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Críticas 215
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
20 de septiembre de 2018 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si a Oliverio Girondo le importaba un pito cómo fuera el aspecto de la mujer acostada en su almohada, siempre y cuando ella supiera volar, a nosotros, espectadores, debería importarnos lo mismo que el título del film esté cargado de una grandilocuencia capaz de engañar a quien busque en él la respuesta a la gran incógnita del amor. Por suerte para el resto, aquellos que ven la película con una mirada curiosa y consciente de la fábula, pronto descubrirán cómo Subiela no pretende desenmarañar la complejidad de las redes vitales a través de los preciosos poemas que fluyen en la pantalla, si no cuestionarlas a partir de la excitación por la belleza y lo absurdo de la misma, inspirándose en las tinieblas del alma de un poeta de oficio –y sin beneficio- que vaga dentro de sus estúpidas fronteras enamorado de una prostituta. “No te quedes inmóvil -pide en un momento Darío Grandinetti durante su estupenda interpretación de Oliverio… y si lo haces, no te quedes conmigo”: atrapada en este cuento cinematográfico de poesía pura y desnudez de la insignificante existencia de otro insensato que se atrevió a amar.

CarlosDL - Colaboración con http://redrumblogdecine.com/
31 de agosto de 2018 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siempre ha sido curiosa la sensación de presenciar una obra que en ocasiones resulta potente y conmovedora cuando, en cambio, reconocemos que hay elementos completamente fuera de lugar o aspectos que desvirtúan nuestra experiencia con tal estridencia que llegan a obnubilar nuestra opinión. Calibrar estas vicisitudes resulta complicado si consideramos que la imparcialidad en nuestros juicios no debería ser opción ya que éstos perderían todo su valor, como defendía Oscar Wilde. Aún más complejo es, si cabe, cuando nos enfrentamos a un film tan desproporcionado como Las flores de Harrison (Harrison’s Flowers, 2000); una cinta que se erige capaz de hastiar al espectador por su sensiblería injustificada y su problemática de saldo, para después ponerle contra las cuerdas en una visión del belicismo moderno tan sádica y atroz como pocas se han visto, o de alardear de un discurso desfasado e incoherente sobre la inmoralidad de las élites –fotográficas en este caso, pero extrapolable a otros ámbitos- para más tarde regalarnos una bellísima lección de valor sobre el periodismo bélico como pocas otras hayamos visto en celuloide.

Fragmentado en dos grandes capítulos, sumando un apéndice plenamente dispensable, y con la impresión de que cada uno fue rodado con un objetivo diferente por parte de Elie Chouraqui, el relato comienza siendo carne de melodrama de videoclub sin demasiado entusiasmo por la dirección de los actores, la fotografía o el montaje, dedicándose a extender la introducción con un estilo apático que podríamos resumir en: fotógrafo de gran reconocimiento internacional con familia perfecta a la cual quiere dedicarse de lleno dejando los viajes a conflictos bélicos acepta un último trabajo en la Guerra de los Balcanes (aparentemente inofensiva), desaparece y todos le consideran muerto excepto su mujer quien –en un alarde de demencia- decide ir en su busca. Esto último juega en favor del espectador dado que todo lo insustancial del metraje habrá quedado atrás dejando que Andie MacDowell demuestre que no sólo fue una actriz de moda en los 90, sino que su registro dramático es capaz de afrontar misiones en terreno de guerra elevando el trabajo de unos actores como Adrien Brody y Brendan Gleeson que aparecen muy acertados en este road trip entre explosivos antes de sus respectivos despegues actorales; El pianista (The Pianist, 2002) y Escondidos en Brujas (In Bruges, 2008).

El nuevo capítulo nos abre entonces las puertas hacia el abismo terrenal de la guerra, hacia el tormento del hombre enfrentándose a su hermano. Un descenso por los círculos del infierno de Dante, nombrados esta vez como diferentes ciudades yugoslavas, donde no hay buenos ni malos, tan solo animales sangrientos que portan como estandartes el horror y la destrucción. Este nuevo prisma narrativo –radicalmente contrapuesto al anterior- comienza a cuidar la naturaleza de la imagen desmenuzando los planos en detalles captados por la fotografía visceral y realista de Nicola Pecorini (curiosamente, un habitual en los psicóticos mundos de Terry Gilliam), y jugando con un montaje ciertamente desconcertante que consigue manifestarse asfixiante. La derivación formal es tan enérgica que consigue obviar el banal tránsito inicial y hundirnos en la miseria de la crueldad por el resto de la cinta. Al menos casi por completo. Cercanas al final, aparecen ciertas decisiones estilísticas que no habían sido utilizadas hasta el momento y vuelven a sacudir nuestro disfrute: una voz en off invade el excelente sonido por momentos y pasamos a una continuación de actos predecibles que desembocan en un final indefendible devolviéndonos estrepitosamente a la estantería del videoclub donde escogíamos los soporíferos melodramas cargados de moralina. Se cierra así una montaña rusa -o más bien yugoslava- donde el recorrido acaba mereciendo la pena por un fragmento donde la narración recordó sus pretensiones y quiso ser fiel a una narración realista, a pesar de acercarse al sensacionalismo, pero sin concesiones, ni medias tintas.

CarlosDL - Colaboración con http://redrumblogdecine.com/
6 de marzo de 2018 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tardó un tiempo en llegar a las salas españolas tras su estreno al otro lado del charco -cinco meses si contamos desde su gran recibimiento en el festival TIFF de Toronto-, pero lo hizo en el momento oportuno; la semana previa a la entrega de los galardones de la academia norteamericana. Su abrupta aparición en cartelera parece imitar los arrebatos de ira de su protagonista para demostrarnos que, a pesar de haber sido vista casi como una invitada de excepción por parte de la crítica más conservadora, su relato es uno de los más hilarantes, controvertidos y explosivos del ejercicio que se ha cerrado recientemente con la entrega de los premios Oscar. Sus tres nominaciones –solo una se convirtió en un radiante galardón en las manos de Allison Janney- fueron completamente meritorias si destacamos cómo los matices artísticos de la película se alejan de convencionalismos a los que estamos acostumbrados para desarrollar un estiloso biopic de confección artesanal, con forma de falso documental en el que la tragedia está suavizada por una comedia tan afilada como la cuchilla de los patines de Tonya Harding.

El guion de Steven Rogers encuentra un equilibrio vacilante entre las corrientes humorísticas, violentas y con cierto aire paleto de la película para que la vida de la patinadora olímpica sea un drama mucho más interesante de lo que podíamos imaginar en especulaciones previas. Su efectividad argumental queda además culminada al encontrar en la miserable vida personal de su protagonista el contrapunto perfecto a su magnífica carrera deportiva, o vinculando en un mismo espacio el rechazo hacia personajes ciertamente despreciables con la empatía hacia puntuales alardes de ingenua heroicidad. Dichos contrastes -mecidos por un continuo estilo satírico que pone en entredicho el ensueño del motor social norteamericano- no son más que el medio que Yo, Tonya (I, Tonya, 2017) utiliza para entretener y molestar a partes iguales, llegando a tomarse el lujo de romper la cuarta pared durante los cortes puramente dramatizados para lanzar críticas autoconscientes, o presionar la conciencia incluso de los más testarudos con perlas dirigidas al público como la que ya se adelantó en el tráiler: “América. Quieren alguien a quien amar, pero también alguien a quien odiar.”

Precisamente conseguir despertar el odio, o la rabia, de su hija es lo que LaVona Golden considera la mejor muestra de cariño o educación que pueda demostrarle. No obstante, y con cierta fortuna, es el amor hacia el deporte como único surtidor de esperanza y alegrías en su vida es lo que mantiene a la patinadora sobre el hielo; probablemente el único amor en su vida que no esté ligado a la violencia física o mental. Es quizás este sinfín de claroscuros en las líneas de Rogers, lo que pudo suponer el principal temor de todas las productoras que decidieron archivar el proyecto durante largo tiempo, hasta que el azar hizo caer el panfleto en las manos de Robbie Margot, quien enloqueció con una historia tan perversa y completamente desconocida para ella (también para el que suscribe; demasiadas cosas las que se nos escapan a los que nacimos a partir del 90). Decidió entonces convertirse –al mismo tiempo y por primera vez en su carrera- en protagonista y mecenas de una película.

Margot recoge en este momento toda la práctica que ha sembrado en su filmografía anterior. Su interpretación, cargada de naturalidad y sarcasmo, sostiene acrobáticamente el hilo emocional de la cinta a través de un ambiente familiar puramente desestructurado y tóxico. Sus enfrentamientos en pantalla con Allison Janney (excelsa en el papel de madre poco ejemplarizante; un papel para recordar, además de haber sido reconocido por la academia) son quizás los momentos más reseñables, donde encontramos una relación desquebrajada desde la infancia que desembocará en decisiones precipitadas y torpes; causa y efecto de la ruda, ciertamente maleducada, y áspera personalidad de Tonya. Una de dichas decisiones: el más que nombrado “incidente”. Hecho que paradójicamente nos ha llevado hasta la butaca pero que queda desmarcado de manera soberbia del verdadero propósito, que en ningún momento fue esclarecer los hechos adyacentes al nefasto evento, lo cual supone un alivio para la narración y una celebración para el espectador, quien verá pasar dos horas en su reloj sin apenas ser consciente de ello.

Todo el equipo detrás del resultado, encabezados por Craig Gillespie a la dirección, consigue la cohesión de un film con un montaje fantástico donde los cortes narrativos (aparentemente bruscos) son justificados por el formato escogido, y que, en esencia, se acercaría a un documental planteado por trazos cercanos al realismo de los hermanos Coen y ejecutado con un pulso similar al Brian de Palma más violento, mientras que su frenética banda sonora guiña el ojo a la melomanía del joven Scorsese que no dudaba en utilizar el rock como batuta en sus escenas. Son nombres en mayúsculas, pero hay muchos matices en Yo, Tonya que la convierten en una película que será reconocida y frecuentada en los próximos años. De momento, podemos distinguirla como una grata recomendación, y posiblemente una de las películas más irreverentes en la (recién festejada) nonagésima contienda de los Oscars.

CarlosDL - http://redrumblogdecine.com/
20 de octubre de 2017 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace ya algún tiempo apareció una fotografía que suscitó la controversia en las redes cuando simplemente pretendía alardear de perspectivas visionarias para el futuro. La instantánea, tomada en el Mobile World Congress 2016 de Barcelona, quedó grabada en mi retina por culpa de la irónica sonrisa que Mark Zuckerberg (creador de Facebook) portaba mientras caminaba junto a cientos de individuos engalanados con gafas de realidad virtual ajenos a lo que ocurría en rededor. Una mirada progresista e inquietante –cuanto menos- que levantó ciertos debates en cuyas conclusiones la sociedad salía siempre bastante mal parada. Aquellas gafas abrían una puerta a un futuro aún más inmerso que nunca en la tecnología; un alegórico espejismo que resulta fácilmente reconocible en el punto de partida que toma Creative Control (2015).

El realizador Benjamin Dickinson firma aquí su segundo film independiente, primero en el que se atreve a ponerse la máscara de creativo total ejerciendo de director, guionista y protagonista. La cinta, liderada por un publicista adicto al trabajo y otras drogas, trata de desarrollar su potencial entorno a unas gafas de realidad aumentada (en montura de pasta) que bien podrían ser el modelo definitivo de las mostradas en aquella paródica postal que referenciábamos arriba. Estas gafas, apodadas Augmenta, serán el hilo conductor de una historia con intencionado recuerdo a las contaminadas y satíricas sociedades de Black Mirror (2011-actualidad) y ciertas pretensiones de grandeza indie delatadas por su admiración a la prodigiosa Her (2013) de Spike Jonze. El cóctel resulta interesante a simple vista, planteando una premisa arriesgada con detonantes lúcidos pero, muy a nuestro pesar, queda lejos de explotar un debate antropológico con inquina hacia las nuevas tecnologías, o las relaciones en el mundo digitalizado, como hicieron sus referentes, para observar con recelo y desprecio los pecados de personajes criticando sus vicios, sus obsesiones y la conversión hacia el egocentrismo auto-idólatra.

En favor del espectador queda, sin lugar a dudas, una cinematografía cuidada, expresiva y sagaz, que sabe emplear el blanco y negro desarrollando técnicas de exposición de alto contraste combinadas con pálidos ápices de colores pastel que destacan fantasías y quimeras del protagonista en su obcecado mundo virtual. Este punto consigue equilibrar ciertamente la balanza y hacernos reconocer que los sencillos –además de elegantes- efectos especiales que hemos visto funcionan en la pantalla y enriquecen el resultado, aunque la consistencia del guion se derrumbe en sus personajes secundarios y su indecisión por diseccionar ideas globales o aspectos puntuales de sus personajes. Dickinson, al fin y al cabo, consigue construir un castillo virtual estiloso pero tan vacío como la propia concepción del mundo binario.

Lo mejor: su cinematografía en blanco y negro resulta reconocible; tan estudiada y bien ejecutada, como singular.
Lo peor: la continua sensación de estar viendo un capítulo de Black Mirror frustrado por su bajo potencial.

Carlos DL - http://redrumblogdecine.com/creative-sentimiento-binario/
9 de agosto de 2017 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nicolas Winding Refn (NWR) es considerado por muchos como uno de los directores contemporáneos autodidactas más influyentes y subversivos del panorama internacional. Desde sus inicios marcados por la sobriedad fílmica danesa hasta sus últimas obras saturadas de contrastes y pureza en la paleta cromática de sus imágenes, su obra ha estado siempre marcada por una exploración de la condición humana a partir de una visión evidentemente violenta y perturbadora de las relaciones y la conciencia. Sin embargo, la crueldad narrativa se aleja de la gratuidad y lo mundano para examinar lazos de amistad, familia o auto-confidencia de sus personajes cuyas vías de actuación toman herramientas poco ortodoxas en gran parte de los relatos.

Sus películas siempre han intentado ser extrapoladas de cualquier convencionalismo, distanciándole de otros directores -sin desmerecer las claras influencias que muestra de muchos de ellos- y generando un estilo propio que en sus últimas películas ha llegado a ser descrito como fetichista o adulador de su propio ego. Algo innegable sobre sus métodos es la carismática manera que tiene de superar sus propias barreras físicas; una de sus obvias firmas personales como es la saturación de tonalidades agresivas o el juego con iluminación intensa en las imágenes es su propia forma de superación de la condición daltónica que sufre en su visión. Estas técnicas quedan evidenciadas al final de su “época danesa” para satisfacer el resultado de sus últimas obras, siendo Drive (2011) el hito que define un antes y un después en su carrera.

La geometría de sus personajes siempre había conseguido evolucionar en la cantidad de matices que podían aportar al guion, pero Drive (2011) consiguió describir el éxtasis creativo del director gracias, entre otros muchos motivos, a su poliédrico personaje cuyo arco argumental está cargado de aristas perfiladas de manera impecable. Ryan Gosling se enfunda la inconfundible chaqueta del escorpión y juega con el mondadientes como si de un cowboy se tratara, haciendo arder el asfalto de la ciudad a ritmo de Kavinsky y su electrizante Nightcall. Así dan inicio a una película en la que el director olvida definitivamente su época de cámara al hombro para implantar la precisión y métrica que serán norma de su cine a partir de ahora.

La obstinada personalidad del forajido sin nombre se adentra en un drama familiar en el que el erotismo y la violencia juegan en el mismo equipo de este film neo-noir de culto instantáneo. Dejando a su paso escenas frías y macabras, al igual que sumamente elegantes como la provocadora secuencia del ascensor (tan excitante como funesta), Drive avanza con semblanza desarrollando el drama y la tensión con rigor para sellar un thriller estiloso, con personalidad, abarcando con lúgubre romanticismo instintos naturales del hombre como animal salvaje. Una de sus canciones recalca “You keep me under your spell”, y eso es precisamente lo que consigue NWR en esta ocasión. Drive es un hechizo del cine moderno.

CarlosDL - http://redrumblogdecine.com/
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