos reprimidos más profundos que rozan la inestabilidad psicológica. A Tomás todos lo quieren y respetan, es la esperanza de una familia donde lo que menos queda es precisamente eso y su despedida se hace cada vez más difícil. Carlos Leiva hace de la falta de espacio físico un elemento vital para la composición de su historia: se comparten camas y habitaciones, Catalina se cambia ropa frente a Tomás, la privacidad no existe y el patio inundado es el centro neurálgico de una casa en la que se respira tensión. Tensión que comienza a traspasar barreras cuando Tomás siente algo más por su hermana, deseo enterrado entre su introversión y los libros de medicina.
Las relaciones familiares son el eje de una historia hiperrealista, que echa mano de actuaciones excelentes para alcanzar su objetivo. Camilo Carmona (‘El Circuito de Román’, ‘Naomi Campbel’), Paula Zúñiga (‘El Nombre’, ‘Camaleón’) y la debutante Catalina Dinamarca dan clases de interpretación y demuestran que la escuela teatral debe quedarse sólo en eso, en la formación, pero que el trabajo en cine requiere de una sensibilidad distinta a la de las tablas, en donde la sobreexpresión es imprescindible. Para el cine se necesita lo radicalmente opuesto: frescura, naturalidad y credibilidad, y eso se ha convertido en un elemento primordial y muy presente en el cine de esta camada de nuevos directores chilenos, y de eso se nutre este reparto.
El guión, también a cargo de Leiva, hace uso de todas las subtramas para conformar el relato y aprovecha cada una de las relaciones interpersonales y cada diálogo para darle forma a un hilo narrativo que nunca pierde ritmo ni atmósfera, que nos obliga como espectadores constantemente a empatizar y a maquinar juicios y valores, a intentar comprender comportamientos y a adentrarnos en la realidad de un país subdesarrollado, en donde el sector más marginado de la sociedad es dominado muchas veces por las ganas y el instinto de querer ser más, de dar el salto de gracia y poder dejar de sentir que el mundo nunca les tuvo algo preparado.
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www.elotrocine.cl
La cinta nos sitúa al interior de una familia en un barrio periférico de la ciudad de Santiago. Tomás (Camilo Carmona), el hermano mayor, se va a Londres a estudiar medicina; su hermana menor, Catalina (Catalina Dinamarca), esta embarazada de un tipo al que no quiere ni ver; su madre (Paula Zúñiga) sufre de una dolencia en la espalda y su padre (Claudio Riveros) se suma a la huelga junto a sus compañeros de trabajo por el retraso del pago de sueldo. A pesar de las carencias económicas y el duro presente de todos, prima el cariño y el afecto, sin embargo, una fuga de agua servida al interior de la casa removerá diferencias, secretos y desencuentros, el día de la despedida de Tomás.
‘El Primero de la Familia’ viene a sumarse a este segundo (o tercer) respiro del cine chileno, levantado por cintas como ‘Camaleón’, ‘Las Plantas’, ‘Fragmentos de Lucía’, ‘La Mujer de Barro’ y ‘Rara’, entre otras, donde el naturalismo, la narrativa construida desde los personajes, e interpretaciones sólidas muy lejos de la sobreactuación, son la piedra angular de jóvenes realizadores que ejercen con libertad audiovisual, limpios de cánones y géneros tipificados. Esta vez, Carlos Leiva -ganador en SANFIC- dibuja un retrato certero de una familia chilena atrapada por el sistema que no beneficia a los que no han tenido la oportunidad, que viven el día a día con más sacrificio que ganas, y que deben lidiar a diario con la violencia, el dolor y el esfuerzo.
La cinta es capaz de hacernos parte entre los estrechos pasillos de esa casa al borde del hacinamiento, y entre aromas de tierra seca y calaminas rotas, sentir el hedor que emerge desde las entrañas de un hogar que, en piezas, se rompe en silencio, detrás de la realidad de cada uno de sus integrantes. Graves problemas de salud, la falta de dinero a fin de mes, el peligro de un barrio marcado por la hostilidad, un embarazo no deseado, los deseos reprimidos más profundos que rozan la inestabilidad psicológica. A Tomás todos lo quieren y respetan, es la esperanza de una familia donde lo que menos queda es precisamente eso y su despedida se hace cada vez más difícil. Carlos Leiva hace de la falta de espacio físico un elemento vital para la composición de su historia: se comparten camas y habitaciones, Catalina se cambia ropa frente a Tomás, la privacidad no existe y el patio inundado es el centro neurálgico de una casa en la que se respira tensión. Tensión que comienza a traspasar barreras cuando Tomás siente algo más por su hermana, deseo enterrado entre su introversión y los libros de medicina.
Las relaciones familiares son el eje de una historia hiperrealista, que echa mano de actuaciones excelentes para alcanzar su objetivo. Camilo Carmona (‘El Circuito de Román’, ‘Naomi Campbel’), Paula Zúñiga (‘El Nombre’, ‘Camaleón’) y la debutante Catalina Dinamarca dan clases de interpretación y demuestran que la escuela teatral debe quedarse sólo en eso, en la formación, pero que el trabajo en cine requiere de una sensibilidad distinta a la de las tablas, en donde la sobreexpresión es imprescindible. Para el cine se necesita lo radicalmente opuesto: frescura, naturalidad y credibilidad, y eso se ha convertido en un elemento primordial y muy presente en el cine de esta camada de nuevos directores chilenos, y de eso se nutre este reparto.
El guión, también a cargo de Leiva, hace uso de todas las subtramas para conformar el relato y aprovecha cada una de las relaciones interpersonales y cada diálogo para darle forma a un hilo narrativo que nunca pierde ritmo ni atmósfera, que nos obliga como espectadores constantemente a empatizar y a maquinar juicios y valores, a intentar comprender comportamientos y a adentrarnos en la realidad de un país subdesarrollado, en donde el sector más marginado de la sociedad es dominado muchas veces por las ganas y el instinto de querer ser más, de dar el salto de gracia y poder dejar de sentir que el mundo nunca les tuvo algo preparado.
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6 de abril de 2016
6 de abril de 2016
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En 1998, Rubén Millatureo Vargas fue condenado a cadena perpetua por tres horrendos crímenes cometidos en Queilén, comuna del archipiélago de Chiloé, uno de ellos, a uno de los miembros de su pequeña familia. El caso, que fue recreado hace algunos años en la televisión chilena y que impactó a todo un país, hoy llega adaptado a la pantalla grande de la mano de Bárbara Pestan, con ‘Joselito’, su primer largometraje.
Joselito (Cristian Flores) perdió a su madre y vive solo junto a su padre Camilo (José Soza) en Aituy, una fría localidad al sur de Chile. Ninguno de los dos ha superado la muerte de Irma y viven sumidos en una soledad que traspasa las paredes de madera como la humedad. La salud de Camilo se deteriora con el paso de los días, que ven llegar la Fiesta de Santa Rosa, la celebración religiosa anual que convoca a todos los lugareños, donde se le rinde culto al Nazareno. Ese año, ni Joselito (Ito) ni su padre asistirán.
Cuando el dolor y el abandono llegan de la manera más impensada posible en una familia donde las creencias y el valor de lo divino tienen tanta importancia, el golpe es duro y la pérdida de la fe es irremediable. Camilo no logra perdonar a su Dios que se llevó lo que él más amaba y Joselito, movido por su juventud, intenta encontrar razones, cuestionando su propia fe, extrañando e intentando soportar el dolor que le significa ver a su padre tan irresoluto como degradado. Este es el tono que la directora le otorga a su historia y lo logra con creces, con una puesta en escena opresiva llena de primeros y largos planos que nos sumergen en el dolor de los protagonistas y en el hastío de la rutina que no encuentra sentido.
Entre parajes de una belleza conmovedora, entre la playa y los arrayanes, y en medio de la tranquilidad de una comunidad que vive en torno a la pesca, la tala y la Iglesia de Aituy, está la pequeña casa de Joselito, su padre, y también su madre, que ausente físicamente, está durante todo el metraje presente -como una voz de aliento y regocijo para Ito, como un signo del pasado para el padre que sólo quiere dejar atrás- a través de su ropa y un prendedor que Joselito mantiene junto a él, lo que resulta todo un acierto en el filme, que pone al espectador en una empatía fascinante y dolorosa con el protagonista, aunque de cara a la muerte, la misma que el Nazareno promete redimir año a año, cada 30 de agosto, en una localidad donde la religión y las creencias están muy arraigadas, bajo la lluvia imperiosa que, como lágrimas, inundan la película de una atmósfera depresiva como pocos títulos lo han sabido lograr en la filmografía nacional.
Tanto Cristian Flores como el aventajado de José Soza (‘El Club’) parecen haber nacido para estos roles, el primero capaz de transmitir su estado, al borde de la patología, con la mínima cantidad de expresiones y diálogos, mientras que Soza nos evoca la desesperanza, el hastío y una depresión ascendente. Ambos, las dos caras de la moneda, aunque con el dolor como factor común, de una humanidad partida en dos a la hora de aceptar la muerte como parte de la vida o vivir esperando una respuesta. Es así como además vemos una convivencia que no dista mucho de la realidad de cientos de familias fragmentadas tras la ausencia de su pilar fundamental, preponderante en núcleos como los que habitan pueblos y localidades del sur de Chile, donde en muchos casos la falta de comunicación, el patriarcado, la dureza del trabajo y la deteriorada calidad de vida hacen que el vivir se convierta en una esforzada responsabilidad.
Si bien existen decisiones por parte de la cinta de poner énfasis en la psicología de sus personajes mediante una insistente cámara en mano y largos primeros planos descriptivos, aunque necesarios par el clímax, pueden terminar por darle un letargo a la película que no juegue a favor de la paciencia del espectador, sin embargo, su corto metraje, su fotografía mínima y sutil, su montaje sobrio y la emocionalidad contenida de principio a fin, hacen de ‘Joselito’ una más que interesante propuesta y el primer paso de una directora que demuestra conocer sus habilidades y ser capaz de contar una historia con un peso dramático importante (a ratos insostenible) sin caer en excesos ni presuntas obviedades que el guión podría ofrecer.
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Joselito (Cristian Flores) perdió a su madre y vive solo junto a su padre Camilo (José Soza) en Aituy, una fría localidad al sur de Chile. Ninguno de los dos ha superado la muerte de Irma y viven sumidos en una soledad que traspasa las paredes de madera como la humedad. La salud de Camilo se deteriora con el paso de los días, que ven llegar la Fiesta de Santa Rosa, la celebración religiosa anual que convoca a todos los lugareños, donde se le rinde culto al Nazareno. Ese año, ni Joselito (Ito) ni su padre asistirán.
Cuando el dolor y el abandono llegan de la manera más impensada posible en una familia donde las creencias y el valor de lo divino tienen tanta importancia, el golpe es duro y la pérdida de la fe es irremediable. Camilo no logra perdonar a su Dios que se llevó lo que él más amaba y Joselito, movido por su juventud, intenta encontrar razones, cuestionando su propia fe, extrañando e intentando soportar el dolor que le significa ver a su padre tan irresoluto como degradado. Este es el tono que la directora le otorga a su historia y lo logra con creces, con una puesta en escena opresiva llena de primeros y largos planos que nos sumergen en el dolor de los protagonistas y en el hastío de la rutina que no encuentra sentido.
Entre parajes de una belleza conmovedora, entre la playa y los arrayanes, y en medio de la tranquilidad de una comunidad que vive en torno a la pesca, la tala y la Iglesia de Aituy, está la pequeña casa de Joselito, su padre, y también su madre, que ausente físicamente, está durante todo el metraje presente -como una voz de aliento y regocijo para Ito, como un signo del pasado para el padre que sólo quiere dejar atrás- a través de su ropa y un prendedor que Joselito mantiene junto a él, lo que resulta todo un acierto en el filme, que pone al espectador en una empatía fascinante y dolorosa con el protagonista, aunque de cara a la muerte, la misma que el Nazareno promete redimir año a año, cada 30 de agosto, en una localidad donde la religión y las creencias están muy arraigadas, bajo la lluvia imperiosa que, como lágrimas, inundan la película de una atmósfera depresiva como pocos títulos lo han sabido lograr en la filmografía nacional.
Tanto Cristian Flores como el aventajado de José Soza (‘El Club’) parecen haber nacido para estos roles, el primero capaz de transmitir su estado, al borde de la patología, con la mínima cantidad de expresiones y diálogos, mientras que Soza nos evoca la desesperanza, el hastío y una depresión ascendente. Ambos, las dos caras de la moneda, aunque con el dolor como factor común, de una humanidad partida en dos a la hora de aceptar la muerte como parte de la vida o vivir esperando una respuesta. Es así como además vemos una convivencia que no dista mucho de la realidad de cientos de familias fragmentadas tras la ausencia de su pilar fundamental, preponderante en núcleos como los que habitan pueblos y localidades del sur de Chile, donde en muchos casos la falta de comunicación, el patriarcado, la dureza del trabajo y la deteriorada calidad de vida hacen que el vivir se convierta en una esforzada responsabilidad.
Si bien existen decisiones por parte de la cinta de poner énfasis en la psicología de sus personajes mediante una insistente cámara en mano y largos primeros planos descriptivos, aunque necesarios par el clímax, pueden terminar por darle un letargo a la película que no juegue a favor de la paciencia del espectador, sin embargo, su corto metraje, su fotografía mínima y sutil, su montaje sobrio y la emocionalidad contenida de principio a fin, hacen de ‘Joselito’ una más que interesante propuesta y el primer paso de una directora que demuestra conocer sus habilidades y ser capaz de contar una historia con un peso dramático importante (a ratos insostenible) sin caer en excesos ni presuntas obviedades que el guión podría ofrecer.
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6
25 de marzo de 2016
25 de marzo de 2016
Sé el primero en valorar esta crítica
A fines de los ’50 e inicios de la década de los ‘60, cuando la industria discográfica en los EEUU y gran parte del cono sur era dominada por cantantes como Elvis Presley, Paul Anka, Ray Charles y Neil Sedaka, emergía un cantante pop que rápidamente fue conocido como el “Elvis Rojo”. Aunque fueron varios hits los que consiguió posicionar, su éxito predominó principalmente en Sudamérica (Perú, Chile, Argentina). Esto lo llevó de gira en los 70 alcanzando gran connotación, además de acercarse a la realidad de países que, en esos años, no gozaban de buena salud y donde la injusticia, la pobreza y los abusos eran pan de cada día. Dean Reed, de una reconocida postura política y discurso anticapitalista, se convirtió rápidamente en un “extraño” referente y vocero para los más necesitados, principalmente en Chile.
Miguel Ángel Vidaurre (‘Corazón Secreto’) dirige este documental que intenta devolverle la mano a Dean Reed. Con material inédito, conciertos en diversos países de América y Europa, testimonios, entrevistas y parte del archivo de imágenes del trabajo realizado por José Román en 1972 por encargo de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) cuando Reed visitó Chile, ‘Gringo Rojo’ es un interesantísimo trabajo principalmente por lo curioso que puede llegar a ser que un cantante pop de relativa fama mundial se haya identificado tanto con la realidad política de un país como Chile al punto de radicarse en este pequeño lugar al final del mundo.
Amigo de Víctor Jara, admirador de Salvador Allende, la gente y su cultura, Dean Reed encontró en Chile su segundo hogar. La admiración por el trabajo de Reed (principalmente por las mujeres) sumado a sus convicciones lo llevaron a utilizar su fama en pro de la campaña de la Unidad Popular y apoyar ciegamente al Presidente Allende. Además aprendió español, grabando temas en ese idioma y protagonizando un par del filmes, entre otros, ‘El Cantor’, cinta alemana inspirada en Víctor Jara tras su muerte.
Vidaurre ya había incursionado en el documental político con ‘Market 72’ en 2012, y también sobre un tema tangente a la Dictadura Militar en Chile. Y si bien ‘Gringo Rojo’ pretende centrarse en la relación de Reed con nuestro país, también consigue hacer un repaso de su historia y las razones que lo llevaron a comprometerse con la causa. Autodeclarado marxista y no comunista, ‘Gringo Rojo’ es contado en capítulos y montado de forma cronológica, haciendo de su visionado algo mucho más dinámico, donde una primera parte más musical nos da paso a su última mitad de tintes mucho más políticos, destacando la importancia del músico y actor para la gente más afectada por la Dictadura Militar como un símbolo de lucha, y el valor de entender que el país no estaba solo en esta lucha ideológica.
Con guitarra en mano, Reed recorrió el mundo entregando su mensaje y contándole al resto las terribles desigualdades y abusos que pudo presenciar en países como Guatemala, El Salvador, Perú, Argentina, Uruguay y Chile. “Sudamérica cambió mi vida porque ahí se pueden ver las grandes diferencias. Entre la justicia y la injusticia, entre la riqueza y la pobreza, son tan claras para cualquiera que uno debe tener una postura. A veces me gusta decir que hay tres tipos de personas en Sudamérica: hay gente ciega que no quiere ver la verdad, hay capitalistas y hay revolucionarios. Yo no era capitalista ni tampoco era ciego. Entonces me convertí en revolucionario”. Reed la tenía clara.
“Gringo Rojo” intenta revelar el mito tras el cantante, y lo logra en cierta medida. El escaso material original y la poca profundidad que la historia comienza a tomar en su segunda mitad convierten al documental más en un registro audiovisual ordenado, que abusa a ratos de videos musicales o ciertas largas secuencias y ediciones que evidentemente cumplen un objetivo más funcional y de forma que de fondo relativo a una consecuencia lógica del guion. No obstante, resulta un trabajo novedoso que consigue mantenerse al margen de cualquier juicio radical sobre la historia de nuestro país y no pierde el foco sobre este cantante que para muchos contemporáneos será algo desconocido, pero que lo instala como uno de tantos pequeños héroes que se atrevió a alzar la voz, y sin siquiera ser parte directa del problema. Recomendable.
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Miguel Ángel Vidaurre (‘Corazón Secreto’) dirige este documental que intenta devolverle la mano a Dean Reed. Con material inédito, conciertos en diversos países de América y Europa, testimonios, entrevistas y parte del archivo de imágenes del trabajo realizado por José Román en 1972 por encargo de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) cuando Reed visitó Chile, ‘Gringo Rojo’ es un interesantísimo trabajo principalmente por lo curioso que puede llegar a ser que un cantante pop de relativa fama mundial se haya identificado tanto con la realidad política de un país como Chile al punto de radicarse en este pequeño lugar al final del mundo.
Amigo de Víctor Jara, admirador de Salvador Allende, la gente y su cultura, Dean Reed encontró en Chile su segundo hogar. La admiración por el trabajo de Reed (principalmente por las mujeres) sumado a sus convicciones lo llevaron a utilizar su fama en pro de la campaña de la Unidad Popular y apoyar ciegamente al Presidente Allende. Además aprendió español, grabando temas en ese idioma y protagonizando un par del filmes, entre otros, ‘El Cantor’, cinta alemana inspirada en Víctor Jara tras su muerte.
Vidaurre ya había incursionado en el documental político con ‘Market 72’ en 2012, y también sobre un tema tangente a la Dictadura Militar en Chile. Y si bien ‘Gringo Rojo’ pretende centrarse en la relación de Reed con nuestro país, también consigue hacer un repaso de su historia y las razones que lo llevaron a comprometerse con la causa. Autodeclarado marxista y no comunista, ‘Gringo Rojo’ es contado en capítulos y montado de forma cronológica, haciendo de su visionado algo mucho más dinámico, donde una primera parte más musical nos da paso a su última mitad de tintes mucho más políticos, destacando la importancia del músico y actor para la gente más afectada por la Dictadura Militar como un símbolo de lucha, y el valor de entender que el país no estaba solo en esta lucha ideológica.
Con guitarra en mano, Reed recorrió el mundo entregando su mensaje y contándole al resto las terribles desigualdades y abusos que pudo presenciar en países como Guatemala, El Salvador, Perú, Argentina, Uruguay y Chile. “Sudamérica cambió mi vida porque ahí se pueden ver las grandes diferencias. Entre la justicia y la injusticia, entre la riqueza y la pobreza, son tan claras para cualquiera que uno debe tener una postura. A veces me gusta decir que hay tres tipos de personas en Sudamérica: hay gente ciega que no quiere ver la verdad, hay capitalistas y hay revolucionarios. Yo no era capitalista ni tampoco era ciego. Entonces me convertí en revolucionario”. Reed la tenía clara.
“Gringo Rojo” intenta revelar el mito tras el cantante, y lo logra en cierta medida. El escaso material original y la poca profundidad que la historia comienza a tomar en su segunda mitad convierten al documental más en un registro audiovisual ordenado, que abusa a ratos de videos musicales o ciertas largas secuencias y ediciones que evidentemente cumplen un objetivo más funcional y de forma que de fondo relativo a una consecuencia lógica del guion. No obstante, resulta un trabajo novedoso que consigue mantenerse al margen de cualquier juicio radical sobre la historia de nuestro país y no pierde el foco sobre este cantante que para muchos contemporáneos será algo desconocido, pero que lo instala como uno de tantos pequeños héroes que se atrevió a alzar la voz, y sin siquiera ser parte directa del problema. Recomendable.
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5,2
7.938
7
28 de noviembre de 2014
28 de noviembre de 2014
7 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
“The Signal” es llamada a ser una de las mejores películas de ciencia ficción del 2014. No por nada ganó el Premio a Mejores Efectos Especiales en el último Festival de Sitges. Probablemente muchos desconozcan todo sobre ella porque probablemente jamás llegará a las salas de cine de su país. Y la razón es simple, ya que es una producción independiente, hecha con lo justo en recursos y sin ninguna posibilidad de una campaña de marketing y distribución de copias alrededor del mundo.
27 días de rodaje y un presupuesto de 3 millones de euros (un poco más de U$ 3.500.000, algo así como el 1,5% de lo que costó realizar “Avatar”) le bastaron al joven realizador William Eubank para realizar su segundo largometraje, dando un salto considerable de calidad y desarrollo respecto a su primer filme, “Love” (2011). Pero la experiencia tras haber trabajado en numerosas películas, en técnicas de imagen y diseño de producción de cintas como “Colateral” (2004) y “Superman Returns” (2006), se ven reflejados en “The Signal”, una apuesta novedosa que viene a sacarnos del tedioso sci-fi multimillonario de las carteleras.
Casi como un postulado obligatorio de las películas de este género de carácter independiente, “The Signal” toma todos los elementos que sí están a su alcance para moldear una cinta con resultados más que satisfactorios, es decir, con las carencias de recursos que esto implica y los excesos de creatividad que siempre acompañan a este tipo de directores. Y es que tres amigos universitarios, que viven con lo justo y no alardean de sus capacidades, son la piedra angular para darle credibilidad y realismo a una historia que así lo exige. Tres amigos -dos de ellos hackers y la novia de uno de ellos- que acuden al lugar físico desde donde se emite la señal de la supuesta ubicación de “Nomad”, un desconocido genio de la computación. Al llegar ahí, la cinta se parte en dos y nos sumergimos en un rompecabezas lleno de inesperados giros, en una atmósfera misteriosa, extraña e, incluso, incómoda; que nos va dando respuestas que se vuelven preguntas y que finalmente, lo que sucedió en ese lugar, cuando los tres amigos acuden a este llamado virtual, es, en cualquier caso, un camino sin regreso.
Coincidamos en que el argumento principal no representa ninguna genialidad en términos de originalidad. También es cierto que la cinta comete errores y, a ratos, pierde esa fuerza que la impulsaba el set de escenas anteriores, sin embargo, es absolutamente meritorio el resultado en su conjunto porque su alarde técnico sopesa cualquier bache en el hilo narrativo: una fotografía exquisita de David Lanzenberg, una banda sonora llena de sonidos eclécticos a cargo de Nima Fakhrara, una resolución minimalista y actuaciones a la medida de lo esperado, con Brenton Thwaites (“El Dador de Recuerdos”), Olivia Cooke (“Bates Motel”) y Beau Knapp (“Super 8”). El rostro familiar en este caso es el de Laurence Fishburne (“Matrix”).
Como es costumbre en este tipo de cintas, la historia la mantienen sus protagonistas y, en función de ellos, la historia, y no viceversa. El director respeta la posibilidad de acercarnos a ellos, de entender sus inquietudes y de, al menos, sin grandes presentaciones, de entender sus motivaciones. Es esto lo que convierte a los (no menores) efectos especiales y estímulos visuales de la película, en elementos del sistema y no en soporte estructural, consiguiendo un equilibrio perfecto entre el ámbito humano y científico de la cinta. A raíz de lo mismo, es que nos evocará ineludiblemente a películas como “Another Earth” (2011) de Mike Cahill o “Moon” (2009) de Duncan Jones.
“The Signal” es una película que recoge elementos de diversos subgéneros (road movie, thriller psicológico, cine distópico, robótica, amenaza biológica) que comete los mismos errores que cualquier otra cinta de un director que hace sus primeras armas, pero que con tan poco y demasiada creatividad, supera las expectativas de cualquier amante del género de la ciencia ficción con todas sus letras, las teorías conspirativas y ese cine que nos entrega un nudo difícil de desenmarañar.
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27 días de rodaje y un presupuesto de 3 millones de euros (un poco más de U$ 3.500.000, algo así como el 1,5% de lo que costó realizar “Avatar”) le bastaron al joven realizador William Eubank para realizar su segundo largometraje, dando un salto considerable de calidad y desarrollo respecto a su primer filme, “Love” (2011). Pero la experiencia tras haber trabajado en numerosas películas, en técnicas de imagen y diseño de producción de cintas como “Colateral” (2004) y “Superman Returns” (2006), se ven reflejados en “The Signal”, una apuesta novedosa que viene a sacarnos del tedioso sci-fi multimillonario de las carteleras.
Casi como un postulado obligatorio de las películas de este género de carácter independiente, “The Signal” toma todos los elementos que sí están a su alcance para moldear una cinta con resultados más que satisfactorios, es decir, con las carencias de recursos que esto implica y los excesos de creatividad que siempre acompañan a este tipo de directores. Y es que tres amigos universitarios, que viven con lo justo y no alardean de sus capacidades, son la piedra angular para darle credibilidad y realismo a una historia que así lo exige. Tres amigos -dos de ellos hackers y la novia de uno de ellos- que acuden al lugar físico desde donde se emite la señal de la supuesta ubicación de “Nomad”, un desconocido genio de la computación. Al llegar ahí, la cinta se parte en dos y nos sumergimos en un rompecabezas lleno de inesperados giros, en una atmósfera misteriosa, extraña e, incluso, incómoda; que nos va dando respuestas que se vuelven preguntas y que finalmente, lo que sucedió en ese lugar, cuando los tres amigos acuden a este llamado virtual, es, en cualquier caso, un camino sin regreso.
Coincidamos en que el argumento principal no representa ninguna genialidad en términos de originalidad. También es cierto que la cinta comete errores y, a ratos, pierde esa fuerza que la impulsaba el set de escenas anteriores, sin embargo, es absolutamente meritorio el resultado en su conjunto porque su alarde técnico sopesa cualquier bache en el hilo narrativo: una fotografía exquisita de David Lanzenberg, una banda sonora llena de sonidos eclécticos a cargo de Nima Fakhrara, una resolución minimalista y actuaciones a la medida de lo esperado, con Brenton Thwaites (“El Dador de Recuerdos”), Olivia Cooke (“Bates Motel”) y Beau Knapp (“Super 8”). El rostro familiar en este caso es el de Laurence Fishburne (“Matrix”).
Como es costumbre en este tipo de cintas, la historia la mantienen sus protagonistas y, en función de ellos, la historia, y no viceversa. El director respeta la posibilidad de acercarnos a ellos, de entender sus inquietudes y de, al menos, sin grandes presentaciones, de entender sus motivaciones. Es esto lo que convierte a los (no menores) efectos especiales y estímulos visuales de la película, en elementos del sistema y no en soporte estructural, consiguiendo un equilibrio perfecto entre el ámbito humano y científico de la cinta. A raíz de lo mismo, es que nos evocará ineludiblemente a películas como “Another Earth” (2011) de Mike Cahill o “Moon” (2009) de Duncan Jones.
“The Signal” es una película que recoge elementos de diversos subgéneros (road movie, thriller psicológico, cine distópico, robótica, amenaza biológica) que comete los mismos errores que cualquier otra cinta de un director que hace sus primeras armas, pero que con tan poco y demasiada creatividad, supera las expectativas de cualquier amante del género de la ciencia ficción con todas sus letras, las teorías conspirativas y ese cine que nos entrega un nudo difícil de desenmarañar.
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6,8
27.710
9
6 de enero de 2017
6 de enero de 2017
1 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde la adquisición definitiva de Pixar por parte de Disney, esta se convirtió en su principal fábrica de éxitos de taquilla para la marca del Ratón Mickey. Sin embargo, Walt Disney Animation Studios ha sido capaz esta última década de posicionar sus películas en los primeros lugares casi a la par de Pixar Studios. Con ‘Wreck-It Ralph’ el 2012 y luego ‘Frozen’ (2013), ‘Big Hero 6’ (2014) y ‘Zootopia’ (2016), las expectativas eran altas con ‘Moana’, y así lo señalaba la crítica previo a su estreno.
Dirigida por los mismos genios de ‘La Sirenita’ (1989) y ‘Aladdin’ (1992), ‘Moana’ nos sitúa en la isla Motunui, donde una niña de 16 años, hija del jefe de una comunidad de navegantes por naturaleza, motivada por la sabiduría ancestral de su abuela, comienza una travesía junto a Maui, un semidios que hace 2000 años le robó el corazón a la isla, que está trayendo como consecuencia la inminente muerte de toda la naturaleza.
No es difícil saber lo que uno se espera al ver este tipo de películas, fabricadas con minucioso detalle en lo técnico y preocupadas de establecer cánones valóricos, que terminan apelando a nuestro humor y emotividad para entregar un mensaje claro, conmover y entretener a través de él. Sin embargo, muchas veces la fórmula no está lo suficientemente bien ejecutada y, cuando una pata cojea, la mesa nunca logra estabilizarse. En este caso, ‘Moana’ consigue con un relato simple, pocos personajes pero entrañables al máximo, un diseño de arte sobrio pero muy realista y tres canciones impresionantes, convertirla en una de las mejores películas de animación de los últimos años y, probablemente, de la marca Disney.
Inspirada e interpretada vocalmente por la joven debutante hawaiana Auli’i Cravalho, la pequeña Moana reúne tanto inocencia como una ansiedad obstinada por llevar a cabo sus sueños, aunque eso signifique tomar una decisión que su padre no comparta. Esto, factor clave para convencer tanto al espectador infantil como al otro, con un personaje carismático, puro y transparente, generosa con su familia y apegada a lo espiritual muy lejos de cualquier artificio material; todo esto sin abusar del melodrama ni de una candidez empalagosa que podría haber ensuciado las motivaciones del personaje principal y, con ello, a la historia. El concepto de princesa hoy da paso a una heroína polinésica que se desmarca de ese machismo mal construido por la industria, ahora empoderada, libre y resiliente.
El resto de los personajes también son parte de esta excelente construcción, donde destaca la abuela de Moana, su voz interior y guía espiritual; Maui, el semidios compañero de aventuras; y Shiny, el cangrejo, uno de los antagonistas, quizás el único gran personaje que termina siendo desaprovechado por su poco tiempo en pantalla y del que se podría haber originado una historia potente gracias a su imponente presencia.
Añadir algo sobre el acabado trabajo de dibujo, fotografía y digitalización sería a estas alturas un pleonasmo entre los trabajos de animación de Disney, aunque esta vez nos sorprendimos con recursos técnicos del live action que pocas veces estamos acostumbrados a ver en la animación: el desenfoque, primeros planos, el trabajo espacial fuera de campo y panorámicas sublimes que, si nuestro ojo no está preparado, podemos llegar a confundirlo con la realidad.
Finalmente, el tercer eslabón que, para gusto de quien escribe, es la última piedra angular para convertir a ‘Moana’ en una obra de animación muy cercana a la perfección, es su banda sonora y, en particular, los tres temas que se incluyen al interior de la cinta: “How far I’ll Go”, “You’re Welcome” y “Shiny”, interpretados por Auli’i Cravalho, Dwayne Johnson y Jemaine Clement, respectivamente; tres canciones de un ritmo encantador, con estribillos pegajosos y todos muy bien incorporados al desarrollo del arco dramático que propone la cinta. Llama la atención que tanto en su versión original como en la doblada, las canciones no pierden fuerza, e incluso llegando a ser mucho más efectivas en sus versiones en español.
‘Moana’ nunca intenta ponernos en jaque respecto a nuestro juicio sobre el valor de la familia, de la amistad, del coraje o de las convicciones; simplemente desarrolla una historia estimulante -si bien de tintes legendarios- con la simpleza que a Disney lo caracteriza, la que nos invita desde el primer minuto a formar parte de ella y, al igual que Moana, ser uno con la inmensidad del mar que inunda la cinta, y testigos de un nuevo triunfo de Disney.
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Dirigida por los mismos genios de ‘La Sirenita’ (1989) y ‘Aladdin’ (1992), ‘Moana’ nos sitúa en la isla Motunui, donde una niña de 16 años, hija del jefe de una comunidad de navegantes por naturaleza, motivada por la sabiduría ancestral de su abuela, comienza una travesía junto a Maui, un semidios que hace 2000 años le robó el corazón a la isla, que está trayendo como consecuencia la inminente muerte de toda la naturaleza.
No es difícil saber lo que uno se espera al ver este tipo de películas, fabricadas con minucioso detalle en lo técnico y preocupadas de establecer cánones valóricos, que terminan apelando a nuestro humor y emotividad para entregar un mensaje claro, conmover y entretener a través de él. Sin embargo, muchas veces la fórmula no está lo suficientemente bien ejecutada y, cuando una pata cojea, la mesa nunca logra estabilizarse. En este caso, ‘Moana’ consigue con un relato simple, pocos personajes pero entrañables al máximo, un diseño de arte sobrio pero muy realista y tres canciones impresionantes, convertirla en una de las mejores películas de animación de los últimos años y, probablemente, de la marca Disney.
Inspirada e interpretada vocalmente por la joven debutante hawaiana Auli’i Cravalho, la pequeña Moana reúne tanto inocencia como una ansiedad obstinada por llevar a cabo sus sueños, aunque eso signifique tomar una decisión que su padre no comparta. Esto, factor clave para convencer tanto al espectador infantil como al otro, con un personaje carismático, puro y transparente, generosa con su familia y apegada a lo espiritual muy lejos de cualquier artificio material; todo esto sin abusar del melodrama ni de una candidez empalagosa que podría haber ensuciado las motivaciones del personaje principal y, con ello, a la historia. El concepto de princesa hoy da paso a una heroína polinésica que se desmarca de ese machismo mal construido por la industria, ahora empoderada, libre y resiliente.
El resto de los personajes también son parte de esta excelente construcción, donde destaca la abuela de Moana, su voz interior y guía espiritual; Maui, el semidios compañero de aventuras; y Shiny, el cangrejo, uno de los antagonistas, quizás el único gran personaje que termina siendo desaprovechado por su poco tiempo en pantalla y del que se podría haber originado una historia potente gracias a su imponente presencia.
Añadir algo sobre el acabado trabajo de dibujo, fotografía y digitalización sería a estas alturas un pleonasmo entre los trabajos de animación de Disney, aunque esta vez nos sorprendimos con recursos técnicos del live action que pocas veces estamos acostumbrados a ver en la animación: el desenfoque, primeros planos, el trabajo espacial fuera de campo y panorámicas sublimes que, si nuestro ojo no está preparado, podemos llegar a confundirlo con la realidad.
Finalmente, el tercer eslabón que, para gusto de quien escribe, es la última piedra angular para convertir a ‘Moana’ en una obra de animación muy cercana a la perfección, es su banda sonora y, en particular, los tres temas que se incluyen al interior de la cinta: “How far I’ll Go”, “You’re Welcome” y “Shiny”, interpretados por Auli’i Cravalho, Dwayne Johnson y Jemaine Clement, respectivamente; tres canciones de un ritmo encantador, con estribillos pegajosos y todos muy bien incorporados al desarrollo del arco dramático que propone la cinta. Llama la atención que tanto en su versión original como en la doblada, las canciones no pierden fuerza, e incluso llegando a ser mucho más efectivas en sus versiones en español.
‘Moana’ nunca intenta ponernos en jaque respecto a nuestro juicio sobre el valor de la familia, de la amistad, del coraje o de las convicciones; simplemente desarrolla una historia estimulante -si bien de tintes legendarios- con la simpleza que a Disney lo caracteriza, la que nos invita desde el primer minuto a formar parte de ella y, al igual que Moana, ser uno con la inmensidad del mar que inunda la cinta, y testigos de un nuevo triunfo de Disney.
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