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Reino Unido Reino Unido · Birmingham
Críticas de Peaky Boy
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Críticas 92
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
17 de diciembre de 2013
67 de 79 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Mala gente que camina y va apestando la tierra...” Ya nos avisaba Antonio de que en todos los lugares del mundo hay gente que te buscará las cosquillas, te pisará cuando estés en el suelo, se tomará la molestia de indagar en tu interior para entonces, cuando bajes la guardia, atacarte con inquina, injuriarte y jactarse de ello. Si esa persona llega a ofendernos realmente, y dependiendo de cómo de alto tengamos el umbral de tolerancia, es posible que nuestra naturaleza más animal responda de forma violenta, otorgando una victoria inmediata a nuestro indeseable rival. Pero para algo existe la justicia poética, eso que sólo suele ocurrir en la ficción y que, como un karma irritado, transformará la sonrisa triunfal del canalla en una mueca de dolor, envidia y resentimiento mucho más satisfactoria que todos los golpes del mundo. Los pelos de punta, la sonrisa nerviosa y ese cosquilleo que recorre nuestro cuerpo indican que la magia del cine ha vuelto a lograr su cometido.
Justicia es lo que busca para sus personajes Alexander Payne, un director especialista en mostrar la cara más humana y patética de la sociedad; y la poesía es el vehículo utilizado en esta Road Movie que seguirá los pasos de Woody Grant y su hijo David, dos personajes tan entrañables como faltos de miras, sin un objetivo claro en la vida, en los que se puede ver perfectamente el paso del tiempo, como si ambos fueran la misma persona en diferentes épocas compartiendo un mismo escenario. Un escenario conformado por los maravillosos paisajes que aparecen a lo largo de los más de 1000 kilómetros que separan Montana de Nebraska. Y precisamente ahí es a donde se dirige nuestro protagonista para recoger el premio de un millón de dólares que ha ganado, o eso cree él. Decidido a llegar al lugar indicado aunque sea andando, no dejará que nadie lo detenga hasta lograr su cometido, despertando así la preocupación de su hijo que le acompañará en su disparatada travesía. Por el camino se detendrán en el pueblo donde se crió el anciano, un pueblo pequeño y poético, como todo en la película, que trae viejos recuerdos a la delicada mente del viajero, y hace recordar al espectador al sin par Miguel Hernández,
“La vejez en los pueblos. El corazón sin dueño. El amor sin objeto. La hierba, el polvo, el cuervo. ¿Y la juventud? En el ataúd.”
Película agridulce que aborda con inteligente y agradable humor un tema tan delicado como es el paso del tiempo y los estragos que deja en las personas. La parte dulce la pone la pareja protagonista, dos hombres muy simples y sin ninguna maldad que se preocupan, a su manera, el uno por el otro. La parte agria vendrá del resto de patéticos personajes, como la mujer de Woody, Kate, malhablada, envidiosa y cruel que, pese a las muchas atrocidades verbales que ponen de manifiesto su desagradable temperamento, blasona de practicar un catolicismo intachable. Ella, al igual que el hermano mayor de David, Ross, destaca por su frialdad y superficialidad aunque, en el fondo, ambos tengan un lado sensible y cariñoso.
Bruce Dern borda una interpretación magistral como Woody, un lacónico y alcohólico padre que comienza a notar cómo la inevitable guadaña se acerca causándole un miedo incontenible, no a la muerte en sí, sino al fracaso. Por ello intentará remediar con un millón de dólares las carencias afectivas que haya podido tener como padre. Un gigante de la gran pantalla que, con paso errático, tambaleante y sin prisa, tendría que alzarse con el Oscar al mejor actor en la próxima edición de los prestigiosos premios. De momento, su sensacional actuación ya le ha valido el premio al mejor actor del festival de cine de Cannes. June Squibb, que ya colaboró con Payne en la cinta A propósito de Schmidt, 2002, no se queda corta en el apartado interpretativo, ofreciendo una actuación no tan conmovedora, pero llena de fuerza y buen humor sarcástico, por lo que depositamos en ella nuestras esperanzas para la estatuilla a mejor actriz de reparto.
Con semejante elenco y dirección, el guion no podía ser menos y, en efecto, el estupendo libreto se disfruta de principio a fin. Un trabajo redondo que, por primera vez, no fue escrito por el propio director sino por Bob Nelson quien, centrándose en los protagonistas, no permitió a los elementos externos apoderarse de la obra. Claro ejemplo es el momento en el que se habla de la separación de David y su novia ya que, lejos de convertirse en una dramática historia de celos, desamor y melodramas varios, el escritor simplemente utiliza esa escena como refuerzo para resaltar la pusilánime personalidad del actor, olvidándose inmediatamente después, y por completo, de la chica en cuestión.
También nos habíamos olvidado, tras los primeros fotogramas, de que la película es en blanco y negro, imaginando a los personajes en esa tonalidad monocromática, sin concebir que en la vida real sean personas a todo color. Una fotografía, a cargo de Phedon Papamichael, tan elegante como natural, una belleza artística deslumbrante, amable y cruda a partes iguales que consigue una composición muy cuidada del retrato humano sin que resulte artificial, una belleza de contrastes entre la soledad interior y la unión familiar, el encanto e inocencia infantil bajo una triste mirada que tiempo ha que asumió el inevitable e impredecible momento de su marcha. Poética, descriptiva y melancólica fotografía que evoca al mismísimo Machado, “una pálida rama polvorienta sobre el encanto de la fuente limpia”.
Peaky Boy
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5
10 de diciembre de 2013
10 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Con semejante elocuencia reflexionaba Segismundo sobre la importancia de los buenos actos, sin importar el estatus social, mientras se preguntaba cuánto de realidad hay en la vida, y qué parte de todo lo que vemos es ficción. El calderoniano protagonista de La vida es sueño, vivía encarcelado por un padre obsesionado con las profecías que le advirtieron sobre la crueldad de su hijo, del mismo modo que Walter Mitty, desde su primera aparición en el cuento de James Thurber, vive atrapado en su aburrida y rutinaria vida, mientras su mente lo trasporta constantemente a diferentes y trepidantes aventuras que lo convierten, según la interpretación del soliloquio de Segismundo, en un intrépido aventurero reprimido.
Ben Stiller realiza este remake de la película homónima de 1947 que, dirigida por Norman Z. McLeod, era a su vez adaptación del libro antes mencionado por lo que, a primera vista, carece de todo lo que representa la película: imaginación y originalidad. Así que sin estos elementos, el trabajo no pasa de ser una nueva comedia romántica más, pretenciosa, como la mayoría de las obras de este director y que, mediante una sucesión de imágenes que no resultan convincentes, trata de buscar una profundidad que deviene artificial. El trabajo en la dirección de Stiller, marcado casi siempre por la exageración, termina por ahogar cualquier esfuerzo para trasmitir algún tipo de emoción o valores al espectador, sus comedias usan la parodia como elemento satírico pero, al llevarlo todo hasta los extremos, resulta tan incoherente que es muy difícil de tomar en serio.
No obstante es de destacar el atrevimiento de Stiller ya que con esta cinta busca congraciarse con aquellos que tachan su trabajo de comedia absurda, para ello cambia de registro y trata de conseguir un resultado mucho más serio sin el repertorio caricaturesco al que sus personajes nos tienen acostumbrados. La película, aunque mantiene la esencia básica del libro sobre un personaje aburrido pero soñador, que anda mezclando fantasía y realidad en cada acción de su anodina vida, le añade ciertas variantes. En esta ocasión, Walter Mitty, que trabaja procesando las imágenes para la revista LIFE, está teniendo problemas para encontrar el negativo de la que será la portada del último número de la publicación impresa. Movido en parte por su intachable responsabilidad profesional y en parte por una compañera de trabajo, a la que quiere impresionar, se verá involucrado en un sinfín de aventuras que sobrepasarán cualquiera de sus anteriores fantasías. Un filme mucho más sobrio que ninguno de sus anteriores trabajos y con ciertos destellos de calidad, que nos hacen pensar que, algún día, el director encontrará la idea brillante que lo reconcilie con sus muchos detractores. Sin embargo no será en esta ocasión, ya que su atrevimiento le ha costado la baza de la comicidad que tantos seguidores le había proporcionado y, pese a esos momentos de cierto talento artístico, enfocados al logro de una comedia romántica más trabajada y sin el uso de sus clichés característicos, la puesta en escena sigue sin resultar del todo atractiva
La historia resulta muy poco creíble, no en lo concerniente a la imaginación y la materialización de los sueños, que por otra parte es un tema demasiado trillado hoy por hoy como para abordarlo desde un enfoque tan ingenuo, sino porque ya hemos visto otros ejemplos en el cine de personajes con imaginaciones excepcionales, afrontados desde una perspectiva mucho más atractiva y sin caer en los fáciles recursos demagógicos, como por ejemplo La ciencia del sueño de Michel Gondry, 2006, o la formidable lección que nos regaló Léolo en la magnificá cinta de Jean-Claude Lauzon de 1992, donde un niño afronta, con tremenda madurez y gracias a su sin par personalidad, la cruda realidad en la que vive rodeado de su insólita familia. Pero Ben Stiller ya no es ningún niño, ni un joven que nos despierte la suficiente empatía como para que entremos en su quimérico mundo, un papel de fracasado asustadizo que ya conocemos de memoria por lo que, tras media hora de metraje, todo se vuelve demasiado predecible y las lecciones morales que pretende enseñarnos restan gran parte de una gracia que podría haber hecho la película más llevadera, por lo que la encaminan irremediablemente a un tedioso final que nos dejará indiferentes.

Termino en spoiler por motivos de espacio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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6
10 de diciembre de 2013
53 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un mundo utópico, un remake debería suponer reinventar la película que se está versionando, darle un giro tan radical que la hiciese incomparable con su predecesora e irreconocible en cuanto a la ejecución y el desenlace. Un claro ejemplo sería lo que el western ha hecho con algunos de los trabajos de Kurosawa, como convertir Los 7 Samuráis, 1954, en Los 7 magníficos de John Sturges, 1960, cambiando a los antiguos guerreros japoneses y sus honorables valores, por arrogantes vaqueros occidentales; o la adaptación que Sergio Leone hizo de Yojimbo, 1961, en Por un puñado de dólares, 1964 pues, pese a que en un principio se habló de plagio, es considerada hoy por hoy como uno de los remakes más dignos de la historia del cine.
Hace ya bastante tiempo escuchábamos la noticia de que se estaba jugando con la posibilidad de adaptar la película coreana Oldboy, 2003. Todos los amantes de este clásico oriental, entre los que nos incluimos, afrontamos el rumor, primero con temor a un desastre de magnitudes épicas y posteriormente con sorpresa y curiosidad al conocer el nombre del director que llevaría a cabo el proyecto, Spike Lee. Lo primero que se nos vino a la cabeza fue una idea tan excéntrica como atractiva, ya que, siendo Lee uno de los mayores representantes del movimiento nacionalista afroamericano, fiel defensor de los derechos de los negros y conociendo la incomodidad que siempre ha manifestado con respecto a los modos de representación del cine estadounidense, era de esperar que nos fuera a deleitar con un Oldboy al más puro estilo Ghetto Stories, con un protagonista que, como Mookie en Haz lo que debas, 1989, deambulara a ritmo de Public Enemy por los suburbios de Brooklyn en busca de venganza. Desgraciadamente Hollywood está muy lejos de ese mundo utópico, y lo único que ha sobrevivido a ese sueño ha sido Samuel L. Jackson en el papel de Chaney, un personaje que, por sí solo, nos da una idea de lo original y acertado que podría haber sido este supuesto “Brotherhood Oldboy” pero, en conjunto, se ha quedado tan solo en su lucha contra los tópicos y clichés que al final termina perdido y fuera de lugar.
Basado en un manga homónimo creado por el guionista Garon Tsuchiya y el dibujante Nobuaki Minegishi, cuenta la historia de Shinichi Gota (Joe Doucett en el filme), un hombre que ha sido secuestrado y encarcelado en una habitación con la única compañía de un televisor, gracias al cual se entera de que es el único sospechoso del asesinato de su prometida (en la película es su mujer), con la que iba a casarse al día siguiente del secuestro. Devastado por la noticia, el protagonista sufrirá su reclusión divagando sobre los posibles sospechosos de semejante crueldad. Diez años después del suceso (15 años en la primera adaptación y 20 años en la que nos ocupa), es puesto en libertad, comenzando en ese momento una violenta búsqueda del responsable.
Park Chan-wook adaptó la historia en 2003, integrándola en su particular trilogía de la venganza formada por obras que, aun compartiendo una temática común, eran totalmente diferentes entre sí. Si en Simpathy for Mr. Vengeance, 2002, la primera de las entregas, se mostraba la venganza desde un desafortunado punto de vista, perpetrada contra un hombre que debería ser el ejecutor y no el objetivo de la misma; y en Simpathy for Lady vengeance, 2005, la tercera y última de las entregas, se explica el largo proceso y sacrificio que se requiere para llevar a cabo un acto tan maquiavélico y sanguinario; Oldboy, que se sitúa entre el Sr. y la Sra. Venganza, es un retorcido estudio sobre los límites de una persona a la hora de proceder con su rencoroso plan de maldad con el único fin de arruinar la vida de su enemigo.
Innecesario remake el que plantea Lee que, pese a contar con un poderoso reparto liderado por un gran Josh Brolin, que consigue trenzar una actuación llena de fuerza, y secundado por la joven estrella emergente Elizabeth Olsen, no logra crear el suficiente atractivo visual para que la película resulte original, por lo que al final, termina perdiendo la partida por goleada frente su predecesora. Bien habría que recalcar en este punto el calificativo innecesario, ya que la película no resulta censurable en cuanto a calidad se refiere. El mayor problema ha sido el guion, un libreto a cargo de Mark Protosevich que dista muy poco con respecto a la magnánima obra de Chan-wook, por lo que al no aportar nada nuevo, la historia se queda a expensas de una despiadada comparación que no soporta. Al margen de esa odiosa pero inevitable comparación, el director realiza una apuesta muy arriesgada, adaptar una de las cintas de culto más valoradas de los últimos tiempos que, pese a sus carencias argumentativas y con la ayuda del veterano director de fotografía Sean Bobbit, crea una ambientación muy trabajada con un gran repertorio de encuadres que aporta el dinamismo y la claustrofobia que se requieren en cada momento.
Sin embargo, la barroca concepción narrativa de la que estaba dotado el filme anterior desaparece por completo en esta ocasión por culpa del miedo a lo diferente. Se ha ido demasiado a lo seguro, dando alguna pincelada de originalidad como el personaje antes mencionado de Samuel L. Jackson, el guardián de un nuevo y mucho más perverso “catillo de If” que el mostrado por Alexandre Dumas en El conde de Montecristo, pero a su vez sin renunciar a elementos propios del cine oriental, originando un pastiche fallido y falto de identidad propia. Lo que antes era poesía exagerada, ahora ha resultado ser simplemente una exageración. Desprovisto del avance tranquilo y minucioso, el ritmo se vuelve apresurado e incluso torpe por momentos. El humor negro y los astutos diálogos que el realizador coreano consiguió, se pierden para favorecer una explicitud que únicamente se centra en la violencia desmedida, la sangre y la excesiva claridad de la trama que, incluso al final, cuenta demasiado.

Termino en spoiler por motivos de espacio
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Peaky Boy
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7
7 de diciembre de 2013
27 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
La prostitución y el cine o, mejor dicho, en el cine, son dos términos que vienen ligados desde los comienzos del séptimo arte. No sólo la Europa más liberal con el neorrealismo italiano de Fellini o Pasolini, la Nouvelle Vague francesa o el almodovarianismo español, se han encargado de plasmar esta situación incluso cuando la entrada en vigor del código Hays censuraba este contenido en los Estados Unidos, también, grandes directores de todo el mundo representaron esta controvertida temática, desde Suramérica hasta algunos de los mayores artistas nipones como Kenji Mizoguchi (Mujeres de la noche, 1948) o Yasujiro Ozu quien, en 1948, mostró los fantasmas de la posguerra con forma de drama familiar en Una gallina en el viento. Y hasta los tiempos modernos, donde directores como el coreano Kim Ki-duk (Samaritan Girl, 2004 y Bad Guy, 2001), siguen mostrando la problemática de una situación que no parece que vaya a tener una fácil y conveniente solución dada la falta de diálogo existente respecto al asunto.
El diálogo y la comunicación son factores imprescindibles para solucionar cualquier problema, ya sea de tipo político, social o simplemente familiar como el que nos presenta François Ozon en su nueva película. La historia muestra en cuatro capítulos, que coinciden con las cuatro estaciones, un año en la vida de Isabelle, una joven de 17 años procedente de una familia adinerada que se pierde en su búsqueda personal del descubrimiento sexual. Un primer encuentro decepcionante con un chico, la conduce a una espiral de prostitución como medio de expresión, rebeldía, experimentación, o simplemente la misma curiosidad que llevó a Sévérine a una situación similar, en 1967, en la cinta de Buñuel, Belle de jour. Pero los motivos no quedan del todo claros y la culpa de ello la tiene, en gran parte, la impenetrable personalidad de la protagonista, por lo que tendremos que tratar de indagar en su mente por medio de los complejos simbolismos que el director introduce en muchos de los diálogos que él mismo ha escrito para conformar el guion.
El tipo de educación que los miembros de una familia de la alta sociedad francesa imparten a sus hijos, basada en que el dinero da la felicidad, y minusvalorando hasta hacer prácticamente inexistentes las relaciones afectivas y ese diálogo con el que abríamos el texto, da como resultado una fría personalidad totalmente indiferente y distante a los sentimientos. Esto hace que Isabelle busque un aliciente para conseguir que el sexo resulte satisfactorio, así es como empieza a tener relaciones sexuales con extraños a cambio de dinero, por propia voluntad, sin necesidades económicas, simplemente por conseguir la dosis de adrenalina que no puede encontrar con una sana relación convencional.
Una vez más, el director se sirve de uno de sus temas favoritos, las relaciones familiares, amorosas y la enfermiza combinación de ambas. El último claro ejemplo lo encontramos en su anterior película, En la casa, 2012, magnífico drama en el que también hace hincapié en la importancia de la mujer como epicentro de toda la acción en un contexto burgués, como ya mostrara en 8 mujeres, 2002. Si hace poco hablábamos de lo irreconocible que era el cine de Ridley Scott en cuanto a estilo de filmar, François Ozon sería su antagonista. Ya desde sus comienzos con, Sicom, 1998, el director mostró sus inquietudes y obsesiones, la familia y el poder del sexo como elemento desestabilizador de las relaciones, desde entonces no ha dejado de ilustrar los problemas amorosos de pareja, como hizo con dureza en la dramática y desesperanzadora, 5x2 (cinco veces dos), 2004. Ozon también utiliza el verano y la playa, muy recurrentes en su cine, para hacer la presentación de sus personajes, mediante otro de sus recursos u obsesiones más característicos, el uso de escenas de voyerismo que nos hacen recordar aquel oscuro thriller, Swimming Pool, 2003, con la guapa Ludivine Sagnier. Pese a que todos estos elementos no siempre funcionan igual de bien, hay que reconocer que los dos últimos trabajos del realizador están dotados de una calidad artística y originalidad excepcionales.
La relación entre los personajes creada por el director llega a ser de lo más incómoda, no sólo las relaciones profesionales de Isabelle con sus clientes, representados en su mayoría con unos rasgos bastante perversos, sino también con su propia familia, en la que cada conversación, cada gesto, se presta a una perturbadora malinterpretación. La frivolización que se hace en todo momento sobre la dramática situación resulta tan grotesca y satírica como la representada por Quevedo en aquel poema que comenzaba así:
“Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.”
Con una fotografía muy centrada en destacar el contraste entre la cegadora belleza casi perfecta de la protagonista de 22 años, Marine Vacth, y su oscura y hermética personalidad que la lleva a comportarse de manera tan depravada, el filme se presenta como un duro y atractivo drama con golpes de humor negro, acompañado por una sensual y elegante banda sonora a cargo del compositor habitual de Ozon, Philippe Rombi. El joven Fantin Ravat, en el papel de hermano menor, Víctor, trenza una grandísima actuación cargada de misterio y una excesiva curiosidad que raya en lo enfermizo. El realizador vuelve a recurrir a una de sus actrices fetiche, la veterana Charlotte Rampling, que tan buenos resultados le había dado en anteriores colaboraciones.
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Peaky Boy
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5
3 de diciembre de 2013
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vuelve Carrie, una de las obras de mayor relevancia del siglo XX, no por su contenido ni porque la historia fuera de una originalidad desbordante, sino porque supuso tanto el salto a la fama del autor de la novela publicada en 1974, Stephen King, como el reconocimiento internacional del director que la adaptó al cine dos años después, Brian de Palma. Dos artistas prolíficos que deben gran parte de su éxito a esta adolescente cuya vida ha estado siempre marcada por la tiranía y el maltrato.
Tras la película del director de El precio del poder (Scarface), 1983, el libro siguió recibiendo adaptaciones, como una desastrosa TV movie del mismo nombre, y una secuela, de todavía peor calidad, La Ira, 1999. La celebérrima obra cuenta incluso con un musical en Broadway y diversos documentales. Con semejante historial, lo que más nos ha sorprendido después de tantas apariciones de la joven del pueblo ficticio de Chamberlain (Maine) en la pequeña y en la gran pantalla, son las críticas negativas, ya no de la prensa que obviamente ha de hacer su trabajo (con mayor o menor objetividad), sino de un público que, después de haber visto todas y cada una de las adaptaciones, acude nuevamente al cine, previa visualización del tráiler promocional en el que se muestra, de forma resumida, la práctica totalidad de la cinta, para que a la salida de la sala predominen los comentarios del tipo de “me esperaba otra cosa”, “el libro es mucho mejor” o incluso “muy predecible”.
En efecto la trama es muy predecible, poco cambia con respecto a la novela, aparte de unos pequeños ajustes temporales como la utilización del teléfono móvil para filmar los abusos a compañeros y el “Ciber-Bullying” llevado a cabo mediante el uso de redes sociales. La estética realmente pierde mucho fuera del estilo setentero que mostraba la original y que daba mayor fuerza al concepto de baile de fin de curso. Por lo demás todo sigue igual, Carrie White es una adolescente introvertida sin vida social que es acosada constantemente por sus compañeros en el instituto, en su vecindario, e incluso por su madre en el interior de su propia casa, una fanática religiosa que está convencida de que su hija está condenada ya que fue concebida mediante el pecado. Un día, cuando Carrie se estaba duchando tras una clase de educación física, la joven comienza a sangrar en la ducha por lo que, desconociendo que se trata de la menstruación, entra en pánico pidiendo ayuda a sus compañeras, quienes se mofan de su ingenuidad lanzándole compresas y tampones mientras la insultan y humillan. Este suceso impedirá que la cabecilla del grupo de matonas pueda asistir a la gran gala de fin de curso, castigo que moverá a ésta a llevar a cabo una venganza de muy mal gusto. La noche del baile se convierte en una pesadilla que ninguno de los asistentes logrará olvidar, si es que consiguen sobrevivir.
El trasfondo político de la película viene de la mano de la polifacética e incombustible Julianne Moore, interpretando a Margaret White en una mordaz, o lo que fuera mordaz hace 30 años, crítica metafórica sobre la educación ultraconservadora y los devastadores efectos que el fanatismo religioso puede acarrear. Temas más evidentes como la importancia de la educación sexual y el rechazo al bullying, cuyo mensaje nunca pasa de moda, siguen siendo la clave tres décadas después.
El final es sin duda lo mejor de la película; el enfrentamiento definitivo con la autoritaria madre y, sobre todo, el apoteósico y vengativo desenlace, compensarán algunos momentos bastante débiles del guion, que pierde mucho con respecto al que Lawrence D. Cohen escribió para la cinta de De Palma, en cuanto al humor y diálogos se refiere. La protagonista, que es encarnada por primera vez por una adolescente real, Chloë Moretz (Kick Ass, 2010), cambia por completo de registro en una transformación diabólica que nada tiene que envidar a las escenas más terroríficas que salieron de la pluma de King, salvando sobre la bocina un producto que, pese a que ya parecía demasiado exprimido, consigue un final a la altura, no sólo por el crimen, sino por el castigo autoimpuesto.
La directora Kimberly Peirce, que se ganó el respeto de la crítica en 1999 con su ópera prima Boys don’t cry, dirige modestamente este remake con el que seguro cumple la recaudación exigida a la espera de poder realizar otro trabajo más personal. Steve Yedlin, Looper, 2012, encargado de la fotografía, realiza como siempre un gran trabajo mediante el uso de planos que, buscando encuadres complicados y perspectivas singulares, aportan frescura al producto. Por su parte, el equipo de maquilladores realiza la ardua tarea de bañarnos en sangre sin caer en la fácil exageración.
Un estreno que tendrá un público bastante reducido y cuyo contenido va dirigido básicamente a adolescentes, amantes del cine de terror, o seguidores de los primeros trabajos del escritor de El Resplandor. Carrie es una historia que se ha ganado el respeto y el eterno reconocimiento por ser una de las primeras en denunciar el tema del acoso escolar, sin embargo su remake queda eclipsado por otros largometrajes modernos que han sabido adaptarse de manera más creativa, como el magnífico drama del director de Kazajistán, Emir Baigazin, Harmony Lessons, 2013. En definitiva, un innecesario remake que pierde la partida con respecto a su predecesor pero que, pasando sin pena ni gloria, no se llega a hacer pesado gracias a la fuerza de sus interpretaciones y a una temática que, desafortunadamente, sigue estando de actualidad.
Peaky Boy
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